Crimen y castigo

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Crimen y castigo
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© Plutón Ediciones X, s. l., 2020

Traducción: Alaric Dukass

Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas

Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,

E-mail: contacto@plutonediciones.com

http://www.plutonediciones.com

Impreso en España / Printed in Spain

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

I.S.B.N: 978-84-18211-35-5

Estudio Preliminar

Fiódor Mijáilovitch Dostoyevski, fundador de la novela psicológica moderna nació en 1821 en Moscú y falleció en San Petersburgo en 1881. Es una de las mayores figuras de la historia literaria de todos los tiempos y de las personalidades más complejas de la vida espiritual rusa de la segunda mitad del siglo XIX.

Su padre, médico en un hospital para indigentes, alcohólico y muy violento, falleció asesinado por sus propios siervos incapaces de soportarle por más tiempo. Poco antes, había muerto su madre, mujer sensible y cariñosa, víctima de la tuberculosis, circunstancia que causó un trauma profundo en el joven Fiódor.

A instancias de su padre y para alejarlo de él, Fiódor fue enviado a la Escuela de Ingenieros Militares de San Petersburgo, hasta que libre de él por su violenta muerte (de la que siempre sentirá remordimientos por haberla deseado), se dedicó a lo que realmente le atraía, su vocación literaria.

Su primera novela La Pobre Gente (1845) alcanzó un gran éxito. Le siguió El doble (1846), en las dos hace patente la influencia de Gógol, a quien admiraba.

Se mezcló por entonces en la agitación revolucionaria de la juventud rusa. En 1849 fue detenido y sentenciado a muerte; pero le llegó el indulto cuando se hallaba ya ante el piquete de ejecución y le fue conmutada la pena por cuatro años de trabajos forzados en el penal de Omsk, a lo que siguieron seis de confinamiento en Asia Central. Los Recuerdos de la casa de los muertos, escritos durante este período, son una obra maestra.

De regreso a San Petersburgo en 1859 ya nadie se acordaba de sus libros y tuvo que recomenzar su carrera. Sus tendencias místicas y su extrema religiosidad le indujeron a romper con el socialismo, pero no con lo social, ni con los oprimidos. Fundó con su hermano la revista Vremia (El Tiempo) que fue clausurada por las autoridades que la consideraron subversiva.

En estos años sus obras no tuvieron una calidad relevante: El pueblo de Stépanchikovo y sus moradores (1859), Humillados y Ofendidos (reconocida posteriormente) y Memorias del subsuelo (1864), así como numerosos artículos de crítica literaria.

En 1863 apareció bajo su batuta una nueva revista, Epoja (La Época), pero al año siguiente sufrió una crisis por una serie de hechos adversos en su vida: el fallecimiento de su esposa, María Dimitrevna (se había casado cuando estaba en el ejército) y de su hermano, y a pesar de su éxito con Crimen y Castigo (1866), las dificultades económicas y su ludopatía que describió en El Jugador (1866), escrita para atender esas penurias, le obligaron a escapar al extranjero con su nueva esposa Ana Snitkina para evitar la cárcel.

En 1869 escribió El idiota (1869), una novela claramente influida por el Quijote cervantino. En Los endemoniados (1872) hizo patente a modo de denuncia, los vicios de que adolecían los jóvenes revolucionarios de la época, tema que volvió a insistir con El adolescente (1875).

Regresó a Rusia en 1873 convertido en un autor célebre. Completó su otra gran obra Los hermanos Karamázov (1879-1880), que puede considerarse su testamento literario.

En su última obra Diario de un escritor, que fue publicado cuando el novelista estaba a punto de morir (1881) expone sus opiniones acerca de los acontecimientos sociales y culturales de su tiempo.

La novela

Publicada en 1866 es una profunda novela psicológica. En ella el estudiante Rodion Raskolnikof pone por escrito la teoría de que es lícito asesinar a una usurera para demostrarse a sí mismo que es uno de los elegidos que están por encima de la masa vulgar que ha nacido para ser sometida por la leyes y de paso conseguir un dinero que no solo necesita, sino que indudablemente se merece.

Raskolnikof, después de cometer el crimen (que años antes había planeado en forma de filosofía social) se siente acusado por su conciencia y aunque su coartada le libra de la policía, acaba por confesar su delito ante el comisario que representa el papel de confesor.

Interpretaciones opuestas aseguran que de remordimiento nada de nada, que el protagonista con la cabeza llena de quimeras, proyecta y premedita el crimen y lo mismo vive como un sonámbulo antes y después de ejecutarlo. Quizás pueda admitirse que en uno de sus desvaríos intervenga la conciencia, pero lo cierto (según esta opinión) es que la confesión del protagonista se produce por consejo del juez de entregarse a la autoridad para disminuir la pena.

Interpretaciones aparte, Crimen y castigo es lo contrario de una novela policiaca, aunque tenga visos de ella. Es una novela teológico-judicial. Lo que importa en ella no es la coartada, sino el profundo dolor que experimenta Rodion por sus actos, por mucho que intente disimularlo y justificarse, que lleva a sí mismo la semilla de su reconstrucción moral.

Rodion es un extraño personaje. En él se encarna la lucha del ser humano que ambiciona evadirse de la sociedad y de sus normas. Es el típico caso del ser que pretende implantar por su mano la justicia y después, lógicamente, le falta el valor para mantener su postura. A partir del momento en que se convierte en un asesino cree que no hay nada reprochable en sus acciones. Se pregunta qué es crimen y asegura tener tranquila su conciencia. Pretende ocultar su tortura por la profunda fuerza de los sentimientos con divagaciones intelectuales. Crimen y castigo es una novela de tesis.

El tema era muy querido por Dostoyevski: él mismo vivió en el infierno de Siberia su propia liberación de los sentimientos de culpa que le afligían tras la muerte de su padre. El sufrimiento es para el escritor la gran fragua de la voluntad humana, el horno en que se cocina la personalidad, sufrimiento que en este caso, comparte con Sonia, la prostituta, que con su abnegado amor, es un lenitivo para las penurias del terrible destierro ruso.

En este gran personaje de Dostoyevski se encarnan los deseos de los humanos tantas veces manifestados, de liberarse de los convencionalismos y desafiar los principios, las normas establecidas, negando toda ética y montándose una ética particular en defensa de una conducta que se desmorona cuando interviene la conciencia.

Menos socialista que Tolstói, es más social. Su capacidad literaria llena todos los rincones de la prosa. Describe la vida rusa como nadie en su exterior y en su interior.


Parte 1

Capítulo I

Un muchacho, durante una tarde muy calurosa de inicios de julio, abandonó el estrecho cuarto que tenía alquilado en la callejuela de S*** y caminó hacia el puente K***, con paso indeciso y muy lento.

Tuvo la suerte de no encontrarse en la escalera con su patrona.

Bajo el tejado de un enorme edificio de cinco pisos se encontraba su cuchitril y, más que un cuarto, parecía un armario. Con respecto a la dueña de casa, que le había alquilado la habitación con pensión y servicio, esta vivía en un apartamento del piso de abajo; de manera que nuestro muchacho, en cada oportunidad que tenía que salir, se veía forzado a pasar frente a la puerta de la cocina que daba a la escalera y estaba completamente abierta casi siempre. Experimentaba en esos instantes, sin ninguna variación, una sensación ingrata de impreciso temor que le avergonzaba, le humillaba y le daba una expresión oscura y sombría a su rostro. Temía encontrarse con la patrona, porque le debía mucho dinero. No es que fuera un hombre abatido por la vida ni un cobarde. Al contrario, desde hacía algún tiempo se encontraba en un estado de tensión perenne y de mucha irritación, que rayaba en la hipocondría. Se había acostumbrado a vivir tan ensimismado, tan aislado, tan solitario, que no solamente sentía temor de encontrarse con su patrona, sino que evadía toda relación con otras personas. Lo agobiaba la miseria. No obstante, recientemente esta pobreza había dejado de ser una angustia para él. El muchacho había renunciado a todas sus tareas cotidianas, a toda labor.

Se burlaba, en el fondo, de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar en su contra, pero pararse en la escalera para escuchar estupideces y vulgaridades, reproches, amenazas, quejas, lamentaciones, y tener que responder con mentiras, evasivas, pretextos... No, era preferible deslizarse como un gato por la escalera para pasar inadvertido y esfumarse.

Esa tarde, el temor que sentía ante la sola idea de toparse con su acreedora lo llenó de sorpresa cuando se la encontró en la calle.

“¡Que me intranquilicen semejantes pequeñeces cuando tengo un plan de un negocio muy audaz!” —pensó esbozando una rara sonrisa—. “Sí, el individuo lo tiene todo al alcance de la mano, y como buen perezoso, deja que todo pase frente a sus propias narices... Ya esto es una máxima... Es chocante que lo que más miedo le produce a los hombres sea eso que los aparta de sus hábitos. Sí, eso es lo que más los perturba... ¡Pero esto ya es mucho divagar! No hago nada mientras divago. Y podría decir también que no hacer absolutamente nada es lo que me conduce a divagar. Tengo la costumbre, desde hace ya un mes, de hablar conmigo mismo, de estar durante días enteros acostado en mi rincón, pensando... Estupideces... Porque ¿yo qué necesidad tengo de dar este paso? ¿Soy realmente capaz de hacer... “eso”? ¿Es que, al menos, lo he pensado seriamente? De ninguna manera: todo ha sido una fantasía que me entretiene, un simple juego de mi imaginación... Un juego, sí; solamente un juego”.

 

Era asfixiante el calor. Era irrespirable el aire, la muchedumbre, ver los andamios, la cal, los ladrillos esparcidos por todos lados, y esa fetidez particular tan conocida por los petersburgueses que no poseen recursos para alquilar una casa campestre, todo esto incrementaba la tensión nerviosa, ya suficientemente excitada, del muchacho. El inaguantable olor de las cantinas, muy abundantes en ese barrio, y completaban el terrible y lastimoso cuadro, los borrachos que, a pesar de ser día laborable, a cada paso se tropezaban.

Por las finas facciones del joven pasó una expresión de amarga contrariedad. Era, dicho sea de paso, excepcionalmente bien parecido, de una talla que superaba la media, bien formado y delgado. Poseía unos maravillosos ojos oscuros y el cabello negro. Cayó muy pronto en un hondo desvarío o mejor, en algo parecido a un embotamiento y, continuó su camino sin mirar o con más exactitud, sin querer mirar absolutamente nada de lo que tenía alrededor.

Susurraba, de tarde en tarde, algunas palabras confusas, cediendo a ese hábito de monologar que, hacía unos momentos, había reconocido. Notaba que, a veces, las ideas se le enredaban en la mente y que estaba sumamente frágil.

Andaba tan pobremente trajeado, que ninguna persona en su lugar, ni siquiera un viejo pordiosero y errante, se atrevería a salir con esos harapos a la calle a plena luz del día. También es cierto que en el barrio en que nuestro muchacho vivía este espectáculo era normal.

En ese cuadro, la vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y artesanos amontonados en esos callejones y callejuelas del centro de Petersburgo ponían tintes tan singulares que a nadie podía llamar la atención ni la figura más chocante.

Por otro lado, de aquel hombre se había apoderado un desprecio tan atroz hacia todo que exhibía sus andrajos sin rubor alguno, a pesar de su natural vanidad un poco ingenua. Otra cosa habría sido si se hubiese topado con alguien conocido o algún antiguo compañero, algo que trataba de evitar.

No obstante, se paró en seco y, de forma nerviosa, se llevó la mano al sombrero cuando un borracho al que trasladaban, no se sabe por qué ni adónde, en una carreta vacía que dos enormes corceles arrastraban al trote, le gritó:

—¡Eh, tú, sombrerero alemán, escúchame!

Se trataba de un sombrero circular, de copa alta, circular, desteñido por el uso, con muchos agujeros, de bordes desgastados, lleno de abolladuras y cubierto de manchas. Pero no era la vergüenza, sino otro sentimiento muy similar al pánico, lo que se había posesionado del muchacho.

—Lo sabía, lo intuía —murmuró en su turbación—. No existe nada peor que esto. Todo el negocio se puede estropear con una pequeñez, con una insignificancia. Sí, este sombrero es tan excesivamente ridículo que atrae todas las miradas, llama demasiado la atención. El que viste estos harapos debe llevar una gorra, aunque sea muy vieja; no esta cosa tan espantosa. Ninguna persona lleva un sombrero parecido a este. Se me puede ver claramente a un kilómetro a la redonda. No te olvidarán. Esto es lo significativo: cuando pase el tiempo, se acordarán de él, y se convertirá en una pista... La verdad es que se debe llamar la atención lo menos posible. Los detalles minúsculos... Ahí se encuentra la esencia del asunto. Eso es lo que termina por perderle a uno...

No tenía que alejarse mucho; incluso conocía el número exacto de pasos que debía dar desde la puerta de su residencia; eran setecientos treinta. Un día los contó, cuando la concepción de su plan estaba todavía muy reciente. Entonces ni él mismo estaba seguro de su ejecución. Su ilusoria intrepidez, al mismo tiempo monstruosa y sugestiva, solamente servía para avivar sus nervios. Ahora, que había pasado un mes, comenzaba a ver las cosas de otra manera y, a pesar de sus agotadores monólogos sobre su fragilidad, su impotencia y su indecisión, se iba habituando lentamente, muy a su pesar, a decirle “negocio” a esa fantasía aterradora y, al considerarla así, la podría realizar, aunque continuara dudando de sí mismo.

Ese día se había planteado realizar un ensayo y a cada paso que daba, su agitación iba en aumento. Con el corazón extenuado y sacudidas las extremidades por un estremecimiento nervioso, llegó, finalmente, a un enorme edificio, una de cuyas fachadas daba a la calle y otra al canal. La inmensa casa se encontraba dividida en un sinfín de apartamentos muy pequeños donde vivían humildes artesanos de toda clase: cerrajeros, sastres... Allí había alemanes, cocineras, prostitutas, funcionarios de baja categoría. El ir y venir de las personas era incesante a través de las puertas y de los dos patios de la casa. Lo cuidaban tres o cuatro porteros, pero nuestro muchacho tuvo la satisfacción de no toparse con ninguno.

Traspasó el umbral y se metió en la escalera de la derecha, angosta y oscura como era propio de una escalera de servicio. No obstante, estos detalles eran conocidos para nuestro héroe y, por otro lado, no lo contrariaban: no había que tener temor por las miradas de los curiosos en esa oscuridad.

“Si tengo tanto temor en este ensayo, ¿qué sería si ejecutara realmente el “negocio”?”, pensó instintivamente cuando llegó al cuarto piso.

Allí varios antiguos soldados que estaban trabajando como mozos, le cortaron el paso mientras sacaban los muebles de un apartamento habitado por un funcionario alemán casado, eso lo sabía el joven.

El joven pensó: “Ya que este alemán se muda, en este rellano, durante algún tiempo, no habrá más inquilino que la vieja. Esto está muy bien”.

Tocó en la puerta de la vieja. La campanilla sonó con tanta debilidad que se podría pensar que no era de cobre si no de hojalata. Así eran las campanillas de los pequeños apartamentos en todos los enormes edificios similares a ese. Pero el muchacho ya no recordaba este detalle y el tintineo de la campanilla debió despertar en él, con total claridad, algún antiguo recuerdo, pues tembló. Era extrema la fragilidad de sus nervios.

Transcurrido un momento, se entreabrió la puerta. Por la angosta abertura, la inquilina miró detenidamente al intruso con notoria desconfianza. Solamente se veían sus pequeños ojos brillando en la oscuridad. Cuando vio que había personas en el rellano, se calmó y abrió la puerta. El muchacho cruzó el umbral y entró en un vestíbulo sombrío que estaba dividido en dos por un tabique, tras el cual había una pequeña cocina. La vieja se mantenía paralizada frente a él. Era una mujer de unos sesenta años, reseca, menuda, con unos ojos chispeantes de maldad y con una nariz puntiaguda. Tenía la cabeza descubierta, y sus cabellos, de un rubio descolorido y con solo algunas hebras grises, estaban untados de aceite. Su cuello, largo y esquelético como una pata de pollo, estaba rodeado por un viejo chal de franela y sobre los hombros llevaba, aunque hacía mucho calor, una pelliza, pelada y amarillenta. A cada instante la tos la agitaba. La vieja sollozaba. Los pequeños ojos de la anciana recuperaron su expresión de desconfianza, porque el muchacho debió mirarla de una forma algo extraña.

—Soy el estudiante Raskolnikof. Hace un mes vine a su casa —susurró apresuradamente, haciendo una inclinación a medias, ya que pensó que debía mostrarse muy amable y gentil.

—Sí, me acuerdo, joven, me acuerdo perfectamente —dijo la anciana, sin dejar de mirarlo con una expresión de desconfianza.

—Muy bien; pues vine para un pequeño negocio como aquel —dijo Raskolnikof, un poco aturdido y también asombrado por aquel recelo.

“Quizás esta anciana siempre es así y yo no me di cuenta la otra vez”, pensó, desagradablemente sorprendido.

La anciana no respondió; daba la impresión de que estaba reflexionando. Luego señaló al visitante la puerta de su cuarto, al tiempo que se hacía a un lado para permitirle pasar.

—Pase, joven.

El estrecho y pequeño cuarto donde entró el muchacho tenía las paredes tapizadas de papel amarillo. Ante sus ventanas, adornadas con macetas de geranios, colgaban cortinas de muselina. El sol poniente iluminaba el cuarto en ese instante.

De repente, Raskolnikof pensó: “Entonces, también, probablemente lucirá un sol como este”.

Y miró rápidamente todo el cuarto para grabar en su memoria hasta el más mínimo detalle. Pero la habitación no tenía nada de particular. Los muebles, decrépitos, de madera clara, consistían en un inmenso sofá, de respaldo curvado, una mesa ovalada situada frente al sofá, un tocador con espejo, algunas sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados, que no tenían valor y que mostraban a unas señoritas alemanas, cada una con un ave en la mano. Esto era absolutamente todo.

Una lamparilla ardía en un rincón ante una imagen. Todo estaba perfectamente limpio y resplandeciente.

“Seguro que esto es obra de Lisbeth”, pensó el muchacho.

En todo el apartamento, ninguna persona habría podido descubrir ni la más mínima partícula de polvo.

“Solamente en las casas de estas malignas y ancianas viudas puede verse una limpieza semejante”, pensó Raskolnikof. Y dirigió una mirada curiosa y soslayada a la cortina de indiana que escondía la puerta del segundo cuarto, también extremadamente pequeño, donde se encontraban la cama y la cómoda de la anciana y en la que él nunca había puesto los pies. En el apartamento ya no había más habitaciones.

—¿Usted qué desea? —preguntó con excesiva aspereza la anciana, quien, apenas había entrado en el cuarto, se había detenido frente a él para mirarlo frente a frente.

—Quiero empeñar esto.

Y extrajo del bolsillo un antiguo reloj de plata, en cuyo dorso tenía un grabado que simbolizaba el globo terrestre y del que colgaba una cadena de acero.

—¡Pero si aun no me ha devuelto la cantidad que le presté! Hace tres días finalizó el plazo.

—Tenga paciencia. Le cancelaré los intereses de un mes más.

—¡Soy yo quien decido tener paciencia o vender de inmediato el objeto empeñado, muchacho!

—Aleña Ivanovna, ¿por el reloj me dará una buena cantidad?

—¡Pero si usted me está trayendo una miseria! Mi buen amigo, este reloj no tiene ningún valor. La otra vez le di dos bellos billetes por un anillo que podía comprarse como nuevo en una joyería por solamente rublo y medio.

—Lo desempeñaré si me da cuatro rublos. Es un recuerdo de mi padre. De un instante a otro recibiré dinero.

—Le doy rublo y medio, y le descontaré los intereses.

—¡Rublo y medio! —dijo el muchacho.

—Bueno, se lo lleva si no le parece bien.

Y la anciana le devolvió el reloj. Él lo cogió e indignado se dispuso a salir; pero, de repente, recordó que la vieja usurera representaba su último recurso y que fue allí para otra cosa.

—Está bien, deme el dinero —dijo con sequedad.

La anciana extrajo unas llaves del bolsillo y pasó al cuarto contiguo.

El muchacho comenzó a reflexionar cuando se quedó a solas, mientras aguzaba el oído. Hacía conjeturas. Escuchó abrir la cómoda.

“El cajón de arriba, sin duda —dedujo—. Tiene las llaves en el bolsillo derecho. Un mazo de llaves en un anillo de acero. Hay una más grande que las otras y que tiene el paletón dentado. Probablemente no es de la cómoda. Entonces, hay una caja, quizás una caja de caudales. Las llaves de las cajas de caudales tienen esa forma frecuentemente... ¡Ah, todo esto es tan innoble!”.

Reapareció la anciana.

—Amigo mío, aquí tiene. A diez kopeks por rublo mensual, los intereses del rublo y medio son quince kopeks, que me tiene que pagar por adelantado. Además, por los dos rublos del préstamo de antes tengo que descontar veinte kopeks para el mes que comienza, lo que son treinta y cinco kopeks en total. Usted ha de recibir, por lo tanto, un rublo y quince kopeks por su reloj. Aquí los tiene, tome.

 

—Así, ¿todo se reduce a un rublo y quince kopeks?

—Sí, exactamente.

El muchacho tomó el dinero. No deseaba discutir. Veía a la anciana y no mostraba ninguna prisa por irse. Daba la impresión de que deseaba hacer o decir algo, aunque ni él mismo sabía con exactitud qué.

—Quizá, Aleña Ivanovna, le traiga otro objeto de plata muy pronto... Una hermosa pitillera que le presté a un amigo. En cuanto me la devuelva...

Se interrumpió, aturdido.

—Amigo mío, cuando la traiga ya hablaremos.

—Bueno, entonces, adiós... ¿Usted siempre está sola aquí? ¿Jamás está su hermana con usted? —interrogó en el tono más impasible e indiferente que le fue posible, al tiempo que pasaba al vestíbulo.

—¿Y a usted qué le importa?

—No lo dije con ninguna intención... Usted de inmediato... Adiós, Aleña Ivanovna.

Presa de una consternación que iba en aumento, Raskolnikof salió al rellano. Cuando bajó la escalera se detuvo en varias ocasiones, dominado por súbitas emociones. Finalmente, ya en la calle, dijo:

—¡Dios mío, qué repulsivo es todo esto! ¿Cómo puede ser posible que yo?... No, todo ha sido una estupidez, un absurdo —afirmó decididamente—. ¿Cómo llegó a mi espíritu algo tan inhumano, tan atroz? No pensaba que yo era tan miserable. Todo esto es repulsivo, espantoso, innoble. ¡Y yo fui capaz de estar durante todo un mes pen!...

Pero para expresar su consternación ni palabras ni exclamaciones eran suficientes. La sensación de hondo malestar que le ahogaba y oprimía cuando caminaba hacia la casa de la anciana ahora era simplemente inaguantable. No sabía cómo librarse de la angustia que lo atormentaba. Como embriagado caminaba por la acera: no miraba a nadie y chocaba con todos. Hasta que llegó a otra calle no se recuperó. Cuando levantó la mirada vio que se encontraba frente a la puerta de una cantina. Una escalera partía de la acera y se hundía en el subsuelo, llevando directamente al establecimiento. Dos borrachos salían de él en aquel instante. Apoyados el uno en el otro e insultándose ascendían por la escalera. Sin vacilar, Raskolnikof bajó la escalera. Nunca había entrado en una cantina, pero en ese momento la sed lo quemaba y la cabeza le daba vueltas. El deseo de beber cerveza fresca lo dominaba, en parte para llenar su estómago vacío, debido a que atribuía su estado al hambre. Tomó asiento en un rincón sucio y muy oscuro, frente a una sucia y grasienta mesa, pidió cerveza y con mucha avidez, se bebió un vaso.

Rápidamente sintió un profundo alivio. Parecieron aclararse sus ideas.

Y, reconfortado, pensó: “Todo esto son estupideces. No había razón para perder la cabeza. Simplemente fue un trastorno físico. Un pedazo de galleta, un vaso de cerveza, y ya se encuentra firme el espíritu, y se aclara la mente y renace la voluntad. ¡Cuánta insignificancia!”.

No obstante, a pesar de esta triste y amarga conclusión, estaba alegre como el hombre que se ha librado de repente de una carga aterradora y con una mirada amistosa, recorrió a las personas que estaban alrededor. Pero en lo más profundo de su ser intuía que su animación, ese renacer de su esperanza, era algo enfermizo y simulado. La cantina estaba casi solitaria. Un grupo de cinco personas, entre ellas una joven, que llevaban una armónica, habían salido detrás de los dos borrachos con que se había cruzado Raskolnikof. Después de su marcha, el establecimiento quedó en silencio y se veía más amplio.

Solamente había tres hombres más en la cantina. Uno de ellos estaba un poco embriagado, era un pequeño burgués, si se juzga por su aspecto, que estaba apaciblemente sentado frente a una botella de cerveza. Junto a él tenía un amigo, un hombre grueso y de mucha estatura, de barba gris, que totalmente ebrio, dormitaba en el banco. Se agitaba en pleno sueño de vez en cuando, extendía los brazos, comenzaba a chasquear los dedos, al tiempo que movía el pecho sin levantarse de su silla, y empezaba a entonar una burda tonadilla, esforzándose para recordar las frases.

Acaricié a mi mujer durante un año entero... a... ca... ricié a mi mu... jer.

Duran... te un año entero.

Me he vuelto a topar con mi antigua en la Podiatcheskaia...

Sin embargo, ninguno daba muestras de compartir su excelente humor. Su entristecido amigo miraba estas manifestaciones de felicidad con actitud casi hostil y recelosa.

El aspecto del tercer cliente era el de un funcionario retirado. Se encontraba sentado alejado de ellos, frente a un vaso que de vez en cuando, se llevaba a la boca, al tiempo que lanzaba una mirada alrededor de él. Este hombre también parecía presa de una conmoción interna.