Dos amigas frente al misterio

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Dos amigas frente al misterio
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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Educación Continua

Alameda 390, Santiago, Chile

editorialedicionesuc@uc.cl

www.ediciones.uc.cl

DOS AMIGAS FRENTE AL MISTERIO

Fe y ciencia en diálogo sobre el hombre y su destino

Martino De Carli

© Inscripción Nº 253.208

Derechos reservados

Mayo 2015

ISBN Edición Impresa: 978-956-14-1611-6

ISBN Edición Digital: 978-956-14-2557-6

Diseño: Francisca Galilea

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

De Carli, Martino

Dos amigas frente al misterio: fe y ciencia en diálogo sobre el hombre y su destino / Martino De Carli

1. Religión y ciencia

2. Filosofía de la ciencia

3. Fe y razón

I. t.

2015 261.55 + ddc23 RCAA2


Índice

Agradecimientos

Prólogo

Introducción

Parte I. ¿Qué es el hombre?

I. Maravilla

II. Experiencia

III. Tradición

IV. Razón

V. Sentimiento

VI. Libertad

VII. Religiosidad

VIII. Aquello que es el hombre

Parte II. Fe y ciencia

IX. El recorrido de la fe

X. La aventura del conocimiento científico

Parte III. Tres ejemplos

XI. Mito, filosofía y fe bíblica en la creación

XII. Dolor, salud y salvación

XIII. Determinismo, neurociencias y libertad

Parte IV. Una amistad posible

XIV. Encuentros y desencuentros (1) Justino, Agustín y Tomás

XV. Encuentros y desencuentros (2) El caso Galileo

XVI. Ensanchamiento de la razón y valoración de las ciencias en Benedicto XVI

Conclusiones

Bibliografía

Agradecimientos

Este libro no hubiera podido nacer sin la colaboración de algunas personas que deseo agradecer: Marco Sampognaro, por el precioso trabajo de redacción; Luis Ángel Laguna y Rubén Roncolato por el trabajo de revisión; y Federico Ponzoni por sus valiosas sugerencias.

Prólogo

El título de este libro resume en forma magistral su contenido, como así también la intención de su autor de contribuir al diálogo entre fe y ciencia, tan urgentemente solicitado desde el Concilio Vaticano II, en su Constitución Pastoral “Gaudium et spes”, como también en el magisterio de los pontífices que lo sucedieron y lo interpretaron. Atrás quedó la época que postulaba un racionalismo anti-religioso, considerando a Dios como una hipótesis innecesaria, o una secularización de la vida social y cultural de la humanidad que la haría prescindir de la religión. Tal pronóstico nunca se cumplió y la religión ha seguido floreciendo en los distintos continentes y culturas de la humanidad. Pero no cabe duda que la ciencia experimental juega un rol cada vez más decisivo en el desarrollo tecnológico y en la vida de las personas, con el riesgo consiguiente de su manipulación biotecnológica, económica, política y bélica, ante la existencia de armas de destrucción masiva. Pero como ha recordado Benedicto XVI en su encíclica “Caritas in veritate”, la tecnología y la ciencia tienen una dimensión esencialmente antropológica. Nacidas de la inteligencia humana, han buscado dar al hombre un mayor espacio de libertad frente a sus necesidades y permitirle de mejor manera cumplir con el mandato recibido en el Génesis de administrar la tierra y trabajar como co-creadores, según el designio divino.

Siguiendo esta dimensión antropológica, el libro dedica su primera parte a contestar la pregunta ¿Qué es el hombre? De la mano de las reflexiones de Luigi Giussani, el autor explica cómo el sentido religioso es una característica esencial de la razón humana que busca el significado último de la realidad en el conjunto de todas sus dimensiones. Sin embargo, este significado la sobrepasa y la trasciende. Debe reconocer que su capacidad especulativa se encuentra al final con una incógnita misteriosa. La finitud de la inteligencia se encuentra de cara al infinito. Como señalan los fenomenólogos con su concepto de horizonte, por mucho que el hombre se desplace, la línea del horizonte se desplaza con él. Dios, como origen y fundamento de todo lo que tiene existencia es un misterio, y el ser humano no podría conocerlo a menos que Él mismo quisiera revelarse. Y aquí reside, precisamente, la prodigiosa originalidad del cristianismo, Dios se revela encarnándose, asumiendo la condición humana y respetando hasta el martirio, la libertad del hombre. El dramatismo de la fe se juega en la aceptación de la credibilidad del testigo. Es, sin duda, una forma de conocimiento cierto, pero no por la evidencia que se adquiere en primera persona, sino por la memoria del enviado de Dios y de todos los que han creído en Él hasta nuestros días. Aún con la encarnación, Dios continúa siendo un misterio para el hombre, que sabe, sin embargo, que constituye su destino.

La segunda parte del libro habla del recorrido de la fe y de la aventura del conocimiento científico. Para el autor de este libro, son dos dimensiones que le resultan connaturales en su vida y se comprende, por ello, que las exponga con mucha autoridad y sencillez. El método científico de las ciencias experimentales siempre ha reconocido sus limitaciones y sabe que no puede conocerlo todo. Es cierto que, de tanto en tanto, surgen ciertas ideologías cientificistas que le atribuyen a la ciencia una capacidad mayor que la que le otorga su método, pero pronto se revelan como pretensiones infundadas. Sabido es que, desde comienzos del siglo XX, el modelo de las ciencias naturales y también el de las sociales es probabilístico, de modo tal que sus certezas tienen márgenes de error y sus hipótesis pueden ser “falseadas”, al decir de Popper, antes que comprobadas o verificadas. Todo esto lo saben los científicos y lo aceptan de buena gana. La realidad es siempre más grande o más compleja de las teorías o modelos que intentan simplificarla. Como ocurre con los mapas, comprendemos la realidad, pero siempre a una escala diferente de la realidad misma. Por ello puede afirmar el autor, como se lee en el título, que la ciencia se encuentra también, al igual que la fe, de cara al misterio. La inteligencia humana es, por su naturaleza, inquisitiva y ninguna pregunta se dará por satisfecha con una respuesta que no vuelva a replantear nuevamente la pregunta de la que partió. Y, por cierto, los científicos son además seres humanos, de modo que en su inteligencia se pueden abrir, y de hecho, lo hacen, al sentido religioso que busca el significado último de todo. Ciertamente, la única posibilidad de diálogo entre la ciencia y la fe es aquella que pueda establecerse entre científicos que, en su propia disciplina, o en diálogo interdisciplinar con otros científicos, busquen con humildad y sencillez las preguntas que los abren al umbral del misterio.

La tercera parte del libro analiza tres ejemplos luminosos en que es posible observar los límites de la relación entre ciencia y fe, al mismo tiempo que la apertura que ambas necesitan para comprender el fenómeno humano en su conjunto. Se trata de la creación, considerada desde el mito, la filosofía y la fe bíblica, del dolor, la salud y la salvación, como también del determinismo, las neurociencias y la libertad humana, tan actuales en la investigación científica contemporánea. La tensión que se presenta en considerar la realidad como sólo aquello que tiene magnitud, que es mensurable y divisible, y la experiencia del yo, de su inteligencia y libertad, que es inconmensurable e indivisible son las dos experiencias que necesitan reconciliarse para entender la totalidad del fenómeno humano. Ya Spinoza, en los albores de la filosofía moderna, planteaba que la libertad no es más que nuestra ignorancia de saber qué es lo que nos determina. Desde entonces, la tentación a un reduccionismo de la vida humana a la determinación de ciertos factores conocidos no ha abandonado al pensamiento y retorna una y otra vez bajo distintos pretextos y saberes, tanto en el ámbito de las ciencias naturales como también de las sociales. Pero la conciencia de la libertad del pensamiento y del juicio, y más profundamente, la libertad ontológica de querer ser aquello que se puede ser, no abandona la experiencia elemental del hombre constituyendo su “suidad”, para usar la magnífica expresión de Xavier Zubiri. La condición material del ser humano está fuera de duda, pero también lo está su condición espiritual, que abre su inteligencia a la luz que ilumina la totalidad de los factores que constituyen su realidad. Los tres ejemplos analizados ilustran muy bien la necesidad del diálogo entre las distintas dimensiones de la realidad que la razón exige para la comprensión del fenómeno humano en su conjunto.

 

La cuarta parte del libro plantea ejemplos históricos de una amistad posible entre la razón y la fe con figuras de pensadores como Justino, Agustín y Tomás de Aquino, analizando también el caso de Galileo y las razones de Juan Pablo II para revisarlo. Pero en esta parte, el autor recurre sobre todo a Benedicto XVI y su constante llamado a “ensanchar” la razón para superar la autolimitación que parece haberse impuesto a sí misma desde hace siglos. Es por ello que el diálogo entre la fe y la razón debe realizarse de cara al misterio. Cualquiera otra medida resultaría infructuosa, porque el anhelo de infinito es constitutivo de la inteligencia humana. Pero el autor no usa sólo la palabra diálogo, sino que va más lejos usando la palabra amistad. Se trata de una apreciación justa, puesto que ambas se buscan, se necesitan y se purifican recíprocamente evitando caer en el determinismo una, y en el fideísmo, la otra. Lo que necesita esta amistad es la pasión por el conocimiento de lo real, por la naturaleza del ser humano y de su inteligencia, el amor a su destino.

Estas páginas son un ejemplo muy clarificador de que esta amistad es posible. Escritas en estupendo lenguaje, de gran amenidad y sencillez, con una enorme cantidad de citas de pensadores famosos y un gran apoyo literario, este libro no sólo servirá a los alumnos que siguen sus cursos, sino que será un poderoso estímulo para los científicos, filósofos y teólogos, de esta universidad y de otras, para iniciar un diálogo fecundo que dé un sentido nuevo a su actividad universitaria y a su “diaconía de la verdad”.

Pedro Morande Court

Profesor Titular de Sociología

Pontificia Universidad Católica de Chile

Introducción

¿Qué es el hombre? ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Por qué sufrimos? ¿La fe tiene que ver con la razón? ¿Es posible ser científicos y creer en Dios? ¿Ha obstaculizado la Iglesia el desarrollo de la ciencia?

Estas son algunas preguntas que han surgido durante las clases del curso “Fe y modelos de racionalidad científica”, que imparto a alumnos de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Este libro nace del deseo de dar a conocer el recorrido temático que he desarrollado en el curso, dialogando con los estudiantes e intentando responder a sus interrogantes.

Los temas tratados expresan esta preocupación y también reflejan la participación en el curso de alumnos de diversas facultades. Por lo tanto, evidencian el intento de buscar un enfoque interdisciplinar, creando enlaces entre la reflexión teológica y aspectos de otras disciplinas del saber.

Un diálogo entre la fe y la ciencia, que no quiera ser solamente escenario de contraposiciones estériles, no puede excluir la cuestión antropológica, es decir, la pregunta sobre lo específico del ser humano. Por lo tanto, en la primera parte del texto hablaré del hombre y de los caminos que utiliza para conocer la realidad y para conocerse a sí mismo. De esta forma, adquirirá una nueva luz el misterio de su existencia.

En la segunda parte, en cambio, pretendo decir qué es la fe y qué es la ciencia, describiendo cuáles son sus características fundamentales y sus principales dinamismos. En la tercera sección, me detendré sobre tres ejemplos que ilustran, desde distintas perspectivas, la relación existente entre la fe y la ciencia. Finalmente, en la cuarta parte, después de haber descrito algunas articulaciones histórico-filosóficas de la relación entre fe y racionalidad, expondré una propuesta de diálogo entre la fe y la ciencia.

He utilizado varias fuentes. Escribir estas páginas ha sido una ocasión provechosa para volver a descubrir el valor de ciertas lecturas que he hecho a lo largo de mis años de estudio, para entrever una correlación entre ellas y para colocarlas en un horizonte más unitario. Entre las fuentes, he recurrido especialmente a dos autores: Luigi Giussani, sacerdote italiano, teólogo y educador [1922- 2005] y Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) [1927]. Ellos me han ayudado a construir el entramado conceptual de mi argumentación.

Luigi Giussani me ha enseñado, sobre todo, a volver a pensar de una forma nueva en las cuestiones de siempre, redescubriendo las palabras fundamentales del lenguaje cristiano y a mirar al hombre en acción, para conocerlo en sus dinamismos más profundos, en sus esperas más radicales.

Joseph Ratzinger, en cambio, me ha acompañado en la comprensión de la relación entre la fe y la ciencia a lo largo de la historia. Además, le debo a él la propuesta final de colaboración recíproca entre las dos.

Una palabra sobre el estudio y su significado. Impartiendo las clases, me he dado cuenta de que identificar el estudio con un simple acopio de conocimientos o con un puro bagaje de nociones, no respeta su verdadera naturaleza. Tampoco es satisfactoria la fragmentación actual del saber que encierra la razón del estudiante en una especie de autonomía, más allá de la legítima demarcación que debe existir entre las distintas materias1. Acopiar conocimientos o extremar una disciplina no logra ser realmente satisfactorio, porque todos, finalmente, buscamos un punto de síntesis que pueda permitirnos entrever el sentido último de nuestra existencia y el nexo que existe entre la vida y cada aspecto de la realidad2. El estudio no es solamente una preparación para el futuro, sino una aventura de conocimiento en el presente. Su verdadero motor oculto es la búsqueda de un significado último.

A la luz de esto, comprendo que este texto no tiene principalmente el objetivo de ofrecer unas informaciones adicionales sobre el tema tratado o unas fáciles demostraciones frente a los desafíos planteados, sino de invitar a reflexionar críticamente sobre algunas dimensiones fundamentales de la vida y sobre el sentido de la misma existencia.

Esta es también la actitud que puede permitir una amistad real entre la fe y la ciencia frente al misterio.

PARTE I

¿Qué es el hombre?

CAPÍTULO I

Maravilla

"La primera y más elemental emoción que encontramos en el ánimo humano es la curiosidad. Lo grande y lo bello de la naturaleza despierta en nosotros una pasión que podemos definir como estupor”3. Esta frase del compositor alemán Franz Joseph Haydn [1732-1809] nos introduce en el tema de la maravilla. Hay características sugestivas de lo real que siempre nos asombran. Es difícil, por ejemplo, apagar la belleza de la naturaleza. Pienso en los árboles, en las flores, en los múltiples colores: especialmente el verde de los bosques y el azul de los océanos. Los hombres también son una realidad sumamente interesante, porque son como microcosmos en el macrocosmos. Su rostro es único e irrepetible e invita a entrar en el secreto de su propia existencia. Es la puerta a través de la cual el otro puede empezar a conocer algo de mí.

El primer sentimiento que tiene el hombre es el de estar frente a una realidad que no es suya y de la cual depende. Antes del miedo que pueda tener frente a ella, del deseo de analizarla o de la intención de manipularla, sobresale el asombro. Descubre que la realidad es algo que lo trasciende y que se le ha dado. Es un don.

Una actitud originaria

Luigi Giussani propone un ejemplo clarificador a propósito del tema que estamos tratando. “Supongan que nazcan, que salgan del seno de su madre, con la edad que tienen en este momento, con el desarrollo y con la conciencia que tienen ahora. ¿Cuál sería el primer sentimiento que tendrían, el primero en absoluto, es decir, el primer factor de su reacción ante la realidad? Si yo abriera de par en par los ojos por primera vez en este instante, al salir del seno de mi madre, me vería dominado por el asombro y el estupor que provocarían en mí las cosas debido a su simple «presencia». Me invadiría por entero un sobresalto de estupefacción por esa presencia que expresamos en el vocabulario corriente con la palabra «cosa»”4.

Por lo tanto, la actividad original del hombre consiste precisamente en una suerte de pasividad: recibir, constatar, reconocer.

Un niño se asombra fácilmente. Tengo en la memoria la mirada de Marcelino, protagonista de la película española dirigida por Ladislao Vajda en 1955. En cambio, un adulto necesita reconquistar constantemente esta actitud originaria. Pero, cuando lo hace, la realidad se le presenta como algo nuevo, algo que adquiere los rasgos de un regalo inesperado. No es erróneo afirmar que sólo el asombro conoce. De hecho, antes de ponernos eventualmente a contar las estrellas, nos sorprende el simple hecho de que existen: “¡Mira las estrellas!”.

Una actitud compartida

Albert Einstein [1879-1955] dijo que la maravilla constituye la “semilla de todo arte y de toda ciencia verdadera”5. También afirmó que “el hombre […] que ha perdido la facultad de maravillarse y humillarse ante la creación, es como un hombre muerto”6. El científico italiano Carlo Rubbia [1934] en una conferencia del año 1987 afirmó que “cuando miramos un fenómeno físico determinado, por ejemplo una noche estrellada, nos sentimos profundamente conmovidos y sentimos dentro de nosotros un mensaje que nos viene de la naturaleza, que nos trasciende y nos domina”7.

El arte comparte con la ciencia esta postura frente a las cosas. En una carta al hermano Theo, Vincent Van Gogh [1853-1890] escribe: “Siempre la vista de las estrellas me hace soñar, tan simplemente como me impulsan a soñar los puntos negros que presentan en el mapa ciudades y lugares”8.

La filosofía es una suerte de retorno a la niñez del espíritu, por la cual cada cosa se vuelve signo, interrogante y novedad. El contenido de la filosofía es la realidad9. Como el descubrimiento de una amistad despierta en nosotros interrogantes, de la misma forma, la realidad suscita en el filósofo preguntas sobre la misteriosa y oculta armonía de lo real y sobre su sentido último. La filosofía brota allí donde los hombres se despiertan, como “un intento de formular y contestar preguntas de carácter fundamental”10.

El novelista italiano Cesare Pavese [1908-1950], en la introducción a su libro Dialoghi con Leucó, escribió: “Sabemos que la manera más rápida y segura para asombrarnos consiste en mirar fijamente el mismo objeto. En un momento dado, nos parecerá que aquel objeto –¡milagro!– no lo hemos visto nunca”11. ¿No es esta misma admiración, según Aristóteles, el origen de la reflexión del filósofo?12.

Realismo y subjetivismo

El asombro ante la realidad, ante el dato de una presencia que se impone, pone de manifiesto la correcta relación entre el hombre y la realidad misma. Giussani, en la primera premisa de El sentido religioso, describe la urgencia de observar la realidad. Cita la frase del médico Alexis Carrel [1873-1944]: “Mucha observación y poco razonamiento llevan a la verdad”13. Propone a la vez una definición de realismo: “No primar un esquema que se tenga previamente presente en la mente por encima de la observación completa, apasionada e insistente de los hechos, de los acontecimientos reales”14. Afirmando la necesidad de aprender de la realidad con todos sus datos, construyendo sobre ella, en lugar de manipularla y ajustarla a la coherencia de un esquema prefabricado, nuestro autor ejerce una crítica a aquella filosofía moderna que considera al sujeto como la condición del conocimiento de la realidad. Descartes, Kant y Hegel son sus principales representantes. René Descartes [1596-1650] vive en un contexto europeo marcado por la división, la guerra y la incertidumbre. Por lo tanto, se pregunta por dónde reanudar el camino en un contexto de crisis. Ya no hay ninguna evidencia incontrovertible que no sea el pensamiento. El cogito, es decir el yo que piensa, es lo que existe, aunque el mundo y su existencia se pusieran en dudas y se consideraran solamente probables. Decir cogito ergo sum significa decir que antes de la realidad estoy yo. Se trata de un giro radical15.

 

Immanuel Kant [1724-1804], en su intento de definir los límites y la extensión de la razón, hace del intelecto el autor de la experiencia y de esta un producto del intelecto mismo. Podemos experimentar y conocer solamente lo que se conforma previamente a nuestro poder de conocimiento y a las formas a priori o esquemas de nuestra intuición sensible y de las categorías de nuestro intelecto. El objeto “gira” alrededor del sujeto y se adapta a sus leyes16.

Al idealismo trascendental kantiano sigue el idealismo hegeliano, según el cual el pensamiento coincide con el ser. La realidad sin mí no existe17. Existe solamente lo que pienso.

Según esta perspectiva filosófica, nada puede acontecer que el sujeto mismo no haya constituido de antemano. Las condiciones de posibilidad de la experiencia no dependen del poder del fenómeno de manifestarse, de su carácter sobreabundante, de la capacidad de la realidad de donarse, sino del sujeto que decide lo que se puede o no se puede conocer, como si fuera una especie de legislador.

Los tres profesores

Giussani ilustra más profundamente los términos del problema por medio de un ejemplo18. Imaginemos a tres profesores que imparten lecciones en una misma clase en momentos sucesivos. El primero de los tres es un profesor escéptico, que decreta la imposibilidad de conocer el objeto, pidiendo que se le demuestre de forma indiscutible que existe como objeto que está fuera de nosotros19. El profesor idealista en cambio afirma que “si no se conoce un objeto, es como si este no existiera”. El profesor realista también hace la misma afirmación. De hecho, parece la misma aserción. Sin embargo, hay una profunda diferencia entre los dos enunciados. El como si del idealismo es algo que tiene un carácter productivo, constituyente, porque conocer el objeto coincide de una cierta manera con el hecho de construirlo. Según los rasgos de la corriente del pensamiento moderno de la cual se ha hablado, lo que crea el objeto es nuestro conocimiento. En cambio, el como si de la posición realista plantea la necesidad de un encuentro entre dos polos igualmente necesarios: la realidad, por un lado, y el yo con su autoconciencia, que es capaz de percibir la realidad misma, por otro. Hay una misteriosa unidad o comunión entre la cosa en sí y quien la percibe.

De esta forma, Giussani evita caer en un realismo pre-crítico, que olvide el hecho de que la cosa es para alguien; a la vez no pierde la cosa en sí. La suya es, en último término, una postura fenomenológica, que salva ya sea la importancia del sujeto, ya sea la alteridad de lo real.

Las estrellas brillan aunque nadie las vea, pero para conocerlas es necesario que esté presente alguien que las vea. La experiencia se vuelve el lugar donde la realidad, en vez de formarse en un sentido kantiano, se manifiesta y se hace evidente, sin límites preconcebidos al manifestarse. Es un espacio abierto, no un espacio cerrado; una ventana, no una jaula. El sujeto, más que el creador o el origen del conocimiento, más que la norma del conocimiento mismo, es el testigo consciente y el espectador atento de la manifestación de lo real.

El conocimiento como acontecimiento

Frente a este misterioso encuentro, a esta misteriosa relación entre el sujeto y el objeto, podemos decir que el conocimiento siempre es un acontecimiento20. La categoría de acontecimiento sugiere la idea de algo que “adviene”, es decir, de algo imprevisto y al mismo tiempo real, que no existía y que en un momento dado se manifiesta y se da a conocer.

Sin embargo, la verdadera causa del asombro no es sólo el imprevisto, sino el aflorar en el acontecimiento de algo más de lo que superficialmente aparece. “Como el manantial, que deriva todo él de la fuente. Como la flor, que depende totalmente de la fuerza de la raíz”21. La flor no es sólo una cosa que presenta una cierta materia y ciertas dimensiones. Ella puede hablarnos también de la benevolencia del Creador. Un hecho contingente, que emerge en la experiencia, revela el misterio que lo constituye, o sea su fundamento eterno.

El mundo funciona como signo22. Como todo signo “demuestra” aquello de lo que es signo, la realidad (el mundo), al producir su impacto en el hombre, funciona como un signo y “demuestra” la existencia de otra cosa diferente, “demuestra” a Dios. Lo real, si no es comprendido como don, no es comprendido en toda su verdad.

Este es el punto de partida de un recorrido por medio del cual el ser humano puede darse cuenta de que subsiste por otra cosa, de que su misma vida es un don. La verdad del hombre, que no se hace a sí mismo, es ser criatura, ser relación, porque decir “yo” equivale a decir “soy hecho”23.

Por lo tanto, el acontecimiento se presenta como la realidad mensurable reconocida en su significado. Por medio de lo contingente se manifiesta lo eterno. En 1956, durante la enfermedad que lo llevaría pronto a la muerte, el poeta Clemente Rebora [1885-1957] miraba fijamente un árbol a través de la ventana de su habitación. Era un álamo. Después de haberlo mirado durante unos días, durante su inmovilidad obligada, dictó una poesía que se concluye con estas palabras: “Parado permanece el tronco del misterio, y el tronco se abisma donde hay más verdad”24. El árbol se ahonda en la tierra. En sus raíces está también todo el secreto de su vida.

Implicaciones existenciales

Toda la realidad presenta un carácter fundamentalmente irreductible a nuestros esquemas. Si coincidiera con lo que pensamos, si no excediera nuestro pensamiento, de la misma podríamos conocer sólo lo que está predeterminado por nuestro pensamiento.

La realidad trasciende nuestras ideas y nuestros proyectos. Por lo tanto, cuando conocemos a una persona, nos aproximamos a una novedad misteriosa. No hay aventura más interesante que conocer al otro, en la medida en la cual él libremente lo permita. Se trata de algo nuevo, que nos desplaza y nos corrige. Los intentos mismos del hombre de transformar la realidad con su trabajo y sus proyectos, son siempre irónicos, es decir, deben estar siempre dispuestos a aceptar que la realidad los corrija. Mantener esta apertura y esta disposición frente la vida, no es algo que se improvisa. Se necesita reanudar constantemente una posición más auténtica, que se asemeja mucho a aquella actitud que solemos llamar “adoración”.

Cuando esta postura desaparece, domina la ideología, es decir, la pretensión de manipular la realidad a partir de un esquema prefabricado. Desde una perspectiva histórica, las ideologías del siglo XX, nazismo y comunismo, con sus proyectos, han sido epifenómenos de esta postura. En ellas, la afirmación radicalizada y arrogante de un aspecto de la realidad ha causado violencia y destrucción. Las palabras de Hitler y de Lenin han sido pesadas como armas, como proyectiles; sin embargo, al comienzo eran ideas, teorías, filosofías… También la moderna manipulación del hombre, realizada por la biogenética contemporánea, tiene como su fundamento la misma mentalidad, es decir, la idea de que el hombre decide la construcción de sí mismo.

Además de la ideología, existencialmente, allí donde se pierde la alteridad de lo real, prevalecen también la soledad, la incomunicabilidad y el aburrimiento. El escritor italiano Alberto Moravia [1907-1990], en la novela La Noia escribe: “La percepción del aburrimiento nace en uno por la incapacidad de salir de sí mismo”25. El filósofo chileno Humberto Giannini [1927-2014] nos recuerda que el hombre moderno, al no vivir una relación con el presente como algo que se le dona, oscila entre la preocupación y la diversión, la ansiedad y la evasión, intentando evitar aquel horror al vacío que está en el origen de la etimología de la palabra “aburrimiento”. Se trata, afirma, “del intento de eludir la temporalidad en su manifestación presente. Y sigue siendo, en cualquier caso, incapacidad parcial o total de acogida, o sea, conciencia inhóspita”26.

Ernesto Sábato [1911-2011] escribe: “Trágicamente el hombre está perdiendo el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que lo rodea […] perdemos la capacidad para mirar y ver lo cotidiano. Una calle, unos ojos candorosos en la cara de una mujer vieja, las nubes de un atardecer. La floración del aromo en pleno invierno no llama la atención a quienes no llegan ni a gozar de los jacarandaes en Buenos Aires. Muchas veces me he sorprendido cómo vemos mejor los paisajes en las películas que en la realidad”27. El escritor argentino escribe esto en los años noventa y hace referencia a la televisión con su poder de inducir una visión hipnótica de la realidad. Hoy tendríamos que preguntarnos qué relación con lo real promueve la tecnología moderna, miles de veces más sofisticada que la televisión de hace unos años. El hombre moderno, que oscila entre preocupación y evasión, intenta salirse de su condición de soledad e incomunicabilidad. Quizás se trate de un intento irónico y falaz, porque la posibilidad de acceder a nuevos mundos virtuales corre el riesgo de ser la simple proyección de uno mismo.