El perfume de las flores de noche

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El perfume de las flores de noche
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EL PERFUME DE LAS

FLORES DE NOCHE

LEILA SLIMANI

EL PERFUME DE LAS

FLORES DE NOCHE

TRADUCCIÓN

MALIKA EMBAREK LÓPEZ

CABARET VOLTAIRE

2022

PRIMERA EDICIÓN febrero 2022 TÍTULO ORIGINAL Le parfum des fleurs la nuit

Publicado por

EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.

info@cabaretvoltaire.es www.cabaretvoltaire.es

©2021 Éditions Stock

©de la traducción, 2022 Malika Embarek López

©de esta edición, 2022 Editorial Cabaret Voltaire SL

IBIC: DN

ISBN-13: 978-84-19047-11-3

PRODUCCIÓN DEL EPUB: booqlab

Dirección y Diseño de la Colección MIGUEL LÁZARO GARCÍA JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA


Esta obra ha recibido una ayuda a la edición de la Comunidad de Madrid

Cubierta: retrato de Leila Slimani

©Paolo Roversi / Art + Commerce

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

Si la soledad existe, lo que ignoro,

podríamos entonces soñar con ella

como con un paraíso.

ALBERT CAMUS

Donde hay arte no hay vejez ni

soledad ni enfermedad, e incluso la

muerte es solo la mitad de sí misma.

ANTÓN CHÉJOV

A Jean-Marie Laclavetine, que me ha hecho nacer como escritora

A mi amigo Salman Rushdie

PARÍS, DICIEMBRE DE 2018

Si quieres escribir una novela, la primera norma es saber decir no. No, no iré a tomar esa copa. No, no puedo cuidar de mi sobrino enfermo. No, no estoy libre para una comida, una entrevista, dar un paseo, ir al cine. Hay que saber decir no tantas veces que al final las invitaciones escasean, el teléfono deja de sonar y hasta lamentas recibir por correo electrónico solo mensajes publicitarios. Decir no conlleva que te consideren una misántropa, una arrogante, enfermizamente solitaria. Que alces a tu alrededor un muro de rechazo contra el cual se estrellarán todas las ofertas. Eso me dijo mi editor cuando empecé a escribir novelas. Eso leía en los ensayos sobre literatura, desde Roth a Stevenson, pasando por Hemingway, quien lo resumía de manera simple y anodina: «Los mayores enemigos de un escritor son el teléfono y las visitas». Y añadía que, de todos modos, una vez que adquieres la disciplina, y la literatura se ha convertido en el centro, el núcleo y el único horizonte de tu vida, la soledad se impone. «Los amigos mueren o desaparecen, hartos quizá de nuestros rechazos.»

Llevo varios meses obligándome a ello, a aplicar las condiciones de mi aislamiento. Por la mañana, cuando los niños ya están en el colegio, subo a mi despacho y no salgo de él hasta bien entrada la tarde. Apago el teléfono, me siento en el escritorio o me tiendo en el sofá. Acabo teniendo frío y, a medida que pasan las horas, me pongo un jersey, luego otro encima y termino enrollada en una manta.

La superficie del despacho es de tres por cuatro metros. En la pared a mi derecha, una ventana da a un patio desde donde llegan los olores de un restaurante. Olor a detergente o a lentejas con tocino. Enfrente, un largo tablero de madera que me sirve como mesa de trabajo. Las estanterías están hasta los topes de libros de historia y recortes de prensa. En la pared a mi izquierda, he pegado notas adhesivas de diferentes colores. Cada color corresponde a un año. El rosa, a 1953; el amarillo, a 1954; y el verde, a 1955. En esas notitas he escrito el nombre de un personaje o una idea de escena. Mathilde en el cine. Aicha cruzando los campos de membrillos. Un día de inspiración, establecí la cronología de esta novela en la que estoy trabajando y que aún no tiene título. Narra la historia de una familia en la pequeña ciudad de Meknés, entre 1945 y la independencia del reino. Un plano de 1952 está extendido en el suelo. Se ven claramente los límites entre la medina árabe, el mellah judío y la ciudad europea.

Hoy no es mi día. Llevo sentada varias horas en la silla, y los personajes no me hablan. No se me ocurre nada. Ni una palabra, ni una imagen, ni el inicio de una música que me arrastre para colocar frases en la página. He estado fumando toda la mañana. Demasiado. He perdido tiempo navegando por internet, me he echado un sueñecito. Nada, no hay forma. Escribí un capítulo y luego lo borré. Me viene a la mente esa historia que me contó un amigo. No sé si será verdad, pero me gustó mucho. Parece ser que, mientras redactaba Anna Karénina, Tolstói tuvo una profunda crisis de inspiración. Pasó varias semanas sin escribir una sola línea. El editor le había adelantado una suma, considerable para la época, y, preocupado pues no contestaba a sus cartas, decidió tomar un tren e ir a averiguar qué pasaba. Cuando llegó a Yásnaia Poliana, el novelista lo recibió, y, al preguntarle el editor cómo iba con el trabajo, Tolstói respondió: «Anna Karénina se ha ido. Estoy esperando a que regrese».

Nada más lejos de mí que la idea de compararme al genio ruso, ni ninguna de mis novelas a sus obras maestras. Pero esa frase me obsesiona: «Anna Karénina se ha ido». A mí también me parece que mis personajes a veces huyen de mí, se van a vivir otra vida y regresarán cuando así lo decidan. Se muestran totalmente indiferentes a mi desamparo, a mis súplicas, indiferentes incluso al amor que les tengo. Se han ido y debo esperar a que regresen. Cuando están aquí, los días pasan sin sentir. Murmuro ideas, escribo lo más rápido que puedo, pues temo que mis manos no sigan el ritmo del hilo de mis pensamientos. Siento pánico de que algo quiebre mi concentración, como un funámbulo que cometiera el error de mirar hacia abajo. Cuando están aquí, mi vida gira completamente alrededor de esa obsesión, el mundo exterior no existe. Solo es un decorado por el que camino, como iluminada, al final de una larga y suave jornada de trabajo. Vivo como en un aparte teatral. La reclusión es para mí la condición necesaria para que aparezca la vida. Al apartarme de los ruidos cotidianos, al protegerme de ellos, parece que surgiera por fin otro mundo posible. Un «érase una vez». En este espacio cerrado, me evado, huyo de la comedia humana, me adentro en la profundidad de las cosas. No me cierro al mundo. Por el contrario, lo siento con más fuerza que nunca.

La escritura es disciplina. Es renunciar a la felicidad, a las alegrías de la vida cotidiana. No intentar curarse ni consolarse, sino cultivar las propias penas, al igual que los investigadores cultivan en el laboratorio las bacterias dentro de frascos de vidrio. Dejar que se abran las cicatrices, remover los recuerdos, avivar los momentos de vergüenza pasados y los viejos sollozos. Para escribir, debes negarte a los demás, negarles tu presencia, tu cariño, decepcionar a tus amigos y a tus hijos. En esta disciplina encuentro un motivo de satisfacción, incluso de felicidad, y, a la vez, la causa de mi melancolía. Mi vida está dictada íntegramente por los «debo». Debo callarme. Debo concentrarme. Debo quedarme sentada. Debo resistir a mis deseos. Escribir es encadenarte, pero de esas mismas cadenas nace la posibilidad de una libertad inmensa, vertiginosa. Recuerdo el instante en que tomé conciencia de ello. Fue en diciembre de 2013, y estaba escribiendo mi primera novela, En el jardín del ogro. En esa época vivía en el Boulevard Rochechouart. Mi hijo era pequeño, y aprovechaba los momentos en los que él estaba en la guardería para escribir. Sentada ante la mesa del comedor, frente al portátil, pensé: «Ahora puedes decir lo que se te ocurra. Tú, la niña educada que ha aprendido a portarse bien, a contenerse, puedes decir tu verdad. No estás obligada a complacer a nadie. No temas dañar a nadie. Escribe lo que quieras». En ese inmenso espacio de libertad, cae la máscara social. Puedes ser otra, ya no te define un género, un estamento, una religión o una nacionalidad. Escribir es descubrir la libertad de inventarte a ti misma e inventar el mundo.

Por supuesto, abundan los días nefastos, como el de hoy, y a veces se suceden uno tras otro y provocan un hondo desaliento. Pero el escritor es, en cierto modo, como el opiómano o cualquier víctima de una adicción: se olvida de los efectos secundarios, las náuseas, las crisis de abstinencia, la soledad, y solo recuerda el éxtasis. Está dispuesto a todo con tal de revivir ese acmé, ese momento sublime, cuando los personajes hablan a través de él, ese momento en que la vida palpita.

Son las cinco de la tarde y ya es de noche. No he encendido la lamparita y el despacho está sumido en la oscuridad. Creo que en medio de esas tinieblas podría ocurrir algo, un entusiasmo inesperado, una inspiración fulgurante. La falta de luz permite que las alucinaciones y los sueños se desplieguen como lianas. Vuelvo al ordenador y releo una escena escrita la víspera. Va de una tarde que mi personaje pasa en el cine. ¿Qué proyectaban en la sala Empire de Meknés en 1953? Me lanzo a hacer búsquedas. Encuentro en internet unas fotografías de archivo muy emocionantes y me apresuro a enviárselas a mi madre. Empiezo a escribir. Recuerdo lo que me contaba mi abuela sobre aquella acomodadora marroquí, grandota y agresiva, que arrancaba los cigarrillos de la boca de los espectadores. Me dispongo a iniciar un nuevo capítulo cuando suena la alarma del móvil. Tengo una cita dentro de media hora. Una cita a la que no he sabido negarme. Alina, la editora que me espera, es una mujer persuasiva. Una mujer apasionada que me quiere hacer una propuesta. De pronto pienso en enviarle un mensaje cobarde y embustero. Esgrimir como excusa a mis hijos, decir que estoy enferma, que he perdido un tren, que mi madre me necesita. Pero me pongo el abrigo, meto el portátil en el bolso y salgo de mi guarida.

 

En el metro que me conduce hacia la editora, voy maldiciéndome a mí misma. «No llegarás a nada mientras no sepas concentrarte por completo en tu trabajo.» En la entrada del café donde la espero fumando un pitillo, me juro a mí misma que le diré que no. Le diré no a cualquier propuesta, sea cual sea el interés del proyecto. Le diré: «Estoy escribiendo una novela y solo quiero dedicarme a eso. Quizá más adelante, pero no ahora». Debo mostrarme inflexible, hacer alarde de una seguridad frente a la cual ella no pueda hacer nada.

Nos sentamos en la terraza a pesar del frío de diciembre. Nadie en París parece encontrar extraño que, en pleno invierno, haya tanta gente sentada fuera tomando algo o con un cigarrillo entre los dedos helados. Pido una copa de vino esperando que en ella se disuelva mi melancolía. Una melancolía ridícula. ¿Estar triste por no haber escrito? Alina me comenta su proyecto, una nueva colección titulada «Ma nuit au musée». Apenas le presto atención, pues la duda y la culpa me atenazan. Apuro la copa de vino y pienso que quizá jamás vuelva a escribir, que no llegaré al final de una novela. Estoy tan angustiada que me cuesta tragar. «¿Te apetecería encerrarte una noche en un museo?», me pregunta en ese momento Alina.

No es el museo lo que me convence. Alina me propone algo más allá de lo apetecible: dormir en el interior de Punta della Dogana, edificio mítico de Venecia, transformado en museo de arte contemporáneo. La verdad es que la perspectiva de pasar la noche cerca de las obras de arte me es indiferente. No albergo la fantasía de tener esas obras para mí sola. No pienso que las vería mejor sin público, ni que entendería con más profundidad su sentido por estar ellas y yo, y nadie más. Ni un solo instante pensé que tendría algo que decir sobre el arte contemporáneo. No sé gran cosa y le dedico poco interés. No, la idea de estar encerrada fue lo que me gustó de la propuesta de Alina y me llevó a aceptarla. Que nadie llegara a mí y que el exterior me fuera inaccesible. Estar sola en un lugar del que no pudiera salir, ni nadie entrar. Es seguramente una fantasía de novelista. Todos soñamos con enclaustrarnos, encerrarnos en una habitación propia, ser a la vez cautivos y celadores. En los diarios íntimos, en la correspondencia de escritores que he leído, aparece el deseo de silencio, el sueño de un aislamiento que propicie la creatividad. La historia de la literatura desborda con figuras de reclusos magníficos, de acérrimos solitarios. De Hölderlin a Emily Brontë, de Petrarca a Flaubert, de Kafka a Rilke, se ha construido el mito del escritor ajeno al mundo, alejado de la muchedumbre y resuelto a dedicar su vida a la literatura.

Un amigo mío, autor muy solicitado, me confesó que jamás fue tan feliz como el día en que se fracturó una pierna. «Pasé mes y medio encerrado en casa y escribí. Nadie podía reprocharme nada pues tenía la maravillosa excusa de estar escayolado desde el pie a la ingle.» A menudo pensé en armarme con un martillo y romperme la espinilla. La escritura es un combate por la inmovilidad, por la concentración. Un combate físico en el que se debe reprimir sin cesar el deseo de vivir y de ser feliz.

Me gustaría retirarme del mundo. Ingresar en mi novela como en una orden. Hacer voto de silencio, de humildad, de sumisión total a mi trabajo. Me gustaría dedicarme solo a las palabras, olvidar lo que constituye la vida cotidiana, preocuparme solo del destino de mis personajes. Para mis anteriores novelas, hice ese tipo de retiro en una casa de campo o en un hotel de alguna ciudad extranjera. Me encerraba durante tres o cuatro días y acababa perdiendo la noción del tiempo. Para terminar Canción dulce, me recluí en Normandía. Durante aquella semana no vi a nadie. No oí el sonido de mi propia voz. No me lavaba, no me peinaba, me pasaba el día en pijama en medio del silencio de la casa y comía lo que fuera, y a cualquier hora. No contestaba al teléfono, dejaba que se acumularan los correos, los asuntos pendientes; abandonaba todas las obligaciones. Me despertaba en plena noche para escribir un texto sobre una idea aparecida de pronto en un sueño. En el cuarto reinaba un desorden espantoso. La cama estaba cubierta de libros, papeles, migajas secas de algún brioche. Seguro que fue ese brioche lo que explica que una noche me levantara sobresaltada. El ordenador portátil estaba abierto junto a mí, y cuando encendí la luz me di cuenta de que tenía los brazos, los libros, las sábanas, completamente cubiertos de hormigas que corrían a toda velocidad en círculo formando una danza de pesadilla. Pocas veces en la vida me sentí tan feliz.

Nada más llegar a casa, empiezo a arrepentirme de mi decisión. Como si estar encerrada durante una noche fuese a resolver mis problemas de creatividad. Busco en mi biblioteca algo sobre la Aduana del Mar, sobre Venecia. Tengo unas guías sin más interés que el de indicarme restaurantes baratos y cómo funciona el vaporetto.

Extraigo de una estantería un ejemplar de Venecias de Paul Morand. Lo abro al azar y doy con este párrafo: «Escaparía. No sabía de qué, pero sentía que mi vida se orientaría hacia afuera, hacia otros lugares, hacia la luz. […] Y al mismo tiempo se desencadenaba ese latido de péndulo que no me ha abandonado jamás, un sabor quizá prenatal del estrechamiento, de la dicha de vivir en un cuarto angosto, contrariado por la embriaguez del desierto, el mar, las estepas. Odiaba los cercados, las puertas; fronteras y paredes me ofendían». Así he vivido siempre, yo también. En la oscilación entre la atracción del afuera y la seguridad del adentro, entre el afán de conocer, de darme a conocer, y la tentación de replegarme por completo hacia mi vida interior. Mi existencia está continuamente tironeada entre el deseo de quedarme en mi cuarto y el de divertirme, codearme con la gente, olvidarme de mis responsabilidades. Siento, a la vez, el deseo de disciplinarme, de mantenerme tranquila, y el de desprenderme de mi condición, de mi origen, y conquistar, a través del movimiento, mi libertad. Vivo sumida en ese constante desasosiego: miedo de los demás y atracción hacia ellos, austeridad y frivolidad, sombra y luz, humildad y ambición.

En ocasiones, me digo a mí misma que si no hablase con nadie, si guardara mis pensamientos, estos no adquirirían ese carácter superficial cuando los comparto con los demás. La conversación es la enemiga de los escritores. Uno debería callarse, refugiarse en un silencio obstinado y profundo. Si me limitara a un mutismo absoluto, cultivaría metáforas y vuelos poéticos como flores en invernaderos. Si me volviera ermitaña, vería cosas que la vida mundana impide ver, oiría ruidos que la cotidianidad y la voz de los demás acaban siempre cubriendo. Cuando se vive en el mundo, me parece que nuestros secretos se airean, nuestros tesoros interiores se debilitan, estropeamos algo que si lo hubiéramos mantenido en secreto habría sido materia de una novela. El exterior actúa sobre nuestros pensamientos al igual que el aire sobre los frescos que Fellini filmó en Roma y que se borran a la vez que reciben la luz. Como si el exceso de atención, de luminosidad, lejos de preservar, provocara la destrucción de nuestra noche interior.

«Finjo ser la enferma imaginaria y me dejan en paz», escribe Virginia Woolf en su Diario. «Ya nadie me pide que haga algo. Siento la vana satisfacción de decirme a mí misma que la decisión proviene de mí y no de los demás; y qué lujo tan grande el de mantenerse sereno en medio del caos. En cuanto empiezo a hablar y a exteriorizar mi mente en conversaciones, me vuelve la jaqueca y me siento como un trapo mojado.» Exponerse, mezclarse con los otros, provoca a veces una extraña sensación de vergüenza, de envilecimiento. Cuando escribes, puede ocurrir que el parloteo te agreda, que el ejercicio de la conversación resulte insoportable. Quizá porque contiene lo que temes: tópicos, lugares comunes, frases hechas que se dicen pero que no se piensan. Los proverbios, las expresiones acuñadas acaban siendo de una extrema violencia en esos momentos de escritura en los que se intenta captar lo ambiguo, lo impreciso, lo gris.

Cuando mi padre se halló en medio de un escándalo político-financiero, sufrí especialmente por esas formas de hablar. Las expresiones populares son como navajas afiladas que se hundieran en las heridas de la vida. La gente decía: «No hay humo sin fuego». Pero hay fuegos que arden durante mucho tiempo en las ascuas sin que salga humo. Hay llamas que se extienden en secreto. Y luego hay humos negros y mugrientos que pringan todo, que asfixian los corazones, espantan a los amigos y la felicidad. Humos sobre los que pasan varios años antes de saber de qué fuegos provienen. E incluso a veces no se sabe jamás.

Lo que no decimos nos pertenece para siempre. Escribir es jugar con el silencio, es confesar, de manera indirecta, unos secretos indecibles en la vida real. La literatura es el arte de la retención. Te retienes, como en los primeros momentos del amor, cuando se te ocurren unas frases anodinas, unas declaraciones apasionadas que te esfuerzas en callar para no estropear la belleza del instante. La literatura es la erótica del silencio. Lo importante es lo que no se dice. En realidad, es nuestra época, y no solo el oficio de escritor, la que me lleva a desear la soledad y el sosiego. Me pregunto qué habría pensado Stefan Zweig de esta sociedad obsesionada por la exhibición y la escenificación de la existencia de uno mismo. De esta época, en la que cualquier toma de posición te expone a la violencia y al odio, en la que el artista debe sintonizar con la opinión pública. En la que se escriben, bajo el efecto de la pulsión, ciento cuarenta caracteres. En El mundo de ayer, traza un retrato lleno de admiración hacia el poeta Rainer Maria Rilke. Zweig se pregunta qué lugar reservará el futuro a escritores como este, que han hecho de la literatura una vocación existencial. Escribe: «¿No es acaso nuestra época precisamente la que no permite el silencio más que a los más puros, más aislados, ese silencio de la espera, la madurez, la meditación y el recogimiento?».

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