El Perro

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Copyright © 2022 Guido Pagliarino – All rights reserved to Guido Pagliarino – Todos los derechos propiedad de Guido Pagliarino – Obra distribuida por Tektime S.r.l.s. Unipersonale, Via Armando Fioretti, 17, 05030 Montefranco (TR) – Italia – P.IVA/ Código fiscal: 01585300559

GUIDO PAGLIARINO

EL PERRO

NOVELA

TRADUCCIÓN DE MARIANO BAS

Guido Pagliarino

EL PERRO

Novela

Traducción del italiano al español de Mariano Bas

Distribución Tektime

Copyright © 2022 Guido Pagliarino – Todos los derechos propiedad del autor

Obra original en italiano:

IL CANE Romanzo, Distribución Tektime, Copyright © 2021 Guido Pagliarino – Todos los derechos propiedad del autor

Imagen de la portada: Un ejemplar de un perro de defensa Bandog. Fuente: Wikipedia, la enciclopedia libre

En esta novela no aparece ninguna persona existente o que haya existido, aparte de las figuras históricas generalmente conocidas aquí citadas y que no participan en la acción. Los personajes, los nombres de personas, de entidades, negocios y sociedades y de productos y servicios que aparecen en esta narración y los acontecimientos relatados son completamente imaginarios. Ha de considerarse absolutamente casual e involuntaria cualquier posible referencia a personas reales y, en general, a la realidad presente o pasada, personal, familiar, profesional o institucional.

Índice

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

OBRAS BASADAS EN LOS PERSONAJES DE VITTORIO D’AIAZZO Y RANIERI VELLI

FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO


Postal antigua que muestra la esquina entre via Garibaldi y corso Valdocco del edificio en el que tenía su sede la Gazzetta del Popolo. En la parte baja de la foto en el extremo izquierdo desde el punto de vista del lector, detrás del tronco del árbol central, se entrevén la escalera y el portal.

Capítulo I

La Gazzetta del Popolo era el más antiguo de los diarios turineses, nacido el 16 de junio de 1848 y muerto sin ninguna esperanza de resurrección el 31 de diciembre de 1983, después de años en los que había sufrido cambios de propiedad y problemas económicos, acabando más de una vez, por breves periodos, casi en coma. Era un periódico dirigido a una clase minoritaria desde su fundación, que había mantenido siempre un espíritu crítico social, salvo, por supuesto, durante la época fascista en la que toda la prensa estuvo amordazada. En época republicana, después de importantes éxitos, prosiguió con su actividad, siempre sufriendo adversidades hasta su defunción. Su redacción, fuertemente sindicalizada, se inclinaba hacia la izquierda democrática parlamentaria católica y laica con tendencias sociales; por ejemplo, en el período de la gran inmigración a Turín desde el sur de Italia estuvo a favor de la integración de los nuevos turineses y en los años 60 y 70 publicó importantes reportajes sobre los problemas laborales y el empleo juvenil. El periódico fue un correoso competidor contra la eterna La Stampa, diario que, tras el conflicto mundial, apoyaba el centrismo gubernamental impulsado por De Gasperi, quien desde 1963 dirigió sus simpatías hacia el rojiblanco de los gobiernos de centroizquierda del obligado matrimonio entre la Democracia Cristiana y el Partido Socialista y, en los primeros años 70 en los que discurre esta narración y en los que imperaba el clima de la llamada contestación político-social, La Stampa no había considerado desfavorablemente los ideales de extrema izquierda: no es extraño, pues acomodarse a los gobiernos al mando y al clima social del tiempo era y es algo habitual en la mayoría de los periódicos llamados independientes, pero pertenecientes a una gran unidad económica privada o pública.1

Desde el principio de los años 60, yo también colaboré en la Gazzetta, pero solo en la sección cultural y ocasionalmente como periodista publicista, unas veces escribiendo el artículo en la calle Valdocco 2, sede del periódico, y otras llevándolo ya preparado desde casa. Sin embargo, en enero de 1973 mi amigo el director me invitó a colaborar a jornada completa como redactor profesional y yo acepté. No se trataba de mi primera experiencia en una redacción, pues en los primeros meses de 1968 había trabajado como corresponsal subalpino de un diario genovés del financiero Angelo Tartaglia Fioretti, que me despidió poco después por divergencias sociopolíticas.2 En la Gazzetta estaba en mi salsa, junto a católicos progresistas, algún republicano como yo y socialdemócratas, por lo que acepté encantado la oferta, encontrándome además en uno de aquellos períodos en los que me escaseaban las ideas para una nueva novela y un salario razonable fijo me venía muy bien, además de que se trataba de una buena cantidad gracias a la cual no iba a pasar hambre.

La redacción de la Gazzetta era un universo de sonoras máquinas de escribir entre una nube de humo de cigarrillos y alguna pipa, en la que, como era mi caso, quien no era fumador, si no estaba dispuesto a inmunizarse, habría podido perecer asfixiado. Casi en cualquier lugar, salvo tal vez en los numerosos baños y cuando las respectivas puertas de acceso y la puerta del despacho correspondiente estuvieran bien cerradas, hormigueaba en los oídos el rumor de las voces de los periodistas en la sala de redacción o, abajo en tipografía, la conversación del tipógrafo y de quien discutía con el cajista y del cajista que gritaba para hacerse oír por su aprendiz o por el tipógrafo, que berreaba con el ayudante, todos envueltos por el estruendo de la rotativa y el rumor de las linotipias: en la Gazzetta del Popolo, la composición de las páginas todavía se hacía a mano, no habían desaparecido las linotipias, aunque ya en los primeros años de los 70 en varios periódicos ya se había adoptado el método de la fotocomposición y de la paginación en frío mediante ordenador.

Nuestro magnífico director me asignó la crónica de sucesos, colocando a mi lado durante un par de meses a una experta tutrix, Ada, periodista de investigación y bella morena, esbelta y en el umbral de los 40, con la cual, unos 20 días después, hice el amor a propuesta mía y, como ocurre siempre, por decisión suya, me abandonó tranquilamente en junio, aunque mantuvimos una cordial amistad:

—Ranieri, eres un poco demasiado individualista, ¿sabes? —me dijo un lunes por la mañana en su apartamento de soltera en via Amedeo Avogadro, no lejos del periódico, desnudos bajo las sábanas de su cama de estilo francés—: Eres bueno en términos eróticos, querido, pero no sabes darme amor.

Había sido cortés empleando la palabra individualista, que conseguía atenuar un poco lo que ella evidentemente había querido decirme: egoísta. En realidad, no creo haber sido nunca exactamente egoísta, tal vez sentimentalmente cauto y, bien pensado, tampoco siempre: solo después de haberme quemado durante unos oscuros acontecimientos internacionales en los que me vi envuelto y gravemente perjudicado en 1969, por una italoamericana muy sensual de la cual me enamoré hasta el punto de pensar en casarme con ella, pero que pronto descubrí que era una devorahombres sexualmente activa.3 Después de cierto tiempo, considerando que el abandono de Ada no había deteriorado nuestra relación, me di cuenta, absolviéndome, que tampoco mi colega había estado verdaderamente enamorada de mí.

Me gustaba el trabajo de la crónica de sucesos, no muy distinto del que había realizado en la policía hasta 1967 como investigador. Por otro lado, me agradaba el hecho de que también el gran periodista, escritor y muchas otras cosas Dino Buzzati, personaje versátil desaparecido solo un año antes y al que había admirado mucho, no solo hubiera sido redactor de editoriales y de reportajes varios en el milanés Corriere de la Sera, sino que se enorgullecía de ser periodista de sucesos. Era evidente por qué el director me había asignado a sucesos, aun proviniendo de las páginas literarias: evidentemente había jugado a mi favor haber sido policía de investigación durante años y no debía haber sido ajeno a la elección que la escalofriante desventura, universalmente conocida, que sufrí en 1969, tuviera un final feliz, aunque con graves magulladuras físicas y morales y solo gracias a la intervención providencial de mi único amigo verdadero y antiguo superior Vittorio D’Aiazzo, subjefe comandante de la Sección de Homicidios y Delitos contra las Personas de la comisaría de Turín: una trama que había ideado un personaje muy sospechoso y poderoso contra Italia y Estados Unidos y, al mismo tiempo, contra mí, Ranieri Velli, usándome como instrumento involuntario y cabeza de turco de su plan criminal. Los acontecimientos se narraron y divulgaron en la prensa internacional y motivaron mi fortuna como escritor: conseguí notoriedad y beneficios económicos gracias a un ensayo que escribí en tiempo real sobre los acontecimientos, traducido a los principales idiomas occidentales y publicado, vendiendo casi un millón de ejemplares en el mundo; luego, dejando a un lado la poesía juvenil con la que había obtenido mis primeros éxitos, pero evidentemente pocas ganancias, disfruté de la fama obtenida escribiendo novelas sobre algunas de las antiguas investigaciones de Vittorio D’Aiazzo y mías, libros que se han vendido bien y de los cuales se extrajeron guiones para algunas películas de éxito.4

 

En el período histórico en el que se desarrolla este caso, los periodistas de sucesos debían a menudo escribir de acuerdo con los redactores y comentaristas políticos, quienes, desde el final de la década precedente de sangrientos atentados terroristas, se habían arrimado a los delitos privados.

El terrorismo italiano había sido un fenómeno sociopolítico involutivo, aunque se pusiera en marcha dentro de un proceso de maduración de la visión social nacido hacia los inicios de la década y no solo en el mundo aconfesional, sino asimismo en el universo católico: los años entre el inicio del Concilio Ecuménico Vaticano II en el año 1962 y el año 1970 habían responsabilizado a buena parte de los creyentes, entre otras cosas aguzando el concepto evangélico que el obrero había dirigido a su voluntad: la huelga ya no se consideraba la omisión de un deber sino un derecho sagrado. Por tanto, los conflictos con el mundo empresarial habían asumido un doble aspecto en las mentes de los trabajadores y en las organizaciones sindicales, las laicas y clasistas CGIL y UIL, de cultura política comunista, socialista y socialdemócrata, y la católica CISL, que, al defender económicamente a obreros y empleados, se basaba en el valor cristiano de la persona, inconmensurable según la Iglesia, para la que todo ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios. Las reivindicaciones y las huelgas habían unido a clasistas y humanistas. También la degeneración terrorista del descontento social había afectado a ambos mundos y había contemplado casos de paso del catolicismo al marxismo-leninismo revolucionario armado, como había pasado con Renato Curcio y su esposa Margherita Cagol, fundadores, con el comunista Alberto Franceschini, de la organización más importante de lucha armada de extrema izquierda, las Brigadas Rojas, los cuales no solo provenían del mundo católico, sino que, siendo ya comunistas, se habían casado por la Iglesia.

De todos modos, la vida cotidiana de los italianos continuaba a pesar del desenfrenado pandemónium terrorista y no faltaban acontecimientos festivos, como la inauguración del nuevo Teatro Regio de Turín el 10 de abril de 1973. Durante décadas en la zona de piazza Castello, en la cual había resonado en el pasado durante dos siglos la gloria musical del Teatro Regio original edificado en 1740, solo habían quedado sus ruinas, debido a un incendio devastador que se desató en la noche entre el 8 y el 9 de febrero de 1936. Pero finalmente, después de años de trabajo, se había reconstruido el teatro y la noche de inauguración ya estaba próxima. Iba a ser naturalmente una gran gala, con la presencia del presidente de la República, Giovanni Leone, con su séquito romano, y de los principales dirigentes ciudadanos y regionales. Estaba programada la representación suntuosa del melodrama de Verdi Las vísperas sicilianas, con la actuación de los dos grandes cantantes Maria Callas y Giuseppe Di Stefano.

Aunque el acontecimiento fuera una noticia de alta sociedad que aparentemente no nos afectara a la gente de sucesos, el director quiso que Ada y yo estuviéramos entre los periodistas invitados.

—Porque —dijo—, siempre existe el riesgo de que los habituales grupos de exaltados provoquen desórdenes delante del teatro, o algo peor. Si algo así sucediera, podréis correr a un bar para telefonearnos5 e incluirlo en primera página y vendríais aquí a redactar vuestros reportajes. ¿Está claro?

Ada debía estar de buen humor y, con voz suave, le respondió cantarinamente:

—Siempre listos si lo necesitáis.

Yo, con un humor completamente distinto, molesto ante la posibilidad de acabar en medio de la violencia de unos desaliñados y vulgares marxianos6 o, peor, reventado por una cobarde bomba neofascista, solo contesté con un resignado:

—Claro.

Había realmente un peligro de graves desórdenes y no niego que me había bastado con la triste aventura de 1969 de la que me quedó, y me quedará toda la vida, un shock postraumático por el que, todavía hoy después de tanto tiempo, con más de 70 años y en el tercer milenio, a veces el recuerdo del dolor que me infligieron vuelve de repente a mi ánimo y me invade la mente, casi como si estuviera sufriendo de nuevo esas torturas.

El magnífico director me sonrió:

—No me vengas con cuentos, Ranieri, sé que te molesta ir y también sé el motivo. ¡Pero hay que hacerlo! Oh, evidentemente, tienes que llevar corbata negra y Ada, tú…

—… sí, Giorgio, yo vestido largo: tengo el habitual en el armario, que me sienta muy bien sin necesidad de acudir al atelier .

—Sin duda lo sufres amargamente —le replicó el jefe en divertida respuesta a su endecasílabo.

¿Transcurriría sin incidentes la noche de la inauguración? La ocasión era realmente propicia para los subversivos.

FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO


Primera página del diario Corriere della Sera del 13 de diciembre de 1969, día posterior al de las matanzas de piazza Fontana en Milán. Fuente: “prima La Martesana”, artículo La strage cinquant’anni dopo (1969-2019), página web primalamartesana.it/cronaca/bomba-al-cuore-sono-passati-50-anni-dalla-strage-di-piazza-fontana/

Capítulo II

¿Cómo se pudo llegar a la estremecedora locura de los años que serían calificados como de plomo ?

En 1968, después de anteriores episodios aislados de protestas juveniles, el descontento político, y en muchos casos casi la rabia de muchos jóvenes, se expresaron con fuerza a través de manifestaciones en la calle, sobre todo de estudiantes, no todos en realidad preparados políticamente, siendo no pocos de ellos simples utópicos o bien marxistas imaginarios, como los definiría en 1975 alguien que conocía bien el marxismo,7 y no todos con posturas de izquierdas sino, en parte, pseudoniestzchecianos y fascistizantes, cuando no abiertamente fascistas. Esas manifestaciones no habían sido físicamente violentas al principio, pero a ellas les habían seguido otras que habían causado daños y heridos. La sociedad italiana tuvo que sufrir la cobardía asesina de la extrema derecha y las acciones homicidas de grupos armados de izquierdas. La subversión neofascista, o negra, practicó, frente a la mentalidad progresista, un terrorismo con explosivos, iniciando su actividad criminal en 1969 explosionando un artefacto durante el horario de oficina de la sucursal de piazza Fontana de la Banca Nazionale dell’Agricoltura. Pero los asesinos nunca indicaron su identidad ideológica, que en todo caso se podía intuir que era de extrema derecha, aunque los funcionarios de policía al principio sospecharan y persiguieran a los anarquistas. Este tipo de ataques subversivos dejaba a propósito en la incertidumbre el objetivo de las matanzas, dirigidas contra ciudadanos anónimos asesinados en masa al azar; pero lo que se buscaba era fácil de intuir, aunque no se declarara: aterrorizar a la población e inducirla a reclamar un gobierno fuerte, dictatorial, que pusiera fin a los desórdenes. Aunque parezca absurdo, era también útil para ese objetivo, aunque sin duda involuntariamente, la alarmante actividad del terrorismo de izquierdas. Este último era en su mayor parte ejercitado por las Brigadas Rojas, bien estructuradas y armadas militarmente, aunque no faltaban muchas organizaciones menores que operaban de vez en cuando, como, por ejemplo, la Lucha Armada por el Comunismo, los Núcleos Armados de Poder Obrero, el Grupo 22 de Octubre, los GAP Grupos de Acción Partisana-Ejército Popular de Liberación. Al contrario que estos, las Brigadas Rojas, o BR, como las llamaban a menudo los medios de comunicación, ya desde el principio actuaron con frecuencia y a gran escala en Lombardía, Liguria y Piamonte. Lamentablemente, en un primer momento los medios de comunicación subestimaron la peligrosidad de las BR. Muchos medios incluso las definieron como algo presunto, llegando no pocos a sostener que se trataba de fascistas deseosos de ensuciar la imagen del comunismo: evidentemente, el ideal de los intelectuales comunistas demócratas, de gran preponderancia en aquellos años sobre los no marxistas, no podía aceptar las acciones de subversivos violentos de extrema izquierda y por tanto, afectados por la pasión, rechazaban con desdén que pudieran provenir de personas de la izquierda marxista. Todavía no estaba claro que el punto de vista ideológico del movimiento subversivo principal y de sus grupúsculos análogos era firmemente de izquierdas: la izquierda revolucionaria. Aquellos terroristas rojos consideraban que, tras la Segunda Guerra Mundial, la opresión nazifascista había sido reemplazada por el enmascarado, pero no menos mortal, poder económico imperialista de las multinacionales, razón por la que era indispensable continuar con la lucha armada partisana, una continuación de la Resistencia que habría debido, en primer lugar, desmontar violentamente los aparatos institucionales de opresión del proletariado, para iniciar luego una revolución nacional liberadora.

FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO


La célebre fotografía, obra de Paolo Pedrizzetti, del terrorista comunista Giuseppe Memeo con una pistola durante el tiroteo del 14 de mayo de 1977 de via De Amicis en Milán. Este había sido inicialmente un militante de Autonomía Obrera, que luego entró en los Proletarios Armados por el Comunismo y se convirtió en uno de sus principales miembros. Arrestado y condenado a 30 años de prisión por doble homicidio y siete robos, empezó a alejarse y luego rechazó los principios de la lucha armada. Al cumplir su condena, se dedicó a la actividad social pacífica. Fuente de la imagen, de dominio público: https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=798951

Capítulo III

La noche de la inauguración del nuevo Teatro Regio, contrariamente a los temores, se desarrolló de forma tranquila y festiva. Al acabar, después de la despedida de todas las autoridades con sus escoltas armados, Ada y yo nos fuimos de piazza Castello para regresar rápidamente al periódico, informar oralmente al director que no había pasado nada e irnos rápidamente a la cama a casa de ella.

Nos montamos en su auto con el cartel PRENSA-PRESS, un FIAT 500 especial azul modelo Scioneri, con volante, salpicadero y palanca de cambios de madera y asientos envolventes especialmente cómodos,8 que al llegar ella había estacionado en via Po, no muy lejos de la piazza Castello, en dirección al río.

Dimos toda la vuelta y, unos cien metros después, giramos a la derecha, llegando de nuevo delante del Regio con la intención de realizar inmediatamente medio giro a la izquierda alrededor del castello Casaforte degli Acaja que estaba en el centro y el posterior Palazzo Madama y entrar así por la derecha a la via Garibaldi. Esta, aunque pronto se convertiría en peatonal, en 1973 todavía podía recorrerse en automóvil en ambos sentidos, aunque no había mucho espacio al tener que conducir sobre las dobles vías del tranvía que casi tocaban las estrechas aceras. Por la via Garibaldi llegaríamos, andando recto, al cruce con las posteriores calles Palestro-Valdocco y de aquí, girando a la derecha en la segunda, tras unas pocas decenas de metros, a la entrada de la Gazzetta .

 

Se dice normalmente que cuando un perro muerde a un hombre no es noticia, mientras que sería publicable, aunque solo como un pequeño artículo gracioso, el caso de un hombre que mordiera a un perro.9 Pues bien, como veremos enseguida, puede haber excepciones: también un perro que muerde a un hombre puede ser una noticia importante, incluso muy importante. Acabábamos de empezar a girar en torno al complejo arquitectónico de castello Casaforte degli Acaja-palazzo Madama cuando, a nuestra izquierda, inmóvil como las imponentes estatuas bélicas de la plaza, advertimos un llamativo perro parado delante del monumento Manuel Filiberto, duque de Aosta, que está delante del Regio. Parecía un temible mastín de combate de color negro, tal vez un Bandog:10 a estos enormes perros se debían ataques brutales a personas en muchos países del mundo, no en Italia, donde estaban ya prohibidos su posesión y entrenamiento. El animal debía tener al menos 70 centímetros de alto hasta la cruz y su peso no parecía inferior a 50 kilos. Estaba sentado solo pacíficamente, pero la expresión del hocico era muy atenta, casi como a la espera de una orden de un amo invisible.

Pensé: « ¿Un perro perdido? Pero hace muy poco, está muy bien cuidado » .

Ambos sentimos curiosidad y Ada frenó para observar mejor al animal y entonces bastó un solo momento para que la bestia se levantara, empezara a correr, atravesara velozmente la calle a la altura de los pórticos y, siguiendo adelante, atacara a un hombre delgado de media altura de unos cincuenta años, que caminaba a pie en nuestra misma dirección hacia via Garibaldi, tal vez dirigiéndose a su propio auto. A unos cinco o seis metros a sus espaldas caminaba sola una mujer, aproximadamente de la misma edad o un poco más joven y todavía más atrás por unos metros andaba un grupo de seis personas, probablemente todos saliendo del teatro y dirigiéndose a sus automóviles o a la parada de taxis más cercana. También el hombre atacado por el perro debía haber estado presente en la inauguración del teatro, pues vestía esmoquin bajo un ligero abrigo negro que llevaba abierto. En un instante, el perrazo le mordió mortalmente el cuello. Tras hacer esto, la bestia se fue hacia via Garibaldi babeando sangre.

Advertí que su collar estaba cubierto de protuberancias posiblemente metálicas, que reflejaban las luces de las farolas de la plaza y me vino a la cabeza la idea de que alguien, como en ciertas películas policíacas con algunas trazas de ciencia ficción de moda en aquellos años, le había enviado una orden por radio, dirigiéndola a ese collar rugoso y brillante.

Las personas que caminaban detrás del hombre y otras más lejanas se acercaron al cadáver desplomado en la acera, dándole la vuelta y cerrándole los ojos.

Ada me dijo:

—Trata de averiguar si ese pobre hombre era alguien importante y cualquier otra cosa que puedas. Antes de volver a la redacción, telefonea si tienes noticias relevantes. Yo sigo al perro.

Me bajé rápidamente y su 500 salió detrás del animal, que, entretanto, al llegar al final de la plaza delante de la Iglesia de San Lorenzo, había girado a la derecha entrando en el amplio espacio peatonal delante del antiguo Palacio Real de los Saboya, separado de la plaza por una verja, con un paso en el centro intencionadamente no lo suficientemente ancho como para permitir el paso de un automóvil.

Ada, al no poder entrar en el patio con el coche, siguió al animal con los ojos. Luego me informaría de que, al fondo del espacio, el animal había girado a la izquierda y había desaparecido por el paso que lo une a la piazza San Giovanni, delante de la catedral.

Teníamos una noticia.

Vi que el automóvil de la colega había reemprendido la marcha hacia via Garibaldi. Estaba claro que Ada intentaba quitar de inmediato cualquier titular de primera página, a la espera de mi llegada con las esperables novedades.

Después de haber mostrado mi carné de periodista, pregunté al grupo que había en torno a la pobre víctima si alguno de los presentes lo conocía: nadie, o nadie que quisiera decirlo.

Intervino una patrulla de la Seguridad Pública,11 fuerza pública que todavía no había abandonado la plaza, aunque las autoridades ya se habían ido y el área estaba casi completamente despejada. Tras mostrar mi carné de periodista también al comandante de los agentes, un subteniente, le pregunté si la víctima era una persona conocida, pero recibí un seco y casi fastidiado:

—No lo sabemos.

Llegó una ambulancia, tal vez llamada poco antes por los mismos policías o tal vez por ciudadanos que habían visto la tragedia. Llevaba un médico a bordo y este no pudo más que constatar la muerte de ese pobre hombre.

Sin haber obtenido nada, me dirigí a la parada de tranvía más cercana, que entonces discurría a lo largo de via Garibaldi, para volver así al periódico, pero después de recorrer unos treinta pasos, una voz profunda que venía de detrás me detuvo:

—¡Señor Velli!