Rancière

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Federico Galende

RANCIÈRE

Lo que en la imagen pensativa está en juego es el poder de cada quien para traducir lo que allí percibe o experimenta a una aventura intelectual singular y libre.

Partiendo del pensamiento de Jacques Rancière, este libro se enfoca en el carácter performático que subyace a las prácticas, las palabras y las teorías en lo que respecta a la construcción de comunidades sensibles inéditas y al modo particular en que los seres nos transmitimos unos a otros la actualización de nuestras capacidades y el contagio de nuestras potencias.

En este sentido, no es un libro sobre el poder, sino sobre la potencia que nace de una inteligencia en común o, si se prefiere, de un comunismo de las inteligencias. Este comunismo funciona como un presupuesto, como una poética o una abstracción que puede siempre materializarse, pues lo que hombres y mujeres compartimos a la hora de emanciparnos no es la lucha singular por una causa en común, sino una lucha en común por causas que nos son singulares.

Federico Galende retoma en Rancière el tema del pueblo y la puesta en común de formas de experimentación que son singulares, viejo dilema al que este libro aporta nuevas preguntas.

Rancière

El presupuesto de la igualdad en la política y en la estética

Federico Galende


Para Horacio González

Las repulsivas costumbres de los funcionarios del castillo, cuyo poder puramente abstracto se alimenta parasitariamente de la impotencia concreta del pueblo.

W. G. SEBALD

PRÓLOGO

Este libro, escrito hace una década atrás, no alcanzó a ser contemporáneo del “Ni una menos” y el conjunto de reivindicaciones que los movimientos feministas del mundo hicieron estallar casi al unísono sobre la tierra. Sin embargo, percibió atisbos de su configuración en el contexto específico en el que fue escrito: el de las intifadas de la primavera árabe, el del movimiento de los indignados de España, el de las marchas de las trabajadoras y los trabajadores de Londres, el de las manifestaciones de Wall Street o el de las masivas irrupciones del estudiantado en Chile. Las protestas del feminismo pusieron de relieve las inquietudes de un siglo que dio la impresión de iniciarse poniendo severamente en crisis el libreto de una historia –letrada, oficial, a la europea– que había atravesado las distintas eras de la humanidad dejando sistemáticamente de lado la potencia igualitaria de las culturas populares. Culturas que por lo demás, como señaló Josep Fontana y como lo probó Carlo Ginzburg en esa viga central de la microhistoria que fue El queso y los gusanos, merecerían llamarse “críticas”, puesto que su caracterización como “populares” fue históricamente el recurso que tuvieron las elites para situarla por debajo de la cultura letrada.

Lo que estuvo a la base de todas estas revueltas es el pueblo. Pero el pueblo no es una cosa, no es algo en sí mismo; es más bien la forma heterónoma de lo que rehúye a cualquier categoría que busque apropiarlo o definirlo. El hecho de que las mujeres no sean tampoco algo en sí mismo, una identidad definida o articulada a la manera de una totalidad, mantiene el sentido de este libro, cuyo problema fundamental fue poner en entredicho muchos de los esquemas categoriales con los que se había hecho una costumbre ya proceder en el campo de la filosofía, en el de las humanidades y en el del discurso académico en general.

La matriz de ese entredicho sigue estando en la lucha que libran los pobres contra los ricos, una lucha de la que no puede afirmarse que se limite a una mera confrontación entre clases. Por supuesto que la confrontación existe, pero como parte de una tensión casi inmemorial que tiene de un lado el poder articulado y viril del uno, y la potencia igualitaria de una multiplicidad heterogénea, del otro. Si esta confrontación toca a la filosofía, es simplemente en virtud de que lo que la multiplicidad introduce en las llanuras del pensamiento filosófico es el escándalo mismo del pensar.

Este escándalo forma parte del partido de los pobres, en el sentido de que “pobres” no son esta o aquella persona en particular (por mucho que también lo sean), sino la reunión de todas las causas humanas que luchan contra el poder del uno sin el consuelo previo de una síntesis que las articule. Sabemos que pastores, intelectuales y sacerdotes suelen precipitarse, tal como no dejaron de hacerlo en los umbrales de este siglo, a abjurar de estas luchas despojadas de una vanguardia que las dirija, de estas improvisadas irrupciones de las mujeres y los hombres del pueblo que de pronto parecen prescindir tanto del horizonte salvífico que trazan probos y expertos, como de los edictos catastrofistas que los inmoviliza. Pero lo cierto es que hay en esto una liberación, un descarte de dictámenes y recetas que lleva a pensar la política en la línea que piensan los feminismos, es decir: como la manera que tienen los cuerpos de definir autónomamente sus formas de estar juntos. No hay otra política que no sea esta, y por eso el problema del pensamiento no es en este aspecto la suspensión de la historia de la metafísica o la pregunta por el origen del Ser, sino más precisamente cómo se enhebran y distribuyen los cuerpos, los textos y las voces sobre la superficie de esta palabra en común.

En relación a esto, la obra de Jacques Rancière representa un aporte fundamental, no solo en virtud de su inclinación por pensar la teoría como una forma de experimentación que pone en común pensamientos habitualmente desencontrados –como lo hace el arte con la comunidad entre los materiales– o por su disposición a hacer pasar la filosofía por un abanico de géneros vinculados a lo sensible que van de la literatura al cine pasando por el teatro, el ensayo o la historiografía, sino también por su persistente rechazo a relacionar la política con el poder.

Rancière dedicó buena parte de sus investigaciones a una provocación que mantiene también su vigencia, y que consiste básicamente en liberar la lógica de la emancipación de la telaraña teórica en la que la ha mantenido entrampada un cierto dogma de izquierda. Esa telaraña fue custodiada a menudo por un pensamiento –él mismo viril, obsesivo– que residió en presuponer la existencia de un punto de llegada al que los oprimidos accederían a condición de que no equivocaran el rumbo, trazado por lo demás de antemano por las directrices espirituales de la revolución teórica. Su conocida posición es la de que esta idea, según la cual los oprimidos desconocen los mecanismos que los oprimen, de manera que deben seguir las directrices de los instruidos en el campo de la ciencia o de la teoría, no se diferencia tanto de aquella otra que asocia la política con la gestión de un orden en el que cada una de las cosas debe permanecer en su lugar. De ahí su insistencia por desarmar el nudo que une las formas de emancipación a los privilegios que son propios del saber de la crítica ilustrada.

Desarmar este nudo significa repensar la separación entre la potencia autónoma de los emancipados del repetido poder de una crítica consagrada a exhibir al pueblo como una materia manipulada. Como entre el régimen comisarial que cautiva que nada ni nadie se mueva del sitio que le ha sido asignado y este otro régimen de la crítica que observa en cada cosa que se mueve una especie de avance ciego hacia alguna emboscada existe más de una simbiosis, lo que a Rancière le interesa es pensar la emancipación como una forma de interrupción y reconfiguración de ese reparto desigual de las partes que el régimen policial entabla y que la crítica, de un modo consciente o inconsciente, propaga.

La expresión de esta interrupción no es un aporte de la filosofía a la política; es al revés: hay política cuando la autonomía de la emancipación altera el orden que la filosofía compone. La política es de esta manera una forma libre que desregula el reparto social establecido, pero justamente por esto es necesario que la teoría adopte ella misma un comportamiento experimental, performático. Una teoría no es interesante por el despliegue del acumulado que la conduce a una interpretación estable y privilegiada del estado de las cosas, a un diagnóstico más correcto o menos correcto que la pone a la cabeza de aquello que debe ser transferido o enseñado; su interés reside más bien en la capacidad práctica con la que cuenta a la hora de proponer relaciones que recogen en una misma asociación formas de pensar escindidas, conjunciones o correspondencias inesperadas. La teoría es una práctica performática que propone a la vida colectiva los mismos supuestos con los que experimenta.

Esto quiere decir que entre la autonomía del pensar filosófico y las formas performáticas o experimentales que al interior de este espacio demarcado se llevan a cabo, no hay ninguna contradicción. No es necesario difundir ante el pueblo la promesa eterna de que algún día el filósofo destruirá la distancia que lo separa de la vida para sumergirse por fin en ella, promesa culposa de una vanguardia pasada por el cedazo de una moral ecuménica, ni tratar de derrumbar desde dentro el edificio de la metafísica bajo la ilusión de que se cuenta para ello con la exclusividad de ser “filósofo”. Se puede ser filósofo contemplando de antemano la eventualidad de que esa destrucción sea efecto de una erosión compleja, sin vectores ni trazados previos, en la que se superponen una serie de prácticas heterogéneas.

 

Este poder performático del discurso teórico tiene que ver con la decisión radical de sustituir la filosofía política por un tipo de experiencia política que la filosofía hace al entrar en relación con lo múltiple. Entrar en relación con este múltiple significa desechar la definición filosófica de la política, así como también la precomprensión teórica de lo que significa emanciparse. De este doble rechazo no sería serio afirmar ni que se realiza de un plumazo ni que Rancière lo consuma en su totalidad. Hay algo relativamente ineludible en el modo que tiene toda filosofía de hacerse cargo del registro experimental de la interrupción política. Pero pese a esto es posible abrir el pensamiento a una serie de presupuestos de los que hombres y mujeres podemos tomarnos para ver qué sucede con ellos.

El más importante de estos presupuestos es el de la igualdad, que como sabemos no es para Rancière parte de un horizonte que alcanzaremos en conjunto depositando nuestra fe en la revolución o el progreso, sino un punto de partida, un axioma, una condición que nos habita y de la que podemos hacer uso para interrumpir el régimen desigual que de ese presupuesto nos separa. Lo que nos vuelve iguales unos a otros es contar con una voluntad de la que la inteligencia es su sierva. La idea de una voluntad servida por su inteligencia significa en la práctica que no hay personas más inteligentes que otras, personas que por el camino de la instrucción o por algún don natural del espíritu resultan más perspicaces que otras, pues lo que es propio en tanto que singular no es la inteligencia misma, la inteligencia como tal, sino la voluntad de cada quien por participar de la potencia común de los seres intelectuales.

Este presupuesto conduce al siguiente: cuando esta voluntad por participar de esa potencia común de los seres intelectuales se afirma, entonces hay emancipación. Esto se debe a que hombres y mujeres –a diferencia de como lo sopesan policías de gobierno o policías teóricas– no necesitan para emanciparse de que alguien les explique la manera en que son oprimidos. Lo que necesitan es simplemente reanudar la confianza en sus propias capacidades a fin de interrumpir el régimen ficticio que separa a los capaces de los supuestos incapaces. La política para Rancière se juega aquí, en esto que podríamos llamar “un comunismo de la inteligencia”.

Sobra decir lo poco que esto último tiene que ver con esa dialéctica que recorrió buena parte del siglo XX y que, a partir de Benjamin o de Brecht, exploró en las diversas formas de politizar el arte una alternativa a las supuestas manipulaciones del pueblo por parte de un esteticismo abocetado en las madrigueras abyectas del nazismo. Discutir esta dialéctica de las manipulaciones condujo experimentalmente a este pequeño libro sobre Rancière a tensionar tres relaciones que en aquel momento fueron erosionadas de un modo práctico: la relación que une la lección del orden explicador a la recepción pasiva de los no instruidos; la que une el espíritu superior de las vanguardias partidarias a los procesos de autodeterminación de los oprimidos; y la que une el virtuosismo del arte político a la concientización del espectador anestesiado por la forma burguesa o la estetización de la vida.

El motivo por el que no sería sensato seguir pensando estas tres relaciones (pertenecientes en principio cada una de ellas al campo de la ciencia, la política y la estética) por separado, escindidas unas de otras, se debe a que todas parten de un prejuicio en común: el que depara a la actividad de los capaces un poder de maleabilidad sobre la pasividad del resto, sean estos últimos alumnos aplicados, obreros explotados o espectadores entusiastas. Este libro trata de recorrer esas tres zonas dejando que cada una orbite en la otra, de un modo no muy distinto a como lo hicieron materialmente en quien alguna vez lo escribió.

I. EL FILÓSOFO ANTE EL ESPEJO

Corre el año 1974, han pasado seis desde la experiencia de Mayo del 68, Jacques Rancière dedica un libro a su maestro. Su maestro es Louis Althusser. El libro que le dedica tiene en realidad al maestro, en caso de que se lo pueda seguir llamando de este modo, como blanco: se llama La lección de Althusser.1 Althusser había sido antes profesor de Rancière en la École normal supérieure y lo había reclutado como uno de sus miembros predilectos para el seminario sobre El capital. Pero llega Mayo del 68 y, según propia confesión del alumno, la lógica del maestro se derrumba. Lo que se derrumba no es el maestro como tal –aunque también un poco– sino ese juego de oposiciones tan rígidas que había establecido entre ciencia e ideología, entre dirección del partido y clase obrera, entre vanguardia y proletariado.

Después los años transcurren; pasan el Mayo de París, la Primavera de Praga y Rancière declara en un periódico lo siguiente: “En 1974 escribí un libro contra Althusser, y todo el resto de mi trabajo ha sido completamente independiente tanto del pensamiento suyo como de aquella ruptura”.2 Esto Rancière lo dice ahora. Cuatro décadas atrás era un joven militante del Partido Comunista que hallaría en los hechos del Mayo francés una suerte de refutación de los conceptos que había internalizado para abordarlos. Lo que entonces se vino abajo fue todo un modo de imaginar el mundo, que obligó así al discípulo a escribir un libro contra su maestro pero también un poco contra sí mismo, tensionando seguramente a partir de esto una relación con su propia identidad.

La idea de que en la discordia con la identidad de uno lo que hay no es necesariamente una traición o una falta de autenticidad, sino una causa de la subjetividad, la idea de que en toda subjetivación hay una cierta tensión con la identidad que se porta es probable que Rancière empezara a incubarla por ese tiempo. Mal que mal su maestro pensaba el asunto al revés: pensaba que toda subjetivación era efecto de una interpelación ideológica, pensaba que los hombres estábamos atrapados para siempre en ese sujeto con el que nos identificábamos, pensaba que la identidad de un hombre y su subjetividad eran lo mismo.

Todo esto el maestro lo pensaba porque había tenido el privilegio de detectar algo: que cuando un hombre se convierte en destinatario del poder que lo interpela, desconoce que es porque se reconoce que se convierte en destinatario. Los hombres nos identificamos con un sujeto cuya configuración es en sí misma ideológica. Y como siempre hay alguna ideología que nos interpela, la mayoría estamos atados de antemano a la desdicha de desconocernos en el acto por medio del cual buscábamos todo lo contrario. No sabemos quiénes somos, hablamos por boca de un dispositivo que nos configura, necesitamos con urgencia de alguna ciencia que nos instruya.

Lo que en realidad Althusser estaba haciendo con esto era participar no solo de un espíritu de época sino también de una vieja tesis vertida por Lacan en Marienbad, en 1936, el mismo año en el que Benjamin redacta el famoso epílogo a La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. El alcance de años no es inútil.3 Benjamin escribe casi al final de ese epílogo que “el hombre, antaño espectáculo para los dioses olímpicos, ha llegado a convertirse en espectáculo de sí mismo, haciendo que su autoalienación alcance un grado tal que le permite vivir su propia aniquilación como un goce estético de primer orden”.4 Según Benjamin, el hombre experimenta ese goce equivocado porque el fascismo lo ha conducido a ser un número más de ese cuerpo estetizado que, componiendo un cuadro coreográfico vivo, funciona como una especie de armadura ilusoria que lo protege de su propia fragmentación, tal como puede verse en la inauguración de las Olimpiadas de Berlín de 1936, hacia donde Lacan se dirige en tren inmediatamente después de dictar su conferencia en Marienbad.

La conferencia que Lacan dicta en Marienbad antes de tomar ese tren tenía bastante que ver con la tesis de Benjamin, salvo que en lugar de aplicarla a un cuerpo colectivo la había aplicado al estadio del yo en el espejo. Si para Benjamin la masa se consuela de su cuerpo fragmentado autocontemplándose en el reflejo de esa totalidad orgánica estetizada, el yo del que acababa de hablar Lacan se reconstruye a sí mismo como unidad reflejándose en algo que paradójicamente no es él mismo: la imagen. La imagen –la del espectáculo en el que la masa se contempla como una totalidad gozosa, la del espejo en el que entre los seis y los dieciocho meses de vida el rostro del niño se recobra como una unidad autosuficiente– introduce así una especie de tercer término que supuestamente haría que el hombre se identifique con aquello que lo separa de sí. Este tercer término es en Althusser la ideología, que hace que nos reconozcamos a nosotros mismos en lo mismo en lo que nos desconocemos.

En cada uno de estos casos la subjetivación da la impresión de aparecer como efecto de una coartada –sea esta la de la estetización de la vida, la de la configuración de la existencia, la de la interpelación ideológica, etc.–, una respecto de la cual el llamado a politizar el arte o a conocer la ciencia podrían funcionar eventualmente como antídotos. El hombre verá qué hace, ya se ha probado a sí mismo su capacidad ilustrada para saltar hacia fuera de la tutela divina y ahora deberá probarse por fin algo más: deberá probarse que puede romper con esas imágenes modernas de la ideología que lo interpelan y configuran, que lo separan de su propia capacidad y lo alienan. Pero hay un problema: para romper desde sí mismo con estas imágenes resulta que no deberá seguir su propio camino, sino el camino indicado por otro. Este otro camino es el que ha trazado la lección del maestro, la misma contra la que Rancière escribe en 1974.

Rancière escribe en 1974 contra esta lección no porque tenga un problema con el maestro, sino porque considera que entre la lógica del maestro y la lógica de la ideología que este denuncia han tendido una trampa a la emancipación como tal. Esta trampa consiste en que los hombres solo serán capaces de emanciparse del poder de la ideología si antes se asumen como incapaces ante la autoridad del saber, de modo que la emancipación de uno de estos poderes tiene como contraparte la subordinación a otro. Este otro poder es el de los “capaces”, quienes han preparado ya una filosofía de la que valerse a fin de distinguir con claridad entre “verdad” e “ideología”, “dirección del partido” y “espontaneismo del movimiento”, “trabajo intelectual” y “trabajo obrero”, “liberación” y “enajenación”, etc. Para trazar este elenco de distinciones la filosofía ha asumido con toda naturalidad el lugar que ocupa y ha renunciado por consiguiente a discutir su propia posición de privilegio en el reparto de los enunciados. Esto significa lo siguiente: la “filosofía de los capaces” adolece de cierta incapacidad para interrogar las circunstancias que la elevaron al lugar que ocupa. Es el olvido de Althusser, la viga descuidada sobre la que se sostiene su enseñanza.

Este descuido Rancière no lo juzga inocente; es más bien la expresión de cómo la filosofía elude deliberadamente la discordia en relación con la posición que ocupa dentro del orden del pensamiento y, por lo mismo, dentro del orden en general. Su procedimiento no da así la impresión de diferir realmente del orden ideológico o policial contra el que llama a que nos emancipemos. Esto quiere decir que entre filosofía y policía hay más similitudes de las que estaríamos dispuestos a asumir. Un poder policial, como este ejército de conceptos que Althusser moviliza en diversas líneas y frentes, es aquello que impone por encima de todo un tipo de percepción, de manera que “cuanto puede hacerse o no hacerse está, en cierto modo, preformado de antemano por las modalidades con arreglo a las cuales lo que es puede ser visto, dicho o pensado”.5

Lo que la filosofía de Althusser discute no es aquello que divide lo visible de lo invisible, lo singular de lo anónimo, la palabra autorizada del hombre ilustrado del ruido o el gemido de las masas; si así lo hiciera, notaría que la preeminencia que le ha tocado en el reparto responde a las mismas causas que objeta o sanciona. Esta causa, que escinde por ejemplo la visibilidad de quien hace ciencia de la invisibilidad de quien trabaja, incluye a la filosofía en un reparto desigual que se esperaría que esta cuestione. Más aún si se toma en cuenta que, cuestionando este reparto, es al modo de producción al que se apunta, uno que separa la propiedad sobre el producto del trabajo de la misma manera que separa la propiedad sobre el saber.

 

Una filosofía crítica del modo de producción capitalista no puede pasar por alto el hecho de que de ese modo de producción es ella misma un efecto. Pero Althusser lo pasa por alto, acaso porque parte del supuesto de que el acceso a la verdad es un campo minado que las masas no deben pisar sin un guía pertinente. Las trampas que hay en este campo son siempre más o menos las mismas (fantasmagorías que anestesian el poder sensorial de los hombres, programas secretos que estetizan la vida, imágenes fetiches que empobrecen el alma, medios masivos que embrutecen o ideologías sutiles que secuestran la capacidad de gestión sobre la propia existencia), todas trampas de las que los espíritus instruidos tienen, gracias a no haber caído aparentemente en ninguna, menos experiencias que sospechas o conjeturas. Estas conjeturas marcan desde hace mucho tiempo la paradoja de una izquierda ilustrada que, tratando de exhibir ante los oprimidos cómo son manipulados, los manipula a la vez.

Paradojas como estas provienen para Rancière del prejuicio de que los desposeídos no cuentan con un acceso directo a la verdad de su práctica. La práctica la tienen, pero no la conocen y, como no la conocen, como no poseen la llave con la que abrir la bóveda donde se oculta su propia potencia, es menester que alguien les enseñe. Quien les enseña no deduce su autoridad de la experiencia que hace ni tampoco de su práctica; la deduce, por el contrario, de haberse mantenido a resguardo de ambas cosas, apartado en el círculo puro de la teoría, impermeable a la contaminación ideológica que alcanza a las muchedumbres. La ilusión de que se puede ser puro no es necesariamente un defecto personal; es parte de un largo proceso que nos ha acostumbrado a percibir como natural la posición desde la que algunos hombres se creen en condiciones de advertir al resto acerca de un embrutecimiento que a ellos no los toca. La naturalidad de esta costumbre es lo que un régimen policial custodia y lo que la lección del orden explicador reproduce.

Las objeciones que Rancière dirige a Althusser en aquel libro le son útiles para exhibir un continuum no suficientemente revisado entre régimen policial y orden explicador. Dicho de otra manera: lo que Rancière cuestiona no es el modo particular en que Althusser piensa, sino el modo en que este pensamiento se suma al procedimiento general de un régimen naturalizado de dominación. Sumándose a este régimen, el maestro participa pasivamente del proceso de singularización que el poder de los intelectuales ha conferido a un conjunto específico de operaciones. Estas operaciones reproducen el orden porque parten de tres supuestos bastante sospechosos: parten del supuesto de que la verdad existe, consideran después que esta verdad distingue con claridad a los capaces que la poseen de los incapaces que la necesitan y concluyen, por último, que de esta verdad se está más próximo por el camino de la ciencia o la teoría que por el de las prácticas colectivas con las que los hombres se autodeterminan.

Nada de esto sería posible si los intelectuales no hicieran residir su poder en una inmunidad misteriosa a los embates de la ideología, por lo que la lección del maestro funciona como una especie de encarnación material de esta excepción de la que los desposeídos del mundo están, sin embargo, privados. Se supone que el estado de excepción en el que vivimos es la regla, así como se supone que la ideología no es una falsa representación de la realidad sino la realidad misma ya configurada. Quienes han tenido la virtud de notar cosas como estas son evidentemente excepcionales a toda excepción o bien cuentan con un pensamiento que tiene el privilegio de no rozarse con realidad alguna. Hombres “fuera de lo común” hubo siempre y los habrá seguramente en el futuro, pero lo que a Rancière le interesa no es el misterio de estos virtuosos sino, más bien, el análisis de la distribución de los espacios, los tiempos y las prácticas que los han elevado a esa condición.

Sin una lectura acerca de la génesis de esta distribución no hay, propiamente hablando, política, así como tampoco hay política si en nombre de una instrucción dirigida a los más débiles se mantiene intacta la división entre la virtud de los capaces y la ceguera de quienes no lo son en absoluto. Si en el caso de Althusser el remedio es evidentemente, como Rancière lo insinúa, peor que la enfermedad, esto se debe a que la lógica de su lección posee respecto de sí misma una ceguera idéntica a la que achaca a los dominados: cree erosionar un modelo que en última instancia ampara o legitima. Su lección nos enseña, al fin y al cabo, que quienes iban a cambiar el mundo no pueden hacerlo porque han quedado entrampados en una estructura que inmoviliza sus prácticas. La ciencia puede regular el acceso de estos incapaces a la porción de verdad que les falta, pero ese faltante es ya inevitablemente una abstracción elaborada por la ciencia, y no una verdad sentida por los dominados. En los intersticios que habitan entre la verdad abstracta de esta ciencia y la realidad distorsionada de esta ideología no parecen quedar vestigios de vida, no hay rastros.6

Althusser tiene una explicación para esto: la impersonalidad de la ciencia, intocada por la distorsión ideológica que es inherente a toda práctica, le permite al pensamiento mantenerse a distancia de esa fe humanista que confía al hombre la omnipotencia de su autogénesis. Esta omnipotencia puede ser muy peligrosa. Benjamin mismo la discutió a propósito del mito genial del creador que se comporta como un segundo dios, predilecto como sabemos en la época del fascismo y las teorías del arte por el arte. El punto de confluencia entre el mito de la autogénesis y el mito de la creación genial sería el del yo soberano, el mismo desde el que Goebbels pronunció estas recordadas palabras: “nosotros, los que modelamos la política moderna alemana, nos sentimos artistas a quienes se ha confiado la gran responsabilidad de configurar a partir del material crudo de las masas la sólida estructura de un cuerpo acerado”.7

Este tipo de peligros Althusser procuró conjurarlos elaborando desde la ciencia una crítica al mito autogenético del hombre. Esta crítica la dirigió como Benjamin, pero también como casi todos los pensadores de la segunda mitad del siglo, al humanismo. La crítica del humanismo se convirtió en una necesidad filosófica por remontar y desmontar a la vez la génesis metafísica del concepto de hombre, liberándolo de la abstracción de la maquinaria categorial que lo determina. De la separación del hombre del modo de emplazamiento de su concepto o idea se espera, por decirlo rápidamente, la emancipación del espíritu viviente respecto de su configuración como mera vida o como vida desnuda. Se entiende que la destrucción del humanismo no tiene nada que ver, como a veces se piensa, con la destrucción del hombre: la destrucción del humanismo es la violencia por medio de la cual la potencia del viviente traspasa la red categorial en la que la historia de la metafísica ha encerrado la existencia.

Lo que este tipo de crítica sin embargo desconsidera es que el “hombre” opera también como una figura práctica, como un útil a mano del que los movimientos obreros pueden hacer uso con el fin de oponerse al derecho de propiedad que sobre ellos ejerce la burguesía.8 En nombre de esta destrucción del montaje metafísico de lo humano se pasan así por alto ciertos usos concretos que, situados históricamente, comportan todo un sentido para la lucha de los oprimidos. No es indiscutible que la ideología burguesa contenga ella misma una noción de “hombre” que sirve a un dispositivo de sujeción de la vida ni que el humanismo sea, incluso, una disciplina exclusivamente burguesa; lo que resulta discutible es la conveniencia de pasar por encima de los diversos usos que este concepto ha tenido en el espacio de las reconfiguraciones de la lucha política. Esta conveniencia evidentemente deja de lado lo que el propio Foucault designó como una lucha táctica al interior de la ambivalencia de los discursos.