Una violeta de más

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Una violeta de más
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Una violeta de más


Una violeta de más (2020) © Francisco Tario

D.R. © Editorial Lectorum S.A. de C.V. (2019)

D.R. © Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Cõeditor digital

Edición: Octubre 2020

D.R. © Imagen de portada: Julio Farell

D.R. © Diseño de Portada: Ana Gabriela León

D.R. © Prólogo: Alejandro Toledo

D.R. © Epílogo: Alejandra Amatto

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Prólogo

2  .

3  El mico

4  Un huerto frente al mar

5  La vuelta a Francia

6  Ave María Purísima

7  Como a finales de septiembre

8  Asesinato en do sostenido mayor

9  El balcón

10  Un inefable rumor

11  El éxodo

12  La mujer en el patio

13  Ragú de ternera

14  Fuera de programa

15  Ortodoncia

16  El hombre del perro amarillo

17  La banca vacía

18  Entre tus dedos helados

19  Epílogo

Prólogo

Es el 29 de septiembre de 1931. El joven Francisco Peláez Vega está en Llanes, al oriente de Asturias, España, y su novia Carmen Farell permanece en la Ciudad de México. Se escriben regularmente y en la carta fechada ese día él le agradece: “Esa violeta que vino en tu carta la tengo en un libro de poesías que se llama Tabaré y que leí en el barco. He tomado de ella el beso que me envías y también a éste lo guardo en el fondo de mi corazón”.

Una flor de violeta y la carta: ese gesto de Carmen tendrá su eco lejano en un libro que se publicará más de tres décadas después y se llamará Una violeta de más. El último envío y el cierre de una obra. La dedicatoria es para Carmen: “Para ti, mágico fantasma, las que fueron tus últimas lecturas”.

He ahí la explicación sintética de por qué ese libro, éste (que el lector tiene en sus manos, a poco más de medio siglo de su publicación original), se llama así. En otra carta él imaginará un paraíso común de la pareja como un campo de violetas. Y la dedicatoria a Carmen, como refuerzo del título, se refiere a una costumbre familiar de que los escritos literarios de aquel que ya había firmado varios libros bajo el seudónimo de Francisco Tario fueran sometidos a la lectura en voz alta, para ponerlos a prueba, y eran comentados en casa (en el raro exilio madrileño) tanto por la esposa como por los hijos Sergio (el mayor) y Julio (el menor). Ella muere en 1967; y Una violeta de más aparece en México, en edición de Joaquín Mortiz (colección Nueva Narrativa Hispánica), al año siguiente, como si el fantasma de Carmen enviara con éste una violeta más o de más. Sus últimas lecturas.

Luego está el dibujo de la portada (el rostro de un caballo de ojos grandes, un sol brillante, la silueta de un paisaje con una cruz), en fondo violeta, con el crédito de Julio Peláez, el hijo menor, quien luego firmaría sus cuadros como Julio Farell. Para esta edición conmemorativa el mismo Julio ha recreado esos trazos.

Estos son algunos de los elementos que distinguen a esa primera edición de Una violeta de más. Se imprimieron 3 mil 200 ejemplares; el colofón tiene fecha del 10 de diciembre de 1968. En la contraportada se ve, en la parte superior, a un hombre calvo, de camisa clara, con lentes oscuros, en la acción de llevar un cigarrillo a los labios por una mano derecha que muestra una esclava de oro; aparece abajo la siguiente información: se habla de su nacimiento en el Distrito Federal en 1911 y sus residencias en esta misma ciudad, Acapulco y Madrid. Se lee, además: “Su biografía no se asemeja mucho a un curriculum vitae académico: persistente viajero mientras subsistió el prestigio de los transatlánticos y los expresos, futbolista profesional, pianista disciplinado, místico del naturalismo, aprendiz de astrónomo y explorador de fantasmas. Al fin comenzó a ordenar en relatos sorprendentes su imaginación, su sensualidad, su humor y su lirismo. Una década ya lejana vio aparecer sus seis libros anteriores, tan personales y tan innovadores en las letras mexicanas de aquellos años: La noche (cuentos fantásticos, 1943), Aquí abajo (novela, 1943), Equinoccio (1946), Breve diario de un amor perdido (1951), Acapulco en el sueño (1951) y Tapioca Inn (cuentos fantásticos, 1952). Desde entonces, el silencio. Hace poco tiempo la revista El Cuento, al recoger un hermoso relato de Tario, lamentaba su olvido”.

La lista no es completa: faltan La puerta en el muro (1946) y la plaqueta Yo de amores qué sabía (1951).

Sigue el texto de la contraportada: “Al publicarse ahora esta nueva serie de cuentos fantásticos, Una violeta de más, se romperá el silencio y la ausencia de este escritor singular. Sus cuentos siguen siendo sorprendentes y su imaginación intrincada y fascinante, pero el tiempo les ha dado una segura y cálida densidad. Lo mismo en el camino de la fantasía grotesca que en el del humor negro o el de la ternura para los desolados y los desvalidos, Una violeta de más nos rescata un Francisco Tario que ha madurado sus propios dominios. Y después de hacer reír, de sorprender y de inquietar a sus lectores, esta nueva colección les reserva la turbadora belleza del cuento que la cierra, ‘Entre tus dedos helados’, obsesionante y magistral”.

Hasta aquí la contraportada, con información suficiente para interesarse en la lectura y emprender, también, búsquedas variadas, por ejemplo del resto de la bibliografía tariana, entonces (durante los años setenta y ochenta) aún más o menos disponible en las librerías de la Ciudad de México, en las pertenecientes a los Porrúa o en la Antigua Librería Robredo (ubicada en el Paseo de la Reforma, en la glorieta de la palmera). El cierre del misterio, o uno de sus principios, estaba en enterarse de la muerte de Francisco Tario, ocurrida el 30 de diciembre de 1977 en España, por las notas necrológicas del semanario Proceso (en la columna Inventario de José Emilio Pacheco) y la revista Vuelta (texto firmado por José Luis Martínez). Quedó claro así que Una violeta de más había sido el cierre de una obra. Diez años después de la partida de Carmen, Francisco emprendió el último viaje.

En los archivos del escritor hallé un álbum con forros de tela roja a cuadros (con las páginas atadas por un cordón también escarlata) en el que Tario coleccionaba las notas periodísticas relacionadas con su trabajo. Me detengo en las de comienzos de 1969, reacciones críticas a Una violeta de más. Está, primero, la reseña de Ramón Xirau aparecida en el suplemento México en la Cultura de la revista Siempre! (12 de febrero), en donde éste postula que la literatura española es, en gran medida, fantástica (y ofrece una lista que va de los palmerines y las doroteas a los quijotes de Cervantes y Unamuno); y encuentra en los cuentos de Tario una doble y complementaria vertiente: “por una parte la delicadeza de los ambientes a la vez precisos y difuminados, a la vez encuadrados y rodeados de ensueños; por otra parte, la ironía que puede llegar a ser cruel”.

En el Diorama de la Cultura del periódico Excélsior (26 de enero) propone María Elvira Bermúdez que los de Tario son cuentos fantásticos puros. No obstante, dice: “No se limita sin embargo Tario a recrear técnicas fantásticas ya conocidas. En algún cuento, verbi gratia en ‘Como a finales de septiembre’, con la descripción morosa y el relato anímico crea un inefable ambiente de misterio. Lo mismo puede afirmarse de ‘El hombre del perro amarillo’. En otros, ‘El balcón’, ‘La mujer en el patio’, presenta seres inmoribles, seres que se resisten a morir y que prolongan su existencia a costa de la realidad misma. En el cuento ‘Entre tus dedos helados’ mezcla en forma asombrosa el sueño o el delirio con instantes de lucidez y levanta un edificio frío y oscuro, pero fabuloso donde el terror y la fantasía pueden avecindarse”.

Hay varias notas sin firma, una de ellas malhumorada… Y este apartado del álbum (al que le siguen unos doce folios en blanco, como registro sordo de lo que ya no hubo) cierra con una crítica de Héctor Aguilar Camín publicada en el periódico El Día (25 de marzo), quien parte de la afirmación de que no abunda en la literatura mexicana el género de lo fantástico para decir: “Escritores como Tario parecen una flor exótica y casi inconcebible en un medio donde nada brinda apoyo —tradición, bagaje histórico— al ejercicio escueto de la fantasía. Tario se brinda solo el apoyo con sus libros (acaso algunos relatos de Reyes, desde el más allá, y otros de Torri, colaboran también en este sentido). Una violeta de más se inserta en la tradición personal de un estilo y un mundo trabajados con una discreta y sólida fidelidad durante años. El libro refleja esta especie de total continuidad en su lógica consecuencia: dominio absoluto de un hábitat literario, posesión sutil y natural de sus secretos, exquisita libertad de desplazamientos y juego, sin cruzar jamás el límite perfectamente conocido de ese terreno propio: madurez”.

 

Apunta más adelante: “Hay como un delicado y emocionante romanticismo tras cada una de las anécdotas: una sensibilidad que —al parecer, contra su tendencia antigua— no termina en lo grotesco o en lo terrible sino más bien en una atmósfera de desolada ternura”.

Y concluye: “Este puro ejercicio de lo irreal paradójicamente devuelve al lector algo del recóndito y genuino sustrato de anhelo y desengaño de la vida humana”.

Efectivamente, con la virulencia de La noche, el juego de Tapioca Inn: mansión para fantasmas y la madurez de Una violeta de más, sus tres libros de relatos, construye Francisco Tario un edificio fantástico. En su primera incursión en ese ámbito (muy probablemente bajo la inspiración de la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Silvina Ocampo) la narración suele ser cruda y los sucesos llaman al espanto: un cadáver es escupido por el féretro a medio velorio, el traje gris arroja un muerto desnudo a dos mujeres que aguardan en la cama de un hotel de paso, un ser delirante desentierra a una dama recientemente fallecida para tomarse fotos sensuales con ella, una gallina come frutos venenosos para envenenar, a su vez, a aquellos que van a devorarla… Un largo párrafo de “La noche de los cincuenta libros” suele ser tomado como declaración de principios aplicable si no a toda la obra sí, por lo menos, a ese impulso inicial; he aquí su arranque: “Y escribiré libros. Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquiera otra fe o mito”…

No obstante, en “La noche de Margaret Rose”, un auténtico cuento de fantasmas (como lo reconoce Jacobo Siruela al incluirlo en la Antología universal del relato fantástico), ya hay ese equilibrio entre la sensualidad y el horror que será, a la vez, el punto de arribo en la escritura de Francisco Tario.

Luego de incursionar en otros géneros (la novela realista, la escritura fragmentaria, el relato de trasfondo existencial o el poema en prosa) volvió Tario a lo fantástico y varió el tono. Tapioca inn está sustentado en un ambiente festivo o carnavalesco. El primer texto, “La polka de los curitas”, tiene cierta semejanza con otro del uruguayo Felisberto Hernández, escrito en la misma época, “Muebles ‘El Canario’”: en los dos casos un “audio” (publicitario o melódico) se inserta en la mente de los personajes, sea por inyección o por un raro virus que contamina a todo un pueblo… En este libro la exploración, aunque ligera, tiene el goce de una prosa más educada y de acertadas variaciones rítmicas. Mas sólo en el relato final, “La Semana Escarlata”, en el que el sueño o, mejor, la pesadilla, irrumpe en la vida real y la tiñe de rojo, consigue gravedad y brillo.

Entre 1943 y 1952 Tario publica la mayor parte de sus libros. Habrá luego un salto hasta 1968, un año de por sí complejo en México… pero él ya vivía en España, en donde se exilia al parecer por amenazas de la mafia de la distribución cinematográfica, comandada por William Jenkins, un estadunidense asentado en Puebla y que hará de Acapulco su sitio preferido de descanso: llega éste y se va Tario (o Francisco Peláez Vega, poseedor de los cines Rojo y Río, y con otro en construcción, el Bahía), no sólo del puerto sino también del país. Estos avatares harán que la escritura se interrumpa por tres lustros, por lo que Una violeta de más será vista como un regreso. Por ello Xirau se pregunta: “¿Es necesario recordar que Francisco Tario nació en México y ha vivido casi toda su vida en México? ¿Es necesario recordar que, hace veinte, hace quince años su obra tuvo entre nosotros verdadera vigencia?”

Habrá piezas de este libro que se convertirán en referentes del cuento fantástico mexicano. Se ha dicho que “El mico” pudo firmarlo Julio Cortázar, quien tuvo cercanía con Juan José Arreola y Amparo Dávila (a quienes reconoció como sus iguales en la labor cuentística), mas no con Tario. El texto final, “Entre tus dedos helados”, aparece en la mayor parte de las antologías nacionales posteriores… El álbum rojo de recortes de Tario no cierra con las reseñas sobre Una violeta de más sino con uno de los diálogos que sostuvo en España con José Luis Chiverto para El Oriente de Asturias. La página tiene la leyenda de “Vacaciones en Llanes: verano del 69” y presenta a “Un gran escritor mexicano: Francisco (Peláez) Tario”. Se anuncia que Una violeta de más será distribuido en España por Seix-Barral.

Ahí Tario confirma que su apellido literario viene de una voz tarasca que significa “lugar de ídolos”. Y habla sobre su condición de autor fantástico; dice que en su obra pretende establecer una unidad con estos cuatro elementos: poesía, muerte, amor y locura… Quizá lo más singular de esa entrevista es su reconocimiento al particular humor de Llanes, una de sus herencias: “Hay indudablemente un humor llanisco que no he encontrado en ninguna parte, y dudo mucho que exista. Tiene algo de surrealismo, de disparate casi genial, de cataclismo, que se refleja perfectamente en las cien mil historias que todos conocemos y de las que a menudo también somos protagonistas. Es un humor desmesurado, incoherente, siempre imprevisible, que distorsiona la vida. En uno de mis últimos cuentos, ‘La Vuelta a Francia’, echo mano de este humor tan particular, como asimismo en otro cuento, ‘Un huerto frente al mar’, asoman su melancólico perfil los tejados de San Antón”.

Por el título y la dedicatoria, la muerte de Carmen Farell preside Una violeta de más. Sabemos que en su década restante Tario se preparó para alcanzarla. Quizá es de Carmen esa mano femenina que se extiende en “Entre tus dedos helados”. Se adivina la pesadumbre de Tario en la carta de pésame que le envió Elena Garro (el 2 de mayo de 1967), en la que recuerda aquella vecindad que tenían a comienzos de los años cuarenta, cuando ella vivía con Octavio Paz en la casa de atrás (sobre Saltillo) de Etla 24, que era la casa de los Peláez-Farell: coincidían los patios traseros. Paz y Garro convirtiéronse en asiduos a las tertulias. Se pregunta Elena: “¿Crees que volveremos allí vestidos de fantasmas y jugar para siempre? Después de Etla todo fue adulto, todo fue sórdido. Un día volveremos a ese orden del juego sin chequeras, sin intrigas, triunfos o derrotas”.

Y: “Te admiro porque sobrevives a esto. Toño me contó y a las 4 me contará más. Para mí nunca estás solo, no te imagino solo. Eres una pareja. ¡Una muy hermosa pareja! Lo más raro de ver en este mundo banal de divorciados”.

Hay que dejar, ya, que el libro arranque. Quizá deba consignarse que Una violeta de más fue reeditado en 1990 con el número 36 de la tercera serie de Lecturas Mexicanas (edición del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), con una tirada amplia de 10 mil ejemplares; está incluido, claro, en el tomo II de los Cuentos completos de Lectorum y en el tomo I de las Obras completas del Fondo de Cultura Económica. Hoy vuelve a su condición individual, en esta edición conmemorativa, en busca de nuevos asombros.

Alejandro Toledo

Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte

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Para ti, mágico fantasma,

las que fueron tus últimas lecturas.

El mico

Me hallaba yo en el cuarto de baño, afeitándome, y deberían de ser más o menos las diez de la noche, cuando tuvo lugar aquel hecho extravagante que tantas desventuras habría de acarrearme en el curso de los años.

Un cielo impenetrable y negro, salpicado de blancas estrellas, asomaba por la pequeña ventana entreabierta, a mis espaldas, a la que yo miraba distraídamente mientras me enjabonaba el rostro por segunda vez. Del grifo abierto, en la bañera, ascendía un olor grato y pesado, que empañaba el espejo. Siempre me afeito con música –adoro las viejas canciones–, y recuerdo que en un determinado momento dejó de sonar One Summer Night. Deposité la brocha sobre el lavabo y salí del cuarto de baño con objeto de cambiar el disco. Más, cuando iba ya de regreso, advertí que el agua de la bañera había cesado de caer. Tuve un leve sobresalto y la sospecha de que, por segunda vez en la semana, mi delicioso baño nocturno se había frustrado. Así ocurrió, mas no por los motivos que me eran hasta hoy familiares, pues poco había de imaginar, en tanto cruzaba el pasillo, que ya estaba presente en el baño la inmensa desdicha aguardándome. Penetré. Algo, en efecto, por demás imprevisto, acababa de obstruir el paso del agua en el grifo, aunque, así, de buenas a primeras, no acerté a saber bien qué. Algo asomaba allí, es claro, haciendo que el agua se proyectara contra las paredes. Era él. Primero sacó un pie, después otro, y por fin fue deslizándose suavemente, hasta quedar de pronto atenazado: “Parece un niño desvalido” –fue mi primera ocurrencia –. Y decidí prestarle ayuda, sin recapacitar. Tratábase, naturalmente, de no tirar demasiado, de no forzar el alumbramiento y conservar aquella pobre vida que de tal suerte se veía amenazada. Siempre he sido torpe en los trabajos manuales y jamás pasó por mi cabeza la idea de que, algún desventurado día, me vería obligado a actuar de comadrona. Así que, puesto de rodillas sobre el piso húmedo del baño, fui intentando de mil formas distintas rescatar al prisionero de su insólito cautiverio. Tenía ya entre mis dedos una gran parte de su cuerpo, mas la obstinada cabeza no parecía muy dispuesta a abandonar la trampa. El pequeño ser pataleaba y comprendí que estaba a punto de asfixiarse. Fue muy angustioso el momento en que admití que todo estaba perdido, pues de pronto cesó el pataleo y sus miembros adquirieron un leve tono violáceo. “Quizá conviniera –pensé– llamar cuanto antes a la comadrona.” Pero he aquí que, aplicando el conocido sistema que se emplea para descorchar el champagne, logré hacer girar el pequeño cuerpo en un sentido y otro, valiéndome principalmente del dedo pulgar. El resultado no pudo ser más satisfactorio, pues pronto la cabeza comenzó a aparecer, el agua volvió a brotar a grandes chorros y un ruido seco y breve, como el de un taponazo, me anunció que el alumbramiento se había llevado por fin a cabo. Desconfiadamente, le acerqué a la luz y me quedé un buen rato examinándole. Era sumamente sonrosado, en cierto modo encantador, y tenía unos minúsculos ojos azules, que se abrieron perezosamente bajo el resplandor de la luz. Ignoro si me sonrió, pero tuve esa impresión enternecedora. Al punto estiró los pies, pataleó una vez o dos y alargó con voluptuosidad los brazos. A continuación bostezó, dejó caer la cabeza con un gesto de fatiga y se quedó dormido.

La situación no me pareció sencilla y, por lo pronto, cerré precipitadamente el grifo, pues la bañera se había llenado hasta los bordes y comenzaba a derramarse el agua. Cogí una toalla y lo sequé. Era una piel muy maleable la suya, y tan escurridiza, que aun a través de la toalla resultaba difícil apresarlo. Aquí empezó a tiritar de frío, y ello me sobrecogió. Cerré de golpe la ventana y me encaminé a mi alcoba. Allí abrí el embozo de la cama y lo acomodé cuidadosamente entre las sábanas. Resultaba extraña la amplitud del lecho con relación a aquella insignificante cabeza, del tamaño de una ciruela, reclinada sobre mi almohada. De puntillas, bajé sin ruidos las persianas, cerré cautelosamente la puerta y me dirigí al salón. Después coloqué otro disco, preparé mi pipa y me senté a reflexionar.

De entre todas mis memorias y lecturas no logré recordar nada semejante, ni una sola situación que pudiera equipararse a la mía en aquella tibia noche de otoño. Esto me alentó, en cierto modo, confirmándome lo excepcional del suceso. Mas, a la vez, ninguna orientación aprovechable se me venía a la mente, con respecto a los que pudieran ser mis inmediatos deberes. El consabido recurso de informar a la policía se me antojó de antemano risible y por completo fuera de lugar. ¡No sé lo que la policía pudiera tener que ver en semejante asunto! Y esta conclusión desalentadora me sumió, en el acto, en una soledad desconocida, en una nueva forma de responsabilidad moral que yo afrontaba por primera vez, puesto que si la policía no parecía tener mucha injerencia en todo aquello, ¿quién, entonces, podría auxiliarme y compartir conmigo tan desmesurada tarea? Me avergüenza confesar que durante breves instantes creí haber dado con la solución aconsejable, al aceptar que mi deber de ciudadano no podía ser otro, en este caso, que recurrir sin pérdida de tiempo al Museo de Historia Natural. He de convenir incluso en que llegué a descolgar el teléfono, para volverlo a colgar en seguida. ¡El Museo de Historia Natural! ¿Y con qué fin? Una sola relación podía ser establecida entre mi inesperado huésped y la insigne institución, y era ésta el recuerdo que yo guardaba de unas largas hileras de tarros de cristal, alineados en los anaqueles, y en cuyo interior se exhibían las más exóticas variantes de lo que ha dado en llamarse la flora y la fauna humanas. Otro pequeño incidente nada común –la llegada del cartero– me reafirmó en mi error. Acepte, pues, sonriente, el sobre que me tendía y regresé al salón.

 

Como no disponía de otra cama, sería preciso instalarse en el sofá. Y así lo hice, provisto de una gruesa manta. Fue una noche ingrata, poblada de oscuras visiones, pues si en alguna ocasión logré conciliar el sueño, pocos instantes después despertaba sobresaltado, dándome la impresión, no solo de que no despertaba, sino que, por el contrario, más y más iba sumergiéndome en el fondo de una turbia pesadilla. A intervalos, me sentaba en el sofá y cavilaba aturdidamente. No acertaba a descifrar, en principio, la procedencia de aquel impertinente viajero que compartía hoy por hoy mi casa, y todas las conjeturas que llegué a hacerme en tal sentido resultaron a cuál más estúpida y descabellada. Aunque esto por otra parte, tampoco me demostraba nada, ya que existe tal cantidad de hechos sin explicación posible, que éste no parecía ser, a fin de cuentas, ni más necio o disparatado que otros muchos. Cabía, sí –y éste fue otro desatino mío –, sospechar del crimen de una mala madre, perpetrado dentro del propio edificio, con el propósito de deshacerse a tiempo de su mísero renacuajo, y el que, por una lamentable confusión de las tuberías, había ido a desembocar justamente en el seno de mi bañera. Pero el hecho de sentirme arropado en aquel sofá, a altas horas de la noche, cuando debería estar ya desde hacía tiempo en mi cama, me prevenía de que el suceso, fuese cual fuese la causa, era a tal punto evidente que no tenía más que incorporarme, dar unos pasos hasta mi alcoba y comprobarlo con mis propios ojos. Así lo hice una vez, tentado por la duda, aunque sin encender la lámpara, sirviéndome de mis fósforos. Allí estaba él, en efecto, contra mi almohada, pequeño y rojo como una zanahoria, y ligeramente sonriente. Rebosaba felicidad. Su rostro se había serenado y en su cabeza apuntaba tal cual cabello rojizo, cosa en que no había reparado. Sus ojos se mantenían cerrados y plegaba de vez en cuando la nariz, del tamaño de una lenteja. ¿Soñaba? Estoy por decir que sí, aunque no hacia movimiento alguno, limitándose a arrugar la nariz, tal vez con el propósito, puramente instintivo, de demostrarme cuán confortable encontraba mi cama y, en general, todo lo que le rodeaba.

De regreso en el sofá, debí quedarme profundamente dormido, cuando ya los primeros rayos del sol se filtraban a través de los visillos. Al despertar, horas más tarde, comprobé con extrañeza que nada a mi alrededor había cambiado. O digo mal; algo fundamental había cambiado, y era que, a partir de aquella fecha, irremediablemente, seríamos ya dos en la casa.

Fue en el transcurso de la mañana siguiente cuando creí advertir que mi pequeño huésped mostraba cierta dificultad en abrir y cerrar los ojos, bien como si la luz del día le resultara insoportable, o más probablemente como si empezara a ser víctima de un agudo debilitamiento. Había olvidado neciamente todo lo relativo a su alimentación, y esta grave contingencia me llenó de confusión y alarma. ¡Cómo conseguir nutrirlo por mí mismo y la eficacia requerida? ¡Qué poder ofrecerle a aquel desmedrado organismo, cuyo estomago –admití con un escalofrío– no sería capaz de alojar en su seno ni siquiera una gota de leche? ¿Y cuántas gotas de leche deberían administrársele al día sin correr el riesgo de exponerlo a un empacho? Corriendo fui a la cocina y regresé con una tacita de leche, en la que introduje un gotero. Anhelante, apliqué el gotero a aquellos diminutos labios, que se entreabrieron, y dejé caer una gota. Con un gesto de repulsión, volvió a cerrarlos, y la gota se desparramó. Ello agravó mi ansiedad, situándome ante un nuevo enigma. Ciertamente el migajón resultaba aún prematuro y sospeché, por otra parte, que el agua no bastaría para reanimarlo. No obstante, hice, por no dejar, la prueba. Aquel gesto de complacencia, de inmensa dicha, que dibujaron sus labios al aceptar la primera gota de agua, bastó para confirmarme la idea que venía ya desarrollándose en mí: que se trataba, de hecho, de un ser eminentemente acuático. Esto, que si en un sentido favorecía mi tarea, me plantaba un nuevo conflicto, ya que la resequedad de la atmósfera que se respiraba en la casa terminaría por resultarle nociva a aquel complicado organismo. Tan rápidamente como pude, me encaminé de nuevo a la cocina, vacié un gran tarro de compota y, tras lavarlo con todo esmero; lo llené de agua hasta los bordes. A toda prisa lo transporté a mi alcoba, lo deposité en la mesita de noche, tomé entre mis manos a la criatura y la fui sumergiendo lentamente en él. A medida que el agua iba acogiéndolo en su seno, una plácida sonrisa de bienestar fue invadiendo sus tristes labios. Bien pronto empezó a moverse –a desperezarse, diría yo– y a entornar sus ojos azules, que pestañearon con perplejidad. Dejé el tarro sobre la mesita y me senté a su lado para contemplarlo, absorto en aquel súbito regocijo que invadía ahora al renacuajo. Recuerdo distintamente cómo el malvado se dejaba traer y llevar por el suave oleaje del tarro cuando yo, para hacerle rabiar, lo inclinaba en un sentido y otro. Con los brazos extendidos, el gran nadador subía o bajaba, se deslizaba sobre el cristal y proseguía evolucionando. Admití, ya sin reservas, que la primera dificultad estaba salvada. Más, ¿bastaría con aquello? Bastó –de ello estuve seguro–, pues, al cabo de una semana, la criatura mostraba un aspecto excelente y hasta un agudo sentido del humor. En ocasiones incluso ensayaba pequeñas cabriolas, bien dejándose flotar como un corcho o proyectándose hasta el fondo del tarro, exhibiendo de esta forma una notable flexibilidad y una rara disciplina que no dejaron de llenarme de asombro. Algo en él me desagradaba, no obstante, y era aquella tendencia suya a permanecer en cuclillas en el fondo del tarro, observándome sin pestañear y con aire de no muy buena persona. El cristal le achataba el rostro, y entonces yo sentía como si un detestable ser, sin antecedentes precisos, explorase mi conciencia con no sé qué funestos propósitos Al punto yo acudía al tarro y le hacía dar unos cuantos traspiés alejándole de mi vista.

Así fueron transcurriendo los días, y el orden que prevaleció siempre en mi casa fue restableciéndose poco a poco. Por las mañanas, si hacía sol, sacaba el tarro a mi terraza y lo dejaba allí hasta medio día. Por las tardes, lo introducía en el salón y, ocasionalmente, escuchábamos algo de música. Debía tener un oído muy fino y pronto pude darme cuenta de cuáles eran sus preferencias. Ya anochecido, colocaba el tarro sobre una consola y lo cubría con un paño oscuro, según suele hacerse con los canarios. A primera hora de la mañana, cambiaba el agua del tarro, donde empecé ya a introducir terrones de azúcar, cerezas en almíbar y algunos trocitos de queso, que la criatura había aprendido a roer, no sin cierta desconfianza. Unas semanas más tarde, sustituí el tarro por una hermosa pecera, en la que dejé dos o tres delfines de caucho y un pato de color azul, con los cuales se pasaba él las horas muertas. Mostraba una precoz inteligencia y hasta una sutil picardía, que se me antojaron poco comunes en un ser humano de su edad. Aunque lo que hacía falta dilucidar, de momento, era si quien habitaba la pecera constituía efectivamente lo que se entiende por un ser humano. Ciertos indicios parecían confirmarlo así, en tanto que otras evidencias posteriores me hicieron ponerlo en duda. Pero, de un modo u otro, repito, al cabo de unas cuantas semanas todo en el interior de mi casa fue volviendo a la normalidad.