El código del garbanzo

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El código del garbanzo
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EL CÓDIGO DEL GARBANZO

Una historia y algo más: un juego, una provocación...

¿Sabes cómo piensas?

Natalia Gómez del Pozuelo


© N. G. del Pozuelo

© El código del garbanzo

Septiembre 2020

ISBN papel: 978-84-685-5117-3

ISBN ePub: 978-84-685-5119-7

Editado por Bubok Publishing S.L.

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Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

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A Luis

Índice

Créditos

Dedicatoria

Comienzo

Ka balanceaba los pies sobre el Sena que corría debajo, verde y escurridizo. Sus ojos tenían un color tan parecido al del río que era como si le hubieran saltado a la cara dos gotas. A su espalda pasaba, de cuando en cuando, alguna persona; hacían como si nada, en París todo podía ser como si nada. Ka miró la punta de las deportivas negras y les dio un nuevo impulso.

¿Tanta historia para qué? Quería terminar el Estudio sobre sesgos inconscientes que le había encargado Phil pero en el día a día no lograba avanzar. Había tenido una bronca con Andi y le había pedido que se llevara a los niños a pasar las vacaciones con los abuelos, a casa, como todavía decían ellos cuando hablaban de su país; había pensado, ingenuamente, que algo más de dos semanas sin Andi y sin los niños le darían la oportunidad de que el Estudio tomara alas, pero pasaban los días y se sentía a oscuras; cada mañana, con la luz, en vez de llegar el rumor de los primeros coches o el deseo de un café que le encendiera el ánimo para sentarse a trabajar, llegaba solo el mal aliento y una necesidad dolorosa de acurrucarse bajo las mantas y seguir durmiendo. En realidad no tenía claro lo que quería contar en ese maldito Estudio, ¿había de verdad una fórmula para evitar los prejuicios? ¿O para apreciar la diversidad? Por más que llevara meses estudiando y trabajando en el tema, no lograba dar con una punta de madeja que permitiera desenredar el resto. La información que leía sobre sesgos insconscientes, conciliación, diversidad, techos de cristal… le llevaba a cambiar de opinión a cada rato y, como en las tragedias griegas, ninguna conclusión parecía buena.

Phil le había dado a Ka un ultimátum: o empezaba a dar resultados concretos o no podía seguir teletrabajando. Les costaría mucho vivir solo con el salario de Andi, aunque era más que digno, París resultaba una ciudad cara; en realidad, con dos niños, cualquier ciudad lo era.

En esas disquisiciones andaba cuando vio rodar un garbanzo a su lado; cayó al rio y se hundió rápidamente. Por el tamaño y la velocidad a la que había desaparecido en el agua verde, dedujo que estaba crudo. Miró a su alrededor y no vio a nadie. ¿Cómo podía ser eso?

«Es una señal —se dijo—, ese garbanzo es como yo, me estoy hundiendo a una velocidad de vértigo». Suspiró y se quedó allí sin moverse, con la cabeza gacha.

Oyó un ligerísimo golpecito en el suelo a su izquierda, giró la cabeza y vio rodar otro garbanzo crudo hacia el río, su mano reaccionó por su cuenta y lo atrapó justo antes de caer. Volvió a mirar a su alrededor. No había nadie; se extrañó. ¿De dónde habrían salido?

Puso el garbanzo que había salvado de ahogarse en la palma de su mano y lo hizo girar; era blanco y duro. Cuando lo iba a guardar en el bolsillo pequeño del pantalón, encontró la moneda de 50 céntimos que llevaba siempre allí, la sacó y la puso en la otra mano, parecía sopesar cada opción. De repente, tuvo un fogonazo de comprensión: la vida no era cuestión de cara o cruz, de blanco o negro, la vida era redonda.

Una vez vislumbrado aquello no sabía por dónde seguir.

Se quedó mirándolos: el garbanzo en una mano, la moneda en otra; entre ambos, el río.

Sus manos se negaban a pasar a la acción. Debía soltar uno de los dos sistemas de pensamiento: dual y económico uno, redondo ¿y…? ¿nutritivo el otro?

Le daba pena desprenderse de la moneda, había sido su compañera de estudios durante muchos meses, pero la dejó caer al agua sin un gesto, queriendo olvidar si era su mano izquierda o la derecha la que soltaba, como si nada, como París.

Sonó un ruido sordo, se quedó flotando un instante, pero en seguida se hundió con un giro de despedida. Ka observó el vacío que había dejado y dio otro impulso a sus zapatillas. Había juntado ambas manos y el garbanzo estaba entre ellas, las abrió, lo miró un rato, lo guardó en el bolsillo y pensó: “Tal vez haya una forma diferente de realizar el Estudio...”.

Andi se había sentado en el chiringuito del bosque en el que vivían antes de irse a París, estaba al lado de la ventana abierta y los goterones caían fuertes y espaciados, dejando sobre la tierra grandes redondeles de agua que el bochorno secaba antes de que golpearan otros. Ya se había acostumbrado a los truenos que venían a rachas, como si la tormenta se fuera un rato a tronar sobre otra gente, pero enseguida volviera.

¿Qué estaría haciendo Ka en ese momento? Hacía mucho que no pasaban tanto tiempo separados; se había ido de París sin que hicieran las paces y era la primera vez que un enfado duraba tanto. Echaba de menos su mirada verde.

De Clos se había despedido por un tiempo, aunque su mente no siempre estaba de acuerdo y revivía con nitidez alguna caricia especial por la parte baja de su abdomen, pero trataba de ahuyentar las imágenes. La propuesta de Ka de quedarse en París le había venido muy bien, necesitaba reflexionar; había dejado a los niños con los padres de Ka y se había alquilado una de las cabañas del bosque; quería pensar sin influencias.

Apoyó la barbilla sobre las dos manos, los codos sobre la mesa. Todo le pesaba: la cabeza, las costillas y el ánimo.

Se acordó de Ka detrás del control de aduanas diciendo adiós con la mano y se le cayó el alma a los pies, se le volvió a formar un nudo en la garganta; en el aeropuerto había logrado retener las lágrimas con esfuerzo pero en ese momento no había nadie delante y dejó que salieran a rachas como la tormenta.

En el avión, cuando Ale chilló porque Max le había quitado el lápiz, Andi sujetó su brazo con tal fuerza que le había salido un moratón. La mirada de Ale también le había pesado. Estaba con los nervios erizados. Se quitó las gafas y acarició el tabique ligeramente abultado. Apoyó toda la cara sobre las manos.

¿Cómo sería el día a día sin Ka, sin sus palabras enredadas y su idealismo reconcentrado? Sonrió pensando en la forma en que le daba mil vueltas a todo. ¿Cómo sería despertarse al lado de otra historia? ¿De Clos? ¿De verdad se estaba planteando dejar a Ka?

Cuando se enredó con Clos, Andi no había podido ni dudar, toda su mente y todo su cuerpo se arrojaron con tal intensidad que no tuvo más remedio que dejarse ir, la vida parecía marcar el camino por su cuenta.

Había tenido la misma sensación catorce meses antes; el estómago le había dado un brinco cuando su jefe le propuso coordinar el Advanced Molecular Research o AMR, un proyecto de investigación sobre el ADN de las moscas en colaboración con los laboratorios de diecisiete universidades de todo el mundo; lo llevaría desde Francia. ¡Desde Francia! ¿Qué diría Ka?

Había buscado una buena primera frase para introducir el tema, pero no se le ocurrió nada. Trató de imaginarse respondiendo a una hipotética pregunta:

—Sí, a París.

No tenía ni idea de cómo reaccionaría…, en el periódico le acababan de dar un puesto en la redacción y los niños eran felices en su colegio. Buscó algún otro obstáculo, pero no lo encontró. En realidad, para los niños parecía bueno; aprenderían francés sin darse cuenta y les serviría para conocer otras formas de vivir.

Los goterones seguían cayendo en el bosque, pero la mente de Andi estaba lejos, recordaba que nada más proponerle su jefe el traslado, ya se imaginaba comprando una baguette y los periódicos la mañana de un domingo gris y misterioso, con Notre Dame quemada de fondo. Al principio le había dado un poco de vértigo: diecisiete universidades… Tendría que poner mucho orden en los procesos, nunca había coordinado a tanta gente. No había conseguido centrarse en todo el día. Seguro que muchas de esas universidades ya hacían desarrollos colaborativos, tenía que investigarlo. Le habían dicho que la misma tecnología de la Wikipedia se podía utilizar para grupos cerrados. En la presentación semanal de los Proyectos se había entretenido contando las persianas verticales, ya solo le importaba el AMR; se había dedicado a seguir las motas de polvo que viajaban por la luz, se imaginó mojando un pincel en el blanco dorado y trazando las líneas blancas sobre la realidad, las palabras de sus colegas (¿o debía decir ex colegas?) eran solo música de fondo, la reunión se había hecho eterna, comió un sándwich frente al ordenador y, en cuanto pudo, salió pitando a coger el tren. Golpeteó la barra en la que se sujetaba y se encajó las gafas una y otra vez. «Quizá podían alquilar un apartamento desde el que se viera Notre Dame. Por fin iba a conocer a la Dama, aunque fuera un poco chamuscada». Recordaba que había subido el volumen de la música en su teléfono para no escuchar sus pensamientos, pero la sonrisa seguía colgada de su boca.

 

En la cabaña del bosque, bajo la tormenta, también sonreía. Coloreó los goterones en su mente en un amarillo apagado, como viejo.

Había pasado el tiempo y las cosas no resultaban tan fáciles como había imaginado.

Poco más de un año antes Ka, efectivamente, había preguntado:

—¿A París?

Andi miraba fijamente su cara para no perderse ni un gesto; el viento le movía el pelo castaño, los niños dormían. Estaban sentados en la terraza. Sobre la mesita, para preparar el ambiente, Andi había colocado una botella de vino tinto, el sacacorchos y dos copas vacías.

Le había costado mucho comenzar con aquella primera frase, era como estar sobre un trampolín sin decidirse a saltar, pero en cuanto empezó, como siempre que uno se arrojaba en una dirección sin retorno, las palabras salieron a borbotones: «traslado», «oportunidad», «París»...

Tan pendiente estaba de los gestos de Ka que era incapaz de recordar cuál había sido el primero, el más espontáneo, su cara no tenía significado.

Debía dejar que lo asimilara, esperar sin olvidarse de respirar de vez en cuando, pero no fue capaz.

—Sé que es una decisión difícil. Ahora ganas más tú... —Apretó la mandíbula. «Calla la boca, Andi». Se dijo: «Espera, ¡joder!, que lo digiera».

Respiró y siguió la dirección en la que miraba Ka; las estrellas parecían más brillantes que nunca, les superpuso toquecitos plateados y la paz lo inundó todo. No importaba la decisión, la noche estaba en calma y Ka también. Su hogar era cómodo, la terraza daba a un jardín común y a un bosque del que a veces asomaba un ciervo despistado. ¿Por qué le parecía de repente todo más pequeño? Bajo la caldera, en el rincón, seguía su caballete abandonado hacía meses. Tal vez era mejor no aceptar la propuesta.

Ka fue a servir el vino y su mano tropezó con la botella que se estrelló contra el gres de la terraza, un gran charco color sangre rodeó los trozos de cristal verde.

—Esto es una señal, Andi…

—Bah, déjate de tonterías. —Por un momento creyó que Ka, con sus supersticiones, no querría ir a París.

—No es una cuestión de dinero —las palabras de Ka provocaron en Andi un sobresalto; no se había dado cuenta de que ya iba en serio—, es una cuestión poética —el vino se extendía por el suelo y les estaba llegando a los pies, pero Andi no quería interrumpir a Ka—. ¿Qué más da quién gane más? —calló unos pocos segundos y luego continuó con incredulidad en la voz—. A París… ¡Jamás lo habría imaginado!

Andi salió corriendo a la cocina y trajo la escoba, el recogedor y un rollo de papel. Ka despertó del ensueño y se fue a por un cubo y otra botella de vino.

—Blanco, por si las moscas.

Ambos se rieron, aunque Ka no sabía si Andi había pillado su alusión al AMR.

Quitaron los cristales con cuidado. Gastaron buena parte del rollo en limpiar el vino, lo echaron todo dentro del cubo que dejaron en un rincón y se sentaron de nuevo.

Estuvieron un rato callados, escuchando los sonidos de la noche, luego llenaron las copas y brindaron mirándose a los ojos; ocultaban los nervios con una sonrisa.

Andi había dicho:

—Por la decisión.

—Sí —brindó Ka—, siempre es interesante tener que tomar una.

No eran conscientes de que ya lo habían hecho: se iban a París, solo quedaba justificarlo.

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