Maestros de la música

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Maestros de la música
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© Nadia Koval, 2017

ISBN 978-5-4485-0653-6

Создано в интеллектуальной издательской системе Ridero

Este libro compila 66 artículos sobre la música clásica escritos por Nadia Koval y publicados en la Revista de la cultura urbana QUID (Argentina) y en Russia Beyond the Headlines (Edición en español) (Rusia), durante el período de 10 años: desde el 2006 hasta el 2016.

El libro contiene dos partes:

La Parte I está dedicada a los compositores más famosos desde la época barroca hasta los tiempos modernos.

La Parte II está destinada a los intérpretes de la música clásica más destacados e incluye las entrevistas con el compositor Rodión Shchedrín, el tenor José Cura, las cellistas Christine Walevska y Sol Gabetta, los violinistas Ilya Gringolds, Maxim Vengerov y Lisa Batiashvili, el director de orquesta José Serebrier, entre otros.

Parte I Compositores

BENJAMIN BRITTEN. la cuarta «B»

Benjamin Britten (1913—1976) / Foto: Roland Haupt


Benjamin Britten nació en 1913, en Lowestoft, Inglaterra. Se crió en una familia de clase media, su padre se ganaba la vida como dentista y su madre era una talentosa cantante amateur. Ella protegía a su hijo en exceso, diciendo que él pronto se convertiría en «la cuarta B», después de Bach, Beethoven y Brahms. Nacido el 22 de noviembre, el día de la festividad de Santa Cecilia, patrona de la música, el pequeño Benjamin era capaz de componer antes de que pudiera escribir. A los catorce años, Britten comenzó a tomar lecciones particulares con el compositor Frank Bridge, quien percibió rápidamente el potencial del niño. El primer año de estudios produjo, entre otras cosas, el ciclo de canciones orquestales Quatre chansons françaises, que no sólo estuvo asombrosamente logrado en términos técnicos, sino que era muy maduro y original.

En 1930, Britten recibió una beca para estudiar en el Royal College of Music de Londres. Por otro lado, pasaba su tiempo escuchando a la British Broadcasting Corporation (BBC), que en sus transmisiones dedicaba un generoso espacio a la música de compositores contemporáneos. Las emisiones de la radio despertaron el interés del compositor por Arnold Schönberg y por Alban Berg. Ese mismo año la BBC ofreció la primera presentación nacional de Britten al transmitir su pieza coral A Boy Was Born. Al año siguiente, empezó a trabajar para la Unidad Cinematográfica de la Oficina General de Correos como compositor residente. Su primer cometido consistió en escribir música para una película sobre el sello conmemorativo del vigésimo quinto aniversario del reinado de Jorge V. Pronto conoció al poeta Wystan Hugh Auden, con quien colaboró en el ciclo de canciones Our Hunting Fathers, obra radical en su tratamiento musical y en el sentido político. El joven Britten hizo acopio de un lenguaje personal a partir de todo aquello que agradaba a su oído: la música de Berg, de Stravinski, de Holst. Enormemente impresionado por una producción londinense de Lady Macbeth de Mtsensk de Shostakovich en 1936, dominó las artes de la parodia y del tono grotesco, y también acudió, en busca de inspiración, a la opereta, el vodevil y la canción popular.

Cuando falleció la madre de Britten en 1937, el testamento que aquella dejó le permitió comprar la Old Mill, una casa circular del siglo XVIII en las afueras de Aldeburgh. La muerte de su madre lo dejó consternado, pero a la vez lo hizo sentir liberado del papel de niño mimado. Por primera vez empezó a explorar seriamente su sexualidad. Conoció al cantante Peter Pears, el futuro amor de su vida, con quien viajó a Estados Unidos en abril de 1939, con la intención de establecerse allí permanentemente. En este país, Britten compuso la opereta Paul Bunyan, primera obra lírica con libreto de Auden, así como el primer ciclo de canciones para Pears. Este período fue también notable por varios trabajos orquestales, incluyendo las Variaciones sobre un tema de Frank Bridge, el Concierto para violín y la Sinfonía da Requiem.

Britten y Pears descartaron la idea de recibir la ciudadanía estadounidense, aunque la situación de la Segunda Guerra Mundial y los peligros que conllevaba el viaje transatlántico les impidieron volver a Inglaterra hasta 1942. En el viaje de regreso, el compositor completó los corales Himno a Santa Cecilia, última colaboración con Auden, y Ceremonia de Villancicos. Enseguida comenzó a trabajar en su ópera Peter Grimes, cuyo estreno en Sadler’s Wells en 1945 fue uno de sus mayores éxitos. Al mismo tiempo Britten comenzó a encontrar oposición en el ambiente musical de Londres, y gradualmente salió de escena fundando el Grupo de Opera Inglesa en 1947 y el Festival de Aldeburgh al año siguiente con el objetivo, aunque no exclusivo, de interpretar sus propias composiciones.

Otra destacada obra de Britten es el Requiem de Guerra. Fue escrita por encargo para la reapertura de la Catedral de Coventry en 1962 y es una fuerte manifestación contra cualquier tipo de conflicto bélico, una denuncia de la irracionalidad e inutilidad de la guerra. Estaba pensada para que se convirtiese en un símbolo de un nuevo espíritu de unidad, de reconciliación en plena guerra fría. Y así reunió a un trío de solistas que provenían de las tres naciones europeas que más protagonismo habían tenido en la guerra: el barítono alemán Dietrich Fischer-Dieskau, el tenor inglés Peter Pears y la soprano rusa Galina Vishnevskaya.

En sus últimos años Britten se trasladó con Pears a Horman, donde escribió Phaedra, Death in Venecia, el Tercer Cuarteto para cuerdas, entre otras. Logró llegar a ser una figura nacional respetada, un emblema del orgullo británico. «Era un poco como Sibelius, un hombre solitario, atribulado, que se convirtió en un ícono patriótico. Más cerca aún de su temperamento estaba Shostakovich, a quien Britten llegó a conocer en los años sesenta. A pesar de la barrera idiomática, los dos compositores establecieron un vínculo duradero. Britten hizo que su paisaje interior resultara tan vívido como el estruendo del mar, los gritos de las gaviotas y el escabullido de los cangrejos», escribe en su libro «El ruido eterno» Alex Ross.

Benjamín Britten murió el 4 de diciembre de 1976, a los sesenta y tres años, de complicaciones provocadas por una endocarditis bacteriana, la misma dolencia que había sucumbido a Mahler. El compositor inglés Michael Tippett escribió así en el obituario: «Britten ha sido para mí la persona musical más pura que he conocido». Igual de extraordinario fue el gesto que tuvo la reina Isabel II: cuando le llegó la noticia de la muerte de Britten, envió un telegrama de condolencia a Peter Pears.


Revista QUID Nº 65, agosto 2016

ANTON BRUCKNER. uN «bicho raro»

Anton Bruckner (1824—1896)


El verdadero genio no tiene ascendencia terrenal. Solo un genealogista puede estar interesado en rastrear la ascendencia de una persona famosa, pero ¿en qué nos beneficia leer largas discusiones acerca de los antepasados de Anton Bruckner, si ellos eran originariamente de la Alta o Baja Austria, si habían sido campesinos por un tiempo largo o corto? Tal vez, el único hecho importante en el estudio sobre la personalidad de Bruckner podría ser que su abuelo había podido dejar de ser campesino y convertirse en maestro de escuela. No se sabe si en la familia de Bruckner alguien se había dedicado a la música, así que se puede suponer que el compositor no estaba en deuda con sus antepasados por su talento.

Nació en 1824 en la localidad de Ansfelden. Estudió en St. Florián, un pueblo ubicado alrededor de un antiguo monasterio austriaco, el cual no abandonó hasta una madura edad. Los años de juventud los pasó ocupado con estudios musicales. Dedicaba horas y horas al órgano con el fin de convertirse en uno de los organistas más grandes del mundo. Recién a los 40 años Bruckner sintió la confianza suficiente para embarcarse en el proyecto sinfónico que lo sustentaría durante toda su vida. Al hacerlo, tuvo que enfrentarse a la ira y las bromas de los críticos y de sus colegas músicos que lo llamaban desde «borracho» hasta «compositor de sinfonías boa-constrictoras». A pesar de esto, a diferencia de Beethoven, cuya comprensión de la sinfonía y el estilo personal cambiaron a lo largo de los años, Bruckner encontró muy pronto su visión artística única y después exploró, incluso con mayor sutileza, las implicaciones y posibilidades de su lenguaje.

John Butt, profesor de música en la Universidad de Glasgow y un devoto de Bruckner, cuenta que el compositor era «un bicho raro»: tenía la manía de contar los ladrillos y las ventanas de los edificios y también el número de barras en sus partituras orquestales gigantescas, asegurándose de que sus proporciones fueran estadísticamente correctas. Pero había cosas más extrañas en su comportamiento. Por ejemplo, cuando su madre murió, Bruckner encargó una fotografía de ella en su lecho de muerte y la dejó en su habitación de enseñanza. No tenía retratos de su madre de cuando estaba viva; sólo miraba fijamente a esa única fotografía como si en ella hubiese un «memento mori» inquietante. Bruckner parece no haberse involucrado nunca demasiado profundamente con una mujer. Las mujeres le fascinaban y continuamente les proponía matrimonio a las jovencitas. En su diario llevaba una lista de todas las mujeres por las que alguna vez se había sentido atraído. Sus frustraciones amorosas continuaron prácticamente hasta su muerte. En 1891 y, nuevamente en 1894, le propuso matrimonio a una camarera de un hotel, pero ella se negó a convertirse al catolicismo y el imposible matrimonio nunca se llevó a cabo.

 

No obstante, «la verdadera naturaleza de Bruckner se revela en sus obras. En comparación con sus creaciones todo lo demás carece de importancia y conlleva el peligro de hacer que aparezca bajo una luz equivocada ante un público que aún no ha reconocido plenamente su grandeza». Estas palabras escritas por el compositor y ex alumno de Bruckner, Friedrich Klose, son tan verdaderas como desalentadoras para los biógrafos. Para muchos de ellos el hombre cuya vida están describiendo y el creador de las nueve grandes sinfonías parecen ser dos temas totalmente diferentes. Pero hay un puente de un solo sentido que va desde las obras de Bruckner hacia el hombre mismo. Solamente teniendo esto en cuenta se puede conocer su verdadero carácter.

Es interesante notar que la vida externa de Bruckner no ha tenido ningún efecto aparente en su trabajo. Una inmensa reserva de fuerzas psíquicas, originaria de un reino que no estaba sujeto a ninguna influencia del exterior, fue almacenada en él, dotándolo de un gran poder creativo. Hoy en día es difícil de imaginar conciertos sinfónicos sin la música de Bruckner, pero para los directores de orquesta de aquella época, tales como Arthur Nikish, Karl Muck o Franz Schalk, era un atrevimiento incluir una sinfonía de Bruckner en sus programas. Interpretarlos significaba un riesgo para la gestión de los conciertos. Había varias razones para causar esta incertidumbre. En primer lugar, la gran parte de los oyentes prefería las obras de Brahms, considerándolas la culminación de la música sinfónica. En segundo lugar, las nuevas tendencias en la música le parecían al público completamente desfavorables para el oído.

Los amantes de la música clásica no cesan en debatir acerca de la importancia y el valor artístico de las sinfonías de Mahler y Bruckner. Sobre la cuestión se expresaba ampliamente Bruno Walter, famoso director de orquesta, diciendo que «…en la música de Bruckner vibra un tono malheriano secreto, al igual que en la obra de Mahler algún elemento intangible es una reminiscencia de Bruckner. A partir de esta intuición de su parentesco trascendental es claramente permisible hablar de Bruckner y Mahler; por lo tanto, es posible que a pesar de las diferencias en su naturaleza e incompatibilidad de características importantes de sus trabajos, mi amor incondicional e ilimitado puede pertenecer a los dos».

Aunque Bruckner siempre trabajaba meticulosamente, los nueve años dedicados a su última sinfonía fueron algo sin precedentes. Su salud estaba decayendo y presentaba claros síntomas de inestabilidad mental. Una de las manifestaciones de su enfermedad fue la manía por revisar varias de sus sinfonías anteriores. Además, otro fanatismo se apoderó de él y le quitó sus energías: su devoción religiosa, que siempre había sido fuerte, en sus últimos años quedó fuera de control. Su deseo de dedicar la Novena Sinfonía a Dios es sintomático de su obsesión. La obra quedó incompleta debido a la muerte del compositor en 1896.


Revista QUID N° 55, diciembre 2014

FERRUCCIO BUSONI

Ferruccio Busoni (1866—1924)


Ferruccio Busoni fue una de las figuras más grandes en la historia del mundo pianístico, además de haber sido compositor, director y pedagogo. Fue un músico que tenía una capacidad artística brillante y una amplísima aspiración creativa. En él se combinaban las características del «último de los mohicanos» del arte del siglo XIX y las del visionario valiente del futuro de la música. Su idea de la «unidad de la música», la diversidad de estilos con los que experimentó y la originalidad de sus obras no fueron comprendidas en su momento y es quizás la razón por la cual su nombre sufrió un relativo olvido en la lista de las grandes personalidades musicales del siglo XX.

Busoni nació el 1 de abril de 1866 en la ciudad de Empoli, que se encuentra al norte de Italia en la región de Toscana. Era el hijo único del clarinetista Ferdinando Busoni y de la pianista Anne Weiss, que era de origen alemán. Los padres del niño se dedicaban a dar conciertos y llevaban una vida errante. El padre, una persona muy exigente, fue el primer maestro del futuro virtuoso; era capaz de sentarse al lado de su hijo durante cuatro horas al día cuando éste tocaba el piano, controlando cada nota y cada dedo. Orientando a Ferruccio hacia el «camino de Mozart», lo preparó para que diese su primer concierto en público a los siete años. Esto aconteció en 1873 en Trieste. Luego, en 1876, el pequeño músico viajó a Viena, donde fue presentado a Franz Liszt y a Johannes Brahms. En el periódico austriaco Neue Freie Presse salió un artículo sobre uno de sus conciertos, que decía: «En el pequeño pianista había muy poco de niño prodigio, pero mucho de un verdadero músico».

Después de estudiar con el compositor Wilhelm Mayer-Remy en Graz, el joven Busoni comenzó su gran carrera musical. En 1881, se convirtió en miembro de la Academia Filarmónica de Bolonia. Este fue el segundo caso, después de Mozart, en el que una persona tan joven recibió este importante título honorífico. En 1889, el músico se trasladó a Helsinki, donde comenzó a trabajar como profesor de música. Durante ese período, se conoció con Gerda Sjöstrand, la hija de un escultor sueco, con la cual contrajo matrimonio.

La vida de Busoni hizo un gran giro en 1890, cuando participó en el Primer Concurso Internacional de Pianistas y Compositores Antón Rubinstein. Cada sección fue galardonada con un premio. Ferruccio Busoni ganó el primer premio como compositor, gracias a la presentación de su Konzertstück. Según la opinión de la mayoría de los jueces, debería haber ganado también el premio como pianista. Luego de este concurso se convirtió en profesor del Conservatorio de Moscú. Tenía un gran número de discípulos y estaba obligado a enseñar treinta y cinco horas por semana. Pronto descubrió que sus ingresos no bastaban para cubrir todos los gastos, a pesar de que Gerda era una ama de casa inteligente y cuidadosa. Pronto empezó su añoranza por Hamburgo y Leipzig; en Moscú sentía que se hallaba separado de la cultura europea y solo podía esperar con ansias su gira de conciertos durante las vacaciones de Navidad.

Un miembro de la familia Steinway lo urgió desde Nueva York para que visitara los Estados Unidos. Se precipitó a estudiar inglés y decidió aceptar la invitación para ocupar un puesto de catedrático en Boston. El salario propuesto era tres veces la suma que recibía en Moscú. Había otro estímulo más por el hecho de que su viejo amigo Arthur Nikish se había establecido en Boston como director de orquesta. No obstante, tras instalarse en Estados Unidos en 1891, Busoni pudo contemplar su estancia como un periodo de transición. La carrera que buscaba desarrollar era la de un virtuoso pianista viajero. Con tal idea en mente determinó situar su hogar en Berlín. El primer gran éxito de Busoni fue en 1898, después de una serie de cuatro conciertos dados para ilustrar la historia y el desarrollo del concierto para piano. Busoni tocó los conciertos de Bach, Beethoven, Mozart, Hummel, Mendelssohn, Schumann, Chopin, Hensel, Brahms, Liszt y Rubinstein.

La energía de este hombre simplemente no tenía fronteras. A principios del siglo organizó una serie de conciertos en Berlín con el nombre de «Las tardes de orquesta» donde bajo su dirección se interpretó una gran cantidad de música contemporánea. Entre las obras se encontraban las composiciones de Elgar, Delius y Schönberg. Busoni fue promotor de la música moderna; influyó a muchos de sus alumnos y otros músicos. En su libro «Esbozo de una nueva estética musical», aclaró su filosofía sobre la música y cómo hay que hacer para alcanzar la libertad en ella. Sus composiciones para piano se consideran difíciles de interpretar debido a las demandas físicas para los ejecutantes. Cuando Busoni presentó su Concierto para piano, Op. 39, él, como Brahms, fue acusado de inmediato de haber escrito no un concierto, sino una sinfonía con piano obligado. La acusación no era injusta; de hecho, era una sinfonía en forma y proporciones y la parte de piano era tan difícil que pocos pianistas podían tocarla.

Busoni también compuso algunas óperas, entre las cuales se encuentra Doctor Fausto, la más famosa. Esta permaneció incompleta hasta el momento de su muerte, y fue completada más tarde por su alumno Philip Jarnach. Busoni fue un músico que se había adelantado a su época. Sus ideas sobre la música parecían radicales y desconcertantes para los críticos pero alentadoras para sus seguidores. Lamentablemente, Busoni se convirtió en una figura periférica en el mundo de la música después de su muerte. Pero su legado permaneció vivo a través del arte de sus alumnos: Egon Petri, Kurt Weill, Edgard Varese, Stefan Wolpe, Percy Grainger, Vladimir Vogel, Guido Guerrini y Woldemar Freeman, entre muchos otros. El Concurso Internacional Ferruccio Busoni fue instituido para conmemorar sus contribuciones al mundo de la música.


Revista QUID Nº 68, febrero 2017

FRÉDÉRIC CHOPIN. el romántico

Frédéric Chopin (1810—1849)


«Una noche del mes de mayo, la sociedad se había reunido en el salón grande. Liszt tocaba un nocturno de Chopin, y según su costumbre, lo adornaba a su manera, agregándole trinos, trémolos y calderones, que no existían en él. Chopin había dado muestras de impaciencia y le dijo a Liszt con su sentido del humor inglés:

– Te ruego, querido, que si me haces el favor de tocar un fragmento mío, toca lo que está escrito, o bien dedícate a otra música. Solo Chopin tiene derecho a cambiar a Chopin.

– ¡Y bien…Toca tú mismo! – respondió Liszt, y se puso de pie, un poco molesto.

– De buena gana – contestó Chopin.

En ese momento, apagó la lámpara una mariposa aturdida, que se quemó las alas en aquella. Alguien quiso volver a encenderla.

– ¡No! – exclamó Chopin – . Al contrario, apaguen todas las velas, me basta con el claro de luna».

Este es un fragmento del libro de Bernard Gavoty llamado Chopin, en el cual el escritor, que es un gran admirador de la música del compositor, nos cuenta acerca de la vida de un artista único, para quien el piano era un universo misterioso y un deseo mayor.

El primer contacto del compositor con la música fue muy lamentable para los padres de Frédérik: escuchó una marcha militar y se puso a llorar. Desde el comienzo de su vida rechazó la música ruidosa. Criticaba a las «fanfarrias de cobre» de su amigo Berlioz, a quien le gustaba el sonido de la orquesta sinfónica. A Chopin le impactaba la música «que habla a media voz» y por eso su legajo artístico no incluyó ni sinfonías ni óperas. Su predilección exclusiva por el piano fue única en la historia musical. A pesar de las conquistas de Beethoven a través del mismo instrumento, las obras de Chopin marcaron un antes y un después en el área del piano.

Chopin nació en 1810 en Żelazowa Wola, Polonia. Lamentablemente, no hay ningún retrato suyo de cuando era niño y tampoco comentarios acerca de su carácter en la infancia. Sólo se sabe que era de naturaleza impulsiva y emprendedora. Le gustaba hacer bromas entre sus amigos y reír sin motivos. Las primeras lecciones de piano estuvieron a cargo de su hermana mayor Ludwika. Más tarde, en 1816, pasó a manos de Wojciech Żywny. Para el cumpleaños del maestro, Frédérik le dedicó la Polonesa en La bemol mayor. Fue la primera de sus partituras. Las lecciones se terminaron en 1822. El profesor se dirigió a su discípulo con las siguientes palabras: «Yo no tengo más nada que enseñarte». Además de clases de música, el futuro compositor había recibido una muy buena educación general: hablaba fluidamente francés y alemán y con gran interés estudiaba la historia de Polonia. También sabía dibujar, y en lo que se destacaba mejor era en la caricatura. Su talento mímico era tan brillante que, con facilidad, podría haber sido un actor teatral. Aunque sus padres Nicolas Chopin y Tekla Justyna Krzyzanowska no hacían nada en especial para promover la joven carrera de Frédérik, éste se convierte rápidamente en el mimado de los salones. Se habla de él como de un segundo Mozart. Pianista nato, supera con gran facilidad las dificultades del teclado, su memoria no lo traiciona nunca y su talento para componer le permite ofrecer sus primeras obras al público a los 7 años.

 

Desde la infancia reveló su amor por la naturaleza de su tierra natal y por la música del pueblo. En los días de sus paseos suburbanos podía pasar un largo rato bajo la ventana de alguna casita campesina donde sonaba el canto folklórico. Sus vacaciones de 1825 las pasó en Szafarnia. Hacía numerosas excursiones y realizaba breves estancias en el campo. Le escribía a sus padres con gran placer: «El aire es fresco, el sol brilla deliciosamente y en el estanque detrás de la ventana las ranas cantan sus maravillosas canciones todas las noches». La sonoridad de su entorno se reflejó posteriormente en sus incorporables polonesas, mazurcas y valses. Pero, como les ocurre a muchos artistas, para seguir su vocación tenía que ir a conocer el mundo y hacer que el mundo lo conozca a él. Aunque, ¡qué pocas ganas tenía de esto! «Nada me atrae fuera de nuestro país», confesaba a sus amigos.

En el Conservatorio de Varsovia conoce a su primer amor, la cantante Konstancja Gladkowska. En una carta a su amigo Woyciechwsky, Chopin escribe: «Parece que ya tengo mi ideal al cual estoy sirviendo fielmente y que está siempre en mis sueños». Bajo la impresión de este sentimiento Frédérik compone una de sus más bellas canciones que se llama El deseo (Si yo brillara en el cielo como el sol). ¿De qué manera amaba Chopin a Konstancja? No como a una mujer, sino como a una sombra, o más bien como a una idea, como un pretexto para la música y la nostalgia.

Después de visitar varios países de Europa, en el otoño de 1830 se instala en París: «¡Que ciudad más curiosa! Me alegro de lo que he encontrado aquí: los primeros músicos y la primera ópera del mundo». En París va a vivir hasta el final de su vida, pero Francia nunca se convertirá en su segunda patria. Para su arte y sus afecciones siempre será polaco. Enseguida conquista París participando en numerosos conciertos con sus propias composiciones. El público parisino remarca con gran entusiasmo su increíble poética, emoción y espiritualidad. Una vez, cuando presentó sus variaciones sobre un tema de la ópera de Mozart Don Giovanni, Robert Schumann escribió en su artículo crítico: «Sáquense los gorros, estimados señores, ¡adelante suyo se encuentra un genio!». Todos estaban enamorados de Frédérik. Y solo los editores no tenían mucha prisa para publicar sus piezas. Publicaban algo, pero preferían no pagarle al autor. Por eso Chopin debió ganarse la vida dando numerosas clases de piano, entre cinco y siete horas diarias, las cuales le demandaban mucho tiempo y energía. Junto con su popularidad crece el círculo de sus nuevos amigos. Entre ellos se encuentran Adam Mickiewicz, Franz Liszt, Hector Berlioz y Eugéne Delacroix. Por muchos años articula su vida en París con la famosa novelista Georges Sand (seudónimo de Aurore Dudevant). No hay mucha información confiable acerca del asunto, por eso sólo por algunas pruebas de los amigos podemos juzgar la tempestuosa relación entre el compositor y la escritora. No todos estaban de acuerdo con la afirmación de que ella fuese su ángel guardián. En sus testimonios Franz Liszt, Woyzeck Gzhimala y Wilhelm Lenz decían que esta mujer era «una planta venenosa» que aproximó la muerte de Chopin. El famoso Vals en La menor de Chopin se convierte en el leitmotiv de la banda sonora de la película Chopin: Desire for Love, creada por el director Jerzy Antczak.

Durante los últimos años de su vida, el compositor ya no compone nada nuevo debido a su complicada salud. La enfermedad pulmonar, la ruptura con Georges Sand y la muerte de su padre agravan la situación. En una de sus últimas cartas de Londres, adonde viajó para dar algunos conciertos, escribe: «Ya no puedo ni preocuparme ni alegrarme por nada. Perdí la capacidad de sentir. Sólo espero que todo esto termine». Chopin murió el 17 de octubre de 1849. Lo enterraron en el Cementerio de Père-Lachaise en París. Según su último deseo, su corazón fue trasladado a Polonia, a la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia.


Revista QUID N° 22, junio 2009

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