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Él era todo, menos cobarde

Para Miguel Ángel Lozano

“Bueno, ahora sí se va a poner como Dios manda, siquiera...”, se dijo el violinista. Coronada por mechones de canas, su cabeza era grande, aleonada, de abundante caballera peinada hacia atrás. Siguió a los demás músicos hasta la mesa de donde los habían mandado llamar. En torno de ella había más de una docena de norteamericanos, tantos que parecían estar en las ruinas de Teotihuacan y no en una cantina del centro de la ciudad de México. En apenas una mirada, pasó lista a todos y cada uno de ellos. No distinguió más que caras irrelevantes, sin expresión. Con los belfos caídos, como en una exposición de perros. Excepto por una jovencita. Hermosa, sonriente, de mirada agridulce. Y con algo de coquetería y arrojo a flor de piel. O cuando menos eso le pareció a él. Seductor incansable, toda su vida se había mantenido cerca de las mujeres. Las olía, y sabía cuándo podría llevarse una mujer a la cama. A sus casi sesenta años, la mujer le seguía pareciendo el próximo bastión que habría de caer en sus manos.

Se puso el violín al hombro y dejó que el arco frotara las cuerdas. Se trataba de un violín corriente, cuya caja parecía de plástico, adornada con vetas en negro y blanco, a manera de una piel de cebra. Pero ése no era obstáculo para que el violín sonara bien o sonara mal. Porque su afinación era buena; no, más que eso: espléndida. Desde pequeño lo había oído decir. No en balde de niño se había esmerado en sus estudios, los de violín, aquellos que le impartió su maestro, cuya memoria veneraba. Estudios que él aprendió junto con las letras de las canciones. Eso había sido ayer; ahora, ya de grande, nunca cantaba, ni menos marcaba el ritmo como lo hacían los guitarristas. Pero se sabía elemento indispensable, sobre quien pesaba una gran responsabilidad. Por eso había violinistas en cualquier conjunto que se respetara, fuera mariachi, orquesta, tango o lo que fuera. Estaba convencido de que su instrumento sonaba bonito, como “la voz de un ángel”, y que bien tocado servía lo mismo para enamorar a una mujer que para hacer retumbar las paredes con los acordes del Himno Nacional. Y si él, ahí, en la cantina, no tenía oportunidad de demostrar sus habilidades, en casa les tocaba piezas difíciles, de concierto, a sus hijos y a sus nietos; para lo cual se preparaba. Una semana le dedicaba al estudio. Regresara como regresara del trabajo, cansado y de mal humor, o como fuera, se encerraba y no había poder humano que lo sacara de la recámara. Un hombre estudiando no podía ser interrumpido, le gustaba advertir a sus familiares.

Eso sí, qué elegante se veía. De reojo, mientras hacía unas florituras para terminar las Mañanitas que habían pedido los gringos, se descubrió de cuerpo completo en el espejo de enfrente. Alcanzó a mirar las puntas doradas de las botas y los estoperoles que adornaban sus pantalones —eran veinte, cosidos por cuatro puntos, y, le habían asegurado, tallados a mano. Cada uno lucía en su centro el perfil de un bronco. Las botas, la corbata de moño, el fino cinturón y la pistola en su funda de becerro, lo hacían verse apuesto, casi joven. Como jalado por un impulso, buscó en el espejo el rostro de la gringa jovencita, y lo localizó. Como lo esperaba, lo estaba mirando a él. La tenía en las manos. Era suya. “Todas las mujeres son mías”, solía decir en su juventud. No le quitó la mirada, hasta que la chica bajó la vista.

Recordó entonces cuando se había iniciado en esto de la tocada, en Guadalajara.

Hijo y nieto de mariachi, su maestro, en cambio, había sido violinista de orquesta. Eso le había ganado el respeto de todos, haber aprendido con un violinista profesional, desde que había decidido seguir la carrera de los hombres en su familia. Pero no nada más por eso lo respetaban. Desde luego y más que por eso, por su manera de tocar. Porque le imprimía a su técnica un sabor muy suyo. Como de enamoramiento. Como de salvajismo. Según.

—¿Y el sombrero? ¿Dónde estar... el sombrero? —preguntó una de las gringas, la única anciana y la más fofa de todas.

La verdad les cansaba el sombrero. A todos. Él siempre lo había dicho. No sólo era demasiado pesado y le impedía mover la cabeza libremente de un lado a otro, sino que la nuca le sudaba a torrentes... y eso no lo pagaban los gringos; ni los románticos, los pocos que sobrevivían y que les llevaban gallo a sus amadas. Ya no quedaban, pero de vez en cuando alguno que otro, con unos cuantos tragos encima y un poco de lágrimas o un mucho de alegría, se animaba.

Los gringos se habían unido al canto, y en su pésimo español se esforzaban por imitar al vocalista. En situaciones semejantes, prefería que su violín descansara. No valía la pena tocar su instrumento más allá de lo necesario. Esta vez era suficiente con hacerlo sonar apenas —para qué sacarle jugo, se dijo, si éstos no entienden nada. Bastaba con tener un poco de paciencia y sacar fuerzas de flaqueza.

Llevaba ahí cerca de diez horas. El cuerpo le pesaba como si fuera de plomo. Sus piernas no resistían más. Otro poco, entonces, no significaba gran sacrificio. Sea como fuere, tenía que llevar dinero a casa. Se lo estaban urgiendo. Y debía ahorrar para comprarse otras botas; qué se le iba a hacer: las suyas parecían, si se las veía por abajo, queso gruyere. Se talló los ojos, bostezó abriendo la boca como el gran rey de la selva, se paró en firme y se dispuso a seguir tocando medianamente. Pero en ese momento se percató, una vez más, de que aquella gringa lo miraba. Pero ahora se veía embelesada. Su hombría habló por él: le había gustado a esa mujer. Y él era todo, menos cobarde. Así que se sonrió con la gringuita —¿cuántos años tendría: veinticinco, veintiocho?, imposible saberlo— y decidió tocar como nunca lo había hecho. Tocar para ella. Desesperadamente. Intensamente. Todos los demás, todo lo que lo rodeaba, cantina y gentes, podía desaparecer. De hecho, ya había desaparecido. Tocaría para ella con todo el garbo del mundo. Como un grande. Como el más grande.

Ten

Cuando Jorge Alberto Montes entró con una botella en la mano, nunca pensé que se trataría de una Ten, la ginebra por antonomasia. Me sorprendí tanto, que no supe qué hacer. Aun antes que darle las gracias, tomé en mis manos aquella botella verde esmeralda y la miré a contraluz. Había ahí algo de espesura y de encanto que me provocó un fugaz temblor.

—¿La abrimos? —pregunté, cuando Jorge Alberto hubo aposentado en el sillón más grande de la sala su uno ochenta y tres y ciento 20 kilos de peso. Me sorprendió la botella pero no que proviniera de mi amigo. Porque él era dado a ese tipo de sorpresas. Escancié la ginebra en dos vasos old fashioned con tres hielos, y dijimos salud.

Nada parecía sobrevenir en el panorama que perturbara aquella mañana. Porque en efecto la hora no iba más allá de las 10, los niños y las mujeres respectivas se habían reintegrado a sus labores luego de vacaciones, y no había más camino que pasársela bien. Ni siquiera lo habíamos planeado. Por el celular de Jorge Alberto supe que estaba a una calle de mi casa y que únicamente quería verme para darme un abrazo. Y desde luego yo había accedido.

“Pon Mozart”, me rogó Jorge Alberto cuando escancié el tercer trago. Y lo hice. La música de la sinfonía Júpiter colmó la habitación, le aventé los brazos y me devolvió el impulso. Eso tiene Mozart, que une las almas desvalidas. ¿O acaso no era eso lo que estábamos celebrando? El mundo que de pronto parecía venirse abajo, cada uno por sus propios aconteceres.

Qué extraña sensación beber aquella ginebra mientras todo el mundo trabajaba. El primer sorbo de la ya quinta copa resbaló dulcemente por la garganta cuando repiqueteó el timbre del teléfono. Sólo los putos usan celular, le espeté a Jorge Alberto cuando me dirigí a contestar. Era Bertha, la cachondísima Bertha, que esperaba como loca que yo le diera luz verde para poner un pie en mi casa.

—Cariño —le dije—, estoy con mi hermano Jorge Alberto Montes. Mira, si yo soy guapo él me triplica. Le voy a pasar el fon nomás paque te vayas humedeciendo.

Y lo hice. Jorge Alberto, con una sonrisa que en mucho parecía la rúbrica del Guasón, le sentenció: “No sé si te vaya a ver o no, pero pásame tu teléfono para que te invite a comer donde tú quieras, cuando tú quieras”.

—Qué modo tan elegante de cortar una vieja —le dije, mientras Jorge Alberto doblaba un papelito y lo metía en su cartera.

—Esa vieja ya es mía. Te lo agradezco y sírveme la siguiente nomás padarte las gracias como te mereces.

—¿Cuánto vale esta botella, que ya va bajando más allá de cualquier medida matutina? —le pregunté en tanto servía la siguiente.

—Qué pregunta tan vulgar, no sé cómo oyes Mozart, y nomás te la voy a contestar paque veas que soy capaz de revolcarme en el pinche lodo: vale 540 varos.

Coño, pensé yo, con esa lana me compro cuatro botellas de tequila El Charrito. Y para que Montes se percatara de que me había yo dado cuenta perfectamente de lo que son 540 pesos, me preparé una más y, antes de llevármela a la boca, la olí como se aspira el mejor perfume, que no es otra cosa que la esencia de una mujer. Porque exactamente eso emanaba de aquella ginebra: el misterio y la sabiduría femeninas resueltas en feliz elíxir.

Empuñé la siguiente copa como un caballero medieval la espada que ha de hundirlo en el oprobio o elevarlo a la gloria. Ya pronto serían la una y media, y de un momento a otro vería desfilar delante de mí a todos los miembros de la familia. Y de verdad que poco me habría importado, pero Jorge Alberto Montes cometió el peor error que un hombre en estas circunstancias puede cometer. Palabras más-palabras menos, dijo:

 

—Quiero brindar por lo que más te duela... —y levantó su vaso como quien levanta el corno para convocar a los cazadores.

Había tantas cosas que me dolían, pero sobre todo una: la mujer que recientemente me había mandado al diablo y por la cual daría la vida ahora mismo, ¿qué podía compararse con eso?

—¿Y tú? —lo increpé—, tú brinda antes, cabrón.

Jorge Alberto Montes me respondió con la mirada, es decir no me miró a mí sino a la botella verde, de ese verde esmeralda, de ese verde pasto en el que más de uno se imaginaría la piel blanca de una mujer que nunca le pertenecería. Como si ahí mismo buscara la respuesta a aquella pregunta que aflige a todos los hombres, aunque pocos tengan el valor de hacérsela.

—Lo único que me duele —dijo—, es que esta botella esté por terminarse.

El coleccionista de almas

Cuánto tiempo tendré que esperar hasta que venga. Llevo aquí más de media hora como idiota. Esperando. Esperando. Menos mal que me traje mi anforita. Un trago, dos tragos me hacen menos arduo el tiempo. Con un alcohol entre pecho y espalda, la longitud del tiempo se acorta. De lo contrario la espera sería insoportable. La mitad de la vida de un sacerdote se reduce a la espera. Para que me salgan con idioteces. Como aquella señora que vino a confesarme que le pegaba a su nieto. Y eso a quién le importa. Me dieron ganas de salir y golpearla. Nada más para que aprendiera a distinguir entre un pecado y una estupidez. O aquel imbécil que quería más a su perro que a su mujer. Más bien debí aplaudirle su decisión. No cualquiera se atreve a ser tan hombre. Pero en vez de eso le dije lo que quería oír: dos padres nuestros y dos aves marías de penitencia. Eso de la penitencia nunca me lo he explicado. Cómo evaluar los pecados. Qué penitencia imponer. Y para lo que sirve. Todo mundo vuelve a pecar. Y vuelve a hacer exactamente lo mismo. El asesino vuelve a matar, ya probó lo que es el crimen y eso le dejó un delicioso sabor en la boca que no está dispuesto a sacrificar, así que a la primera oportunidad lo vuelve a hacer; el ratero vuelve a robar, le resultó fácil llevar dinero a su casa, o gastarse el dinero en el vicio, comprobó que robar es de lo más simple del mundo, y en consecuencia lo volverá a hacer. Lo trae en la sangre. Y allí no hay nada que hacer. Pero si ella viene, ya me hizo el día. Poco me importa todo lo demás. Si viene alguien más o no. Si alivio la angustia de alguien más o no. Pero que venga ella. Que me acaricie con su voz de ángel. Que colme mi espíritu de su delicioso perfume. Que me haga sentir que mi vida tiene un sentido. No sabe cómo la deseo. ¿O sí lo sabe? Yo no le he dado ninguna pista. Pero además de angelicales las mujeres son tremendamente intuitivas. Y adivinas. Saben todo lo que va a pasar. A ellas no se les debería imponer penitencia alguna. Son sabias. La penitencia no sirve para nada. Por más que quieran. ¿Pero qué penitencia imponer? Hete ahí lo complicado. Eso nunca te lo enseñan en el seminario. Porque no hay modo.

Te orientan pero el criterio siempre es personal. Yo cuando siento que debo ser blandito soy brutal, y al revés. Una mujer que me confesó que había torturado a su hijo hasta matarlo, le dejé de penitencia un padre nuestro todos los días en ayunas, apenas abriera los ojos. Hasta que sintiera que ya no había más remordimiento. Que ése era el momento de suspender la penitencia. Los que más gracia me producen son los sicarios. Porque matar no lo consideran un pecado sino una chamba. Y la chamba es chamba. Y así me lo dicen, muy quitados de la pena. Que yo comprenda, que tienen que hacerlo, que esa misión les tocó en la vida. Como a mí predicar. Que a cada quien le toca algo. Ni modo. Y que si ellos no acaban con los traidores la vida sería un infierno. Eso me dicen. Y hablando de chamba, ¿mandará el capo por mí para que le vuelva a oficiar? Una misa para los tres años de su hijito no estaría mal. Fue genial ese bautizo. El mejor que me ha tocado. Hinchó mi bolsillo. Yo cumplí mi destino. Debo sembrar la fe en Dios. Bautizar es cosa sagrada. ¿Pero vendrá ella? Hoy le toca. Un día sí y otro no. A esta hora. Cómo me encanta oírla. Me pregunto si lo hará a propósito. Que me cuente lo que me cuente y con esa voz. Si lo hace a propósito está en el camino correcto. Por la erección que me provoca. Endiablada. Mortal. Y no se baja por más que me masturbo. Cuando me describe a todos los hombres con los que se ha metido. Todos y cada uno. Como si en cada uno le fuera la vida. Siento que yo soy todos y cada uno de ellos. Que lo hace para excitarme a mí. Mejor que ni me hable de su marido. Para qué. Un idiota más en el imperio de los cornudos. Nunca he visto su dulcísima cara más que tras la cortina de esta inmunda habitación, si es que la puedo llamar así. Cómo me gustaría seguirla un día y enterarme de sus pormenores. Saber si me está mintiendo o hablando con la verdad. Suman varias las fieles que me he llevado a la cama. Pero ninguna me había excitado como ésta. Me tiene vuelto loco. Y eso que nada más conozco su voz. ¿Para qué quiero más? El mío es el amor más puro del mundo. Sin parangón posible. Sin parangón posible, eso mismo dije para mis adentros cuando me ordené. Me creía investido de una santidad prodigiosa. La llamaba la vocación divina. Me sabía perteneciente al ejército de los soldados de Cristo. De los elegidos. Habría dado la vida por Él. Y ahora no soy más que un mortal como cualquier otro. Un coleccionista de almas. El más asqueroso. ¿Por qué siempre llego a este punto? ¿Qué pruebas me está exigiendo Dios, a mí, el más grande pecador? ¿Por qué no puedo detenerme? ¿Y toda esta gente que cree en mí? Si mi padre me viera. Si mi madre me viera. ¿Por qué tuvo que morir la víspera de mi ordenación? Pobrecita. Si alguien quería verme hecho un sacerdote era ella. No le pude dar gusto. Nunca le pude dar gusto en nada. Ni a nadie. A ninguno de los dos. Toda mi vida no fui más que portador de malas nuevas. Siempre. Un cero a la izquierda. Pero eso fue ayer. No ahora. No este día. Mi olfato me dice que viene en camino. Ya percibo su olor. Ya se aproxima. Un trago. Un trago. Aunque me emborrache. Sólo así podré controlarme. Le pediré que sea más específica. Y me masturbaré cuando me cuente los detalles. Espero no gemir más de la cuenta. Que ella sabe el placer que me provoca. Estoy seguro. Es peor que yo. No, no hay nadie peor que yo.

El robo

Para Eugenia Montalván

Juan Jacinto aprovechó que la puerta estaba entreabierta y entró. Nunca se imaginó que finalmente la oportunidad se presentaría. Le había echado el ojo al departamento desde hacía casi dos semanas. Porque a leguas se veía que el nuevo inquilino del 101 era tan distraído como adinerado, o cuando menos esa impresión daba. Al contrario de los arrendatarios de los otros departamentos de ese edificio maloliente y maltratado, el ocupante del 101 tenía auto, por cierto un automóvil de modelo reciente, más caro que barato. Y todas las mañanas el hombre sacaba cosas de la cajuela —generalmente mochilas atiborradas de libros; lo sabía porque en una ocasión se le desfondó una, y todos los libros fueron a dar al suelo. Pero la cosa era que el tipo se pasaba de distraído. Del estacionamiento al edificio había como 200 metros, y el hombre de pronto se detenía en la tienda y compraba un refresco; de pronto se alejaba hasta la siguiente esquina —cincuenta pasos más— y compraba el periódico del día, de pronto se quedaba mirando hacia ninguna parte.

De soslayo, pero lo había espiado. Cada mañana, Juan Jacinto se levantaba con esa idea. Observarlo acuciosamente. Porque además sabía que el tiempo no se prolongaría indefinidamente. Lo tenía muy claro. Tarde o temprano ese hombre terminaría de transportar sus libros, y adiós. Cambiaría todos sus hábitos, se encerraría por horas. Y aquella oportunidad habría volado al cielo.

El problema de fondo consistía en que él no era un ladrón.

¿Qué ganaba entonces con meterse al departamento y robar todo lo que cupiera en la bolsa negra de plástico que llevaría consigo?

Dos cosas, cuando menos dos cosas ganaba.

Aceptación y autoestima.

Porque él quería pertenecer a la pandilla de la unidad. Mejor dicho, a una de las pandillas. Pues aunque era una unidad relativamente pequeña, había dos pandillas que se disputaban el territorio: los Nazis y los Sioux. Tenían de ser rivales un poco más de cinco años; de hecho, siempre lo habían sido —cuando menos siete u ocho años—, pero nunca lo habían declarado. Sus escarceos no pasaban de miradas intimidantes, amagos en algún corredor de la unidad, mensajes temerarios.

Su sueño era pertenecer a los Sioux. Ya había sondeado la posibilidad y muy solemnes le habían dicho: Tienes que asaltar una casa o a un pendejo. Y mostrarnos lo que te hayas clavado. Pero cuidado con engañarnos porque no te la vas a acabar.

Ésa era la primera cosa. La segunda, sentir que valía algo. Que él valía para algo. Para lo que fuera, eso no importaba.

Porque todos sus familiares lo veían como un joven despreciable. Ninguno de los suyos apostaría cinco centavos por él. Casi no había grado escolar que no hubiera reprobado. Le decían el litro porque había hecho cuatro cuartos. Ahora por fin estaba en el segundo año de preparatoria. Y por más que se esmeraba en demostrar su valía, en atraer la atención de alguna chica, todo era inútil. Si el día de mañana dejara de ir a la escuela, nadie notaría su ausencia. Y eso dolía.

Así que vio la puerta entreabierta y entró.

Tuvo una descarga de adrenalina.

Todos los departamentos eran iguales, pero a él éste le parecía absoluta y totalmente distinto. Lo sabía porque precisamente en ese edificio había vivido sus ya casi 18 años. Por relaciones con los vecinos, había pisado cada departamento. Con los propietarios del 101 había sostenido una relación que él calificaba de telenovelera. Porque toda su vida había permanecido enamorado de Evangelina, la hija más pequeña de la familia —él le llevaba apenas un par de años. Pero una cosa era haberse sentido poderosamente atraído por ella, y otra muy diferente que ella le hubiera siquiera devuelto una mirada. Cero. Por más que se la quedaba mirando —hasta la necedad misma, ¿o no la miraba sin despegar la vista, sin mover un párpado, diez minutos reloj en mano?

Pues una sola y misma cosa fue que cruzara el umbral del 101, y que se la imaginara saliendo de la cocina. Sintió que su corazón estallaba. Jamás en su vida había palpitado tan fuerte. Diablos, tenía que concentrarse. Eso era lo único verdaderamente urgente en ese momento. Reparó en que era muy posible que el ruco ya viniera en camino. Si entraba en ese instante a él no se le ocurriría nada, y las cosas se complicarían en serio. Miró un modular. No era nada de lujo, pero le serviría. Los Sioux sabrían de eso. Observó alrededor: discos de música clásica por aquí y por allá. Con seguridad el ruco oiría ese tipo de música, aburrida y sangrona como él mismo. No se requería mucha ciencia para darse cuenta de lo obvio: un ruco lleno de libros y de música insoportable, tenía que ser alguien insoportable. Se aproximó al aparato y estaba a punto de desconectarlo cuando la voz de Evangelina vino a sus oídos: ¿Qué vas a hacer, Juan Jacinto? ¿Te das cuenta de que estás a punto de convertirte en un delincuente? Fue como si le hubieran dado un mazazo.

Quitó la mano como si se hubiera dado un toque.

Y salió corriendo.

O esa era su intención. Porque a través de la celosía que daba al exterior, distinguió al ruco. Venía a paso regular. Con dos mochilas al hombro y otra sostenida en su mano derecha. No tardaría ni un par de minutos en llegar. Tres, con un poco de suerte. Se dio media vuelta. Desconectó el aparato, lo echó a la bolsa de plástico y una vez más salió corriendo. Pero ahora rumbo al piso de arriba, desde donde alcanzaría a ver cuando el ruco entrara a su departamento. Primero escuchó sus pasos subir lentamente, enseguida lo vio entrar. Instante que él aprovechó para bajar la escalera y salir como un suspiro, silencioso e impenetrable.

 
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