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Pedro el Venerable, mustio por la depresión padecida por Abelardo tras aquellas colisiones, le acogió. Quizá influyó en el recibimiento del enemigo del de Claraval la dialéctica pendencia que durante tiempo mantuvieran san Bernardo y el propio Pedro sobre cuál de las dos órdenes, Cluny o Císter, era más excelsa. Abelardo, en fin, acabó rectificando. Pudo haber sido un Lutero, pero cultivó humildad para no resbalar hacia invectivas abrasivas como aquel haría. He aquí su rectificación: «No quiero ser filósofo si esto me pone en conflicto con Pablo, ni quiero ser Aristóteles si esto me separa de Cristo». Añadió en carta a la enclaustrada Eloísa: «Esta es la fe en que persevero, la fe que me ofrece esperanza firme y seguridad». En otro momento: «Quizás me equivoqué al tratar algunas materias; pero a Dios pongo por testigo que nada dije por malicia ni por perversidad voluntaria. Mucho hablé en distintas escuelas públicas, pero nunca lo hice con intención torcida».

Pedro el Venerable lo recluyó en el aislado priorato de San Marcelo y allí falleció el 21 de abril de 1142. Se esculpió sobre su sepulcro: «Yo, Pedro, abad de Cluny, que recibí a Pedro Abelardo en la vida monástica, le absuelvo de sus pecados por la autoridad de Dios Omnipotente y de todos los santos». La correspondencia, en fin, que mantuvieron Eloísa y Pedro Abelardo conforma un clásico de la literatura occidental.

En cierto momento, Inocencio II (1130-1143) se empeñó en restaurar el monasterio de San Pablo de las Tres Fuentes, conocido también como de San Vicente y San Atanasio, para incorporarlo a la reforma. Allí encaminó a Bernardo, quien durante un lustro lo gobernaría con acierto. Muchos siglos después, Jim McNerney, directivo de empresas como General Electric, 3M o Boeing, conceptualizaría ideas aplicadas por el de Claraval; muy en concreto, la necesidad para nada vaporosa de ganar la batalla intelectual en las organizaciones para incoar culturas innovadoras. El gran riesgo de quienes catapultan al éxito a un grupo humano es desplomarse en una actitud complaciente que impide mirar con objetividad. San Bernardo impulsó una sana confrontación racional.

Se convirtió en lugar común apurar que san Bernardo creaba papas y mandaba a los reyes repartiendo consejos. A pesar de su preparación y fama internacional no fue siempre respetado. En un debate acerca de la predicación de Hilario de Poitiers sobre el misterio de la Trinidad, Gilberto Porreta, el antagonista, le espetó: «Si el abad de Claraval desea realmente entender a Hilario, lo primero que ha de hacer es familiarizarse con los estudios liberales y con las disciplinas relativas a la discusión». Le acusaba frontalmente de tontolaba.

Cuando uno de sus discípulos, Bernardo Paganelli di Montemagno, fue elegido papa con el nombre de Eugenio III, Bernardo de Claraval sintió el deber moral de remitirle un texto sobre management, De consideratione. Estos son los antecedentes: el 24 de septiembre de 1143 había fallecido Inocencio II y el cardenal de San Marcos fue elegido para sustituirlo como Celestino II. Pero murió en seis meses. Entonces fue nombrado el cardenal de la Santa Cruz de Jerusalén, con el nombre de Lucio II, quien perdió la vida durante los altercados de 1145 promovidos por Arnaldo de Brescia. Fue el momento para el abad de San Atanasio, que se había formado durante cinco años, tras su ingreso en 1134, directamente con san Bernardo. Los revoltosos no lo aceptaron pacíficamente, pero refugiado en el monasterio de Farfa, en la Sabina, fue consagrado el 18 de febrero de 1145. San Bernardo le felicitó y le animó a ser fuerte con los enemigos de la Iglesia a la vez que humilde: «Recordad siempre y en todas las ocasiones que no sois más que hombre (…). En breve espacio de tiempo ¡cuántas muertes de papas no habéis visto! Del mismo modo que pasaron vuestros ilustres predecesores pasaréis vos; la efímera duración del pontificado de ellos no hace más que anunciar la brevedad de los días del vuestro. En medio de la gloria que ahora os regala con sus favores, no ceséis de meditar en los novísimos o postrimerías, pues estad bien seguro de que como sucedisteis a los otros papas en el solio, de igual manera los seguiréis al sepulcro».

Para entrar en Roma, el nuevo papa tuvo que unir a sus fieles, apoyados por los condes de Campania y los habitantes de Tivoli. Llegó a la Urbe a finales de 1145. A comienzos de 1146, Arnaldo de Brescia lo expulsó. Insistía aquel clérigo febril en denominarse tribuno del pueblo. Cierto es que encendía con la narración de las antiguas grandezas de la Urbe. En 1155 fue ajusticiado.

Eugenio III siguió acomodándose a la normativa cisterciense, vistiendo cogulla y hábitos bajo el ropaje de papa y durmiendo sobre un catre de paja. San Bernardo le animaba en De consideratione a aconsejar como una madre, no como un director de escuela, empleando más el afecto que escuetas interpelaciones. «Los cargos son cargas», aseveraba. Por eso se solidarizaba con el peso que caía sobre los hombros del romano pontífice. «Comparto tu sufrimiento», empatizaba con Eugenio III. Le instó a tener presente que demasiada gestión contribuye a descaminarse de las ineludibles reflexión y contemplación, y en consecuencia de la paz. Aconsejaba darle tiempo al tiempo, porque lo que al principio parece fatigoso más adelante se torna llevadero; lo que parece insoportable, al habituarse parece liviano; lo que al principio se juzga de gran envergadura, luego se empequeñece e incluso se siente gusto al evocarlo.

Quien tiene corazón duro será mal gobernante, se lee en De consideratione. El ánimo de los demás se endurece cuando se les exige con desproporción. Quien juzga con crueldad nunca liderará. Quien solo apila del pasado los errores se vuelve tieso. Tanto la impaciencia como la indolencia son negativas, porque cada complejidad ha de contar con tiempo oportuno para madurar. El objetivo de un asesor no es imponer, sino identificar retos valiosos y alcanzables. Espoleaba a mejorar la formación, porque la sabiduría introduce orden al desorden, proporciona las trabazones correctas, desentraña misterios, busca la verdad, valora las alternativas. Particular cuidado había que tener con la avaricia –enfatizaba–, porque bloquea para las cosas del espíritu.

Como en cualquier época, creía que las cosas habían cambiado mucho en la suya. San Bernardo puso en boca de Eugenio III la gran preocupación por las transformaciones frente al pasado que hacían más difícil gobernar a mediados del siglo XII que en tiempos anteriores. Escribió que se habían multiplicado los farsantes, los violentos, los opresores de los pobres. Bernardo satiriza en ese capítulo X con la intervención de los buscapleitos, que considera que con sus batallas lingüísticas más subvierten que clarean la verdad. «Nada es peor –sella– que la narración alambicada de lo sucedido». Tropezamos en pleno siglo XII con la condena de la tergiversación calificada en el siglo XXI como «post verdad».

Aconsejaba a Eugenio III, y por ende a directivos de cualquier época, delegar lo accidental en otros para centrarse en lo esencial. Medio imprescindible, reiteraba, era la modestia. Para disfrutarla debía pensar, siendo sumo pontífice, que era ceniza; no solo que lo fue, sino que lo seguía siendo. «No somos –reincide– más que barro en manos del alfarero». Insiste en la necesidad de mirarse al espejo para analizar si se ha de ser más austero, más generoso, más generador de confianza. En el fondo, un feedback 360. Señala con fina sabiduría que es más fácil encontrar personas con sentido común cuando han sufrido contradicciones. La fortuna, el éxito, el aplauso lleva a correr el riesgo de creerse crucial. Es bueno cuidar la salud, aseguraba, pero sin excesos que ablanden el carácter.

Cuando no se cumplen las normas, clamaba, es imperativo reprender. La impunidad facilita que la gente no se corrija, al igual que acaece con los niños. La desatención, dar todo de mano, se encuentra en el origen de los vicios. Le previno sobre lo tremendamente interesados que son muchos y le sugirió buscar asesores justos dispuestos a obedecer, pacientes en el sufrimiento, fieles a sus compromisos, amantes de la paz, coherentes en el mantenimiento de la unidad, prudentes en el consejo, discretos en el gobierno, detallistas en la planificación, esforzados en la acción, modestos en sus conversaciones, flemáticos en adversidad y en prosperidad, inclinados a la piedad, hospitalarios pero no rendidos, atentos en los negocios pero no ansiosos. Circunspectos, en fin, en cualquier situación. Y advertía con gracejo que un directivo ha de saberlo todo, disimular mucho y corregir poco, no convertirse en sacafaltas.

He aquí unos profundos consejos tal como literalmente los escribió: «Atiendan a esto los prelados que prefieren hacerse temer que aprovechar a aquellos que les están sujetos; consideren atentamente que han de ser más bien madres que amos y señores de los que están bajo su dirección y obediencia; procuren antes hacerse amar que temer. Si alguna vez os veis obligados a usar de la severidad, que esta vaya siempre acompañada de la ternura de un padre, no de la crueldad de un tirano. Manifestad que sois madres por vuestro amor y padres por vuestras correcciones. Mostraos mansos y bondadosos dejando a un lado toda dureza. Economizad los latigazos y derramad a raudales la caridad de vuestro pecho. Que vuestro corazón esté bien repleto de caridad, no hinchado de soberbia. ¿Por qué hacéis sentir el peso de vuestro yugo sobre los hombros de aquellos cuyas cargas deberíais más bien llevar? Si sois espirituales, reprended con espíritu de mansedumbre, examinándoos a vosotros mismos, no sea que también vuestro súbdito se vea tentado con vuestra manera de proceder».

San Bernardo fue siempre colaborativo con otras iniciativas, sin achicarse por bufas celotipias. Por ejemplo, para que Norberto estableciese su primer monasterio le cedió posesiones situadas en el bosque de Voas, lugar denominado Premonstrato, sito en la diócesis de Laon. Así favoreció la expansión de los conocidos como premonstatenses. Cuando benedictinos de Farga solicitaron a san Bernardo incorporarse a la reforma cisterciense, les envió monjes para que los instruyesen bajo la dirección de Pedro Bernardo de Pisa.

 

No le faltaron disgustos, incluida la traición de algunos discípulos. Una dolorosa fue la de Nicolás, ex cluniacense que había sido acogido en el Císter. Explotando la confianza que se le concedió como secretario de Bernardo envió documentos desvirtuados empleando el sello del reformador. Así escribiría Bernardo al papa: «Debo manifestaros que me veo actualmente expuesto al golpe de falsos hermanos; muchas son personas que han recibido como mías cartas que yo no había escrito y que están selladas con mi escudo falsificado. Lo que más me apena es que, según me aseguran, también a vuestra Santidad le llegó alguna de esas cartas apócrifas. Me he visto forzado, con este motivo, a dejar mi antiguo sello y mandarme hacer este otro nuevo que habréis visto en la presente, donde se han grabado mi imagen y mi nombre. No reconozcáis como auténticas las cartas que os lleguen selladas de otra forma».

Por otro lado, Hugo, antiguo monje de Claraval y abad de Tres Fuentes (Champaña), fue elevado a cardenal y obispo de Ostia a la vez que seguía dirigiendo Tres Fuentes. Hubo conflicto por el nombramiento de sucesor. Bernardo quería a Turoldo, que había sido abad; y Hugo, a Nicolás. En carta al nuevo cardenal, respetuosa pero clara, se sinceraba asegurando que en su carne estaba aprendiendo a no poner nunca la esperanza en los hombres, pues se sentía engañado por su antiguo discípulo.

La expansión del Císter fue, en fin, notable. En parte porque Bernardo siempre recordó su compromiso con aquella visión que, para excitar su responsabilidad, le preguntaba, Bernarde, ad quid venisti?, Bernardo, ¿a qué has venido? San Bernardo dejó al final de su vida (1153) ciento sesenta conventos asociados. En 1200 sumaban mil ochocientos. En el capítulo general de 1152 se habían prohibido nuevas fundaciones y también la gestión de canonizaciones, para que «por su gran número no resulten como envilecidos los santos de la orden». En esa época, componían el Císter trescientas cuarenta y tres abadías; dos siglos más tarde, a pesar de la normativa restrictiva dictada, setecientos siete, otros novecientos de monjas y catorce prioratos.

Lo había logrado en buena medida aplicando los principios de gestión arriba mencionados y que pueden de algún modo recapitularse en las siguientes expresiones: Pax in cella: foris autem plurima bella. Audi omnes, paucis crede. Omens honora; encontrarás la paz en tu celda. Fuera te esperan dificultades sin cuento. Presta atención a todos. Cree a pocos. Honra a todos. Noli credere omnia quae audis. Noli iudicare omnia quae vides. Noli facere omnia quae potes. Noli dare omnia quae habes. Noli dicere omnia quae scis; no creas todo lo que oyes. No juzgues todo lo que ves. No hagas todo lo que crees que puedes hacer. No te desprendas de todo lo que posees. No digas todo lo que sabes.

Algunas enseñanzas

 Cercenar la exigencia es tendencia en cualquier colectivo

 Con frecuencia, el motivo de desatender el servicio a los demás procede de la preocupación excesiva por el propio patrimonio

 Es precisa la presencia de personas de valía para relanzar los proyectos

 Los valladares son de ordinaria administración

 La envidia es una carcoma que roe y consume las entrañas

 Ser consistente en el fondo no debe implicar barbarie en las formas

 Cada fundador trata de marcar características específicas

 El riesgo de la petulancia está siempre presente, más específicamente en quienes no han asimilado bien una formación superior

 Ante una misma circunstancia compleja puede reaccionarse con deseos de aportar o de desprestigiar

 Tres claves para un buen gobierno: saberlo todo, fingir mucho, echar pocos rapapolvos


La prepotencia mata las organizaciones

Los Templarios (1118-1307)


Jacques de Molay, s. XIX. Fuente: Biblioteca Nacional de Francia.

Concluido el Imperio romano de Occidente con el envío de los símbolos imperiales por parte de Odoacro a Constantinopla, en el 476 comienza en Europa la Edad Media. Ese periodo, tan rico en sucesos como en propuestas intelectuales, se alargó hasta mediados del XV. El año 1453 marca para muchos el final de la etapa. Es el año de la caída de Constantinopla y en el que concluye la Guerra de los Cien Años. Los más avispados proponen que la Iglesia católica, gracias a sus escuelas catedralicias, universidades, monasterios, etc. debe ser calificada como el Silicon Valley de esos siglos, el ámbito en el que se produjeron los mejores desarrollos intelectuales, se promocionó la innovación y se formó a las cabezas más notorias.

Entre los fenómenos que surgieron se encuentra el islam. En el 621, tras una experiencia mística, Mahoma (575-632) ordenó a sus seguidores rezar a diario orientándose hacia Jerusalén. Transcurrido un trienio cambió de opinión y puso como referente la Meca. Sin embargo, muchos de sus partidarios fijaron Jerusalén como al Quds, el lugar santo. En el 638, tropas del califa Omar conquistaron esa ciudad. Se construyó una mezquita en el monte del Templo de David, decisión cuyas consecuencias alcanzan a nuestros días. Años después, entre 688 y 691, en ese mismo emplazamiento sería levantada la Cúpula de la Roca, centro de peregrinación a la memoria de Mahoma.

Durante tiempo, fieles del judaísmo, del cristianismo y musulmanes rezaron en los que cada una de las religiones consideraba sus lugares sagrados. Décadas después, y aplicando principios propuestos por Mahoma, fueron desarrollándose cuatro tipos de jihad (o guerra santa). La de la mano, para realizar buenas acciones, fundamentalmente actos de caridad; la de la boca, para proclamar la fe; la del corazón implica una transformación para hacer de Dios el centro de la realidad; y por último la de la espada, defender el islam como soldados de Dios o mujahidin. La secta de los sufíes elenca también una quinta: la del alma o proceso para alcanzar mística unión con el Creador.

De la radicalidad de los principios del islam y de sus aplicaciones da fe el Tratado sobre las leyes, escrito por un teólogo musulmán del siglo X, Ibn Abi Zayd al-Karawani: «Es mejor no iniciar hostilidades con el enemigo antes de invitarle a abrazar la religión de Dios, salvo que el enemigo ataque primero. Este ha de poder elegir entre convertirse al islam o pagar un tributo. Si no acepta lo uno o lo otro, se le ha de declarar la guerra (…). No existe prohibición alguna que impida matar a blancos de origen distinto al árabe que hayan caído prisioneros. Pero no se debe matar a nadie que disfrute de ‘aman’ (promesa de protección) (…). No se debe acabar ni con las mujeres ni con los niños, y se han de evitar las muertes de monjes y rabinos, salvo que hayan tomado parte en la batalla. A las mujeres que hayan luchado también se las ha de ejecutar». De acuerdo con la doctrina islámica más común, la guerra es inevitable, un acto de piedad irrenunciable.

Como sucede en la mayor parte de los proyectos que tienen visos de futuro consistente, los orígenes de los templarios no fueron sencillos. Irrumpir en un mercado es algo siempre costoso. Como cualquier institución, algo trataba de feriar. En este caso, servicio de protección a los peregrinos cristianos que acudían a Tierra Santa. Posteriormente abarcaron cuestiones como la banca o la gestión inmobiliaria.

Los valores fundamentales que movieron a los templarios, y a las Cruzadas en general, eran de carácter espiritual. Ese aspecto se encuentra incesablemente presente. He aquí, por ejemplo, la llamada que Gregorio VIII (1110-1187) realizó para que la Tercera Cruzada partiera hacia Tierra Santa. El texto, como es habitual en los documentos papales, es conocido por las dos primeras palabras del texto en latín Audita tremendi: «Hemos escuchado sucesos tremendos acerca de la severidad con que la mano divina ha castigado la tierra de Jerusalén (…). Hemos de tener en cuenta que no solo han pecado los habitantes de Jerusalén, sino también nosotros, al igual que todos los pueblos de Cristo (…). Todos tenemos que meditar al respecto y actuar en consecuencia; corrigiendo de manera voluntaria nuestros pecados podemos regresar a nuestro señor Dios. Primero tenemos que reconocer lo pecadores que somos y entonces centrar nuestra atención en la ferocidad y la malicia del enemigo (…). Prometemos que todos aquellos que se sumen a esta expedición con el corazón contrito y el espíritu humilde, y partan en penitencia por sus pecados y con la fe correcta, obtendrán plena indulgencia por sus crímenes y recibirán la vida eterna».

En 1118, los cruzados gobernaban Jerusalén bajo el rey Balduino II (+1131). En esa primavera, diez caballeros lanzaron una institución que protegiese a los peregrinos en Tierra Santa. Tomaban referencias, entre otros, de los preexistentes Caballeros del Santo Sepulcro. El primer «CEO», denominado maestre casi desde los orígenes, fue el emprendedor Hugo de Payns, nacido en un caserío cercano a Troyes casi cuarenta años antes en familia de alto poder adquisitivo. Alistado con toda probabilidad en la Primera Cruzada entre las tropas de Hugo de Vermandois, hermano de Felipe I, rey de Francia, descubrió un nuevo nicho: aunar dos afanes vitales que muchos sentían. De un lado, soldados implicados en la defensa de Tierra Santa; de otra, monjes que aplicasen lo que venía practicando desde décadas atrás la orden del Císter.

Tiempo más tarde, Jacques de Vitry (1170-1240), como lo que sucede en la actualidad con historiadores empresariales, describió los comienzos de los templarios: «Ciertos caballeros (...) se comprometieron a defender a los peregrinos contra los grupos de salteadores, a proteger los caminos y servir como Caballería al soberano rey. Observaron la pobreza, la castidad y la obediencia según la regla de los canónigos regulares. Sus jefes eran dos hombres venerables, Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer. Al principio no había más que nueve que tomasen tan santa decisión, y durante nueve años sirvieron en hábitos seculares y se vistieron con las limosnas que les daban los fieles».

Como se ha mencionado, las organizaciones deben contar con sistemas de funcionamiento pero sin rigidez. Si no se concreta lo suficiente, falta orden; si se detalla en exceso, se acogota y las instituciones se tornan cadavéricas. Definir el equilibrio entre regulación y libertad no es sencillo. Demasiadas instituciones convocadas a grandes objetivos acaban en la mediocridad por el excesivo control. El equilibrio buscado por los templarios fue aceptablemente conseguido. Perduraron en el tiempo, además de por una razonable estructura jurídica, porque defendieron su singularidad, acoplándose a los tiempos. Mantener las ventajas competitivas sin concluir que son inamovibles o irreformables fortalece. Afirmar que lo que uno diseñó resulta insuperable es tan grotesco como perjudicial. Con expresión de Hamell y Prahalad en Competing for the future, quien pretende expender siempre lo mismo y del mismo modo acabará en bancarrota… y además habrá dejado muchos empleados descontentos y clientes insatisfechos. Donde no hay harina, hay mohína.

Los templarios, tras diseñar su estructura en servicio de los peregrinos como, según terminología del siglo XX, un «océano azul», desarrollaron una eficaz banca privada que proporcionaría servicio a diversos papas: Gregorio IX, Honorio III, Gregorio X, Honorio IV, Martín IV, Inocencio III e Inocencio IV. Entre los reyes ingleses clientes de los templarios se enumeran Enrique II, Ricardo Corazón y Juan sin Tierra. Entre la nobleza francesa, Luis VII, Felipe Augusto, Luis VIII, San Luis, Felipe el Atrevido, Felipe el Hermoso, Blanca de Castilla, Alfonso de Poitiers, Carlos de Anjou, Roberto de Artois, Roberto de Clermont, duque de Borgoña, conde Nevers o la reina Juana de Navarra, esposa de Felipe el Hermoso.

Múltiples enseñanzas pueden espigarse en la escritura de constitución. Comenzamos con el título XXXVII, De los frenos y las espuelas: «Mandamos que de ninguna suerte se lleve oro o plata, (…) en los frenos, pectorales, espuelas y estribos; ni sea lícito a alguno de los militares perpetuos o profesos, comprarlos. Pero, si de limosna se les diere alguno de estos instrumentos viejos o manidos, cubran el oro y la plata de suerte que su lucimiento y riqueza a nadie parezca vanidad. Si los que se dieran son nuevos, el maestre disponga de ellos a su arbitrio». Y en el siguiente, el XXXVIII, Que las lanzas y escudos no tengan guarniciones–: «No se pongan guarniciones en lanzas ni escudos, porque esto no solo no es de utilidad alguna, antes se conoce como cosa dañosa a todos». Por si no hubiese quedado claro, y ahora se trata de austeridad en el empleo del tiempo, se señala en el título XLVI, Que ninguno vaya a caza de cetrería: «Opinamos que ninguno debe ir a caza de cetrería, porque no está bien (...) vivir tan asiduo a los deleites mundanos (...). Ninguno vaya con hombre que caza con halcones y otras aves de cetrería, por las causas que se han dicho».

 

Les preocupaba proporcionar al mercado una imagen adecuada. En el XXIX, De las trenzas y copetes: «No hay duda de que es de gentiles llevar trenzas y copetes. Y como esto parece tan mal a todos, lo prohibimos y mandamos que nadie traiga tal aliño. Ni tampoco las permitimos a los que sirven por determinado tiempo en la orden. Y mandamos que no lleven crecido el pelo, ni los vestidos demasiado largos».

La forma parte del fondo, no hay ética sin estética. En el capítulo XX, Del vestido, se indica: «Los vestidos sean siempre de un color, como blanco o negro, o por mejor decir, de buriel. A todos los caballeros profesos señalamos que en verano e invierno lleven por poco que puedan el vestido blanco; pues dejando las tinieblas de la vida seglar se conozcan (...) en el vestido blanco y lucido. ¿Qué es el color blanco sino entera pureza? La pureza es seguridad de ánimo, salud del cuerpo (...). Porque con el vestido no se ha de mostrar vanidad ni gala, mandamos que sea de tal hechura, que cualquiera, solo y sin fatiga, se pueda vestir y desnudar, calzar y descalzar. El encargado de dar los vestidos cuide que ni vengan largos, ni cortos, sino ajustados al que haya de usarlos. Al recibir un vestido nuevo, devuelvan el que dejan para que se guarde en la ropería, o donde señalare el que cuide de esto a fin de que se aproveche para los escuderos, criados y, algunas veces, para los pobres».

Otro ejemplo de la sobriedad impuesta a los miembros: «Prohibimos los zapatos puntiagudos y los cordones de lazo y condenamos que un hermano los use; ni los permitimos a quienes sirvan en la casa por tiempo determinado; más bien prohibimos que los utilicen en cualquier circunstancia. Porque es manifiesto y bien sabido que estas cosas abominables pertenecen a los paganos».

El respeto a la competencia, sin menosprecios, fruto de la vanagloria, es una notoria habilidad directiva. Los templarios lo vivieron en algunas épocas. Cuando Acre se rinde ante Felipe II en 1191, el clérigo inglés voluntario de la Tercera Cruzada y autor de la obra El viaje de los peregrinos y las gestas del rey Ricardo, escribió que los combatientes musulmanes eran «unos guerreros sobresalientes y memorables, hombres de admirables proezas, excepcional valor, valientes en la guerra y célebres por sus grandes hazañas. Cuando abandonaron la ciudad con las manos prácticamente vacías, los cristianos se sorprendieron ante su delicado aspecto, inalterado tras tamañas adversidades».

El proceso de selección era riguroso, con una sugestiva dinámica de integración y socialización. No se limitaron a mimetizar lo que los demás hacían, fueron innovadores. En un tema en el que otros han errado, los templarios dictaminan: «Aunque la regla de los santos padres permite recibir a niños en la vida religiosa, nosotros lo desaconsejamos. Porque aquel que desee entregar a su hijo eternamente en la orden caballeresca deberá educarlo hasta que sea capaz de llevar las armas con vigor y liberar la tierra de los enemigos de Cristo Jesús. Entonces que su madre y padre lo lleven a la casa y que su petición sea conocida por los hermanos; y es mucho mejor que no tome los votos cuando niño, sino al ser mayor, pues es conveniente que no se arrepienta de ello a que lo haga. Y seguidamente que sea puesto a prueba de acuerdo con la sabiduría del maestre y hermanos conforme a la honestidad de su vida al solicitar ser admitido en la hermandad». La edad de madurez es diferente en función de las personas, pero lo mismo que reclutar a personas sin la suficiente preparación produce daños significativos, contar con infantes provoca altísima rotación. Si además no se conduce adecuadamente el proceso de salida, el daño cometido y la imagen percibida en el mercado será atroz, por mucho que la organización se autocalifique, sin otro criterio que el propio, como perfecta.

Para eludir las leyes sobre la usura –pagos incrementados y no autorizados sobre el principal–, emplearon los siguientes métodos:

 El deudor declaraba haber recibido más de lo que había percibido en realidad

 Se valoraba el cambio según conveniencia

 Se fijaba un préstamo de cantidad inferior al valor de la tierra entregada como prenda

 Se consideraba el préstamo como un regalo que no solicitaría el acreedor

 Se fijaban daños y perjuicios –intereses en el fondo– si el principal no era devuelto en el término reflejado en el contrato

 Se disimulaba un préstamo como una compraventa de rentas

 Se fijaba la posesión de unas tierras de las que se tomaban los frutos a modo de renta

La expulsión de la orden estaba regulada. Se llevaba a cabo de modo severo. El dimitido, con el torso desnudo, solo en ropa interior y calzas, y una correa en su cuello, permanecía arrodillado y recibía una somanta de palos con la mencionada soga. Debía dirigirse a otro convento más riguroso aún que el Temple. Para evitar tráficos poco recomendables, el Temple y la Orden del Hospital acordaron que sus miembros no transitaran de una a otra.

La definitiva consolidación del Temple llegó con la aprobación de los estatutos. Las bulas y demás documentos que los pontífices romanos publicaron durante los dos siglos de vigencia de los templarios (docenas desde 1139 a 1272) aprobaban o desaconsejaban determinados comportamientos. En 1139, Inocencio II, en la bula Omne datum optimum, definió normas para la institución conducida en aquel momento por Roberto de Croan. Insiste a sus miembros en que renuncien a la virulencia del siglo. El romano pontífice hace hincapié en que caballeros y soldados lo sean fundamentalmente de Cristo y los agracia con el distintivo de la cruz que llevarán sobre su hábito. A lo que en aquella época era lo que en la actualidad denominamos logo se le presta notable atención, sin dejarlo al azar. La máxima autoridad reguladora es la que lo aprueba. Ni los implicados ni el regulador deseaban confusión entre marcas. Solo un cerebro unilateral podrá afirmar que el branding es novedoso. Otro aspecto significativo fue la confirmación de la exención del diezmo. Con esas dos medidas la orden lograba marca diferencial y financiación.

La bula se sumaba al De laude y a la redacción de la regla de 1128. En los documentos se explicita la autoridad del maestre (luego denominado gran maestre) a quien los hermanos debían sumisión. Se permitía al Temple capellanes propios. Honorio III exhortaba a no dar crédito a quienes farfullaban «contra los templarios y hospitalarios sobre atesoramiento de riquezas, que justamente invierten en obras de caridad, como ocurre en Damieta, en donde cada una de sus casas mantiene alrededor de dos mil soldados y setecientas caballerías, mandándoles que prediquen su inocencia en sus iglesias».