Novelas completas

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—Muy bien. Pero ella hace todo muy bien.

Marianne no pudo soportar esto. Ya estaba extraordinariamente disgustada con la señora Ferrars; y tan inoportuna alabanza de otra a expensas de Elinor, aunque no tenía la menor idea de lo que ello significaba, la impulsó a decir con gran énfasis:

—¡Qué manera más extraña de elogiar algo! ¿Y qué es la señorita Morton para nosotras? ¿Quién la conoce o a quién le importa? Es en Elinor que estamos pensando y a quien nos referimos.

Y así diciendo, tomó las pinturas de manos de su cuñada para admirarlas como se merecía.

La señora Ferrars pareció extremadamente furiosa, y poniéndose más tiesa que nunca, devolvió la ofensa con esta acre filípica:

—La señorita Morton es la hija de lord Morton.

Fanny también parecía muy enfadada, y su esposo se veía aterrado ante la osadía de su hermana. Elinor se sentía mucho más mortificada por el ímpetu de Marianne que por lo que lo había originado; pero la mirada del coronel Brandon, fija en Marianne, mostraba claramente que él solo había visto cuanto había de amable en su reacción: el afectuoso corazón incapaz de soportar ni la más mínima desatención dirigida a su hermana.

Los sentimientos de Marianne no se pararon allí. Le parecía que la fría insolencia del comportamiento general de la señora Ferrars hacia su hermana preconizaba para Elinor esa clase de obstáculos y aflicciones que su propio corazón herido le había enseñado a temer; y apremiada por el fuerte impulso de su propia sensibilidad y afecto, después de algunos instantes se acercó a la silla de su hermana y, echándole un brazo al cuello y acercando su mejilla a la de ella, le dijo en voz baja pero urgente:

—Querida, querida Elinor, no les prestes atención. No dejes que a ti te roben la felicidad.

No pudo decir más; cansada, ocultó el rostro en un hombro de Elinor y estalló en llanto. Todos se dieron cuenta, y casi todos se preocuparon. El coronel Brandon se puso en pie y se dirigió hacia ellas sin saber lo que hacía. La señora Jennings, con un muy juicioso “¡Ah, pobrecita!”, rápidamente le alargó sus sales; y sir John se sintió tan desesperadamente furioso contra el autor de esta aflicción nerviosa, que de inmediato se cambió de lugar a uno cerca de Lucy Steele y, en susurros, le pormenorizó todo el desagradable problema.

En pocos minutos, sin embargo, Marianne se recuperó bastante para poner fin a todo el tumulto y volver a sentarse con los demás, aunque en su ánimo quedó grabada durante toda la tarde la impresión de lo acontecido.

—¡Pobre Marianne! —le dijo su hermano al coronel Brandon en un susurro apenas pudo contar con su atención—. No tiene tan buena salud como su hermana; es muy nerviosa... no tiene la fortaleza de Elinor; y hay que admitir que para una joven que ha sido una belleza, debe ser muy lamentable perder su encanto personal. Quizás usted no lo sepa, pero Marianne era terriblemente hermosa hasta unos pocos meses atrás... tan hermosa como Elinor. Y ahora, puede usted ver que de eso ya no le queda ni rastro.

Capítulo XXXV

La curiosidad de Elinor por ver a la señora Ferrars estaba cumplida. Había encontrado en ella todo lo que hacía indeseable una mayor unión entre ambas familias. Había visto bastante su arrogancia, su miseria y su decidido prejuicio en contra de ella para comprender todos los obstáculos que habrían dificultado su compromiso con Edward y pospuesto el matrimonio, si él hubiera estado libre; y casi había visto bastante para agradecer, por su propio bien, que el enorme impedimento de su falta de libertad la salvara de sufrir bajo aquellos que podría haber creado la señora Ferrars; la salvara de tener que depender de su albedrío o de tener que conquistar su buena opinión. O al menos, si no era capaz de alegrarse por ver a Edward encadenado a Lucy, decidió que, si Lucy hubiera sido más agradable, tendría que haberse alegrado.

Elinor pensaba con sorpresa cómo Lucy podía sentirse tan halagada por las muestras de cortesía de la señora Ferrars; cómo podían cegarla tanto sus intereses y vanidad como para hacerla creer que la atención que se le prestaba únicamente porque no era Elinor, era un cumplido dirigido a ella... o para permitirle sentirse animada por una preferencia que solo se le concedía por desconocimiento de su auténtica condición. Pero que así era no solo lo habían manifestado en ese instante los ojos de Lucy, sino que al día siguiente se hizo más claro todavía: obedeciendo a sus deseos, lady Middleton la dejó en Berkeley Street con la esperanza de ver a Elinor a solas, para confesarle lo feliz que era.

La ocasión resultó ser favorable, porque después de su llegada un mensaje de la señora Palmer hizo salir a la señora Jennings.

—Mi querida amiga —exclamó Lucy en cuanto estuvieron solas—, vengo a hablarle de cuán feliz soy. ¿Hay acaso algo más halagador que la forma en que ayer me trató la señora Ferrars? ¡Qué extremadamente cortés fue! Usted sabe cuánto temía yo la sola idea de verla; pero apenas le fui presentada, su trato fue tan agradable que casi parecía haberse prendado de mí. ¿Verdad que así fue? Usted lo vio todo; ¿y no la dejó totalmente sorprendida?

—En verdad fue muy amable con usted.

—¡Amable! ¡Cómo puede haber visto solo amabilidad a secas! Yo vi mucho más... ¡una amabilidad dirigida a nadie más que a mí! Ningún orgullo, ninguna altanería, y lo mismo su cuñada: ¡toda dulzura y afabilidad!

Elinor habría querido hablar de otra cosa, pero Lucy la seguía presionando para que reconociera que tenía motivos para sentirse tan feliz, y Elinor se vio obligada a seguir.

—Sin duda, si hubieran sabido de su compromiso —le dijo—, nada podría ser más halagador que la forma en que la trataron; pero no siendo ese el caso...

—Me imaginé que diría eso —replicó Lucy con rapidez—; pero por qué razón la señora Ferrars iba a aparentar que yo le gustaba, si no era así... y agradarle es todo para mí. No podrá privarme de mi satisfacción. Estoy segura de que todo finalizará bien y que desaparecerán todas las trabas que yo preveía. La señora Ferrars es una mujer cautivadora, al igual que su cuñada. ¡Las dos son adorables! ¡Me sorprende no haberle escuchado nunca decir cuán adorable es la señora Dashwood!

Para esto Elinor no tenía alguna contestación que ofrecer, y no buscó ninguna.

—¿Está enferma, señorita Dashwood? Parece deprimida, no habla... con toda seguridad no se siente, bien.

—Nunca mi salud fue mejor.

—Me alegra con sinceridad, pero ciertamente no lo parecía. Lamentaría mucho que usted se enfermara... ¡usted que ha sido el mayor lenitivo del mundo para mí! Solo Dios sabe qué habría sido de mí sin su apoyo.

Elinor intentó una respuesta amable, aunque dudando mucho de su capacidad de conseguirlo. Pero pareció satisfacer a Lucy, quien respondió rápido:

—Ciertamente estoy plenamente convencida de su afecto por mí, y junto al amor de Edward, es mi mayor consuelo. ¡Pobre Edward! Pero ahora hay algo bueno: podremos vernos, y con frecuencia, porque como lady Middleton quedó encantada con la señora Dashwood, me parece que iremos a menudo a Harley Street, y Edward pasa la mitad del tiempo con su hermana. Además, lady Middleton y la señora Ferrars se van a visitar ahora; y la señora Ferrars y su cuñada fueron tan agradables en decir más de una vez que siempre estarían complacidas de verme. ¡Son tan encantadoras! Estoy segura de que si alguna vez le cuenta a su cuñada lo que pienso de ella, no podrá alabarla lo suficiente.

Pero Elinor no quiso darle ninguna esperanza en cuanto a que le diría algo a su cuñada. Lucy continuó:

—Estoy segura de que me habría dado cuenta enseguida si no le hubiera gustado a la señora Ferrars. Si solo me hubiera hecho una inclinación de cabeza muy formal, sin decir una palabra, y después hubiera actuado como si yo no existiera, sin siquiera mirarme con alguna deferencia... usted sabe a qué me refiero..., si me hubiera dado ese trato intimidante, habría renunciado a todo llena de desesperación. No lo habría soportado. Porque cuando a ella le disgusta algo, sé que lo demuestra con la mayor displicencia.

Elinor no pudo ofrecer ninguna contestación a este educado triunfo; se lo impidieron la puerta que se abría de par en par, el criado que anunciaba al señor Ferrars, y la inmediata entrada de Edward.

Fue un momento muy desagradable, y así lo demostró a las claras el semblante de cada uno de ellos. Todos adquirieron un aire extremadamente torpe, y Edward pareció no saber si abandonar de nuevo la habitación o seguir avanzando. La mismísima circunstancia, en su peor forma, que cada uno había deseado de manera tan ferviente evitar, se les había venido encima: no solo se encontraban los tres juntos, sino que además estaban juntos sin el paliativo que habría significado la presencia de cualquier otra persona. Las damas fueron las primeras en recuperar el dominio sobre sí mismas. No le correspondía a Lucy adelantarse con ninguna manifestación, y era necesario seguir manteniendo las apariencias de un secreto. Debió limitarse así a comunicar su aprecio a través de la mirada, y tras un ligero saludo, no dijo más.

Pero Elinor sí tenía algo más que hacer; y estaba tan ansiosa, por él y por ella, de hacerlo bien, que tras un instante de reflexión se obligó a darle la bienvenida con un aire y modales casi sin tapujos y casi francos; y esforzándose y luchando consigo misma un poco más, incluso consiguió mejorarlos. No iba a permitir que la presencia de Lucy o la conciencia de alguna injusticia hacia ella le impidieran decir que estaba contenta de verlo y que había lamentado mucho no estar en casa cuando él había ido a Berkeley Street. Tampoco iba a dejarse atemorizar por la observadora mirada de Lucy, que no tardó en sentir clavada en ella, privándolo de las atenciones que, en tanto amigo y casi pariente, se merecía.

 

La actitud de Elinor sosegó a Edward, que encontró ánimo sobrado para sentarse; pero su turbación todavía era mayor que la de las jóvenes en un grado explicable por las circunstancias, aunque no fuera normal tratándose de su sexo, pues carecía de la frialdad de corazón de Lucy y de la tranquilidad de espíritu de Elinor.

Lucy, aparentando un aire recatado y plácido, parecía dispuesta a no contribuir en nada a la comodidad de los otros y se mantuvo sin articular palabra; y casi todo lo que se dijo nació de Elinor, que debió ofrecer voluntariamente todas las informaciones sobre la salud de su madre, su venida a la ciudad, etc., que Edward debió haber solicitado, y descortésmente no solicitó.

Su porfía no finalizó ahí, pues poco después se sintió heroicamente dispuesta a tomar la decisión de dejar a Lucy y Edward solos, con la excusa de ir a buscar a Marianne; y ciertamente lo hizo, y con la mayor galanura, pues se detuvo varios minutos en el descansillo de la escalinata, con la más altiva mirada, antes de ir en busca de su hermana. Cuando lo hizo, sin embargo, debieron cesar los arrebatos de Edward, pues la alegría de Marianne la arrastró enseguida al salón. Su placer al verlo fue como todas sus otras emociones, intensas en sí mismas e intensamente demostradas. Fue a su encuentro extendiéndole una mano, que él tomó, y saludándolo con voz donde era manifiesto un cariño de hermana.

—¡Querido Edward! —exclamó—. ¡Este sí es un momento feliz! ¡Casi podría compensar todo lo demás!

Edward intentó responder a su amabilidad tal como se lo merecía, pero ante tal testigo no se atrevía a decir ni la mitad de lo que ciertamente sentía. Volvieron a sentarse, y durante algunos momentos nadie dijo nada; Marianne, entre tanto, observaba con la más expresiva ternura unas veces a Edward, otras a Elinor, lamentando únicamente que el placer de ambos se viera obstaculizado por la inoportuna presencia de Lucy. Edward fue el primero en hablar, y lo hizo para referirse al aspecto cambiado de Marianne y manifestar su temor de que Londres no le sentara bien.

—¡Oh, no pienses en mí! —replicó ella con animosa fuerza de voluntad, aunque se le llenaron los ojos de lágrimas al hablar—, no pienses en mi salud. Elinor está bien, como puedes ver. Eso debiera bastarnos a ti y a mí.

Esta observación no iba a hacerles más fácil la situación a Edward y a Elinor, ni tampoco conquistaría los buenos sentimientos de Lucy, quien miró a Mariana con expresión nada amable.

—¿Te gusta Londres? —le dijo Edward, deseoso de preguntar cualquier cosa que permitiera cambiar de tema.

—En absoluto. Aguardaba encontrar grandes diversiones aquí, pero no he encontrado ninguna. Verte, Edward, ha sido el único consuelo que me ha ofrecido; y ¡gracias a Dios!, tú sigues igual.

Hizo una pausa; silencio...

—Creo, Elinor —agregó Marianne después de un rato—, que debemos pedir a Edward que nos acompañe en nuestra vuelta a Barton. Lo haremos en una o dos semanas, me imagino; y confío en que él no se negará a aceptar esta solicitud.

El pobre Edward masculló algo, pero qué fue, nadie pudo entenderlo, ni siquiera él. Pero Marianne, que se dio cuenta de su agitación y que sin mayor esfuerzo era capaz de atribuirla a cualquier causa que le pareciera conveniente, se sintió completamente colmada y enseguida comenzó a hablar de otra cosa.

—¡Qué día pasamos ayer en Harley Street, Edward! ¡Tan tedioso, tan espantosamente tedioso! Pero tengo mucho que explicarte sobre ello, que no puedo decir ahora.

Y con tal admirable discreción, pospuso para el instante en que pudieran hablar más en privado su declaración respecto a haber encontrado a sus mutuos parientes más insoportables que nunca, y el especial desagrado que le había producido la madre de él.

—Pero, ¿por qué no estabas tú ahí, Edward? ¿Por qué no fuiste?

—Tenía otro compromiso.

—¡Otro compromiso! ¿Y cómo, si te esperaban tus amigas?

—Quizá, señorita Marianne —exclamó Lucy, deseosa de vengarse de alguna manera de ella—, usted crea que los jóvenes nunca cumplen sus compromisos, grandes o pequeños, cuando no les interesa cumplirlos.

Elinor se sintió muy furiosa, pero Marianne pareció por completo insensible al sarcasmo de Lucy, pues le respondió con gran sosiego:

—En realidad, no es así; porque, hablando en serio, estoy segura de que solo su conciencia mantuvo a Edward alejado de Harley Street. Y en verdad creo que su conciencia es escrupulosísima, la más recta en el cumplimiento de todos sus compromisos, por banales que sean y aunque vayan en contra de su interés o de su placer. Nadie teme más que él causar dolor o destrozar una expectativa, y es la persona más incapaz de egoísmo que yo conozca. Sí, Edward, es así y así lo diré. ¡Cómo! ¿Es que nunca vas a permitir que te ensalcen? Entonces no puedes ser mi amigo, pues quienes acepten mi amor y mi estima deben someterse a mis más cálidas alabanzas.

El contenido de sus alabanzas en el caso actual, sin embargo, resultaba particularmente inadecuado a los sentimientos de dos tercios de su auditorio, y para Edward fue tan poco alentador que pronto se levantó para marcharse.

—¡Tan rápido te vas! —dijo Marianne—. Mi querido Edward, no puedes hacerlo.

Y llevándolo ligeramente a un lado, le susurró su convencimiento de que Lucy no se quedaría mucho rato más. Pero incluso este incentivo falló, porque persistió en marcharse; y Lucy, que se habría quedado más tiempo que él aunque su visita hubiera durado dos horas, lo hizo poco después.

—¡Qué la traerá hasta aquí con tanta frecuencia! —dijo Marianne en cuanto salió—. ¡Cómo no se daba cuenta de que queríamos que se fuera! ¡Qué fastidio para Edward!

—¿Y por qué? Todas somos amigas de él, y es a Lucy a quien ha conocido por más tiempo. Es natural que desee verla tanto como a nosotras.

Marianne la miró fijamente, y dijo:

—Sabes, Elinor, este es el tipo de cosas que no me gusta escuchar. Si lo dices nada más que para que alguien te lleve la contraria como imagino debe ser el caso, debieras recordar que yo sería la última persona del mundo en hacerlo. No puedo rebajarme a que me hagan confesar con engaños declaraciones que ciertamente nadie desea.

Con esto abandonó la habitación, y Elinor no se atrevió a acompañarla para decir algo más, pues atada como estaba por la promesa hecha a Lucy de guardar su secreto, no podía dar a Marianne ninguna información que pudiera convencerla; y por dolorosas que fueran las consecuencias de permitirle seguir en el error, estaba obligada a aceptarlas. Todo lo que podía esperar era que Edward no la expusiera frecuentemente, y tampoco se expusiera él, al sinsabor de tener que escuchar las muestras de afecto fuera de lugar de Marianne, y tampoco a la reiteración de ningún otro aspecto de las penalidades que habían acompañado su último encuentro... y este último deseo, podía confiar totalmente en que se cumpliría.

Capítulo XXXVI

Pocos días después de esta reunión, los periódicos anunciaron al mundo que la esposa de Thomas Palmer, había dado a luz sin contratiempos a un hijo y heredero; un párrafo muy interesante y satisfactorio, al menos para todos los conocidos cercanos que ya estaban enterados del evento.

Este suceso, de gran trascendencia para la felicidad de la señora Jennings, produjo una alteración pasajera en la distribución de su tiempo y afectó en forma parecida los compromisos de sus jóvenes amigas; pues, como deseaba estar lo más posible con Charlotte, iba a verla todas las mañanas apenas se vestía, y no volvía hasta el atardecer; y las señoritas Dashwood, por pedido especial de los Middleton, pasaban todo el día en Conduit Street. Si hubiera sido por su propia comodidad, habrían preferido permanecer, al menos durante las mañanas, en la casa de la señora Jennings; pero no era esto algo que se pudiera imponer en contra de los deseos de todo el mundo. Sus horas fueron traspasadas entonces a lady Middleton y a las dos señoritas Steele, para quienes el valor de su compañía era tan menguado como grande era la porfía con que aparentaban buscarla.

Las Dashwood eran demasiado lúcidas para ser buena compañía para la primera; y para las últimas eran motivo de envidia, pues las consideraban intrusas en sus territorios, partícipes de la amabilidad que ellas deseaban monopolizar. Aunque nada había más amable que el trato de lady Middleton hacia Elinor y Marianne, en realidad no le gustaban ni pizca. Como no la adulaban ni a ella ni a sus niños, no podía creer que fueran de buen natural; y como eran aficionadas a la lectura, las imaginaba satíricas: quizá no sabía exactamente qué era ser satírico, pero eso tanto le daba. En el lenguaje común traía consigo una censura, y la aplicaba sin mayor cuidado.

Su presencia coartaba tanto a lady Middleton como a Lucy. Restringían el ocio de una y la ocupación de la otra. Lady Middleton se sentía cohibida frente a ellas por no hacer nada; y Lucy temía que la despreciaran por ofrecer las lisonjas que en otros momentos se enorgullecía de idear y administrar. La señorita Steele era la menos afectada de las tres por la presencia de Elinor y Marianne, y solo dependía de estas que la aceptara por completo. Habría bastado con que una de las dos le hiciera un relato completo y detallado de todo lo acontecido entre Marianne y el señor Willoughby, para que se hubiera sentido totalmente recompensada por el sacrificio de cederles el mejor lugar junto a la chimenea después de la cena, gesto que la llegada de las jóvenes demandaba. Pero esta oferta conciliatoria no le era concedida, pues aunque con frecuencia lanzaba ante Elinor expresiones de piedad por su hermana, y más de una vez dejó caer frente a Marianne una reflexión sobre la inconstancia de los galanes, no producía ningún efecto más allá de una mirada de indiferencia de la primera o de disgusto en la segunda. Con un esfuerzo menor todavía, se habrían ganado su amistad. ¡Si tan solo le hubieran hecho burlas a causa del reverendo Davies! Pero estaban tan poco dispuestas, igual que las demás, a complacerla, que si sir John cenaba fuera de casa podía pasar el día completo sin escuchar ninguna otra burla al respecto sino las que ella misma tenía la gentileza de administrarse.

Todos estos celos y pesares, sin embargo, pasaban tan totalmente inadvertidos para la señora Jennings, que pensaba que estar juntas era algo que encantaba a las muchachas; y así, cada noche felicitaba a sus jóvenes amigas por haberse librado de la compañía de una anciana estúpida durante tanto rato. Algunas veces se les unía en casa de sir John y otras en su propia casa; pero dondequiera que fuese, siempre llegaba de excelente humor, llena de júbilo e importancia, atribuyendo el bienestar de Charlotte a los cuidados que ella le había prodigado y lista para darles un informe tan exacto y detallado de la situación de su hija, que solo la curiosidad de la señorita Steele podía desear. Había una cosa que la desazonaba, y sobre ella se quejaba a diario. El señor Palmer persistía en la opinión tan extendida entre su sexo, pero tan poco paternal, de que todos los recién nacidos eran iguales; y aunque ella percibía con toda claridad en distintos momentos la más asombrosa semejanza entre este niño y cada uno de sus parientes por ambos lados, no había forma de convencer de ello a su padre, ni de hacerlo reconocer que no era exactamente como cualquier otra criatura de la misma edad; ni siquiera se lo podía llevar a admitir la simple afirmación de que era el niño más guapo del mundo.

Llego entonces al relato de una mala pasada que por esta época sobrevino a la señora de John Dashwood. Aconteció que durante la primera visita que le hicieron sus dos cuñadas junto a la señora Jennings en Harley Street, otra de sus conocidas llegó de súbito, circunstancia que, en sí misma, aparentemente no podía causarle ningún mal. Pero mientras la gente se deje llevar por su imaginación para formarse juicios equivocados sobre nuestra conducta y la califique basándose en meras apariencias, nuestra felicidad estará siempre, en una cierta medida, a merced de la suerte. En esta ocasión, la dama que había llegado últimamente dejó que su fantasía excediera de tal manera la verdad y la probabilidad, que el solo escuchar el nombre de las señoritas Dashwood y entender que eran hermanas del señor Dashwood, la llevó a concluir de inmediato que se estaban alojando en Harley Street; Y esta errónea interpretación produjo como resultado, uno o dos días después, tarjetas de invitación para ellas, al igual que para su hermano y cuñada, a una pequeña velada musical en su casa. La consecuencia de esto fue que la señora de John Dashwood debió someterse no solo a la enorme incomodidad de enviar su carruaje a buscar a las señoritas Dashwood, sino que, peor aún, debió soportar todo el desagrado de parecer hacerles alguna atención: ¿quién podría asegurarle que no iban a esperar salir con ella una segunda vez? Es verdad que siempre tendría en sus manos el poder para frustrar sus expectativas. Pero ello no era suficiente, porque cuando las personas se empeñan en una forma de conducta que saben errada, se sienten agraviadas cuando se espera algo mejor de ellas.

 

Marianne, entretanto, se vio llevada de manera tan paulatina a aceptar salir todos los días, que había llegado a serle lo mismo ir a algún lugar o no hacerlo; se preparaba callada y maquinalmente para cada uno de los compromisos vespertinos, aunque sin aguardar de ellos diversión alguna, y con frecuencia sin saber hasta el último momento adónde la llevarían.

Se había vuelto tan indiferente a su vestimenta y apariencia, que en todo el tiempo que dedicaba a su arreglo no les prestaba ni la mitad de la atención que recibían de la señorita Steele en los primeros cinco minutos que estaban juntas, después de estar lista. Nada escapaba a su minuciosa impertinencia y amplia curiosidad; veía todo y preguntaba todo; no quedaba satisfecha hasta saber el precio de cada parte del vestido de Marianne; podría haber calculado cuántos trajes tenía mejor que la misma Marianne; y no perdía las esperanzas de descubrir antes de que se dejaran de ver, cuánto gastaba semanalmente en lavado y de cuánto disponía al año para sus gastos propios. Más aún, la insistencia de este tipo de escrutinios se veía coronada por lo general con un cumplido que, aunque pretendía ir de añadidura al resto de los halagos, era recibido por Marianne como la mayor indelicadeza de todas; pues, tras ser sometida a un examen que cubría el valor y hechura de su vestido, el color de sus zapatos y su peinado, estaba casi segura de escuchar que “según su opinión se veía de lo más elegante, y apostaría que iba a hacer muchísimas conquistas”.

Con estas enardecidas palabras fue despedida Marianne en la actual ocasión mientras se dirigía al carruaje de su hermano, el cual estaba preparado para abordar cinco minutos después de tenerlo ante su puerta, puntualidad no muy grata a su cuñada, que las había precedido a la casa de su amiga y esperaba allí alguna demora de parte de las jóvenes que pudiera incomodarla a ella o a su cochero.

Los acontecimientos de esa noche no tuvieron nada de extraordinario. La reunión, como todas las veladas musicales, incluía a una buena cantidad de personas que encontraba inmenso placer en el espectáculo, y muchas más que no conseguían ninguno; y, como siempre, los ejecutantes eran, en su propia opinión y en la de sus amigos íntimos, los mejores concertistas privados de Inglaterra.

Como Elinor no tenía talentos musicales, ni deseaba tenerlos, sin grandes escrúpulos desviaba la mirada del gran piano cada vez que deseaba hacerlo, y sin que ni la presencia de un arpa y un violoncelo se le impidieran, contemplaba con placer cualquier otro objeto de la estancia. En una de estas miradas errabundas, vio en el grupo de jóvenes al mismísimo de quien habían escuchado toda una conferencia sobre estuches de mondadientes en la joyería del señor Gray. Poco después lo vio mirándola a ella, y hablándole a su hermano con toda familiaridad; y acababa de decidir que averiguaría su nombre con este último, cuando ambos se le acercaron y el señor Dashwood se lo presentó como el señor Robert Ferrars.

Se dirigió a ella con desenvuelta cortesía y torció su cabeza en una inclinación que le hizo ver tan claramente como lo habrían hecho las palabras, que era exactamente el fanfarrón que le había descrito Lucy. Habría sido una suerte para ella si su afecto por Edward dependiera menos de sus propios méritos que del mérito de sus parientes más cercanos. Pues en tales circunstancias la inclinación de cabeza de su hermano le habría dado la puntilla final a lo que el mal humor de su madre y hermana habrían iniciado. Pero mientras reflexionaba con extrañeza sobre la diferencia entre los dos jóvenes, no le ocurrió que el vacío y orgullo de uno le quitara toda benevolencia de juicio hacia la modestia y valía del otro. Por supuesto que eran diferentes, le explicó Robert al describirse a sí mismo en el transcurso del cuarto de hora de conversación que mantuvieron; refiriéndose a su hermano, lamentó la extremada radicalización que, según él, le impedía alternar en la buena sociedad, atribuyéndola imparcial y generosamente mucho menos a una forma de ser innata que a la desgracia de haber sido educado por un preceptor particular; mientras que en su caso, aunque probablemente sin ninguna superioridad natural o material en especial, por la sencilla razón de haber gozado de las ventajas de la educación privada, estaba tan bien equipado como el que más para conquistar en el mundo.

—A fe mía —añadió—, creo que de eso se trata todo, y así se lo digo con frecuencia a mi madre cuando se lamenta por ello. “Mi querida señora”, le digo siempre, “no debe seguir preocupándose. El daño ya es irreparable, y ha sido por completo obra suya. ¿Por qué se dejó persuadir por mi tío, sir Robert, en contra de su propio juicio, de colocar a Edward en manos de un preceptor particular en el momento más crítico de su vida? Si tan solo lo hubiera enviado a Westminster como lo hizo conmigo, en vez de enviarlo al establecimiento del señor Pratt, todo esto se habría evitado”. Así es como siempre considero todo este asunto, y mi madre está completamente convencida de su equivocación.

Elinor no contradijo su opinión, puesto que, más allá de lo que creyera sobre las ventajas de la educación privada, no podía mirar con ningún tipo de satisfacción la estada de Edward en la familia del señor Pratt.

—Creo que ustedes viven en Devonshire —fue su siguiente observación—, en una casita de campo cerca de Dawlish.

Elinor lo corrigió en cuanto al emplazamiento, y a él pareció sorprenderle que alguien pudiera vivir en Devonshire sin vivir cerca de Dawlish. Le otorgó, sin embargo, su más cálida aprobación al tipo de casa de que se trataba.

—Por mi parte —dijo—, me apasionan las casas de campo; tienen siempre tanto confort, tanta elegancia. Y, lo prometo, si tuviera algún dinero de sobra, compraría un pequeño terreno y me construiría una próxima a Londres, adonde pudiera ir en cualquier instante, reunir a unos pocos amigos en torno mío y pasármelo bien. A todo el que piensa edificar algo, le aconsejo que construya una pequeña casa de campo. Un amigo, lord Courtland, se me acercó hace algunos días con el deseo de solicitar mi consejo, y me presentó tres proyectos de Bonomi6. Yo debía elegir el mejor de ellos. “Mi querido Courtland”, le dije enseguida, arrojando los tres al fuego, “no aceptes ninguno de ellos, pero sea como fuere constrúyete una casita de campo”. Y creo que con eso se lo dije todo. Algunos piensan que allí no habría comodidades, no habría espacio, pero están totalmente equivocados. El mes pasado estuve en casa de mi amigo Elliott, cerca de Dartford. Lady Elliott deseaba ofrecer un baile. “Pero, ¿cómo hacerlo?”, me dijo. “Mi querido Ferrars, por favor dígame cómo organizarlo. No hay ni una sola pieza en esta casita donde quepan diez parejas, ¿y dónde puede servirse la cena?”. Yo advertí pronto que no habría ninguna dificultad para ello, así que le dije: “Mi querida lady Elliott, no pase cuidado. En el comedor caben dieciocho parejas con holgura; se pueden colocar mesas para naipes en la salita; puede abrirse la biblioteca para servir té y otros refrescos; y haga servir la cena en el salón”. A lady Elliott le gustó la idea. Medimos el comedor y vimos que daba cabida justo a dieciocho parejas, y todo se dispuso precisamente según mi proyecto. De hecho, entonces, puede ver que basta saber arreglárselas para disfrutar de las mismas comodidades en una casita de campo o en la mansión más amplia.