Un Cuarto De Luna

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Maria Grazia Gullo - Massimo Longo

Un cuarto de luna

Vigías de Campoverde

Traducido por Erika Cosenza

Copyright © 2018 M.G. Gullo – M. Longo

L'immagine di copertina e la grafica sono state realizzate e curate da Massimo Longo

Tutti i diritti riservati.

Índice

  Copertina

  Copyright

  Prólogo

  Capítulo 1

  Capítulo 2

  Capítulo 3

  Capítulo 5

  Capítulo 6

  Capítulo 7

  Capítulo 8

  Capítulo 9

  Capítulo 10

  Capítulo 11

  Capítulo 12

  Capítulo 13

  Capítulo 14

  Capítulo 15

  Capítulo 18

  Capítulo 20

Prólogo

—Verás que saldrá todo bien, ya eres grande… Vuelve a jugar con los demás niños, ¡nos volveremos a ver, te lo prometo!

El niño miraba, con ojos velados de lágrimas, cómo lentamente desaparecía quien había sido su compañero de juegos desde que tenía memoria.

Corrió rápidamente hacia los carruseles del parque soleado, donde volvió a jugar con los niños del vecindario, mientras el recuerdo de su amigo imaginario se desvanecía.

Llegó, entre empujones, su turno en el tobogán. No espero ni un instante y se lanzó en bajada con todo el impulso posible. No tuvo siquiera tiempo de llegar al fin del descenso. Vio aparecer delante de sus pies a una niña rubia muy pequeña, que se había escapado del control de su mamá. No logró frenar y la golpeó con violencia.

La niña perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza contra el borde de cemento que rodeaba al tobogán. Trató de llegar hasta ella para asegurarse de que no se hubiera hecho mucho daño, pero la madre, que había llegado a socorrerla, lo empujó de mal modo. En lo que le pareció un instante, un enjambre de abuelos, abuelas y mamás se arremolinaron alrededor de la accidentada.

Solo llegó a oír una cosa mientras intentaba hacerse lugar en medio del bosque de piernas adultas:

—¡Se desvaneció! ¡Llamen a una ambulancia!

Esa voz le resonaba feroz en los oídos. El miedo lo apresó. Corrió hacia el bosquecito que había detrás del parque. De golpe, todo a su alrededor se oscureció. Un viento gélido llevaba extraños sonidos; junto con las palabras oídas hacía apenas unos minutos, comenzaron a resonar versos que no lograba entender, le llegaban desde atrás de un grupo de árboles donde aparecía una sombra larga. Luego, la voz se hizo cada vez más insistente, llegaba desde diferentes direcciones. Ahora estaba cerca, siempre cada vez cerca, hasta que le susurró al oído:

«Damnabilis ies iom, mirdo cavus mirdo, cessa verunt ies iom, mirdo oblivio ement, mors damnabils ies iom, ospes araneus ies iom…».

Se apretó fuerte la cabeza con las manos para no oír, pero era inútil. Cayó de rodillas. Sus ojos se apagaron…

«Damnabilis ies iom, mirdo cavus mirdo, cessa verunt ies iom, mirdo oblivio ement, mors damnabils ies iom, ospes araneus ies iom…».

Capítulo 1

Es tan huidizo cuando intento abrazarlo

—¡Elio, Elio, rápido! ¡Ayúdame con las bolsas de las compras antes de que llegue la tormenta!

Elio estaba inmóvil dentro de sus zapatos nuevos y miraba a su madre, haciendo cosas sin descanso.

—¡Elio! ¿Qué haces allí clavado al suelo? ¡Toma! —Lo sacudió y le cargó los brazos con una enorme bolsa de verduras.

Elio no tenía intención de hacer otra cosa, subió los escalones exteriores del edificio y, girándose de espaldas, empujó el portón. Se detuvo a mirar la maldita luz roja parpadeante del ascensor y, vencido, subió las escaleras hasta su casa. Tras apoyar la bolsa sobre la mesa de la cocina, se fue derecho a su habitación a escuchar música recostado en la cama.

A solo terminar de subir las escaleras, la madre cansada fue en su busca.

Se asomó a la puerta de su habitación gritando.

—¿Qué estás haciendo? Aún no hemos terminado. ¡Ven a ayudarme!

—Sí, sí… ya voy…—respondió Elio sin moverse, solo para librarse de ella.

Giulia se alojó, esperando que esta vez fuese diferente. Estaba desesperada, ya no lograba sacudir a este hijo que se volvía cada vez más apático.

Desde la entrada, se oyeron los veloces pasos de la hermana, que lo llamaba con voz alegre.

—¡Elio! ¡Elio! Mueve el trasero de esa cama y ven tú también a ayudar a mamá, que te está esperando abajo —le gritó sabiendo que era inútil.

Elio no se movió y continuó mirando el techo indiferente, tras haber aumentado el volumen.

Giulia, agotada más por la lucha con el hijo que por el cansancio, terminó de descargar las compras junto a su hija, Gaia. No hacía más que pensar en Elio, mientras subía las escaleras de ese edificio de cinco pisos, blanco y naranja como todos los del vecindario popular de Gialingua, donde vivían, en el cual el ascensor funcionaba un día sí y un día no y, quién sabe por qué, nunca aquellos días en los que tenía que subir con las compras. Vivían veinte familias, en sendos apartamentos que se asomaban a lados opuestos.

—¡Esta es la última vez que haces eso! —le gritó desde la cocina— ¡Cuando llegue tu padre vamos a poner orden!

Elio ni siquiera la oía, inmerso en la música monótona que le entraba por las orejas sin involucrarlo emotivamente. Nada y nadie podría sacarle la sensación de aburrimiento y paranoia que lo invadía. Su mundo privado de intereses que lo cubría como si fuera la mantita de Linus. Él era así y era necesario que el mundo lo aceptase.

Gaia era muy diferente: tenía quince años, cabellos cortos y negros y ojos despiertos y curiosos. Las veinticuatro horas del día no le alcanzaban para atender todos sus intereses.

También Giulia era dinámica. A diferencia de la hija, su cabellera era rubia y rizada y tenía un ligero sobrepeso, pero era ágil y decidida; en resumen, la clásica mamá de cuarenta y dos años llena de compromisos, dividida entre trabajo y familia.

Ya era la hora de cenar, pero desde el cuarto de Elio no llegaban señales de ningún tipo. Silencio absoluto. En verdad, no había cambiado la posición asumida luego de haberse arrojado sobre la cama y haberse puesto los auriculares.

Se oyó el ruido de las llaves en la cerradura de la puerta de entrada; en ese preciso instante, sin dar tiempo a que la puerta se abriera, la voz alterada y quejumbrosa de Giulia, que se descargaba sobre el marido:

—¡No se puede seguir así!

—Dame tiempo de entrar, tesoro…

Giulia besó al marido e inmediatamente retomó las quejas.

—Otra vez Elio, ¿no? —preguntó el hombre con voz resignada.

—¡Sí, él! —respondió Giulia.

Todo esta conversación se desarrollaba mientras Carlo, luego de sacar el recipiente de comida que dejaría en la cocina, se dirigía a guardar en el armario el bolso en el que llevaba al trabajo una camisa de recambio por el calor sofocante que ya se hacía sentir, aunque recién estaban a fines de mayo.

De la misma edad que su esposa, era un hombre apacible. Sus cabellos, ya casi completamente grises, en una época habían sido azabaches como los de la hija. De rostro alargado y mejillas hundidas, sobre la nariz aguileña se apoyaba un par de anteojos redondos de metal.

—¿No me puedes contar después de cenar? —le preguntó con dulzura a la esposa, con la esperanza de calmarla.

—Tienes razón, tesoro —respondió ella, pero, sin darse cuenta, siguió quejándose hasta que empezaron a comer.

Por suerte, estaba Gaia, que no paraba de contar qué había hecho durante el día, transformando en modo irónico y divertido incluso los pequeños fracasos.

Había terminado de poner la mesa, cuando la madre le dijo:

—Ve a llamar a Elio.

—Es inútil —respondió—. Sabes que no se mueve si no va papá…

—Desde que lo traje de la escuela que no sale de su cuarto. Está empeorando —Giulia le dijo al esposo.

—¿No habíamos dicho que tenía que comenzar a volver solo?

—Estaba por esa zona porque hice las compas…

 

—¡Siempre tienes una excusa para protegerlo y luego te quejas!

Carlo sacudía la cabeza con aire de desaprobación hacia la esposa, se levantó del sofá y fue a llamar al chico. Entró en la habitación sin golpear y encontró a Elio como la madre lo había dejado. Tenía los ojos fijos en el techo, mirando al vacío, aún tenía puesto los auriculares inalámbricos blancos, ni siquiera se había sacado los zapatos…

Carlo no lograba reconocer en ese muchacho al niño al que acompañaba a andar en bicicleta. Ahora tenía trece años y era casi tan alto como él. Impulsado por la pereza, se había rapado los bucles rubios y abundantes que tenía de niño, para no tener que cuidarlos. Sus ojos verdes aún eran muy hermosos, pero estaban apagados. En los últimos años ya no reaccionaban a ningún estímulo. No oía su risa desde hacía tanto tiempo que había olvidado su sonido. Lamentaba no poder pasar con él el mismo tiempo que le dedicaba de pequeño; sin embargo, dudaba de que ahora sus atenciones hubieran sido bien recibidas.

Desafortunadamente, algunos años antes, a causa de la crisis económica, había perdido el trabajo cerca de su casa. En realidad, más que la crisis, lo que impulsó la relocalización de la multinacional en la que trabajaba, había sido el incremento de las ganancias, un comportamiento que comparten muchas de estas corporaciones.

Logró con esfuerzo encontrar un nuevo empleo, pero, desafortunadamente, tenía que recorrer muchos kilómetros por día y combinar varios medios de transporte, lo cual le había quitado tiempo con la familia. Además, volvía tan cansado que le costaba estar presente aun estando allí. Después de cenar, se recostaba en el sofá e, inevitablemente, se quedaba dormido a pesar del esfuerzo que hacía para mantener los ojos abiertos.

Carlo le hizo señas de que se sacara los auriculares, y Elio cumplió la orden para evitar tener que aguantar que un largo sermón le atormentara el cerebro.

—Ven a comer. Es hora de cenar —lo intimó enfadado—. ¡Tu madre dice que estás aquí sin hacer nada desde las cuatro!

Elio se levantó y, con la cabeza gacha, pasó cerca del padre sin esforzarse por hablarle y dirigió a la cocina.

Gaia ya estaba sentada lateralmente a la mesa rectangular, que ya estaba lista, y con el teléfono en la mano intercambiaba mensajes con las amigas para organizar los próximos eventos.

Elio se sentó frente a la hermana y no le dirigió la palabra durante toda la cena.

La cena transcurrió tranquila, todos hablaban de las cuestiones del día, salvo Elio que dio algunos mordiscos a un sándwich y, apenas fue posible, se retiró nuevamente a su habitación, para gran decepción de la madre, que encontró eco en la expresión triste del padre.

Ya solos, Giulia y Carlo, mientras terminaban de limpiar la mesa, retomaron el tema habitual de los últimos años: la preocupación por el comportamiento del hijo.

—¿En qué nos estamos equivocando? ¡No logro entenderlo! —dijo Giulia.

—¡Yo lo descuido demasiado! —se acusó, como siempre, Carlo.

—No eres el único padre que se ve obligado a pasar tantas horas fueras de casa por trabajo y, además, yo estoy aquí todas las tardes —le repitió por enésima vez Giulia, que no quería que Carlo cargase sobre sus hombros también el temor de ser el problema del hijo.

—No es un tema de carácter, Giulia, porque Elio no era así. ¡Lo sabes!

—Yo también querría que fuera así, Carlo, pero al crecer se cambia y, además, como ves, las cosas empeoran cada vez más. También en la escuela es un desastre. Esperemos que no tenga que recuperar ninguna materia, si no, no lo vamos a poder mandar ni siquiera a la colonia como otros años, ¡y el centro de verano de la ciudad sería el golpe de gracia para que se transforme en una ameba!

Giulia, los otros chicos se divierten en el centro de verano. A los hijos de Francesca y Giuseppe les encanta. ¡Sabes que en la colonia tampoco hace nada! Debemos encontrar una alternativa, algo que lo obligue a reaccionar. Ni siquiera parece estar vivo. ¿Recuerdas cómo éramos a su edad?

—¡Claro! A la noche, mi madre me gritaba desde la puerta para avisarme que ya estaba la cena, y la mayoría de las veces yo ni la oía, de lo entretenida que estaba corriendo por el campo y rodando por el pasto. Vivíamos libres y felices. Claro que en la ciudad no podemos ofrecerle eso, pero él no sabe aprovechar ni siquiera la colonia. No tiene un solo amigo, nadie a quien invitar a casa para cortar con esta monótona existencia que se lo está comiendo. No permite que nade se acerque demasiado a su corazón, a veces me pregunto qué siente por nosotros. Es tan huidizo cuando intento abrazarlo…

—Giulia, los chicos de esa edad ya no quieren los mimos de la mamá, pero estoy seguro de que nos ama. Es solo que no encontramos la clave justa para comunicarnos con él. Debemos encontrarla. Debemos encontrar el modo de sacudirlo. He pensado hablar con Ida, que tiene dos varones. Tal vez nos pueda dar algún consejo.

—¿Temes que siga los pasos de Libero? ¿Tienes miedo de que sea un trastorno psicológico hereditario? —preguntó Giulia.

—No, Libero tuvo problemas diferentes, vinculados con la muerte de su padre, pero hay una base común y la experiencia de Ida puede sernos útil. Ha hecho milagros con ese chico luego de que se mudaron al campo. ¡Y sola! Y teniendo que cuidar la granja.

—Sí, háblale. Confío en tu hermana, tiene una forma de ver las cosas que me gusta.

—¿Cuándo llega el boletín de calificaciones? —preguntó Carlo.

—El 19 de junio…

—Demasiado tarde para decidir. Pídele a la profesora de italiano que te reciba. Debemos decidir dónde mandar a los chicos, ni el centro de verano ni la colonia esperan hasta esa fecha —propuso Carlo.

—Sí, tienes razón. Mejor estar seguros de la situación, aunque Elio no va tan mal en la escuela. Solo que, como en todo lo que hace, no pone el alma. ¿Sabes que hoy llegaron los nuevos vecinos del segundo piso? Parecen buena gente. La señora Giovanna me ha dicho que mudaron de Potenza. ¡Bastante lejos! No será fácil para ellos los primeros tiempos. Tienen un hijo de la edad de Elio. Podría invitarlo alguna tarde… —Giulia se dio cuenta de que Carlo, recostado en el sofá, ya dormía—. Dale, vamos a dormir, tesoro —lo despertó susurrándole con dulzura.

Capítulo 2

Lo obsesionaba con un susurro gélido

Elio estaba quieto en la ancha vereda delante de la escuela. Todos se apresuraban y se lanzaban a los autos de los padres o se iban en grupos hacia su casa. Él, con la esperanza de que su madre no se hubiera ido después de la entrevista con la profesora de italiano, miraba aturdido de un lado al otro, como buscando la salvación en forma del auto materno.

La explanada de la escuela se vació en poco tiempo, y Elio debió resignarse a irse caminando. Odiaba moverse y, aún más, regresar por ese maldito bulevar de los tilos, que separa la escuela de su casa.

Espero todavía unos minutos, luego se puso en marcha lentamente. Le ordenó al pie que se alzara, algo que puede parecer simple para cualquiera, pero a Elio, que desde hacía años se comunicaba muy poco con sus miembros, le parecía una enormidad.

Comenzó el recorrido girando a la izquierda en la avenida y, apenas dobló la esquina, se encontró en el tramo más odioso. La avenida estaba flanqueada por a lo que cualquier persona le habrían parecido maravillosos tilos en flor que, gracias al viento, perfumaban todo el vecindario. Paso tras paso, con esfuerzo, se encaminó hacia la larga fila de árboles. Tenía la desagradable sensación de que lo seguían.

Se volteó de golpe y le pareció ver que una bestia, completamente negra, se ocultaba detrás de un árbol.

«No puede ser», se repetía. «¡Me pareció que ese extraño perro tenía anteojos!».

Retomó la marcha asustado, le parecía ver pequeñas sombras negras detrás de los árboles. Como si eso fuera poco, el viento que soplaba entre las ramas lo obsesionaba con un susurro gélido que le llegaba a las orejas y que, más precisamente, se le clavaba en el cerebro.

No lograba entender qué significaban esos sonidos. Presa de esa sensación desagradable, le ordenó a su cuerpo que intentara correr. Estaba sudando; más corría y más los sonidos parecían perseguirlo y las sombras acercarse.

Aceleró lo más posible, oyó una voz feroz que lo intimaba a detenerse. Se giró de golpe, y otra vez le pareció ver algo negro que se escondía detrás de un árbol cercano.

Ya había casi llegado a la esquina que lo sacaría de esa pesadilla.

Sintió que un aliento le rozaba la nuca, se volteó sin dejar de correr, y algo lo golpeó como una furia y lo arrojó al suelo.

Elio, trastornado, se cerró como un erizo y se cubrió la cabeza con las manos.

En ese preciso instante, oyó que una voz querida lo llamaba.

—¡Elio! ¡Elio! ¿Qué demonios estás haciendo? —Era la hermana que le gritaba enfadada porque la había atropellado. Gaia se dio cuenta de que Elio estaba en una condición penosa. Y su tono se volvió más calmo—: ¿Cómo estás?

Al sentir su voz, Elio abrió los brazos y levantó la cabeza.

Gaia notó su rostro desencajado, más blanco incluso que de costumbre y sudado. Reflexionó un instante sobre el hecho de que estuviera corriendo, algo insólito en él. Le pareció que estaba escapando de algo o alguien y lo ayudó a ponerse de pie.

—¿Por qué corrías de ese modo? —le preguntó—. ¿Qué te asustó?

Gaia no recordaba haberlo visto correr en los últimos años. Elio no respondió, solo quería alejarse lo más rápido posible de esa calle. Sin decir nada, dobló en la esquina.

Gaia lo siguió preocupada.

—¡Elio! —lo llamó de nuevo.

—¡No es nada! —respondió Elio de mal modo—. ¡No es nada!

La preocupación de Gaia se transformó en rabia por su comportamiento.

—¿Nada dices? ¡Me atropellaste y no dices nada!

Elio, para evitar más choques que pusieran a prueba su físico ya extenuado, se disculpó.

—Perdóname —dijo.

Estas disculpas tan superficiales irritaron aún más a Gaia; no obstante, no se alejó del hermano, que la seguía preocupando.

El domingo por la mañana Carlo y Giulia habían finalmente tomado una decisión y, mientras preparaban el desayuno, conversaban al respecto a la espera de comunicársela a los chicos, que aún dormían.

—Fue verdaderamente amable al hacernos esa propuesta, esperemos que los chicos no den problemas —dijo Giulia sonriendo.

Hacer esa elección había sido difícil, pero ella y Carlo sentían una extraña euforia ahora que ya estaba decidido.

—Gaia estará feliz —dijo Carlo—. Y Elio, vas a ver que será impasible, como siempre.

—No sé, Gaia tiene muchos amigos en la colonia. No le gustará no ir; Elio, en cambio, la detesta —comentó Giulia.

—Ya no aguanto: voy a despertarlos —propuso Carlo resuelto y fue hacia los dormitorios llamando a los hijos.

Ni siquiera les dio tiempo de lavarse la cara.

—Mamá y yo hemos decidido lo que van a hacer este verano. La escuela termina el viernes, ¡y el sábado por la mañana estarán en la estación con una valija en la mano!

—¡Pero la colonia empieza dentro de quince días! —hizo notar Gaia preocupada mirando a la madre que, desde la puerta de la cocina, seguía la escena que transcurría en el pasillo.

—Es que este año no van a ir a la colonia —explicó Giulia, y confirmó los temores de la hija— Hemos pensado regalarles un verano como los que nosotros teníamos cuando teníamos su edad.

—¿Que es qué? —preguntó Gaia mientras Elio permanecía en silencio con un aire cada vez más sombrío.

—Aire libre, correr hasta perder el aliento, nadar en el lago y noches de pueblo —respondió Carlo a la hija.

Gaia veía que sus padres reían y se miraban con complicidad, y pensó que era una broma.

—Dejen de tomarnos el pelo. ¿Qué les pasa esta mañana?

—Nadie les está tomando el pelo. La tía Ida se ofreció a hospedarlos —reveló finalmente Carlo mientras sus hijos lo miraban incrédulos.

—¡Es una pesadilla, vuelvo a la cama! —dijo Gaia enfadada.

—Creí que ibas a estar feliz —le dijo el padre.

—¿Feliz? Yo ya estoy en contacto con mis amigos. ¡Esperé todo el invierno para ir a la colonia!

—Gaia, también en el campo, de la tía, harás amigos —trató de animarla Giulia.

—¿Pero por qué? Yo ahí estoy bien. Ya tengo aire libre y zambullidas en el lago, no me hace falta nada más.

 

—A ti no, pero Elio necesita cambiar de aire —agregó Carlo.

—¡Sabía —explotó Gaia— que era por Elio! Entonces, mándenlo solo a él al campo con la tía.

—No queremos que vaya solo —insistió Giulia.

—¡No soy su niñera!

—Pero eres la hermana mayor. ¿Tú no dices nada, Elio? —preguntó Carlo.

Elio no pronunció palabra. Se limitó a encogerse de hombros.

Eso hizo enfurecer a Gaia.

—¿No dices nada? Total, para ti da todo igual. Diles a mamá y papá: en el campo tampoco vas a hacer nada.

Elio hizo seño de sí con la cabeza para darle la razón.

—¡Basta, Gaia, no seas así! La decisión ya está tomada. Los vendrá a buscar su primo Libero —Carlo cerró la conversación.

Desilusionada y enojada, Gaia se fue corriendo.

—Se le va a pasar —dijo Giulia, que conocía la actitud positiva de la hija ante los reveses de la vida.

Elio, en silencio, se retiró a su cuarto.

Carlo se quedó duro; sin embargo, estaba convencido de que esa era la mejor decisión que habían tomado en los últimos años.

Llegó el viernes siguiente, y Carlo fue a buscar al sobrino a la estación. Fue una gran alegría volver a abrazarlo.

Libero era un muchachote alegre, de modos simples y ciertamente poco convencionales. Alto y delgado, pero no frágil, tenía grandes manos habituadas al trabajo de campo y el rostro oscurecido por el sol. Los ojos verdes resaltaban en su cara, el cabello era castaño, corto y peinada con raya al costado, como se usaba durante la posguerra. Abrazó con fuerza al tío y no paró de hablar hasta llegar a la casa.

Carlo lo miraba maravillado. Recordaba el período en el que había estado mal y era apático y fácilmente irritable. Era verdad que Libero no era un genio, pero la vida simple que llevaba lo hacía feliz. Carlo quería ver a Elio así de sereno. Mientras, Libero estaba con la nariz contra la ventanilla del auto del tío y hacía preguntas sobre todo lo que veía.

En casa todos esperaban su llegada.

Giulia estaba nerviosa mientras terminaba de preparar las valijas. Había llegado el momento y ahora se preguntaba cómo saldría todo; su instinto de madraza tomaba la delantera.

Gaia, en cambio, ya había asimilado el golpe y le iba detrás haciéndole miles de preguntas sobre lo que iba a poder ver y hacer en los alrededores de la granja.

La última vez que fueron eran muy chicos y todavía estaban los abuelos; casi ni se acordaban del lugar, tenían solo vagos recuerdos del campo o del olor de los árboles entre los cuales jugaban a las escondidas.

Después de la muerte de su marido, a la tía le había costado reorganizarse y había decido mudarse con los hijos a la vieja granja de los padres, ahora abandonada.

Gaia oyó el ruido de la llave en la cerradura y corrió a recibir al primo, que la alzo como había hecho con su pasare y la hizo girar como en un carrusel. Gaia sonrió. No se esperaba esa demostración de afecto.

—Hola, Libero. ¿Cómo estás? —le preguntó de corazón al primo que no veía desde hacía tanto.

—Bien, pequeña —respondió Libero.

Entre tanto, llegó Giulia, y fue la única con la que Libero se comportó como un caballero, besándole las mejillas apresuradamente.

—¿Cómo estuvo el viaje? —le preguntó Giulia premurosa.

—Bien, la vaca de acero es muy cómoda y veloz para viajar y la ciudad está llena de cosas curiosas. ¡Estoy contento de estar aquí!

—Siéntate, debes estar cansado. ¿Puedo ofrecerte un helado? —ofreció Giulia.

—Sí, gracias, tía, me encanta el helado —aceptó Libero de buen grado—, pero ¿y Elio dónde está?

—Elio está en su habitación, ahora viene —dijo Carlo enfadado con el hijo, que no se dignaba a venir a saludar al primo que había hecho ese viaje solo para venir a buscarlo, y fue a su cuarto.

—No, no, tío. —Libero lo detuvo—. Voy yo, quiero darle una sorpresa. Dime cuál es su habitación.

Apenas Carlo se la indicó, Libero se lanzó hacia la habitación, desde donde se sintieron sus gritos de felicidad mientras lo saludaba. Ni siquiera Elio, no obstante su frialdad, logró escapar al abrazo envolvente.

Gaia miró a la madre con sorpresa y le susurró:

—¡No lo recordaba tan tonto!

—No digas eso —le recriminó Giulia—. Es un buen muchacho, y muy correcto.

—Sí, pero… ¿están seguros de que podrá llevarnos a destino? —preguntó Gaia perpleja.

—¡Claro que sí! —la tranquilizó Carlo—. No lo subestimes. Lleva adelante la granja junto a la madre. Es fuerte y competente.

Llegó la hora de la cena, que, con todos los colores que Libero había traído del campo, fue muy alegre, naturalmente para todos salvo para Elio.

—No veo la hora de mostrarles todo —concluyó Libero dirigiéndose a los primos al final de la descripción de la granja.

—¿Estás seguro de que no quieres quedarte un par de días antes de viajar? —preguntó Giulia.

—No puedo dejar a mamá sola en este época, hay mucho trabajo.

—Tienes razón, Libero. Eres un muy buen muchacho —lo elogió Carlo palmeándole con afecto el hombro.

—¿Sabes, tío? En el auto me preguntaba una cosa. Antes de venir a la ciudad pensaba que la bocina servía solo en caso de peligro.

—Claro —respondió Carlo—. ¿Por qué?

—Porque parece que aquí la usan para festejar. ¡No dejan de tocarla!

Todos, menos Elio, rompieron a reír preguntándose en silencio si Libero estaba bromeando o si hablaba en serio…