Manual de ética aplicada

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Manual de ética aplicada
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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE



Vicerrectoría de Comunicaciones



Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile






editorialedicionesuc@uc.cl







www.ediciones.uc.cl






MANUAL DE ÉTICA APLICADA: DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA




Luca Valera

María Alejandra Carrasco

(editores)




© Inscripción N° 2021-A-404



 Derechos reservados



 Enero 2021



 ISBN 978-956-14-2779-2



 ISBN digital 978-956-14-2780-8




Diseño:



versión productora gráfica SpA



Diagramación digital:



ebooks Patagonia


www.ebookspatagonia.com


info@ebookspatagonia.com




CIP – Pontificia Universidad Católica de Chile



Ética aplicada : de la teoría a la práctica / L. Valera, M. A. Carrasco (editores).



Incluye bibliografías.



1. Ética aplicada.



I. Valera, Luca, 1985-, editor.



II. Carrasco, Alejandra, 1969-, editor.



2021 170 + DDC23 RDA










ÍNDICE



PRÓLOGO




PARTE I. ¿CÓMO SURGE EL PROBLEMA ÉTICO?




Capítulo 1 Bueno para ti, malo para mí… y entonces, ¿qué hacemos?




Luca Valera



Capítulo 2 La ética de la virtud. ¿Qué esperas de un amigo?




Francisco Marambio



Capítulo 3 Utilitarismo. ¿Pizza, cine o Luis Miguel?




María Alejandra Carrasco



Capítulo 4 Ética deontológica. Con toda la fuerza de la ley




Mauricio Correa



Capítulo 5 Éticas procedimentales. Cuatro ojos ven más que dos




Mauricio Correa



PARTE II. LA ÉTICA Y LAS PROFESIONES




Capítulo 6 ¿Qué significa aplicar? La vida no es Ikea




Luca Valera



PARTE III. ¿CUÁLES SON LOS ELEMENTOS DE LA ACCIÓN?




Capítulo 7 La persona humana. Mi canto, tu canto, nuestro mismo canto




Pamela Chávez



Capítulo 8 Sentimientos morales y educación afectiva. El dilema de un bombero




María Alejandra Carrasco



Capítulo 9 La conciencia moral. Santuario de la persona, patrimonio de la humanidad




Pamela Chávez



Capítulo 10 La libertad, la veleta y la Estatua de la Responsabilidad




María Alejandra Carrasco



Capítulo 11 Las virtudes. Hábitos de la gente altamente efectiva




Francisco Marambio



Capítulo 12 La responsabilidad. Todos para uno, uno para todos




Camila Schiavetti



Capítulo 13 Los valores y los bienes básicos. ¿Qué se ama cuando se ama?




Fernando Arancibia



PARTE IV. ¿CÓMO SE EVALÚAN LOS CASOS? UNA PROPUESTA




Capítulo 14 Aterrizaje a los casos concretos. Parar, distinguir, y el método triangular




Luca Valera





PRÓLOGO.

LA CENTRALIDAD DE LA ÉTICA

PARA LAS PROFESIONES



La enseñanza de la ética es fundamental en nuestros tiempos. Un tiempo que nos invita a enfrentar los grandes desafíos de las tecnologías emergentes, de la inteligencia artificial, de la robótica, la ingeniería genética. Un tiempo que presenta cambios acelerados, tanto a nivel de estilos de vida, culturales, ecológicos –basta pensar en el cambio climático o en la pandemia–, y que nos llama a replantearnos continuamente nuestras formas de vivir. Nos encontramos viviendo tiempos que nos permiten grandes deseos –el deseo de una felicidad posiblemente alcanzable para todos, de un bienestar a la mano, etc.– y que exigen a la vez solidaridad, igualdad y justicia. Por estas razones, la ética es central en nuestra época.



Ahora bien, para que pueda de verdad enfrentar estos desafíos, la ética ha de estar encarnada en la realidad, dialogando con la vida cotidiana de cada uno de nosotros, teniendo el coraje de entender, analizar y criticar la praxis concreta. Demasiadas veces hemos escuchado que el discurso ético es una bella declaración de intenciones, construida con lindas palabras –como bondad, justicia, virtud, conciencia, responsabilidad– pero que, finalmente, resulta totalmente inútil porque está completamente alejado de la realidad. En este sentido, podría parecer que la ética es un discurso inconcluyente de palabras grandilocuentes pero vacías de sentido –¿qué es el bien?– y que no logran ofrecer soluciones prácticas a los problemas que se presentan. Esta dicotomía entre el discurso bonito y la necesidad de soluciones prácticas puede resumirse en el famoso adagio latino Dum Romae consulitur, Saguntum expugnatur (Mientras Roma discute, Sagunto es tomada).



De aquí surge el desafío que este libro recoge: que la ética sea “aplicada”, es decir, capaz de entrar en un diálogo fructífero con la praxis, sobre todo en la época de las nuevas tecnologías. Un trabajo interdisciplinario, en pocas palabras. Para hacer esto, el experto en ética tiene que entender las dinámicas técnicas de las acciones que quiere evaluar –ya que la ética es una reflexión sobre todas nuestras acciones– y entrar en las entrañas de las distintas profesiones. Un trabajo no sencillo, por cierto, pero absolutamente necesario: queremos saber si estamos haciendo bien nuestro trabajo, con justicia y responsabilidad, o si lo estamos descuidando, perjudicándonos a nosotros mismos y a los demás. Necesitamos de esta reflexión porque somos humanos, y el ser humano tiende siempre a su realización y satisfacción, en todo ámbito de su vida, inclusive en su trabajo. Este ámbito –que muchas veces cubre gran parte del día y de la vida entera de muchas personas– no puede ser ajeno, entonces, a una reflexión sobre el bien y el mal, sobre lo que nos acerca a nuestra autorrealización y lo que nos aleja. Allí la ética tiene una palabra importante que decir. La ética puede guiar nuestras elecciones con sus reflexiones, palabras e indicaciones, también en el ámbito profesional. Preguntas como: ¿es justo construir un puente en este territorio?, o ¿es correcto pagar este sueldo a este empleado?, o ¿se puede modificar genéticamente esta semilla?, solo encuentran su respuesta en el dominio de la ética. La técnica –los elementos que tenemos que conocer en cuanto profesionales de una cierta área, y que nos ayudan a desarrollar correctamente nuestro trabajo– no puede ofrecer respuestas a las preguntas que acabo de mencionar. Por eso, si queremos abordar esas preguntas, tenemos necesariamente que involucrarnos con el vocabulario y el razonamiento propios de la ética.



La dificultad –así como una de las críticas más feroces que se han hecho a las reflexiones éticas– es que ese razonamiento parezca arbitrario. Frente a preguntas como “¿Está bien deforestar este bosque para construir departamentos?”, parece que la mejor respuesta –y la más políticamente correcta– es siempre “depende”. Depende de tus intereses, de tus valores, de la cultura, de tu sensibilidad, de las leyes… pero, al final, no habría una respuesta correcta. La ética no parece entregar respuestas claras o definitivas. Al final, en esta materia, cada uno hace como quiere y según como la siente.



Me permito afirmar que una respuesta de este tipo demuestra una gran necesidad de contar con un aprendizaje ético. La ética, de hecho, tiene un método propio que hay que estudiar y aprender, y que no es arbitrario, pero usa una lógica distinta de la que se aplica con el “método científico”. Que sea distinta, sin embargo, no significa que se deba descartar. Simplemente, hay que aprender a razonar –porque de eso se trata en ética– de una cierta forma, y apuntando siempre a conclusiones que sean razonables y universales, es decir, entendibles y aplicables para todos. En este texto se aprende este método, que nace de una adecuada consideración de la acción humana. Por esta razón, una vez presentados los principales modelos de evaluación ética –los que han tenido más “éxito” en la historia del pensamiento ético– en la parte I, los autores nos presentan los distintos elementos que constituyen una acción y que deben ser considerados a la hora de la evaluación moral (parte III), precedida de una reflexión sobre la relación entre ética y profesiones (parte II). Por último, y justamente para evitar la crítica del bello discurso vacío, ajeno a la realidad y alejado de las futuras profesiones que los estudiantes emprenderán, se presenta una propuesta de metodología de evaluación de los casos para acompañar al futuro profesional en el discernimiento ético (parte IV).

 



De este modo se comprende por qué este es un libro de ética “aplicada”. Las reflexiones que se presentan en el texto tratan de entrar en diálogo constante con la realidad de la praxis profesional: esto se nota tanto a partir de la estructura del texto como en los ejemplos concretos que continuamente acompañan al lector en la profundización de los elementos fundamentales de la ética. Es ética aplicada, porque responde a problemas concretos, tratando de orientar al profesional hacia el bien. Es aplicada, porque es interdisciplinaria, es decir, instaura un diálogo con otras disciplinas que pueden parecer muy distantes la una con la otra. Es aplicada, porque trata de recoger la complejidad de la vida y de la praxis humana y de ofrecer respuestas concretas igualmente complejas, tomando en cuenta todos los factores y los niveles implicados en ellas.



Volvemos, así, al punto inicial de este prólogo. Es necesaria una reflexión ética como la que ofrece este libro, ya que el ser humano necesita saber si está haciendo el bien aquí y ahora, hic et nunc. Este libro entrega algunos lineamientos educativos que permitirán al lector introducirse en el mundo de la ética aplicada con rigurosidad y conocimiento; y le permitirán, al mismo tiempo, darse cuenta de que, solo cuando el conocimiento técnico de vanguardia va acompañado por un saber ético riguroso, es el conocimiento más apropiado para nuestra humanidad. Es decir, el que nos hace más humanos.



Ignacio Sánchez D.



Rector



Pontificia Universidad Católica de Chile





PARTE I

¿CÓMO SURGE EL PROBLEMA ÉTICO?





Capítulo 1



BUENO PARA TI, MALO PARA MÍ…

Y ENTONCES, ¿QUÉ HACEMOS?



Luca Valera



¿Qué debo hacer con el tiempo que dure mi vida?



(Habermas, 2002, p. 11)



Resumen



La ética es la disciplina que se ocupa de evaluar nuestras acciones, es decir, determinar si son buenas o malas. Dicha evaluación no puede ser simplemente dictada por nuestras emociones inmediatas. Las preguntas éticas surgen a partir de “experiencias de valores” que hacemos cotidianamente, como el escándalo o la gratificación. Para que dichas experiencias se trasformen en juicio ético, sin embargo, necesitamos de rigurosidad y sistematización de nuestros juicios.



En nuestra vida abundan las acciones, los comportamientos, las relaciones con los demás. Algunas acciones las consideramos más interesantes y significativas; otras, menos.



Caminamos por la calle, comemos, dormimos, reímos, estudiamos, trabajamos, etc. Todas estas –y muchas más– son acciones que hacemos más o menos conscientemente, es decir, más o menos pensando en aquello que estamos haciendo y en cómo lo estamos haciendo.



De eso, precisamente, se ocupa la ética: de nuestras acciones, en relación con su contenido (el qué de las acciones) y su modalidad (el cómo de las acciones). Surge, entonces, la pregunta: desde una perspectiva ética, ¿qué podemos decir de una acción determinada en un contexto particular? Que es buena o es mala, que es justa o injusta, que es valiosa o menos. De esto se ocupa, efectivamente, la ética. Todas las veces que aparezcan acciones, ahí entra en juego la ética: siempre se puede decir si un sujeto está actuando bien o mal1. Y esto es algo que todos podemos hacer (o, mejor dicho, que todos hacemos): juzgar las acciones, nuestras y de los otros. ·



1. ¿Para qué “sirve” la ética? La (in)suficiencia de una moralidad común



Por esta razón, estamos acostumbrados a pensar que la ética no sirva para nada. ¿Para qué puede servir una disciplina que se ocupa de algo que todos hacemos cotidianamente en nuestras vidas? Además, ¿qué más puede decir la ética sobre un ámbito que intuitivamente todos comprendemos y sobre el que de antemano sabemos juzgar? Todos, de hecho, entendemos que algunas cosas son intuitivamente malas y otras buenas, que algunas cosas es justo hacerlas y otras, no. Por eso, algunos filósofos y expertos de ética han planteado la necesidad de volver a una “moralidad común” (o “moral compartida”), a la que todos podemos adherir sin mayores problemas o dudas. Es famosa, entre muchas, la propuesta de Tom Beauchamp, fundador del principialismo en bioética con James Childress (Beauchamp y Childress, 1979)2: en ella se afirma que la moralidad común es “aplicable a todas las personas en todo lugar, y cada conducta humana se juzga correctamente a través de sus normas” (Beauchamp 2003, p. 260). Dicha moralidad común se basa sobre los siguientes “estándares de acción” comúnmente aceptados: “‘No matar’, ‘no causar dolor o sufrimiento a otros’, ‘prevenir que ocurra el mal o un daño’, ‘rescatar las personas en peligro’, ‘decir la verdad’, ‘nutrir a los jóvenes y dependientes’, ‘mantener las promesas’, ‘no robar’, ‘no castigar a los inocentes’ y ‘tratar a todas las personas con la misma consideración moral’” (Beauchamp, 2003, p. 260). Dichas normas, que parecen prima facie (es decir, a primera vista) evidentes y válidas en todos los tiempos y circunstancias, muchas veces pierden su sentido más profundo y se presentan como “inútiles”, ya que:



• Son inaplicables a una situación concreta porque son demasiado generales o abstractas;



• Son contradictorias entre ellas y, además, no existe manera de priorizar una u otra norma;



• La aplicación de una u otra lleva a consecuencias diametralmente opuestas;



• La misma norma puede ser interpretada de una manera u otra en la misma situación.



Consideremos, por ejemplo, el siguiente caso: Juan Pérez ha prometido a Diego Sánchez prestarle una cantidad de dinero para adquirir medicamentos para su madre enferma, ya que Diego no tiene los recursos suficientes para cubrir estos gastos. A la fecha, Juan se encuentra sin dinero y no puede pedir un crédito al banco ni un préstamo a otra persona, ya que no tiene un trabajo estable. La madre de Diego, sin esos medicamentos, seguramente morirá, y Juan es la única esperanza para el amigo. ¿Qué puede hacer Juan, ya que no tiene la posibilidad de pasar los fondos prometidos a Diego, y esto causará la muerte de su mamá? Caminando por la calle, Juan pasa delante de una iglesia totalmente vacía, en la que vislumbra la canasta de las ofrendas abandonada arriba de una banca. Se acerca. La canasta está llena de dinero y hay fondos suficientes por lo menos para pagar una primera parte de los medicamentos requeridos por la madre de Diego. Juan decide robar el dinero de la canasta y llevarlo a la casa del amigo, para que pueda cuidar a su madre.



Cabe preguntarse, entonces: En relación con las normas de la moralidad común, ¿cómo actuó Juan, bien o mal? Si observásemos estrictamente las normas propuestas, no podríamos dar ninguna respuesta. Robando, Juan salva la vida de la madre de Diego y por eso:



• Respeta por lo menos tres de las normas de la moralidad: “mantener las promesas”, “no causar dolor o sufrimiento a otros” y “prevenir que ocurra el mal o un daño”;



• Sin embargo, no observa por lo menos otras tres normas: “no robar”, “no causar dolor o sufrimiento a otros” y “prevenir que ocurra el mal o un daño”.



De hecho, por respetar algunas normas, Juan no solo no observa otras, sino –y esto es lo más curioso del paradigma de la “moralidad común”– ¡está, al mismo tiempo, respetando y no respetando la(s) misma(s) norma(s)! La madre de Diego, con toda probabilidad, no sufrirá más, pero las personas a las que estaba destinada la ofrenda de la parroquia sí sufrirán… Asimismo, previniendo un daño para una persona, Juan ha dañado a otra persona (el cura) u otras personas (los indigentes que la parroquia iba a ayudar).



Justamente en casos como estos es cuando surgen los problemas éticos, casos en los que nos enfrentamos a un “ambiente que entra en crisis”. Pero la moralidad común, como vemos, no soluciona el conflicto, sino que lo deja abierto para la interpretación.



2. Intuiciones morales valiosas. La experiencia moral “espontánea”



Por un lado, para tratar de defender el paradigma esbozado, podríamos afirmar que “no es tarea de la ética resolver conflictos, pero sí plantearlos” (Camps, 2004, p. 27), y en este caso se habría alcanzado el objetivo propuesto: hemos planteado un problema, pero la solución es todavía inalcanzable. Por otro lado, siguiendo a Cortina, podemos también afirmar que “la Ética es un tipo de saber normativo, esto es, un saber que pretende orientar las acciones de los seres humanos” (Cortina y Martínez Navarro, 2001, p. 9). Si esta es, efectivamente, la tarea de la ética, no podemos quedarnos contentos con un sistema de reflexiones tan aproximativas como la moralidad común. No es cierto que algo que todos sentimos como intuitivamente malo o bueno debe ser así: puede serlo, pero hay que mostrar el porqué, es decir, las razones que hay detrás de una cierta afirmación de valor. Por cierto, esta es la segunda tarea de la ética y de quienes se ocupan de ella: argumentar en favor de una u otra decisión, aclarando las razones de dicha decisión.



Tenemos que detenernos un poco más en las “intuiciones morales” que tenemos –que muy a menudo son las mismas que las de otras personas y que, por lo mismo, se recogen en una llamada “moralidad común”. Estas intuiciones, aunque insuficientes para fundamentar una ética, pueden ser un primer punto de partida. Hasta el momento hemos destacado la insuficiencia de estos “principios intuitivos”, pero ahora intentaremos rescatar algunos elementos valiosos de ellos en nuestra vida cotidiana.



Escuchando la radio, o mirando el noticiario en la televisión, muy a menudo escuchamos noticias impactantes relacionadas con comportamientos reprochables de algunas personas… “¡Es un escándalo!”, gritamos inmediatamente. O, al revés, si es que se habla de una persona que ha hecho algo excepcional –como un actor que ha donado muchos fondos para la investigación científica sobre una enfermedad rara–, “¡Qué admirable!”, afirmamos. O, en otra situación, cuando nos damos cuenta de haber provocado sufrimiento a un ser querido… “¡Qué estúpido que soy!”. Todas estas expresiones –“¡es un escándalo!”, “¡qué admirable!”, “¡qué estúpido que soy!”– son juicios de valor que pronunciamos casi intuitivamente y sin reflexionar demasiado.



Se trata de indicadores importantes, aunque no todavía suficientes, para demostrar nuestra sensibilidad para las cuestiones morales. Tenemos experiencias morales y las juzgamos casi espontáneamente. Podríamos tratar de emprender una “fenomenología”3 de algunas de estas experiencias tan intuitivas para nosotros, distinguiendo entre el juicio que emitimos respecto de los otros (el escándalo y la admiración) y el que emitimos respecto de nuestras propias acciones o comportamientos (el remordimiento y el sentido de mérito) (Vendemiati, 2008, pp. 48-53):



• El “escándalo” (del griego skándalon, “trampa” u “obstáculo”) es un juicio de valor negativo sobre el comportamiento de otros. Podría ser traducido por la siguiente frase: “¡No deberían pasar hechos como este, esto no se debería permitir!”. Por ejemplo, un hecho que provocó escándalo fue el derrumbe de un edificio en Lahore, Pakistán, en noviembre de 2015:



El edificio de la fábrica en cuestión, propiedad del fabricante de bolsas de polietileno Rajput Polymer, sufrió daños a consecuencia de un terremoto acaecido más de una semana atrás; además, se estaban realizando obras de construcción en el edificio para agregar un cuarto piso, aparentemente sin permiso oficial. Los trabajadores han informado que se les pagaba menos del salario mínimo de 13.000 rupias al mes (US$ 122) y que trabajaban turnos de doce horas. Refiriéndose a la tragedia , Kahlid Mahmood, director de la Labour Education Foundation de Lahore, señaló: “Estos incidentes se producen porque en Pakistán no se realizan inspecciones adecuadas de las plantas de producción. Están matando a trabajadores y trabajadoras debido a que los dueños de las fábricas buscan ahorrar dinero que debería haberse gastado para crear lugares de trabajo seguros. No hay voluntad política en el gobierno para implementar inspecciones de fábricas y otras leyes laborales. No había ningún sindicato en esta gran fábrica: si hubiera habido alguna representación sindical, los trabajadores se habrían hecho oír y se habrían salvado muchas vidas”4.



 Frente a un hecho como este, la reacción inmediata es la de un juicio de rechazo e incomprensión al mismo tiempo. Dicho juicio de valor negativo espontáneo –que surge en todos– se basa implícitamente sobre una “axiología compartida”, esto es, sobre un horizonte de valores comunes a la luz del cual podemos decir que algunos comportamientos son escandalosos y otros no lo son.

 



• La “admiración” (del latín ad-mirari, mirar a), “presupone por esencia un conocimiento del valor del objeto. El objeto se nos ha de presentar como importante en sí mismo” (Von Hildebrand, 1997, p. 101). Estamos acostumbrados a pensar en que solamente los héroes, santos y personajes famosos del cine o de la televisión son dignos de admiración. Sin embargo, la admiración es un sentimiento común, cotidiano, que se hace más presente cuando vemos personas excepcionales en uno u otro aspecto de la vida. Escuchando la historia de Steve Jobs, por ejemplo, podemos admirar su tenacidad o genialidad, así como leyendo el Critón o la Apología de Sócrates podemos admirar la personalidad de Sócrates mismo. De la admiración –que, a diferencia del escándalo, es un juicio de valor positivo– puede surgir la idea de “modelo o ejemplo moral”5, es decir, la idea de que el “objeto de admiración” puede ser imitado por cada uno de nosotros. Así como el sentimiento moral del escándalo produce rechazo, la admiración atrae a la persona que está mirando.



• El “remordimiento” (del latín re-mordere, volver a morder) es el sentimiento espontáneo de sentirnos culpables por algo hecho (u omitido). Se trata de una experiencia trágica, de una fractura insanable entre el pasado y el presente, de una herida que no se puede remover de la conciencia. Es el abismo de quedarse a observar el mal cometido, de una desproporción con respecto a un principio que nos transciende y que no hemos puesto nosotros en nuestra conciencia. Dicha imposibilidad de la remoción de nuestra culpa demuestra, justamente, la prioridad de dicho principio con respecto de nosotros mismos, esto es, la presencia de un orden “superior” o “exterior” a nosotros (si lo hubiésemos inventado o puesto nosotros mismos, de hecho, podríamos removerlo fácilmente). Un precioso ejemplo de la literatura de dicho remordimiento por los delitos cumplidos es el Ricardo III de Shakespeare, en el Acto V, Escena III:



¡Calla, no ha sido más que un sueño! ¡Ah, conciencia cobarde, cómo me afliges! Las luces arden como llama azul. Ahora es plena medianoche. Frías gotas miedosas cubren mi carne temblorosa. ¿Qué temo? ¿A mí mismo? No hay nadie más aquí: Ricardo quiere a Ricardo; esto es, yo soy yo. ¿Hay aquí algún asesino? No; sí, yo lo soy. Entonces, huye. ¿Qué? ¿De mí mismo? Gran razón, ¿por qué? Para que no me vengue a mí mismo en mí mismo. Ay, me quiero a mí mismo. ¿Por qué? ¿Por algún bien que me haya hecho a mí mismo? ¡Ah, no! ¡Ay, más bien me odio a mí mismo por odiosas acciones cometidas por mí mismo! Soy un rufián: pero, miento, no lo soy. Loco, habla bien de ti mismo: loco, no adules. Mi conciencia tiene mil lenguas separadas y cada lengua da una declaración diversa, y cada declaración me condena por rufián. Perjurio, perjurio, en el más alto grado; crimen, grave crimen, en el más horrendo grado; todos los diversos pecados cometidos, todos ellos en todos los grados, se agolpan ante el tribunal gritando todos: ‘¡Culpable, culpable!’.



• El “sentido de mérito” (o también “gratificación”) es el sentimiento opuesto al remordimiento, por el que sentimos que actuamos bien, nos congratulamos de haber logrado el resultado o el éxito esperado. Usualmente “expresamos esta experiencia a través de los términos ‘serenidad’, ‘tranquilidad’, ‘satisfacción’, ‘alegría’” (Vendemiati, 2008, p. 52). Y esto es justamente lo que podemos experimentar después de que, con mucha pena y sacrificio, hemos ganado “ser más nosotros mismos”. El sentimiento de gratificación es, entonces, la expresión de la recompensa después de un gran esfuerzo, de una retribución que no deja espacio para la tristeza, ya que ella misma implica la tranquilidad del ánimo. Un buen ejemplo de eso es el discurso de Sócrates en la Apología:



¿Qué merezco sufrir o pagar porque en mi vida no he tenido sosiego, y he abandonado las cosas de las que la mayoría se preocupa: los negocios, la hacienda familiar, los mandos militares, los discursos en la asamblea, cualquier magistratura, las alianzas y luchas de partidos que se producen en la ciudad, por considerar que en realidad soy demasiado honrado como para conservar la vida si me encaminaba a estas cosas? No iba donde no fuera de utilidad para vosotros o para mí, sino que me dirigía a hacer el mayor bien a cada uno en particular, según yo digo; Por consiguiente, ¿qué merezco que me pase por ser de este modo? Algo bueno, atenienses, si hay que proponer en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí.



Estas cuatro experiencias, entonces, son experiencias que nos muestran cómo intuitiva y espontáneamente juzgamos las acciones, tanto las nuestras como las de los demás. Implícitamente, estas cuatro experiencias destacan nuestra “humanidad”, es decir, nuestra capacidad de tomar distancia de algunos comportamientos y de desear imitar otros. Así lo señala Mayr (1998,

p. 277):



La diferencia entre un animal, que actúa por instinto, y un ser humano, que tiene la capacidad de tomar decisiones, constituye la línea de demarcación de la ética. Los sentimientos de culpa, mala conciencia, remordimiento, miedo, o bien de simpatía y gratificación, que generalmente acompañan a la realización de actos sometidos a valoración ética, demuestran la naturaleza consciente de la conducta humana.



3. La necesidad de una sistematización en la ética. Los errores del emotivismo



Todo lo dicho podría llevarnos a la conclusión de que efectivamente podemos quedarnos contentos con nuestras impresiones sobre nuestros actos y los de los otros, como si en última instancia fuera suficiente con el “dejarse provocar por lo que acontece”. Por otro lado, también podríamos pensar que, como cada acción conlleva un cierto sentimiento, ese mismo sentimiento representa ya la respuesta ética que necesitábamos. Por último, podríamos quizás considerar que el sentimiento, por el hecho mismo de ser el fruto de mi percepción sobre la acción dada, constituye por sí mismo un juicio de valor. Estos son tres errores muy comunes en el ámbito del debate sobre la ética, que excluyen toda posibilidad de reflexión racional sobre nuestras acciones.



En particular, la última afirmación representa un enfoque ético –o, mejor dicho, extra-ético– muy común: el así llamado “emotivismo”: “El emotivismo es la doctrina según la cual los juicios de valor, y más específicamente los juicios morales, no son nada más que expresiones de preferencias, expresiones de actitudes o sentimientos, en la medida en que estos posean un carácter moral o valorativo” (MacIntyre, 2004, p. 23). El filósofo contemporáneo Alasdair MacIntyre, en su libro Tras la virtud, esboza bien los rasgos centrales de este paradigma, que parece caracterizado por cierta “arbitrariedad privada” (MacIntyre, 2004, p. 19): “Una de las tesis centrales del emotivismo es que no hay ni puede haber ninguna justificación racional válida para postular la existencia de normas morales impersonales y objetivas, y que en efecto no hay tales normas” (MacIntyre, 2004, p. 33).



Se trata, como se ha dicho, de un enfoque extra-ético, ya que no juzga el contenido de los juicios morales personales en sí, sino que, por el solo hecho de ser la expresión de una preferencia o sentimiento, los aprueba. Lo que hace el emotivismo, en última instancia, es prescindir de la idea de juicios universales y racionalmente comprensibles, en favor de un pluralismo débil de visiones distintas e incompatibles sobre las elecciones humanas. Se genera, entonces, una incomunicabilidad de fondo en el ámbito del debate público sobre la ética: las “ganas” son el único lenguaje común que podemos expresar. En efecto, escribe MacIntyre (2004, p. 16):



El rasgo más chocante del lenguaje moral contemporáneo es que gran parte de él se usa para expresar desacuerdos; y el rasgo más sorprendente de los debates en que esos desacuerdos se expresan es su carácter interminable. Con esto no me refiero a que dichos debates siguen y siguen y siguen , sino a que por lo visto no pueden encontrar un término. Parece que no ha