Agonía y esperanza

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Agonía y esperanza
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

AGONÍA Y ESPERANZA

Fernando García Pañeda


© Fernando García Pañeda

© Agonía y esperanza

Abril 2021

ISBN papel: 978-84-685-5719-9

ISBN ePub: 978-84-685-5720-5

Editado por Bubok Publishing S.L.

equipo@bubok.com

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A word, a look, will be enough…

Una mirada, una palabra será suficiente…

Jane Austen, Persuasion

Índice

Nota del autor

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

Nota del autor

¿Por qué llega uno a cometer la osadía de intertextualizar a Jane Austen en una de sus obras más conmovedoras y perfectas? ¿Por engreimiento? ¿Por ignorancia o necedad? ¿Por todo ello junto?

Ni siquiera se trata, como ocurre en otros casos, de prolongar una de sus obras después de su punto final, de darle una vida entera a alguno de sus personajes secundarios más atractivos o rehacer una de sus obras más emblemáticas, nada menos que Persuasión.

Bueno, la explicación es muy sencilla: porque no es esa la pretensión. Nada más lejos de mi intención que remedar, rehacer, fusilar, ni falsificar la obra de Austen, sino todo lo contrario: respetar, honrar y enaltecer la novela que más le ha emocionado y asombrado de todo el legado de la genio de Chawton House.

¿Y qué necesidad tenía el mundo de ver recontada de otra manera la historia de un amor capaz de atravesar el tiempo manteniéndose intacto (o incluso más fortalecido)? Ninguna. El mundo ninguna necesidad tenía de algo parecido siquiera. Pero mi alma, traspasada de por vida por el fondo y la forma de dicha historia, tenía que enredarse y unirse a ese viaje emocional y sus dos viajeros.

En realidad, empecé a escribir Agonía y esperanza por el mismo motivo y del mismo modo en que empecé a escribir. Para adentrarme en mundos que ya no existen o que tal vez nunca existieron, pero en los que querría haber vivido. Yo soy de los que piensa que nada hay nuevo bajo el sol y todo vuelve a empezar una y otra vez, desde el principio de los tiempos. Todo está escrito o contado desde hace siglos. Por eso lo único que podemos hacer los escribidores del siglo XX y posteriores es contar lo mismo, si bien desde otros puntos de vista o quizá de otras maneras. Pero es imposible escribir nada que no se haya escrito antes.

Ya los clásicos españoles, franceses o ingleses, por ejemplo, lo sabían y obraron en consecuencia. Tomaban prestadas historias escritas o contadas de boca en boca años o siglos atrás y las reescribían insuflándoles su hálito excelso para concederles vida eterna.

Los genios aportan al mundo su genialidad, y los no-genios hacen lo que pueden. Por mi parte, me incluyo en este segundo grupo: hago lo que puedo, con mayor o menor fortuna. Yo no he tomado una historia común para aportarle mi genialidad, sino más bien al revés: he partido de una historia genial para aportarle un toque personal. Más concretamente, he traído a Anne y Frederick hasta el siglo XXI. Los he adaptado a la forma de vida actual, pero he conservado sus almas: ese eterno inmaterial no se puede alterar a lo largo del tiempo y del espacio. Es por eso leemos con tanta emoción a Jane Austen dos siglos después de su fallecimiento, como la seguirán leyendo nuestros sucesores mientras consigan subsitir sobre la faz de la Tierra.

Impulsado por lo que mis lectoras dijeron de anteriores escritos, me decidí a retomar, con la mayor pulcritud y elegancia posibles, la historia de la merecida segunda oportunidad concedida a dos amores verdaderos: sólidos e incondicionales.

En un mundo inhóspito para con los valores que representan los protagonistas, aspiro a que Agonía y esperanza brille como lo haría un pequeño trocito de oro en medio de una montaña gigantesca de escoria, y que aporte algunas horas de placidez y alguna sonrisa a quien quiera buscar entre sus páginas parte de hearts, manners and spirits del mundo creado por Jane Austen.

I

Empujaba con cierta parsimonia el carrito en el que portaba su equipaje, como si pesara demasiado o fuera demasiado frágil. Pero la causa era otra: había reconocido sus ojos bajo la media melena, suelta, ondulada, de castaño anochecido, que no podía pasar desapercibida; no en la belleza verdadera, cuando se ha conocido; no para él, Frédéric Heywood, un arqueólogo de sí mismo.

La había visto de través, avanzando decidida y sin control con otro de esos carros al tiempo que extraía documentos de su bolso y procuraba no desparramar los varios bultos de su equipaje. Había visto cómo un horizonte abrazado de recuerdos le acometía incontenible en forma de carrito portaequipajes.

—Oh. Mi scusi —se disculpó ella cuando colisionaron los carros.

A él se le escapó una sonrisa tenue.

—No tiene importancia. En absoluto.

Anna: sus ojos tan abiertos, su gris profundo. La misma Anna Wellesley, el semblante menos luminoso, bastante más delgada y más pálida, pero la misma figura de inadvertida elegancia, la mirada franca y directa, la misma Anna de quien se enamoró hacía casi ocho años. Su porte, realzando hasta el vestido más discreto, sus manos gráciles, sus sempiternas perlitas en los lóbulos de sus orejas. Detalles. Los detalles que definen y perduran en la grandeza.

—Frédéric... —las palabras se le resistían—. Qué sorpresa.

Se miraron en silencio, con una calidez contenida, hasta que ella acercó vacilante la mejilla derecha y se dieron dos besos.

—Esta parece ser nuestra manera de encontrarnos, ¿verdad? —intentó él relajar el ánimo.

—Sí. No podría ser de otra manera.

La leve sonrisa iluminando sus palabras le confirmó que seguía siendo la misma Anna: la misma luz en sus ojos, que le abstraía del resto del mundo, de la actividad y el ruido que inundaba el Aeropuerto Marco Polo de Venecia. Un aeropuerto en el que lo nuevo se juntaba, aunque no se unía, con lo viejo; y lo más sublime se juntaba, pero no se unía, con lo más chabacano. Techos y paredes de vulgar frialdad con reclamos de Ca Rezzonico, de la Peggy Guggenheim o del Museo Correr; siglos mezclados con siglos, XVI con XVIII, XVIII con XXI. Como en la propia Venecia.

Para Frédéric y Anna pasado y presente se unían, sin apenas haber estado juntos.

—¿Me permites que te ayude? Yo llevo muy poca cosa.

En ese momento uno de los bultos de Anna se deslizó hasta caer al suelo, añadiendo rotundidad a la respuesta.

—Sí, por favor, me estoy volviendo loca con la documentación y todo este equipaje al mismo tiempo.

Él traspasó no sin alguna dificultad su maleta y la bolsa del portátil al carro de ella, del que se hizo cargo. Se encaminaron lentamente a la salida.

—Gracias.

—No es nada. No... no te he visto en el avión, ni en el embarque.

—Es que no creo que hayamos venido en el mismo avión —se explicó ella—. Tú vienes directo de Londres, supongo.

—Sí, claro.

—Pero yo vengo de una escala en Múnich.

—Ah, entiendo.

Frédéric intentaba traducir su nuevo cruce de caminos mientras recorrían el trayecto de la terminal hasta el embarcadero; aunque lo dudaba mucho, podría ser que estuvieran destinados a entretejer lo porvenir. Por eso dio pie a ese final principiado.

—Me parece que vienes para una buena temporada. Lo digo por el equipaje.

—Sí. En realidad vengo sin billete de vuelta —confirmó ella.

—Vienes a la casa familiar, supongo.

 

—Claro.

No encontraba Frédéric más palabras con que dialogar. Sobre todo porque tenía la impresión de que a ella no le apetecía. Quizás hasta le había incomodado la coincidencia.

Al llegar al embarcadero detuvieron su marcha. Él se decidió a un último intento al notarla confusa.

—¿Tienes transporte? ¿Te vienen a buscar?

—Eh... Tomaré un taxi. ¿Y tú?

—Me vienen a recoger en una lancha.

Se dirigieron a los pantalanes, pero la zona de taxis se veía desierta; empezaba la temporada estival y las llegadas se sucedían cada poco tiempo.

Anna se volvió para resolver a modo de despedida:

—Bueno, esperaré. Si no, iré en la línea naranja.

—¿En el vaporetto con todo ese equipaje? Te vas a volver loca.

—No son vaporetti normales, son más cómodos. Pero esperaré antes a ver si llega un taxi.

—Sí, por supuesto.

Frédéric, vacilante, tomó su equipaje con morosidad. Pero no llegó a despedirse.

—Verás, yo voy en esa lancha que está ahí, la última. Si no te parece mal, podríamos acercarte a tu casa.

—No, muchas gracias, no quiero causarte molestias.

—No es molestia, todo lo contrario.

Silencio turbado.

—Anda, ven. Creo que lo agradecerás.

Al final, ella concedió el gesto con humor templado.

Llegaron junto a la Aquariva situada en uno de los últimos amarres. Fred saludó al piloto, un amigo de su cuñado, que le ayudó a estibar los equipajes.

—Buon pomeriggio, Matteo. Come stai?

—Non c’è male, grazie.

Bajo nubes grises de finales de junio la laguna veneciana volvía a mostrarse como un cielo de otoño invertido. Según se adentraban en sus canales aparecía un espacio irreal: infinitamente ilimitado, plagado de brìcole1 que señalan pero confunden la vista y disuelven todo horizonte entre islas que se acercan y alejan a babor; tierra infirme de diversos espacios.

—Ha pasado tanto tiempo —dijo Anna inesperadamente.

Él desvía la mirada apenas un instante antes de responder.

—Siete años y ocho meses.

—La cuarta parte de nuestra vida.

Sentían el dulce salitre frío de la laguna, contemplaban la superficie de azogue rizado por la brisa. En silencio de manejable desconcierto.

Hasta que Anna rompió de nuevo su reserva.

—Al menos ha servido para que consigas realizar tu sueño. Todo el mundo habla maravillas de tus libros.

—Bueno...

—Y con razón, sin duda. Tienes un gran talento.

—Gracias.

—Nada de gracias. Es así.

—También he tenido suerte.

—Siempre es necesaria la suerte en cualquier aspecto de la vida. Si se empeña en darte la espalda, poco se puede hacer.

Cuando dejaron San Giorgio Maggiore a babor y se iban acercando a Bacino San Marco retomaron el silencio, aunque ya no era un silencio embarazoso, sino contemplativo, al que ayudaba la lancha con la velocidad reducida.

—Hace mucho tiempo que no vengo —dijo él.

—¿Siete años y ocho meses?

—No, menos. Pero creo que nunca dejará de impresionarme esta panorámica. Igual no es la más bella, pero es siempre fascinante.

Contemplaron la riva abarrotada, la mole del Palacio Ducal, las cúpulas de la basílica, la Piazza, el hormigueo de góndolas en torno a la estación de San Marco, la Punta della Dogana, el imponente pasaje flanqueado de palazzi que se abría al frente y en el que se adentraban con pausa, a ritmo veneciano.

Después de pasar bajo el puente de la Accademia y doblar en el traghetto de San Tomà, Frédéric le dio indicaciones a Matteo mientras señalaba un punto cercano a estribor, al que se acercaron reduciendo aún más la velocidad de la Aquariva. Con la destreza de los pilotos del lugar, atracaron en el embarcadero del Palazzo Memmo Sorzi Wellesley.

—Bueno, has sido muy amable al traerme —agradeció ella al apearse de la lancha, ayudada por él para que pudiera recoger la falda del vestido.

—En absoluto. Ya ves que no ha costado nada.

—Por cierto, ¿dónde te alojas tú?

—Con mi hermana y su marido. Me han invitado a pasar algunos días. Que espero sean semanas —añadió él sonriendo.

—Así que están aquí. No lo sabía.

—Y estarán por mucho tiempo. De hecho, están buscando alguna de estas humildes chabolas para establecerse definitivamente. Un Gauli no puede vivir sin la Venecia a la que pertenecen desde hace no sé cuántos siglos, aunque no tenga palazzo propio. Pero sí una lancha preciosa como ésta.

—Ah, claro. Hay que ser veneciano para entenderlo.

—Fanny ya lo sabía cuando le aceptó como legítimo esposo, y no le importa lo más mínimo. Tampoco a mí me importaría.

—Lo recuerdo. Tenéis que tener algún antepasado que fuera doge o consigliere, o algo similar, porque esta ciudad os tira como si lo llevarais en la sangre.

—No más que a los Wellesley, que sí tienen su palazzo.

Ella, con aire melancólico, se volvió hacia la fachada bizantino-renacentista del palacio.

—Sí. Pero sé por cuanto tiempo —musitó, antes de dar media vuelta y cambiar de asunto—. Bueno, no quiero entretenerte más. Ya has sido demasiado amable. Muchas gracias otra vez.

—Otra vez de nada —contestó él con desgana—. Esperaré a que estés dentro, ¿de acuerdo?

Anna pulsó el timbre del portero automático. Le contestó alguien que, al parecer, no esperaba su llegada, dadas las preguntas reiteradas y la demora en la respuesta. La puerta se abrió, pero nadie acudió a recibirla.

Frédéric miraba hacia ambos lados del canal; quería parecer entretenido con el rutinario ir y venir de todo tipo de embarcaciones. Hasta que, sin mirarla, entró en la lancha y empezó a descargar el equipaje.

—Te ayudaré a subir todo esto —dijo con cautela, evitando su mirada, antes de dirigirse al piloto—: Aspetta un attimo, Matteo, per piacere.

—No, no... —protesta Anna.

Él, sin atenderla, terminó de colocar los bultos junto al portalón de entrada. Después se colgó del hombro un porta-trajes y aferró dos maletas grandes.

—¿Vamos?

Ella tomó como pudo otras dos bolsas y un neceser de viaje y le siguió.

Entraron por un sobrio pasadizo de alto techo y suelo de toba con aire de bodega palatina que él recordaba con precisión. Mientras recorrían la planta baja y subían al primer piso, Frédéric memoraba las estancias rehabilitadas y decoradas con gusto. Anna le pidió depositar todo en un estudio con paredes en rojo óxido y muebles modernos, que esa vez no reconoció, ausentándose unos momentos después para pedirle a la gobernanta que le ayudara a instalarse en su habitación.

—Mi padre y mi hermana han salido —informó al regresar—. Te acompaño abajo.

—No es necesario.

—Por favor.

Al reaparecer en la puerta, el piloto encendió el motor. Retornaron al aire del encuentro: turbación y desmaña.

—Supongo que nos veremos por aquí uno de estos días.

—Sí, claro. Me ha gustado verte de nuevo.

—A mí también.

Dos besos que no eran besos. La lancha se puso en movimiento en mientras ella cerraba el portalón.

Cayó la tarde y la estela de la Aquariva prosiguió un buen trecho hasta San Marcuola, en la ribera de Cannaregio, y atracó junto a un palazzo rehabilitado en forma de conjunto de apartamentos.

Françoise, su hermana, y Guido Gauli, cuñado y mentor literario, le recibieron en el inmenso apartamento donde residían de una forma muy distinta a como Anna había sido acogida en su propia casa. Complacencia y afecto sincero. Tras las efusiones, le condujeron a un dormitorio preparado para él.

Era una habitación cálida, luminosa, primorosamente abigarrada. Admiró un escritorio antiguo situado junto a un moderno ventanal. Palpó los drapeados y la colcha adamascada; apagó la lámpara veneciana del techo y la de cristal muranese en la mesilla de noche para dar paso al contraluz del ventanal que abrió con cuidado. Un espacio propio en el que podría escribir, meditar, dormir, entregarse a la soledad, incluso llorar. O no haría nada de eso, porque a esas alturas sabía que los días no dependen de los proyectos, ni de las probabilidades, sino de planes a los que uno no puede acceder.

Dejó perder la mirada en el lienzo rugoso y apagado del Canal Grande. ¿Se volverían a ver realmente? Era mucho tiempo. ¿Demasiado? No había sido un reencuentro lleno de entusiasmo por parte de ella, precisamente. Ni por su parte. Sólo había intentado ser amable, demostrar que no sentía rencor. (¿Seguro que no lo sentía?) Pero Anna pareció incómoda con todo gesto que le había pretendido ofrecer. Y el contacto de su mano al ayudarla a apearse de la lancha...

—¡Fred! La cena está preparada —oyó exclamar a su hermana.

Mejor palabras cálidas que pensamientos melancólicos.

1. Balizas compuestas por tres o más pilotes de madera unidos en haces que sirven para marcar los canales de navegación en la laguna veneciana.

II

Frédéric Heywood provenía de una familia modesta venida a más en todos los aspectos de la vida, graduado en Westminster School y licenciado en la Facultad de Clásicas de Oxford; un paradigma de upper middle class.

Su padre, Edward, fue en su día un inquieto joven al que la oportunidad de emprender el camino de la prosperidad que iba buscando se le presentó inopinadamente durante unas vacaciones en la costa norte de Francia. Allí conoció a una bonita y vivaracha cocinera de hotel llamada Françoise, de la que se enamoró rápida y perdidamente. No tardaron mucho en casarse, establecerse en una sobria y amplia casa del Kilburn londinense y fundar una empresa de catering. Edward y Françoise formaban un buen equipo, él manejando cuentas y clientes y ella gobernando la cocina. El negocio fue evolucionando: empezó con servicios a domicilio, pasaron a fiestas de cumpleaños infantiles, bodas o inauguraciones de negocios, y más tarde dieron el salto a vernissages y eventos especiales, cada vez más voluminosos e importantes. La empresa creció, amplió plantilla y se hizo un nombre entre las firmas más respetadas del sector. La familia, aunque se habían sumado dos niños y una niña, prosperó de manera continua y firme, aunque no abandonaron el barrio ni las costumbres distintivas de una familia sin pretensiones. La madre se hizo notar en los nombres de pila, la vertiente artística y la educación católica de los hijos; el padre insistió en la alta formación, la sobriedad y entereza en carácter y costumbres, así como en la adquisición de conocimientos a través de los viajes. Como si se tratase de un premio al buen hacer y a la constancia en el esfuerzo, los Heywood transitaban la vida sin traumas ni desgracias que torcieran su trayectoria. Con una fortuna moderada, disfrutaban de una existencia tranquila y armoniosa, sin brillantez pero sin turbulencias.

Y Frédéric era resultado natural de su familia. Era el hijo menor, el más mimado, el más travieso, pero también el más talentoso y aplicado. Si Édouard y Françoise, sus hermanos mayores, siguieron las indicaciones paternas, incluso a la hora de estudiar en la London School of Economics, él heredó el sentido estético materno. Aunque aceptó varios trabajos para valerse por sí mismo, especialmente uno muy apetecible de archivo y documentación en la Guildhall Library, que desempeñaba cuando conoció a Anna y con el que costeaba un apartamento en Hampstead, su aspiración única y máxima era ser escritor, gobernar con palabras mundos enteros creados a imagen y semejanza de su mundo interior, como un juego de vida y muerte. A ello había consagrado los últimos años, con inconsciencia, valor, con tenacidad. Y con suerte.

Con suerte. Frédéric nunca había querido creer en el azar; ni siquiera transmutado en un plan divino, como prefería llamarlo su madre. «Dios no decide todos nuestros actos, sino que nos da libertad para tomar decisiones», reponía él. Pero después de los años en que se habían sucedido tantos tropiezos como éxitos de forma inopinada e incomprensible, empezaba a creer en la necesaria suerte. Suerte que, por cierto, había venido de la mano de su hermana y su cuñado, quienes le habían invitado por entonces a pasar una temporada en la nueva residencia veneciana en que se iban a establecer.

Por su parte, los Wellesley provenían de una estirpe formada por terratenientes con extensas posesiones en varios condados de las Midlands, pero que con la revolución industrial iniciaron un declive lento y sostenido. El cabeza de familia ostentaba el título de Vizconde Wellesley, dignidad que correspondía por entonces al padre de Anna, The Right Honourable Wilson Wellesley. Durante generaciones, la rama principal de la familia subsistió a base de explotar su mucho don y con el poco din que conseguían cediendo paulatinamente patrimonio, hasta que uno de los pocos miembros instruidos que figuró en la lista del vizcondado decidió entrar en el mundo de las finanzas, prevaliéndose de su carácter emprendedor y su prosapia. Sir Clarence, el sexto vizconde y abuelo de Anna, se estableció en Londres para relacionarse mejor con instituciones nacionales y extranjeras de inversión. Se empeñó hasta las cejas en la creación de su propia empresa de gestión de patrimonios, la cual nació, floreció y exuberó durante el último tercio del siglo; las cifras de esterlinas negociadas pasaron de 6 a 10 dígitos y las siglas WI Ltd. (Wellesley Investment, Ltd.) figuraron con frecuencia en las páginas de Financial Times, Forbes y Fortune como una de las empresas más importantes del mercado financiero, incluyendo a su propietario en una discreta posición de las listas de personas más ricas del planeta.

 

Aunque había recibido plenos poderes en la empresa familiar, Wilson Wellesley destacaba por la carencia de las dotes emprendedoras e intuitivas que tuvo su padre para los negocios. Antes que discutir proyectos de inversión con el consejo de administración de WI en la City, prefería codearse con aristócratas en Venecia, siendo permanentemente adulado en saraos de diversa índole por sus más grandes méritos: poseer una admirable planta, estar al corriente de las últimas tendencias en moda y ser heredero de una gran fortuna. No se sabe a ciencia cierta si el gran —o quizá único— acierto de su vida, su boda con Lesa Contarini, se debió a la buena suerte o a una inspiración inopinada. Lesa Contarini fue una mujer alegre, cariñosa y refinada, una esposa muy superior a lo que sir Wilson podía esperar por sus merecimientos, a cuyo tino únicamente debía perdonarse el haberse dejado llevar por las formas y no por el fondo para convertirse en lady Wellesley y ver su plenitud rodeada de vacuidad. Aunque no llegó a tener ocupaciones de importancia o responsabilidad destacables, encontró en sus aficiones artísticas, en sus amigos y en sus hijas motivos suficientes para amar la vida y para no abandonarla con indiferencia cuando le alcanzó una prematura y repentina muerte.

La hija mayor, Lesa, apenas había alcanzado la mayoría de edad cuando falleció su madre; pero Maria, la pequeña, era una niña de doce años recién cumplidos, y Anna con sus quince vivía una adolescencia huraña aunque poco problemática. Dadas las escasas aptitudes e impropias actitudes de sir Wilson como padre responsable y educador de sus hijas, lo normal hubiera sido que éstas se echaran a perder de forma lamentable. Sin embargo, lady Wellesley había conservado una amiga íntima algo mayor en edad, llamada Paola Falier, quien asumió buena parte de los afanes inherentes a una madre. Discreta y bondadosa, Paola Falier trató de hacer valer en la familia, durante los años siguientes a la muerte de Lesa, los valores y principios que ésta hubiera trasmitido a sus hijas. Con la mayor poco podía hacer más que procurarle algunos consejos; y poco pudo hacer con Maria y su espíritu refractario a toda asunción de responsabilidades o deberes incompatibles con su egocentrismo.

La relación de Paola con Anna fue bien distinta. Con una elegancia emocional y un espíritu abierto, la adolescente taciturna fue poco a poco abriéndose al mundo como una joven admirable por dentro y por fuera. La hija mediana era a quien menos se atendía y cuyas palabras apenas pesaban para el resto de la familia; pero si poco significaba Anna en la vida de su padre y sus hermanas, para Paola era la criatura más excelente, más estimada; aunque bien quería a todas las hermanas, Anna era su favorita, porque sólo en ella veía el vivo retrato y el carácter firme y tierno de su madre. De ese modo, con el tiempo dejó de ser la signora Falier para convertirse en su amiga y su referente vital, la persona que modeló su elegancia, influyó en sus estudios y aquilató —no siempre para bien— sus amistades.

Dada su posición económica, la familia Wellesley no había padecido mayores angustias que lidiar anualmente con el cambio de fondo de armario, o que reconocer la dificultad de Lesa —que estaba alcanzando los treinta y cinco años— para encontrar una pareja sentimental estable, esto es, que compartiera su estatus y encajara con su mediocridad. Pero nada hay que dure para siempre. Fiel a su naturaleza muelle y despreocupada, el vizconde empezó a ceder cada vez más facultades de disposición y decisión a directivos y asesores en la empresa familiar. Estos nuevos dueños en la sombra hicieron crecer los beneficios a ritmo exponencial en pocos años, lo que a sir Wilson le pareció una bendición, quedándose con el cargo meramente nominal de presidente, aunque sin intervenir prácticamente en ninguna de las cuantiosas operaciones de inversión que se llevaban a cabo. Pero la crisis financiera desatada en el otoño de 2008 destaparía grandes fallos en la gestión de patrimonios por parte de WI. Tras la quiebra de varios bancos y compañías hipotecarias, numerosos clientes, cuyas inversiones o patrimonios gestionaban, vieron cómo sus caudales quedaban mermados en gran medida, si no volatilizados por completo. La huída de los clientes con menos pérdidas, las demandas judiciales y los bloqueos de fondos destruyeron en pocos meses una empresa que varios decenios había costado levantar. Tras la quiebra de WI se abrieron causas penales por prácticas fraudulentas atribuidas al presidente y a varios directivos de la empresa; y sólo gracias a los buenos oficios de un reputado bufete de abogados y a las facultades de firma de las que se había desprendido por despreocupación, sir Wilson se vio libre de condena penal por falta de pruebas tangibles, aunque no así de asumir indemnizaciones cuantiosas.

Como consecuencia del escándalo, los innúmeros amigos que antes salían al paso por doquier ya no aparecían; las invitaciones a eventos de toda clase dejaron de llegar; las menciones en la prensa y otros medios cambiaron de tono y modo. Por ese motivo, los Wellesley decidieron abandonar el país e instalarse en su palacio veneciano de forma permanente, lejos del epicentro del affaire. Ahora bien, el patrimonio familiar había quedado arruinado porque todas sus inversiones también pasaban por las manos de la empresa quebrada. Para hacer frente a los gastos de defensa y las indemnizaciones tuvieron que desprenderse de casi todos los inmuebles y objetos de valor por precios de miseria. Sólo mantuvieron la casa solariega de Shropshire, que hubo de alquilarse ya que no les aceptaron hipoteca alguna, y el palazzo donde habían fijado su residencia. Pero el tren de vida que querían seguir manteniendo no se sostenía con los mermados ingresos familiares, así que todavía no habían tocado fondo en el descenso al purgatorio social, como más tarde se vería.

Antes de la catástrofe, Anna había completado sus estudios de Historia del Arte en el Courtauld Institute. Después de pasar por varias becas, y gracias a influencias familiares, había conseguido un trabajo de redactora en la Royal Academy of Arts Magazine. Entonces entró en una época melancólica y dulce; un tiempo en el que disfrutó de gran libertad, trabajó duro, viajó a más no poder, conoció mucho y se conoció por completo. Pero no pudo colmar un vacío que le dolía de profundis desde que vivió, aunque ella misma dejó morir, el espejismo de un afecto incondicional, demasiado intenso para ser olvidado desde la superficie insubstancial en que vivía.

Tampoco fue larga esa temporada afable. La crisis se llevó por delante su empleo indefinido, que no fijo, en la Magazine; una píldora nada fácil de digerir, porque suponía la pérdida no sólo de un trabajo estimulante y enriquecedor, sino también de su independencia vital, la emancipación de una familia en la que nunca había sido valorada, querida. Y esa pérdida tampoco vino sola. El derrumbe económico de la familia obligó a poner en venta con urgencia el apartamento de Grosvenor Square, que ella disfrutaba casi en exclusiva desde que Maria contrajera matrimonio y su padre y su hermana Lesa abandonaran el país. No faltaron compradores, pero sí tiempo para mudarse a otra vivienda adecuada; tendría que ir también a vivir en el palazzo, con su familia. Lo primero no le importaba en absoluto; lo segundo, sí.

No era el mejor de sus días aquél en que tuvo que entregar las llaves y marcharse definitivamente de una casa donde había crecido, marcharse de su hogar. El mismo día en que tomó un vuelo con escala rumbo a Venecia, en cuyo aeropuerto, siete años y ocho meses después, se encontró de nuevo cara a cara con Frédéric Heywood.

***

Siete años y ocho meses antes, en un lluvioso día de abril, Frédéric y Anna recorrían por separado los kilométricos pasillos de la estación de metro de Earl’s Court hasta llegar al andén de la pequeña vía que conduce a Kensington-Olympia. Él llegó con tiempo de sobra, pero ella lo hizo justo antes de que sonara la señal de cierre de los vagones y entró por la puerta más cercana de forma atropellada. Con la inercia de su entrada impetuosa y el arranque del metro se abalanzó sobre Frédéric, quien con dificultad pudo agarrarse para no caer en medio del pasillo. Folios desparramados y torrentes de excusas en una y otra dirección.

Teised selle autori raamatud