Sobre hombros de gigantes

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Sobre hombros de gigantes
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ediciones universidad católica de chile

Vicerrectoría de Comunicaciones

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390,

Santiago, Chile

editorialedicionesuc@uc.cl

www.ediciones.uc.cl

SOBRE HOMBROS DE GIGANTES

Francisco José Barriga Cifuentes


© Inscripción N° 2021-A-4931

Derechos reservados

Noviembre 2021

ISBN N° 978-956-14-2900-0

ISBN digital N° 978-956-14-2901-7

Diseño: Soledad Poirot Oliva

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

info@ebookspatagonia.com

CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

Barriga, Francisco, autor.

Sobre hombros de gigantes / Francisco Barriga

1. Trasplante de médula ósea – Relatos personales.

2. Trasplante de células madre hematopoyéticas – Relatos personales.

I. t.

2021 617.4410592 + DDC23 RDA


«Estaba tan preocupado de no morirme

que no estaba viviendo».

Andrés

prólogo

el comienzo de todo

en busca de un donante

las caras de la moneda

con la perseverancia del amor

la sangre de los recién nacidos

cuando el paciente es su propio donante

¿hasta dónde llegar?

por mi hijo doy la vida

¿de dónde saco la plata?

terapia génica: la historia del linfocito asesino

la muerte

epílogo y agradecimientos

prólogo

Este libro es un recuento breve de lo que considero los hitos más importantes en la historia del trasplante de médula ósea o de células madre de la sangre, entrelazados con historias de pacientes, que bajo mi cuidado y el de los que me acompañaron en estos años, recibieron un trasplante como una nueva oportunidad de vida. Las historias reflejan los avances del área desde mi perspectiva como oncólogo de niños. Son historias de sufrimiento, de esperanza, de finales felices y desenlaces terribles. De familias aterradas, que superaron la pena o se quebraron en el camino. De familias que tuvieron la felicidad de recuperar lo más preciado y otras que lo perdieron. Y entre ellas mis propias experiencias, sufrimientos y alegrías. Que fueron tantas.

Algunos capítulos fueron escritos con dificultad, investigando cómo se desarrollaron las tecnologías que nos han dado esta arma tan poderosa que es el trasplante. Otros salieron a borbotones porque tuve el privilegio de conocer a los actores, a los gigantes sobre cuyos hombros desarrollé mi carrera profesional y traje esperanza a tantas familias. También algunas historias de mis pacientes me costaron por lo lejanas y otras salieron en un torrente de emociones y recuerdos. Muchos protagonistas de este libro encontrarán que mi descripción no coincide con sus recuerdos. No pretendo más que relatar lo que vi con mis ojos y viví en mi corazón.

Nunca he sabido exactamente qué me llevó a elegir la medicina. A veces siento que fue una decisión lógica, casi práctica, que tomé cuando era niño, alrededor de los siete años, porque me parecía que era fácil entender lo que hacía un médico, describirlo y explicarlo. No me apasionaba el estudio de la biología ni del desarrollo científico, tampoco me iba especialmente bien en esas asignaturas en el colegio, sin embargo, nada me haría cambiar de opinión.

En 1971 emigré con mi familia a España en busca de otros horizontes. Allá terminé el colegio, mi familia volvió a Chile y yo me quedé a estudiar medicina.

Al terminar la carrera en la Universidad de Navarra, mi plan estaba lejos de la pediatría. De hecho, mi peor nota en ramos clínicos fue en pediatría que me parecía, además, uno de los más aburridos. Quería especializarme en medicina interna, pero era una época complicada para esa generación de profesionales en España y, como yo hablaba inglés, supuse que lo más razonable era irme a Estados Unidos aunque sabía que, en ese proceso de selección, mis posibilidades de una formación de excelencia se ampliaban si postulaba a pediatría en vez de escoger medicina interna. Decidí entonces dividir mis opciones entre ambas especialidades y, al final, una tómbola determinó que mi próximo destino fuera convertirme en pediatra en la Universidad de Georgetown, en Washington. Tendría ahí dos experiencias que me revelaron a la oncología como mi vocación elemental, algo de lo que jamás he dudado.

La primera de ellas surgió cuando recién había llegado. Parte del trabajo del interno es escribir la historia del paciente, examinarlo y registrar las indicaciones generales. Premunido con lo que necesitaba para esa tarea, golpeé la puerta de la habitación que me habían señalado. Al abrir, me encontré con una escena que me impactó tan profundamente, que la recuerdo con nitidez hasta el día de hoy: en el centro de la pieza, sentado sobre la cama, estaba el paciente. Un niño pálido y absolutamente calvo que sostenía un juguete en su mano y permanecía impasible: no pude descifrar si ausente o muy familiarizado ya, ante lo que lo rodeaba. Estaban también sus padres, una pareja joven que conversaba sobre algo absolutamente doméstico. Me quedé parado junto a la puerta sin saber qué hacer, si participar de la aparente naturalidad de la situación o expresar la pena profunda que me inundó en ese instante. Tenía que registrar el ingreso de ese niño del que solo sabía que tenía una forma muy rara de cáncer y que estaba recibiendo su tratamiento con quimioterapia. No sabía si iba a vivir o morir y no me acuerdo ahora de qué fue, finalmente, lo que hice esa vez. Sí de que, al salir, entendí que me había sentido incapacitado para enfrentar la situación y pensé que tenía que haber una técnica para combinar la empatía, preocupación y naturalidad necesarias para participar de estos escenarios, aun si lo que hay que entregar solo son pésimas noticias.

Poco tiempo después, comenté a los oncólogos de niños del hospital que quería aprender de ellos y me invitaron a unirme al equipo por un mes. Me impresionó la particular relación que tenían los pacientes con los doctores y pensé que así era como yo quería practicar la medicina.

La segunda experiencia que me impulsó a tomar una decisión definitiva se produjo cuando mi tutor, Jay Greenberg, me dio un seminario a solas y me contó el misterio de los oncogenes. Entendí entonces que el cáncer se desarrolla porque en las células hay genes que tienen funciones normales para hacer que un organismo crezca, de pronto se alteran y dejan de ser una célula madre sana, para convertirse en una maligna. Esos oncogenes estaban siendo descubiertos, identificados y estudiados, lo que abría una perspectiva completamente nueva a la ciencia del cáncer. Me di cuenta de que no solo los aspectos clínicos y humanos de esta área de la medicina eran únicos, sino que el desarrollo científico y el desafío intelectual que aquí se estaba fraguando iban a cambiar todos los paradigmas. Fue como subirse a un tren que estaba a media marcha todavía y que iba a tomar un vuelo que ni sospechábamos.

Para satisfacer esta doble inquietud decidí entrar a estudiar oncología al National Cancer Institute (NCI) en una época dorada para este campo gracias a excepcionales médicos y científicos. Mi programa constaba de un año viendo muchos pacientes y dos años trabajando en un laboratorio con oncogenes. El NCI es parte de los Institutos Nacionales de la Salud, la institución del gobierno estadounidense que financia la mayor parte de la investigación biomédica del país y es una de las fuerzas más potentes de investigación en el mundo. De hecho, el lema que usaban para atraer enfermeras a trabajar en el hospital del Instituto era: “En el NCI vas a trabajar con cosas que aún no se han inventado”.

El año clínico fue agotador. El hospital trabajaba principalmente con drogas y esquemas experimentales de tratamiento y vi llegar a muchos padres angustiados que arrastraban hasta ahí a sus hijos que, a su vez, no querían seguir intentándolo porque sabían lo que les esperaba. Niños desahuciados por la oncología habitual y padres que esperaban todavía salvarlos, olvidando a veces el costo físico y emocional que eso tendría. Fue una de las primeras veces que me enfrenté a esa penumbra moral de la oncología, en la que los padres son responsables del tratamiento y de la vida de su hijo, pero no son quienes sufren el dolor.

 

Aprendí también con esas familias que, por mucho que yo intentara, nunca podría ponerme en su lugar. Mi visión, de hecho, era la más obvia. Que no siguieran, que no los hicieran sufrir más, que los dejaran partir. Tengo incluso que reconocer que, a pesar del interés del hospital por hacer estudios que quizá no le iban a servir a esos niños pero sí a otros, en muchos casos presioné a los padres a escuchar a sus hijos y que desistieran como ellos pedían, para evitar que les quitaran el tiempo bueno que les quedaba en busca de una cura que, yo sabía, no iba a venir. A lo mejor fui cobarde, pero preferí que esos estudios los hicieran otros y ya me aprovecharía yo de sus resultados.

Ese año vi morir a muchos niños y aprendí a construir esa mezcla de empatía y firmeza que buscaba y es necesaria para intentar guiar a las familias en este proceso tan doloroso. Había avanzado en lo que anhelaba desde esa primera vez como médico frente a un niño con cáncer, sin duda. Creí, incluso, que sabía lo necesario. Pero era joven y los años me demostrarían que, por esos días, entendía todavía muy poco.

En este libro he reunido algunos casos que, creo, reflejan en alguna dimensión el tránsito de estas familias por las espesuras del cáncer. Las relaciones que nacen mientras las habitan, los momentos luminosos que las fortalecen para poder atravesarlas, las dificultades que nos estremecen a todos quienes no lo hemos vivido para que, como sociedad, nos hagamos responsables e intentemos estar a la altura del viaje espeluznante que, inevitablemente, iniciarán otros. Por eso he venido a contarles estas historias.

Antes de proseguir quiero hacer una aclaración. Mi propósito es relatar las historias de los niños y familias que he ido conociendo en estos treinta años. Ellos son los protagonistas de este libro. Mi rol ha sido trabajar, sufrir y alegrarme con ellos y muchas de esas emociones están reflejadas en estas páginas. Sin embargo, no puedo dejar de referirme a todos los profesionales, colegas y amigos que me han acompañado en este viaje. En el tratamiento de un niño con cáncer intervienen cientos de personas, todas trabajando al unísono para conseguir la tan anhelada sobrevida y evitar a las familias el indecible sufrimiento de perder a un hijo. Todo lo que narro no habría sido posible sin ese equipo cercano y amplio de médicos, enfermeras, psicólogos, tecnólogos, administrativos y un etcétera demasiado largo para enumerar por completo. A todos ellos mi agradecimiento y reconocimiento por lo que entregan día a día en el cuidado de los niños.

el comienzo de todo

6 de agosto de 1945. Una bomba atómica cae sobre la ciudad de Hiroshima. El efecto sobre la población es devastador y proporcional a la distancia de cada habitante del centro de la explosión. Quienes estaban más cerca murieron inmediatamente calcinados por los más de 6000° C del estallido. Los que se encontraban solo un poco más allá, sucumbieron a la onda expansiva y el fuego. A un kilómetro del núcleo del desastre, el efecto no fue instantáneo, pero pocos días después, esas personas sufrieron lo que se llamó enfermedad de radiación aguda e involucraba vómitos intensos, diarrea, úlceras en la boca y quemaduras en la piel. La mayoría de esas víctimas murieron rápidamente por deshidratación o hemorragia. Pero aquellos que estaban solo un poco más lejos, a dos kilómetros de distancia, no presentaron síntomas iniciales. Al cabo de dos o tres semanas, sin embargo, comenzaron a perder el pelo, sufrieron anemia severa y hemorragias y murieron de infecciones. El estudio de la sangre de estos pacientes demostró la carencia de glóbulos: la falta de glóbulos rojos provocaba la anemia. Infecciones, la de glóbulos blancos y hemorragias la insuficiencia de plaquetas. Había sucedido, lamentablemente, lo que hasta entonces había sido imposible e impracticable: contar con datos empíricos de los efectos de la radiación en seres humanos, un estudio que se volvería exhaustivo en los años 60.

Esta trágica evidencia se sumaba a la que antes había aportado la Primera Guerra Mundial. El gas mostaza utilizado por el ejército alemán era un arma química capaz de producir, en el mediano plazo, el mismo efecto que la radiación, es decir, la incapacidad del cuerpo de producir sangre y la muerte por hemorragias o infecciones.

Estos dos hitos terribles serían la base del uso de radioterapia corporal total y quimioterapia, pilares del trasplante de médula ósea. Es de una contradicción brutal, pero, producto de uno de los períodos más descarnados en la historia del hombre, como la guerra, surgió información fundamental que permitiría, luego de mucha investigación y mucho coraje por parte de los pioneros, elaborar tratamientos contra el cáncer.

Actualmente la mayoría de los niños con leucemia se curan de su enfermedad gracias al tratamiento adecuado, pero cuando yo volví a Chile, en 1988, menos de la mitad de los pacientes sobrevivían y esa estadística había instalado de manera masiva la idea, no tan errada, de que era una enfermedad mortal.

Llevaba cerca de un mes como hematólogo oncólogo pediatra en la Universidad Católica cuando me llamaron del laboratorio.

−Doctor, recibimos un hemograma de un niño y pensamos que tiene leucemia. ¿Puede venir a mirarlo, por favor?

El laboratorio estaba en el primer piso de un antiguo edificio de la Escuela de Medicina. Era amplio, luminoso y tenía un mesón central donde nos sentábamos a mirar exámenes al microscopio. Lo primero que hice fue fijarme en el recuento de glóbulos blancos del paciente: 50.000 por mm3, cuando los parámetros normales indican hasta 10.000. Al asomarme al microscopio la vi inmediatamente. Estaba ahí la sábana de células grandes y malignas que temíamos. El diagnóstico era leucemia mieloide aguda. Revisé luego la orden del examen. El paciente tenía cuatro años.

En la orden estaba el nombre y el teléfono de la otorrinolaringóloga que había pedido el examen. Me explicó que el niño había consultado por una faringitis con fiebre y amígdalas muy hinchadas. Le había administrado antibióticos pero ni la fiebre había cedido ni las amígdalas se habían desinflamado. Por una vaga sospecha le había tomado un hemograma. Me dio el número de los padres y los llamé para decirles que necesitaba verlos urgente. Había aprendido ya algunas lecciones sobre cómo dar una mala noticia. Una de ellas era que nunca se dan por teléfono.

Los padres no se demoraron. Fue mi primer encuentro con una familia que serían pacientes, compañeros y amigos en los primeros años de mi trabajo en Chile.

También había aprendido que en ese momento son necesarias pocas palabras porque, al escuchar el diagnóstico, el shock inicial es monumental. Me gusta sentarme frente a ellos y decirlo sin ambages. Espero la reacción. Las preguntas. Y aprovecho casi siempre, a pesar del riesgo que implica, de dar una nota de optimismo: el cáncer en niños se puede tratar y se puede curar.

Hugo y Sandra me pidieron que me hiciera cargo de su hijo, Felipe, quien ese mismo día se quedó en el hospital para iniciar su tratamiento y, con mi equipo, nos convertimos inmediatamente en los guías de esta familia dentro de esa dimensión desconocida en la que debutaban.

Concretamente, el Servicio de Pediatría de la Universidad Católica ocupaba el séptimo piso del edificio nuevo inaugurado en 1987. Debido al terremoto de 1985 se restringieron los fondos de equipamiento y tanto el mobiliario como los instrumentos médicos eran precarios. Había una habitación con doble puerta que se usaba como aislamiento para pacientes inmunosuprimidos -o con las defensas bajas- y que sería la preferida en los primeros años del programa de oncología. Además, teníamos una Unidad de Cuidados Intensivos razonablemente equipada gracias a una donación que hizo el hospital de niños de Washington en una gestión en la que tuve la oportunidad de participar. El banco de sangre proveía los productos adecuados a esa época: glóbulos rojos, plaquetas, plasma. El laboratorio general estaba bien provisto, en parte automatizado y tenía acceso a los exámenes fundamentales. El servicio de radiología contaba con ecotomografía y tomografía computadas. La farmacia tenía un stock adecuado de medicamentos para el apoyo de los niños en quimioterapia, fundamentalmente antibióticos, pero, curiosamente, no tenía quimioterapia y los pacientes debían comprar fuera del hospital. Los pabellones de cirugía funcionaban sin problemas. Sin embargo, y aunque mi mayor frustración fue el desconocimiento y la incomprensión de la oncología moderna entre colegas y funcionarios al comienzo, lo más estimulante era la calidad del equipo de profesionales en cada una de las áreas involucradas en el cuidado de los niños con cáncer y la respuesta a la mayoría de los requerimientos que fueron configurando el programa.

Es de absoluta justicia que no me demore en referirme a las enfermeras, que cumplen un rol fundamental en el cuidado de los niños, tanto así que mis primeros esfuerzos fueron para capacitar a un grupo de ellas, más que a médicos. Las enfermeras que trabajan en esta especialidad siempre se eligen, son motivadas y todas deben pasar por la peor prueba: ver a algunos de sus queridos niños morir.

En conclusión, y a pesar de las precariedades y restricciones, vi que teníamos todo el potencial para ofrecer el tratamiento más avanzado a niños con cáncer, aunque tuve que empujar mucho para conseguir lo que necesitaba para salvar a pacientes como Felipe.

La leucemia aguda es el cáncer más frecuente en los niños, sin embargo, no deja de ser una enfermedad rara que afecta a 200 niños de los cinco millones que tenemos en Chile aproximadamente. Avanza de manera rápida y letal si no es tratada en un plazo muy corto. De ella se conocen dos variedades: leucemia linfoblástica aguda y la leucemia mieloide aguda, que era la que habíamos encontrado en Felipe. Gracias a los avances de la oncología el grupo con mejor pronóstico eran los niños con leucemia linfoblástica, que llegó a llamarse “buena”, pero para leucemia mieloide, ese buen pronóstico estaba todavía lejos.

Felipe recibió su primera dosis de quimioterapia y estuvo internado hasta que se recuperó de los efectos de los medicamentos. Durante este tiempo recibió múltiples transfusiones de sangre y antibióticos para prevenir y combatir infecciones oportunistas que pueden atacar a la persona que recibe quimioterapia. Mientras se recuperaba, perdió su pelo. Al cabo de tres semanas repetimos el examen de la médula ósea para evaluar el efecto del tratamiento. Donde antes se veían grumos monótonos de células cancerosas ahora se veía una médula ósea sana, produciendo todos los glóbulos de la sangre normalmente. La enfermedad había desaparecido: Felipe estaba en remisión. Todos estábamos felices. Tuvo unos días en su casa y continuó con el tratamiento, recibiendo cuatro ciclos de quimioterapia administrados cada 28 días. No tuvo complicaciones inhabituales. A mediados de marzo completó su tratamiento y recuperó su vida normal.

Sin embargo, y esto todos los padres de niños con cáncer lo saben, ahí no termina todo. Aunque la enfermedad haya desaparecido hay que esperar un tiempo largo, entre dos y cinco años, para asegurar que no vuelva y considerarlo curado. Con ese miedo continuo, y atentos a cualquier síntoma, viven ese período maldito con la sensación de no estar haciendo nada. En esa época, los padres formaron un grupo muy solidario con otras familias de pacientes. Porque nadie está preparado para una tragedia de esta envergadura y, cuando ocurre, nadie es capaz de entender lo que esa familia está sufriendo, salvo quienes comparten el mismo dolor. Es por eso que el grupo que se formó entonces y los que han ido surgiendo después, son refugio, alivio y motor.

Felipe se recuperó rápido. Le creció pelo nuevo como de recién nacido, volvió a ser el niño de antes y pocos meses después entró al colegio. Una vez al mes Hugo y Sandra lo llevaban a control médico y exámenes de sangre. Todo parecía avanzar a la perfección hasta que en octubre de 1989, un año después de su diagnóstico, las células leucémicas volvieron a aparecer en su sangre y en su médula ósea. Felipe estaba en recaída. Todos quedamos devastados, mirábamos a Felipe que se sentía perfectamente normal y no entendió lo que pasaba hasta que sus papás le dijeron que tenía que volver al hospital. A sus cortísimos cinco años, Felipe se quebró y su decepción fue para todos nosotros un duro golpe.

La leucemia recae o recidiva porque algunas células malignas se hacen resistentes a los químicos que usamos para atacarlas. Todas las que son sensibles mueren, pero estas células resistentes permanecen y vuelven a reproducir la enfermedad. Por eso las recaídas son un evento muy grave y las posibilidades que tiene un niño de curarse después de ella son mucho menores que la primera vez. Necesitan un tratamiento mucho más enérgico que, en el caso de la leucemia, implica volver a aplicar quimioterapia para obtener una nueva remisión y después realizar un trasplante de médula ósea. Para Hugo y Sandra fue comenzar de nuevo como si todo lo anterior no hubiera servido de nada. Peor todavía, se dieron cuenta de que esta situación era mucho más peligrosa que la anterior. Aun así siempre me hicieron sentir plena confianza en que yo haría lo correcto para curar a su hijo. Recuerdo largas conversaciones con Hugo en el pasillo del hospital, reflexionando sobre la enfermedad y el tratamiento.

 

Empezaba a confirmar otra lección fundamental. Todos los padres quieren saber y entender, quieren explicaciones y lo mejor para el equipo médico es enfrentar eso con la mayor honestidad. Decir lo que sabemos, que es poco, y también lo que no sabemos. Me gusta hacer partícipes a las familias de mi ignorancia e intento explicarles lo mejor que puedo por qué tomo las decisiones. Muy pocas veces he sentido que un padre o una madre, a quienes les explico con paciencia lo que le pasa a su hijo, no lo hayan entendido. Es más, muchas buenas ideas me han surgido de esas conversaciones con personas que carecen de conocimientos médicos y oncológicos específicos, pero están dotados de un excepcional sentido común.

Lo que vino para Felipe fue recibir su segunda dosis de quimioterapia y, a pesar de la menor expectativa, la leucemia volvió a responder. Conseguimos una segunda remisión. Era momento de pensar en el trasplante.

El doctor Donnall Thomas había nacido en un pequeño pueblo de Texas donde su padre trabajaba como médico general. Él lo acompañaba a visitar pacientes en un carro tirado por un caballo, en una época en que la medicina era muy poco resolutiva, muy humana y muy poco peligrosa. Sin haber sido un alumno brillante en el colegio, entró a estudiar medicina en la Universidad de Harvard donde mostró su primer interés en la hematología y leucemia. Incluso fue testigo de uno de los primeros milagros de la oncología moderna cuando el doctor Sidney Farber, del hospital de niños de Boston, consiguió que un paciente con leucemia linfoblástica aguda remitiera al aplicarle una droga llamada aminopterina, que inhibía la función del ácido fólico.

Entusiasmado por las posibilidades que, intuía, podrían abrirse si se atrevía a correr algunos riesgos, aprovechó su tenacidad y su genio para enfrentar un desafío que parecía, en esa época (1950), inalcanzable. A principio de los años 40, un grupo de investigadores había demostrado que si un ratón recibía una dosis letal de radiación a todo su cuerpo y después una transfusión de células de la médula ósea de algunos hermanos de camada, no fallecía por efecto de la radiación sino que regeneraba toda su sangre a partir de la del donante. Como el efecto de la radiación sobre la médula ósea estaba descrito, Thomas postuló que esta podría ser una manera de tratar la leucemia, un cáncer cuyas células son sensibles a la radiación. Así dicho parece casi sencillo, pero reproducir este experimento en humanos requería de conocimientos que hasta entonces no se tenían:

•Cuál era la dosis máxima tolerable de radiación o de quimioterapia para una persona;

•Cómo se inyectaría la sangre de la médula ósea para conseguir que las células madre proliferaran en el paciente;

•Cómo elegir cuál donante era adecuado para evitar el rechazo de la médula por el sistema inmune o a la inversa el del sistema inmune del donante contra el paciente;

•Cómo mantener vivo al paciente hasta que la función de la médula dañada fuera reemplazada por la médula nueva.

Cada una de estas interrogantes se iría resolviendo con mucho trabajo, pero también muchos fracasos que debieron enfrentar los pioneros del trasplante junto con las frustraciones de los pacientes y la constante crítica de sus pares que se opusieron por décadas a esta práctica.

No sería ese el mayor problema que enfrentarían los médicos al comenzar a hacer trasplantes, sino las dificultades que les presentaba la compatibilidad. Era una época en la que, básicamente, no se sabía de los genes que determinaban el destino de un trasplante ni cómo elegir un donante adecuado. El riesgo era sustantivo: si la médula no injertaba el paciente moriría de infección o hemorragia, pero si injertaba y no había compatibilidad entre el paciente y el donante, sería el sistema inmune del donante el que podría rechazar al paciente y causarle complicaciones severas. El único dato conocido era que el trasplante entre gemelos iba a resultar siempre porque ambos heredan los mismos genes, entre ellos los de compatibilidad.

Thomas realizó el primer trasplante de médula entre gemelos en 1950 y el paciente no sufrió ninguna complicación. El desafío era encontrar otros donantes. Decidió buscar las claves de la compatibilidad en perros, un animal más grande y fácil de trabajar que el ratón y en los individuos que podían heredar los mismos genes de compatibilidad, es decir, los hermanos de camada. Tras años de estudio, instaló las bases del sistema de histocompatibilidad canino, que fue capital para el descubrimiento del humano.

Como si hubieran salido de un libro, Felipe tenía una sola opción de donante. Su única hermana melliza, Nicole.

Los genes de compatibilidad para un trasplante de médula ósea, como todos nuestros genes, se heredan mitad del padre y mitad de la madre. Como las mitades se combinan de forma aleatoria, la probabilidad que dos hermanos hereden los mismos genes es una de cuatro, o sea un 25%. Según esto, lo más probable era que, teniendo solo una hermana, Felipe no tuviera donante. Sin entender de qué se trataba, Nicole dejó que la pincharan para ayudar a su hermanito. Los exámenes de compatibilidad arrojaron lo que todos queríamos: Felipe y Nicole eran 100% compatibles.

Me junté con Sandra y Hugo en la sala de reuniones del laboratorio y se los planteé: “Felipe está en remisión y su hermana es compatible. En Estados Unidos le harían un trasplante de médula ósea. Esto nunca se ha hecho en Chile en un niño. Tenemos lo que necesitamos para ello, pero Felipe tendrá que ser el primero”. Hugo no dudó un segundo: “Hagámoslo”, me respondió.

Empecé a buscar el apoyo que iba a necesitar y me contacté con el doctor Humberto del Favero, hematólogo del Hospital Militar, pionero del trasplante de médula en Chile. Él había realizado su especialización en la Universidad Católica y después había hecho un tiempo de práctica en la unidad de trasplante de un hospital de Estados Unidos. A su vuelta, en 1985, realizó los primeros trasplantes en pacientes adultos en Chile. Tito, como le llamamos, se alegró mucho por lo que íbamos a hacer y nos dio su completo apoyo. Todo estaba preparado para empezar.

El trasplante es un procedimiento médico que se realiza administrando a un paciente con leucemia una dosis muy alta de quimioterapia con o sin radiación a todo su cuerpo, con el fin de erradicar la enfermedad y permitir que el injerto funcione. Inmediatamente después se le inyecta por vía venosa una transfusión de células madre de la sangre de un donante compatible. Estas células son abundantes en la médula ósea (de ahí el término con el que se conoce el trasplante), en la sangre de los recién nacidos, extraída a través del cordón umbilical, y en la sangre de un individuo al que se le administra un medicamento que las moviliza desde la médula y son recolectadas mediante un procedimiento llamado aféresis. Por efecto de la radioterapia y quimioterapia la médula sana del paciente queda inutilizada y es necesario que las células nuevas se injerten para reconstituir todas las funciones de la sangre y el sistema inmune del paciente. Este proceso, entre que la médula antigua desparece y la nueva comienza a surgir, se llama aplasia y es uno de los momentos más críticos del procedimiento. Si las células del donante no injertan en el paciente y no recupera la función de su propia sangre, morirá en un tiempo corto de una infección o una hemorragia. En ese momento el niño debe permanecer hospitalizado, aislado, recibiendo más transfusiones y antibióticos hasta que aparezcan las células nuevas. Si injerta, que es lo que ocurre en la inmensa mayoría de las veces, la sangre del donante corre por las venas del paciente y lo hará de por vida.

Felipe ingresó a la habitación de aislamiento para iniciar el proceso de trasplante el 20 de diciembre de 1989. Recibió los medicamentos busulfan y ciclofosfamida durante seis días, descansó uno. Le prometí que esa sería la única Navidad que pasaría en el hospital y que una médula nueva era un excelente regalo, pero no lo encontró divertido. Siempre le recalco a mis colegas y alumnos que los niños no pertenecen a los hospitales, que debemos hacer todo lo posible para que no pasen ni un día o noche dentro sin necesidad, que los que trabajamos ahí terminamos la jornada y nos vamos a nuestra casa, pero los niños y las familias deben permanecer en un ambiente extraño y hostil. Por mucho que creamos que un niño se acostumbra a nuestras rutinas, la vida en el hospital es terrible para ellos.