La filosofía contada por sus protagonistas

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La filosofía contada por sus protagonistas
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A Marta y Ainhoa.

La filosofía contada por sus protagonistas

Ilustraciones de cubierta e interiores: Susana Miranda

Diseño de cubierta: Equipo Laberinto

© del texto: José Antonio Baigorri Goñi

© de la presente edición EDICIONES DEL LABERINTO, S. L.

ISBN: 978-84-8483-689-6

Depósito Legal: M-24920-2012

Imprime: Gráficas Cofás

Impreso en España - Printed in Spain

www.edicioneslaberinto.es

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com <http://www.conlicencia.com/> ; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).


Prólogo

La filosofía no está de moda. Si no fuera porque es una asignatura que se estudia en la enseñanza media de muchos países, la mayor parte de la población ni siquiera habría oído hablar de ella. Además, tampoco es excesivamente valorada por muchos de los que la conocen: que sus conocimientos no proporcionen aplicaciones prácticas —no sirve para construir coches, ni para mejorar los sistemas de calefacción o de aire acondicionado, ni para curar enfermedades…— y que sus afirmaciones no se puedan demostrar siguiendo el camino de las ciencias experimentales —puesto que no se pueden contrastar con la realidad— provoca que, para muchas personas, la filosofía sea una ciencia superada, una reliquia del pasado.

Sin embargo, las preguntas que se hace la filosofía siguen teniendo vigencia y, de una u otra forma, nos las planteamos todos: ¿tiene nuestra vida algún sentido?, ¿cómo tenemos que vivir para ser felices?, ¿cuál es la mejor manera de organizar la convivencia con «los demás»?, ¿conocemos la realidad tal como es?, ¿podemos esperar otra vida después de esta?, ¿existe Dios? Además, dar respuesta a estas preguntas, o a preguntas parecidas, y hacerlo razonadamente, es fundamental para vivir como humanos.

Y es la filosofía la que, a lo largo de su historia y utilizando la razón como instrumento, se ha ocupado de responder a este tipo de preguntas. Es cierto que hay muchas filosofías y que los distintos filósofos han dado a estas cuestiones respuestas muy diferentes, pero esas diferencias no se deben a que unos hayan pensado racionalmente y otros no. Las distintas formas de pensar de los filósofos tienen su origen en las diversas situaciones vitales desde las que han reflexionado.

Por eso, conocer el pensamiento de los grandes filósofos y, sobre todo, conocer qué es lo que les ha llevado a pensar de una determinada manera, es, posiblemente, el mejor camino que se puede seguir para responder personal y razonadamente a las cuestiones que nos preocupan a los humanos. Sus escritos son como pozos profundos en cuyo interior corre un agua fresca y cristalina capaz de saciar la necesidad que cualquier persona tiene de saber vivir bien; sus palabras nos siguen hablando desde sus escritos y nos invitan a todos a reflexionar y a dialogar con ellas

Esto es lo que pretende La filosofía contada por sus protagonistas: acercar a lectores no especializados en los temas filosóficos a esas aguas cristalinas que son los escritos de los grandes pensadores más importantes de la historia de occidente. Su objetivo es dar a conocer de manera clara, sencilla y amena las respuestas que dieron a las cuestiones que se plantearon. En concreto, Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes, Locke, Hume, Kant, Marx, Nietzsche y Ortega, a los que se entrevista y con los que se conversa sin voz, claro está, pero interpelando a sus textos, a sus palabras escritas.

Conversar es comunicarse mediante palabras, y ni la presencia física ni la voz son imprescindibles para que se de esa comunicación. Para que podamos conversar con alguien, no es necesario que nuestro interlocutor pronuncie unas palabras en el momento mismo de la conversación. Basta con que las haya escrito. Se puede conversar con las personas —mentalmente, claro está— recurriendo a sus escritos, sin que se oigan ni las preguntas ni las respuestas aunque estas existan.

Este libro elige el formato de entrevista para llevar a cabo dicha comunicación por varias razones. La más importante es que la entrevista es, posiblemente, el camino más adecuado para acceder al pensamiento de cualquier persona y hacerlo comprensible: permite preguntar al entrevistado por aquello que a uno le interesa saber, hacerle volver al tema si se evade de él, repetir la misma pregunta las veces que sean necesarias, si algo de lo que ha expuesto no ha quedado claro… Además, si se sospecha que en su pensamiento hay algún problema —es decir, alguna contradicción, alguna incoherencia o algún supuesto no justificado— posibilita poder planteárselo directamente para ver cómo lo resuelve.

Naturalmente, las entrevistas a personas que ya no existen son necesariamente virtuales, lo que las dota, además, de un plus de facilidad y de comodidad. Se empiezan y se terminan a voluntad del entrevistador, no es necesario preocuparse por concertarlas y buscar horas compatibles, no requieren un lugar especial para celebrarse, ni unas presentaciones o despedidas protocolarias… Basta con tener a mano sus obras y leerlas con detenimiento.

Como esta posibilidad la tenemos todos, las entrevistas no tienen porqué terminar con las preguntas que el autor plantea en este libro a algunos de los filósofos más relevantes de la historia. Cada lector les puede plantear las suyas, a ellos o a otros pensadores, y continuar la conversación por su cuenta. De hecho, este sería su mayor éxito.

José Antonio Baigorri Goñi

PLATÓN


Usted no es el filósofo más antiguo, pero sí el primero en dejar una abundante obra escrita que ha llegado prácticamente integra hasta nuestros días. Sus Diálogos, de una calidad literaria extraordinaria, son una ventana abierta a su época y permiten conocer no solo su forma de pensar sino también la de otros muchos personajes contemporáneos suyos. Pero, antes de empezar a hablar de su pensamiento, me gustaría que me respondiera a una pregunta un tanto personal. ¿Existe algún motivo concreto por el que se dedicara a la filosofía?

Aunque te pueda parecer extraño, mi dedicación a la filosofía nació de mi vocación política. Desde siempre me preocupó saber cómo teníamos que convivir los seres humanos en las polis, en las ciudades, y traté por todos los medios de llevar a la práctica el resultado de mis reflexiones sobre el tema.

La vocación política surgió en mí de forma espontánea, como consecuencia del ambiente en el que trascurrieron los primeros años de mi vida. Nací en el año 427 a. C., y pasé mi infancia en Atenas, en una finca a orillas del río Cefiso, en un entorno en el que se valoraba la política como la actividad más noble a la que se podía dedicar el ser humano. Mi padre, Aristón, pertenecía a una familia noble cuyos orígenes se remontaban al último rey de Atenas, y mi madre, Perictíona, procedía de Drópidas, amigo y seguidor de Solón. La política era valorada en mi familia como la tarea más elevada a la que podía entregarse cualquier ser humano y, desde muy niño, tuve la certeza de que cuando fuera mayor me dedicaría a ella. De hecho, a lo largo de mi vida, mis incursiones en el mundo de la política fueron frecuentes. Entre los años 388 y 361 a. C. viajé a Sicilia en tres ocasiones con el fin de tratar de organizar la polis de Siracusa de acuerdo con mis ideas, aunque los resultados no fueron los que yo esperaba.

A la vuelta del segundo de esos viajes, fundé la Academia —recibió ese nombre por estar instalada en los jardines de Academos—, en la que me dediqué a cultivar la filosofía, rodeado de un buen número de alumnos y, después de mi tercer intento fallido de organizar políticamente Siracusa, volví definitivamente a Atenas, donde permanecí dedicado a la reflexión, la enseñanza y la escritura.

Ha hablado de su vocación y de su actividad política pero, ¿qué tiene que ver la política con la filosofía?

A medida que me hacía adulto me iba dando cuenta de que la polis de Atenas —por lo menos en la época en que me había tocado vivir—, no estaba organizada adecuadamente, y me dediqué a reflexionar sobre cuáles podían ser los motivos de su mala organización. Esta reflexión fue la que me llevó a dedicarme a la filosofía. Atenas era una ciudad mal gobernada. La derrota que había sufrido en las Guerras del Peloponeso y la intromisión de Esparta en sus asuntos públicos la habían ido degradando cada vez más. Se utilizaba el poder no para buscar el bien de los ciudadanos, sino el provecho de los gobernantes y de los que los apoyaban, y las personas que resultaban molestas eran eliminadas aunque para ello hubiera que mentir descaradamente. La condena a muerte de mi maestro Sócrates en el año 399 a. C. —en un proceso claramente amañado desde el poder—, fue quizá la gota que colmó el vaso de mi decepción por la política ateniense.

Y, ¿a qué era debida, en su opinión, la degradación política de Atenas?

Yo siempre pensé que la causa de la degradación de la política en Atenas no había comenzado con su derrota en las Guerras del Peloponeso, como defendían algunos compatriotas míos, sino antes del inicio de las mismas. Su origen se encontraba en el pensamiento escéptico y relativista de los sofistas que, como una peste, se había adueñado de la ciudad después de las Guerras Médicas. Si, como afirmaban los sofistas, el ser humano no podía conocer la verdad, si no podía saber qué era lo bueno, si, como afirmaba con toda rotundidad el sofista Protágoras, cada persona era la medida de todas las cosas, entonces, ¿qué leyes tienen que regir las ciudades? Si las leyes no reflejan lo bueno, si no proponen comportamientos que busquen alcanzar la justicia porque lo bueno no se puede conocer, o no existe, entonces solo pueden servir para beneficiar al que las ha promulgado, al que manda, que, para llegar al poder y legislar en su propio provecho, utilizará todos los medios que estén a su alcance, incluida la violencia económica o física si es necesario. En mi opinión, esta mentalidad en la que había desembocado el pensamiento de los sofistas y que se había extendido ampliamente en la sociedad, era la verdadera causa de la degradación política ateniense. Achacarla a otros factores era confundir consecuencias con causas e impedir la solución del problema.

 

En mi opinión, y en estas ideas tuvo una influencia decisiva Sócrates, al que conocí cuando tenía dieciocho años y del que me convertí en su discípulo más fiel y entusiasta, existen la verdad y el bien, y la persona que utiliza adecuadamente la razón puede llegar a adquirir conocimientos verdaderos y a saber qué es lo bueno. Y las ciudades solo pueden estar bien organizadas cuando se fundamenten en la verdad y en el bien: solo la verdadera filosofía puede fundamentar sólidamente la ciudad; solo ella puede orientar a los seres humanos y señalarles cómo deben comportarse en la convivencia con los demás para vivir de manera justa. De esta convicción nació mi dedicación a la filosofía.

Lo que ha dicho resulta atractivo, pero, ¿podemos los seres humanos alcanzar la verdad? Su posición, lo mismo que la de su maestro Sócrates, ¿no es puramente voluntarista? ¿No era más realista la posición de los sofistas que, dándose cuenta de que hay muchas y variadas opiniones, mantenían que la verdad era inalcanzable?

Ese era el problema en la Atenas de mi época: la valoración excesiva de la opinión y el desprecio del conocimiento verdadero. Claro que hay muchas y variadas opiniones, pero la opinión y la verdad son cosas diferentes. Los seres humanos tenemos la posibilidad de conocer la verdad. La inteligencia humana —el mayor de los regalos que los dioses nos hicieron a los humanos, como decía Sófocles—, puede alcanzar la verdad si se esfuerza. Los humanos podemos elaborar ciencia, y los conocimientos científicos son verdaderos puesto que son universales, es decir válidos para todos, inmutables, ya que permanecen siempre idénticos y necesarios, puesto que no pueden ser de otra manera. Los conocimientos verdaderos no tienen nada que ver con las opiniones, puesto que estas son individuales, cambiantes y carecen de necesidad.

Te voy a poner un ejemplo en el se pueden apreciar con claridad las características de los conocimientos verdaderos. Conocerás, supongo, el famoso Teorema de Pitágoras: «El cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos». Pues bien, esta afirmación es verdadera y es, por lo mismo, universal: no vale solo en una determinada cultura o en un pueblo concreto, sino para todos los humanos; también es inmutable: no cambia con el tiempo y tiene el mismo valor en cualquier época; y además, es necesaria: no puede ser de otra manera, se puede razonar y cualquiera que entienda el razonamiento en que se basa se da cuenta de que necesariamente tiene que ser como es.

Me dirás que el ejemplo que he puesto no pertenece al ámbito de la filosofía si no al de la matemática. Lo he hecho porque, sin duda alguna, es en esta ciencia donde, con más claridad, se pueden apreciar las características de los conocimientos verdaderos, y porque esta ciencia es la que más nos ayuda a los humanos a desarrollar nuestra capacidad de razonamiento, y la que mejor nos prepara para poder obtener conocimientos verdaderos, también en el ámbito de la filosofía. De hecho, en la escuela que fundé en Atenas, los alumnos que querían dedicarse al estudio de la filosofía, previamente, y durante diez años además, tenían que dedicarse al estudio de la matemática.

Una vez aclarado el motivo por el que se dedicó a la filosofía, quisiera comenzar preguntándole por la que me resulta la afirmación más desconcertante de su pensamiento. ¿Cómo es posible que defienda que, además de este mundo en el que vivimos, existe otro mundo —el que usted llama «mundo de las ideas»—, y que ese mundo es más auténtico, más real incluso, que el mundo en el que vivimos?

Reconozco que puede parecer sorprendente y fantástico afirmar que existe un mundo distinto a aquel en el que vivimos, y que además ese mundo es el auténticamente real, pero es así. Esta afirmación tiene mucho que ver con lo que te he dicho sobre la verdad y sus características. Vamos a razonar sobre ello y verás como no hay otra alternativa que admitir su existencia.

La verdad existe y las afirmaciones verdaderas son universales, necesarias e inmutables. Ahora bien, una afirmación no tiene valor alguno si no hace referencia a realidades que posean sus mismos rasgos, por lo que una afirmación verdadera carece de valor si no habla de realidades que sean universales, necesarias e inmutables. Por tanto, si es un hecho que la verdad existe, necesariamente tienen que existir realidades con las características de los conocimientos verdaderos, es decir, tienen que existir realidades que sean universales, necesarias e inmutables.

Pero, ¿qué ocurre con las realidades del mundo en el que vivimos? La experiencia nos habla de que las realidades de este mundo son todas ellas individuales, están en continuo cambio, y ninguna es necesaria. Esta valoración del mundo sensible fue también la que aprendí desde muy joven con mi primer profesor de filosofía, Crátilo, que seguía el pensamiento de Heráclito —el filósofo que afirmaba que «todo está en continuo cambio»—, y la que me confirmaron los pitagóricos —cuyo pensamiento conocí siendo ya adulto—, que defendían que la naturaleza era inestable y, por lo mismo, no podía ser objeto de conocimiento matemático.

Por tanto, si en el mundo sensible en el que vivimos no hay realidades universales, necesarias e inmutables, y estas tienen que existir porque lo exige el conocimiento verdadero, que es un hecho, necesariamente tiene que haber un mundo distinto de este en el que se encuentren esas realidades —yo las llamo «ideas»—, y que, por lo mismo, sea más auténtico, más valioso que el mundo en el que vivimos. Si la verdad existe y los conocimientos verdaderos son universales, necesarios e inmutables, forzosamente tiene que existir —por mucho que cueste admitirlo—, un mundo con realidades que posean esas mismas características. Para que el conocimiento universal posea valor y tenga sentido es preciso admitir la existencia de un mundo de realidades universales, necesarias e inmutables, el «mundo de las ideas». La existencia del saber científico exige la realidad de lo ideal, la existencia real del mundo de las ideas.

El razonamiento, sin duda alguna, es correcto, pero no me negará que resulta difícil aceptar que el mundo en el que vivimos no es el mundo auténtico.

Claro que es difícil: va contra el sentido común pensar que el mundo en el que vivimos, el mundo que conocemos a través de los sentidos, es un mundo de «segunda categoría» y que el mundo verdadero, el auténtico, es un mundo del que nuestros sentidos no poseen, ni pueden poseer, ningún tipo de experiencia. Sin embargo es así. Solo de esta manera se puede explicar la existencia y el valor del conocimiento científico, solo así se puede explicar la posibilidad de la verdad.

Estos dos mundos, ¿son totalmente diferentes o existe alguna relación entre ellos?

Las dos cosas. Son diferentes —con unas diferencias, además, muy profundas— pero, al mismo tiempo, están relacionados. Lo vamos a ver analizando sus características más importantes. Las realidades del mundo de las ideas «existen realmente». Es cierto que yo las denominé «ideas», y a su mundo, «mundo de las ideas», pero hay que tener cuidado con el término idea. Normalmente se utiliza para denominar los contenidos que poseemos en la mente; sin embargo, las ideas de las que yo hablo y el mundo que constituyen, no son pensamientos o contenidos del pensamiento; existen realmente, son realidades objetivas, son realidades ideales auténticas. Por el contrario —y aunque resulte extraño—, los objetos del mundo sensible, los que nos parece que existen realmente, poseen una existencia problemática, puesto que su existencia es «prestada»: son en la medida en que «participan» de las ideas, en la medida en que reciben de ellas su ser. Las realidades de los dos mundos son, pues, totalmente diferentes, aunque están relacionadas de alguna manera: las realidades del mundo de las ideas existen por sí mismas mientras que las del mundo sensible reciben de ellas su existencia.

Las ideas son, además, «universales», mientras que las cosas sensibles son individuales y mantienen con las ideas la relación que lo particular mantiene con lo universal. En el mundo de las ideas existe «el caballo», «la mesa», «el árbol», mientras que en el mundo sensible existen los caballos, las mesas, los árboles. Las ideas son el arquetipo de todo lo sensible. ¿Te imaginas el molde de un caballo en el que introdujéramos escayola humedecida y dejáramos que se secara? La escayola adoptaría la forma de caballo del molde. Pues bien, aunque no es del todo exacto, este ejemplo nos puede servir para ver la relación entre las ideas y las realidades del mundo sensible; las cosas de este mundo son imágenes, copias de las ideas, y pretenden ser como ellas sin conseguirlo nunca.

Las ideas son también inmutables e indivisibles mientras que los objetos del mundo sensible cambian continuamente y son, además, divisibles. La idea de caballo es siempre la misma, mientras que los caballos que conocemos cambian continuamente.

Por otra parte, las ideas son eternas: no han tenido un origen ni van a tener un final. Están más allá del tiempo y del espacio, mientras que las realidades del mundo en el que vivimos comienzan y dejan de existir —están, pues, en el tiempo—, y ocupan un lugar en el espacio.

Por último, las ideas se encuentran jerarquizadas. Cada una existe y se apoya en otra que es su fundamento, hasta llegar a una que es el fundamento de todas las demás. Aunque al final de mi vida atribuí este papel central a la idea de «lo Uno», anteriormente —si lees mi obra la República te quedará claro—, pensé que la cúspide del mundo de las ideas la ocupaba la idea del Bien, que era la que fundamentaba a todas las demás, la que hacía que todas las demás poseyeran «esencia y existencia». Por su parte, las cosas de este mundo también se encuentran jerarquizadas, puesto que reflejan la organización del mundo ideal al recibir de él su existencia.

¿No son contradictorias las relaciones que establece entre el mundo de las ideas y el mundo sensible?

La contradicción es solo aparente. La relación entre los dos mundos posee una doble dimensión, y de ahí la aparente contradicción. Por una parte, las ideas están de alguna manera presentes en las realidades del mundo sensible, son inherentes a ellas, puesto que participan de ellas, reciben de ellas su ser. Eso establece entre ellas una relación de inmanencia. Por otra, también se da entre ellas una relación de trascendencia: las ideas son modelos, arquetipos ideales, mientras que las cosas del mundo en el que vivimos son copias, sombras, imágenes que nunca podrán ser como el modelo. Las dos dimensiones son reales y es necesario respetarlas para acercarnos a la verdad, pero no hay contradicción alguna entre ellas. La inmanencia manifiesta la estrecha conexión que se da entre las ideas y las realidades del mundo sensible, que no existirían sin ellas; la trascendencia recalca la imposibilidad que poseen las realidades de este mundo de poder ser como las ideas.

Aunque la explicación que ha dado de la relación entre los dos mundos ha sido clara, teóricamente al menos, ¿no resulta abstracta y difícil de aceptar?

Posiblemente. Por eso, en Timeo —que fue una de mis últimas obras y en la que traté de explicar el mundo en el que vivimos—, recurrí a un mito, el del Demiurgo, para tratar de hacer más asequible la explicación. Es una técnica que utilicé frecuentemente en mis obras. Cuando el tema que trataban era excesivamente abstracto o complejo, recurrí a mitos, o a narraciones plagadas de metáforas y de imágenes, para así poder trasmitir mejor mi pensamiento y acercarlo más fácilmente tanto a la mente como al corazón de los lectores.

 

El mundo sensible ha sido «construido» por el Demiurgo. Fíjate que digo construido y no «creado». El Demiurgo es un ser sumamente inteligente y bueno, que actuó sobre una materia informe y caótica, que existía desde siempre —no hay por tanto creación—, y la sacó de su estado de confusión y desorden, convencido de que este nuevo estado de orden era mejor que el primitivo caos en el que se encontraba. Introdujo un orden en una materia caótica e informe haciendo así del mundo un «cosmos», un algo organizado. Y, para realizar esta tarea, utilizó como modelo las ideas, que también existían desde siempre, proyectándolas sobre la materia, de la misma manera que un escultor proyecta la imagen de lo que quiere representar en el mármol o en la madera. Así se pasó del caos primitivo al cosmos organizado, a ese mundo en el que vivimos, y que sí está compuesto por realidades individuales, cambiantes y no necesarias, no es por culpa del Demiurgo, sino de la materia con la que se construyó, que posee una capacidad muy limitada de recibir perfecciones.

Si la relación entre los dos mundos es la que acaba de explicar, ¿cómo podemos llegar a obtener conocimientos verdaderos si el conocimiento verdadero para tener valor requiere ser conocimiento de realidades universales, necesarias e inmutables, y los humanos vivimos en un mundo donde los objetos no poseen esas características?

La pregunta es acertada y la respuesta no es complicada, aunque sí extraña y difícil de aceptar, puesto que se encuentra alejada de lo que nos dice el sentido común. No nos queda otro remedio que seguir razonando, ya que el razonamiento es lo único que nos puede solucionar correctamente el problema.

Primero: la verdad existe, los seres humanos somos capaces de obtener conocimientos verdaderos, que son siempre universales necesarios e inmutables. Segundo: los conocimientos no tienen valor si sus características no son también las características de los objetos conocidos. Tercero: como tú mismo has señalado en la pregunta que me has planteado, solo el conocimiento de las «ideas» —que se encuentran en un mundo diferente a aquel en el que vivimos—, puede proporcionar conocimientos con esas características, ya que en este mundo no hay objetos que las posean. Luego… ¿cuál es la única conclusión lógica posible? Pues que los seres humanos, antes de vivir en este mundo, hemos vivido en el mundo de las ideas y las hemos conocido. No queda otra alternativa.

El conocimiento auténtico, que tiene como objeto las ideas es «recuerdo», «anamnesis», y no conquista o adquisición. Aprender es sinónimo de recordar y enseñar equivale a ayudar a recordar lo olvidado. Por eso, precisamente, mi maestro Sócrates decía que con sus diálogos ejercía el oficio de comadrona ya que con ellos ayudaba a que sus interlocutores extrajeran de su interior la verdad que llevaban oculta dentro de ellos mismos. Al ser las cosas de este mundo copias, sombras, imágenes de las ideas que hemos conocido en nuestra vida anterior, el captarlas a través de los senti­dos, nos pueden servir para recordar las ideas que son su modelo, su arquetipo. Fíjate que digo, «nos pueden servir», y no, «nos sirven», ya que para poder recordar las ideas se requiere constancia y esfuerzo.

Será todo lo lógico que usted quiera, pero cuesta aceptarlo. ¿Podría explicar con más detalle cómo se llega al conocimiento verdadero?

Con mucho gusto. Los humanos poseemos fundamentalmente dos modos diferentes de conocer: el conocimiento sensible y el intelectual. El conocimiento sensible es el que se obtiene a través de los órganos del cuerpo y proporciona «opinión», (doxa). En él no hay «verdad» puesto que nos permite conocer solamente las realidades individuales, cambiantes y no necesarias que constituyen el mundo en el que vivimos. Es un conocimiento de realidades que se generan y se corrompen, y valorarlo como el conocimiento auténtico es propio de personas sin instrucción. Dentro de él se pueden distinguir dos niveles: la «imaginación» (eikasía) —conocimiento que se obtiene mediante conjeturas, y en el que reina la imprecisión, la confusión— y la «creencia» (pístis), que es el conocimiento del mundo sensible propiamente dicho y, por lo mismo, es un conocimiento particular, inestable y no necesario, como lo son las realidades que se conocen mediante él.

Por su parte, el conocimiento intelectual es el conocimiento de las ideas universales, necesarias e inmutables, y es propio de personas instruidas, de los filósofos. Proporciona «ciencia» (episteme), y posee también dos niveles: el «pensamiento» (diánoia), conocimiento que se obtiene cuando se razona y se va de las hipótesis a las conclusiones que de ellas se deducen —es lo que ocurre, por ejemplo, en las matemáticas—, y el «conocimiento» (noesis), que se obtiene cuando, basándose en las ideas y no en las imágenes, se va de ellas a su principio, a un principio que no necesita nada que lo sustente o apoye, puesto que él es el supuesto, el fundamento de todas las ideas y de todas las realidades.

Como te he dicho anteriormente, este principio lo identifiqué en mi obra La República, con la idea del Bien, que es la que se encuentra en la cúspide del mundo jerárquico de las ideas y que es la causa de que todas las ideas «posean esencia y existencia».

Y, ¿cómo pasamos de un nivel de conocimiento a otro?, ¿qué es lo que nos permite recordar?

Para no quedarnos en el conocimiento sensible y poder llegar al intelectual —en el fondo, para poder recordar el mundo de las ideas cuya visión se encuentra escondida en nuestro interior—, hay que seguir el camino de la dialéctica. La dialéctica es el método, la vía que hay que recorrer para ir desde la imaginación hasta el conocimiento propiamente dicho, desde el cocimiento por conjeturas hasta la contemplación de la idea del Bien.

Aunque la dialéctica no es solo eso —esa es su dimensión ascendente—, pues posee también una dimensión descendente: los que han conocido la idea del Bien tienen que extraer las consecuencias que esa idea posee para la organización de la convivencia entre los seres humanos de manera justa y tienen que tratar de llevar esas ideas a la práctica. El conocimiento auténtico no aporta solo sabiduría; produce también una exigencia de transformar la vida de los humanos, un impulso para luchar por conseguir que se libren de las opiniones y de los prejuicios y vivan de acuerdo con la verdadera justicia. Las sociedades humanas no funcionarán correctamente más que cuando dirijan las ciudades los filósofos, los que han contemplado la idea del Bien, los que saben qué es lo justo tanto en la vida privada como en la vida pública. No tiene sentido un filósofo que se limite solo a pensar y no se comprometa en la trasformación de la sociedad en la que vive. La filosofía es emancipación teórica del ser humano, pero también práctica.

Y esto es así porque el motor del conocimiento, el impulso que lleva al filósofo a seguir primero el camino ascendente de la dialéctica y posteriormente el descendente, es el amor, el eros, la philía. He hablado de él en varias de mis obras, sobre todo en Lisis, El Banquete y Fedro. El amor es la fuerza que empuja al ser humano a esforzarse por conocer, por recordar, y, asimismo, es el dinamismo que le impide aislarse en la contemplación de la idea del Bien y le incita, por solidaridad, a comprometerse con la tarea de transformar la sociedad para que pueda alcanzar la justicia.

Al seguir sus razonamientos, en varias ocasiones, me ha venido a la mente su conocido «mito de la caverna». Seguramente que tiene relación con los diversos niveles de conocimiento de los que me acaba de hablar y también con la dialéctica.