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Fuera de servicio
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PIERRE AMAR

FUERA DE SERVICIO

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Hors service

© 2019 Groupe Elidia. Éditions Artège. París.

© 2020 de la versión española realizada por MIGUEL MARTIN,

by EDICIONES RIALP, S.A.

Colombia, 63, 8º A, 28016, Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-5272-6

ISBN (edición digital): 978-84-321-5273-3

Lo que hace que la vida esté cargada de sentido,

no es la extensión, la cantidad,

sino la intensidad, la fuerza de las experiencias vividas.

Romano Guardini, Las edades de la vida.

Lo que me sucederá hoy, Dios mío,

yo lo ignoro. Todo lo que sé es que no me pasará nada

que vos no hayáis previsto desde toda la eternidad.

Eso me basta, Señor, para estar tranquila.

Oración diaria de Madame Élisabeth,

hermana de Luis XVI.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

CITAS

INTRODUCCIÓN

I. ÉL, CONMIGO

ESO SE VA A PASAR

ESTO NO SE PASA

DEJARLO TODO

¿POR QUÉ DIOS PERMITE ESTO?

DIOS ES GRANDE Y EL CIRUJANO ES SU PROFETA

LA PRUEBA DE LA NOCHE

EVACUACIÓN SANITARIA

¿A QUÉ SE DEDICA USTED?

DESNUDEZ

EL DÍA DEL SEÑOR

¿CREE QUE ESTÁ EN UN HOTEL?

ORACIÓN

II. ELLOS

EL BALLET DE LAS BATAS Y EL DESFILE DE LOS TECHOS

FRATERNIDAD

DAÑOS COLATERALES

CONECTADO

TRANSFUSIÓN

VISITAS

¡NO TE HAGAS LA VIEJA!

CELIBATO

UNCIÓN DE ENFERMOS

ALEGRÍA

III. DESPUÉS

EL DÍA DESPUÉS

“MI CASA”

¡ESTO ES BUENO!

AL ATARDECER DE ESTA VIDA

USTED ME SOSTIENE, ¿EH?

VIAJES, VIAJES

REGRESO A LA PARROQUIA

ORACIÓN

CONCLUSIÓN

AUTOR

INTRODUCCIÓN

«EN CASO DE DIAGNÓSTICO o de pronóstico grave, ¿a qué persona de su entorno hay que avisar?». La pregunta, aun formulada en un tono neutro, me sobresalta. Muy profesional, la secretaria médica no reacciona.

La cuestión es ciertamente habitual en un servicio de cirugía. Pero es la primera vez en mi vida que me la plantean, pues nunca fui hospitalizado. Acostado en mi cama, me enderezo para ver el documento. Mala idea: eso tensa la larga cicatriz que cruza mi abdomen de arriba abajo. En unos días, se va a abrir por segunda vez. Esbozo un ligero gesto de dolor y echo una mirada al soporte para goteo intravenoso, testigo silencioso de la escena. Desde hace algún tiempo, los productos y los tubos se multiplican. «Esta vez va en serio», me digo yo. Doy un nombre, el del padre Genouville, que tendrá un papel esencial en los meses que vienen. Lo llamo algunos minutos después para contarle la escena y decirle que el es afortunado elegido. «Si me pasa algo, te llamarán a ti. Ah sí, hay un sobre en tal sitio, en caso de que…». Curiosa conversación en la que debo formular, sobre todo para mí mismo, la eventualidad de una sencilla despedida.

Memento mori, dice la antigua sabiduría cristiana. Acuérdate de que vas a morir. ¿La muerte? ¡Yo la conozco! Ya he visto cadáveres. He cerrado los ojos de personas fallecidas. Yo entierro con frecuencia tres o cuatro veces por semana en una de mis dieciocho iglesias. Consuelo y acompaño a familias desde hace más de dieciséis años. La muerte es una realidad en la que ya he pensado. Pero así, de golpe, compruebo que se trata de la eventualidad de mi muerte. Eso lo cambia todo. Se me creerá o no, no tengo miedo. Soltero, sin hijos, no dejaré a nadie desprotegido. Mejor aún, veré a Dios, y eso ¡es en todo caso una buena noticia! Y después, sobre todo, es una perogrullada, sé que no sufriré más. «Ya no habrá llantos ni penas, pues el antiguo mundo habrá pasado», dice un hermoso canto. He previsto que se cante eso en mi entierro; está indicado en el famoso sobre. No tengo miedo a morir, cierto. Pero miedo a sufrir, seguro. Sufro de todo desde hace tres semanas. No pensaba que se pudiera pasar tan mal en la vida.

Las líneas que siguen no son el simple testimonio de un enfermo que vuelve de lejos[1]. Después de todo, los sacerdotes sufren como todo el mundo y existen ya muchos relatos, muy conmovedores, que narran pruebas aún más duras. Pero si nunca has sufrido de verdad, en el cuerpo, si los sucesos de la vida no te han obligado a detenerte brutalmente durante un largo periodo, si nunca has conocido esta experiencia en que la cabeza quiere hacer muchas cosas, pero el cuerpo se lo niega, este libro puede interesarte. No es solo una catarsis para quien lo escribe. Es una llamada y una vigilancia. La vida es bella. A veces, no nos damos cuenta hasta que hay que pararse. Como dice Jean d’Ormesson en su libro póstumo, «la historia es imprevisible […], nadie está seguro de nada». Pues no se controla todo y la enfermedad no es algo que solo sucede a otros. Nos planteamos entonces preguntas nuevas, que tratan sobre la esencia de la vida.

Volvamos algunas semanas atrás…

[1] En lo que seguirá, el aspecto médico solo se sugiere. En primer lugar, para ser discreto sobre un informe médico. Pero también por propia voluntad, pues no quiero presentar como singular lo que es la experiencia de la prueba y del sufrimiento, que seguirá siendo cosa de todos.

I.

ÉL, CONMIGO

En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven,

te ceñías tú mismo y te ibas adonde querías;

pero cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro

te ceñirá y llevará adonde no quieras.

Evangelio de san Juan 21, 18.

ESO SE VA A PASAR

«Se va a pasar… Se pasa siempre… Una buena noche, un Doliprane… y no se hable más». ¡Cuántas veces habré seguido esa pauta! Suele funcionar. Para casi todo el mundo. Después de todo, este dolor de vientre es de una banalidad deplorable. Y luego, no es cuestión de estropear este crucero estival con jóvenes profesionales tan simpáticos. El cielo es azul, el mar también, el Malena —nuestro velero— es magnífico y el viento infla sus velas. Hace unos días partimos del puerto de Génova, en Italia, y no nos cansamos del sublime paisaje de Cinque Terre. Esta franja de ciudades pintorescas situadas en el litoral accidentado de la Riviera italiana es un anticipo del paraíso. Y llegar desde el mar a los puertos es cada vez un verdadero regalo para los ojos. Y el sendero de paseo que une las ciudades al borde del acantilado es único.

 

He propuesto dos reglas a bordo, aceptadas al punto por la tripulación: yo no tocaré nada, pues mis conocimientos marítimos son nulos (¡pero fregaré los platos!) y celebraré la misa todos los días. Aparte de la estabilidad del cáliz que hay que vigilar de cerca, la misa navegando en un barco de vela es una experiencia singular y no tan peligrosa. La recomiendo a todos mis hermanos sacerdotes para que experimenten ellos también esta sensación de infinito que nos envuelve en las dos dimensiones: en la horizontal con el mar sin límites, pero también en la vertical con la bóveda celeste. Además del desierto y de la montaña, lugares de inmensidad que no son vacíos sino plenitudes, el mar es decididamente un lugar donde rezar es más fácil.

Por hacer el aventurero, he enviado un pequeño video humorístico a un amigo al zarpar, sin olvidar que, según algunos, de Génova salió Colón para descubrir América. Desde la popa de nuestro velero, me autoproclamo gran capellán de la flota y anuncio orgulloso que parto yo también para descubrir un nuevo mundo. No me imagino lo que va a pasar… Un viaje único, inédito, al país de la fragilidad, del abandono y de la dependencia se prepara. Tendrá mucho sentido: todo lo vivido en plenitud nunca es en vano.

ESTO NO SE PASA

¡Pues… esto no se pasa! Los dolores de vientre se hacen terriblemente violentos y con muchas náuseas. Me recuerdan unos y otros el cansancio, el mareo o el fuerte sol de Liguria que cae a plomo. Como todo hombre bien educado que se respete, tengo el sentimiento de molestar. Multiplico los «lo siento», porque percibo que inquieto a los demás. Soy consciente de que molestar es contrario a toda mi educación. En nuestro ambiente clásico y burgués, se aprende a guardar las formas, a poner buena cara. Algunos lo consiguen bastante bien. ¿Es quizá esta una de las razones de sean pocos los que acuden al sacramento de la confesión? No es cuestión de mostrar sus fallos, sus debilidades, su pecado. No es cuestión de molestar y ser así objeto de atención y de preocupación. Por el contrario, hay que ser fuerte, bien plantado y natural. Me acuerdo de haber oído un día decir una mamá a sus hijos: «No se llora en público. Es un modo de llamar la atención. Lloras en tu cuarto, solo».

Sea como sea, sin en todo caso llorar, me encuentro mal. Y la fiebre sube… Hay que resignarse y aceptar la humillación de pedir ayuda. Este famoso «No estoy bien, te necesito» ¡es tan difícil de decir! Crea un nuevo lazo: el de la dependencia. Un amigo de la infancia, enfermo cerebral, psicosociólogo y conferenciante reconocido, dice cosas bastante claras al respecto. Llega quizá demasiado lejos al sostener que el hándicap permite mejorar el bien común[1].

Es verdad que la dependencia revela la humanidad. En los animales, el débil es abandonado: es la ley de la selva. Pero nuestra humanidad merece algo más. Si la dependencia y la fragilidad no existieran, ¿no seríamos todos abominables egoístas? El individualismo estaría omnipresente. Sin la dependencia, nada de Madre Teresa, de Abbé Pierre, de san Vicente de Paúl, nada de Cáritas ni de Bancos de Alimentos. Nada más que una masa de individuos suficientes y egocéntricos.

Agotado y aturdido, debo pedir a la tripulación que me desembarquen en casa de un sacerdote, dom Jean-François, cura de una parroquia de la periferia de Génova. Es el comienzo de un largo y rudo viaje inmóvil.

DEJARLO TODO

A pesar de su hospitalidad fraternal, su sentido del humor a toda hora y sus anécdotas divertidas, algunos días de reposo en casa de dom Jean-François no arreglan las cosas. Hay que resignarse y acudir al hospital con él. Al punto, todo se encadena y bascula en apenas unos minutos: la camilla, la colocación de un primer catéter, el analgésico para calmar los temblores, la ambulancia, el escáner en urgencias… Sabré más tarde que dom Jean-François pasó mucho miedo. Yo, solo lo pasé muy mal. Mis ojos semicerrados tropiezan con la etiqueta que acaban de pegar en mi camilla, que significa la importancia del caso: estoy en el protocolo Giallo, amarillo, que indica “urgencia relativa”. Se terminaron las vacaciones.

Hasta aquí, yo era un cura hiperactivo. Hay una frase que no dejo de repetir medio en broma a todos los que, en la parroquia, me sugieren más o menos amablemente que debo ralentizar: «¡Descansaré en el cielo!». Mi programa de verano, por otra parte, es un torbellino sin fin. Es simple, lo he encadenado todo a doscientos por hora. Campamento scout, retiro para familias cerca de Burdeos, congreso en Estados Unidos seguido de una estancia de sueño en Nueva York con mi hermano y mi cuñada, vuelta a Francia para la SFR, la semana familiar reglamentaria, crucero por el Mediterráneo con jóvenes profesionales y por fin marcha en solitario hacia Compostela. Este torbellino se termina, abruptamente, en el hospital Villa Scassi-Sampierdarena de Génova, que no es francamente la Ibiza de las clínicas. El crucero se interrumpe y no habrá Camino de Santiago. En unas horas, ya no presumirá de velocidad, con la sonda urinaria y sus dos drenajes, el explorador que se creía ayer Cristóbal Colón. Hay que dejarlo todo. Es quizá aún más delicado para un soltero que organiza su vida más o menos como quiere desde hace mucho tiempo.

Claro que la vida de un sacerdote está hecha de obediencia, de sucesos y encuentros que debe aceptar, pero sigo creyendo que el sacerdocio es en cierto modo una especie de profesión liberal. Con la misa, punto fijo cotidiano, la jornada es de todos modos un pequeño torbellino donde hay que aceptar dejarse interrumpir para ser “todo para todos”. Casi la mitad de nuestro día está lleno de sucesos y encuentros no previstos. Un amigo alcalde me dijo un día que esa misma era la realidad que él vivía. Imposible en todo caso despreocuparse: el trabajo no falta. ¿Quién dirá a este mundo que Dios lo ama? ¡La mies es abundante! Por tanto, «descansaré en el cielo», es casi lo que decía Christian Streiff, quitando la trascendencia: «Descansaré cuando me muera». PDG (Presidente Director General) del grupo PSA Peugeot Citroën, desbordado y que amaba eso, este hombre de cincuenta años fulminado en 2008, víctima de un AVC (Accidente vascular cerebral) que le llevó a las puertas de la muerte. Su vida cambia en un instante. La recuperación será lenta y laboriosa[2].

Yo no soy ciertamente el PDG de una gran empresa, pero me gusta también la acción y desprecio las vacaciones, salvo si me permiten hacer (¡al fin!) mil cosas. De pequeño, mi hermano Luc me llevaba a pescar en un río cercano a nuestra casa de vacaciones. Yo detestaba eso: esperar a un hipotético pez, sosteniendo —inmóvil y sin hablar— una caña de pescar, ¡qué tortura! No para el pez, sino para el pescador. Entonces, que las cosas queden claras: mi coche es un turbodiésel, no tengo más que siete puntos en el carnet y rabio porque mi presbiterio no tiene aún fibra óptica. En suma, has comprendido: soy un impaciente. Detesto esperar y perder el tiempo. Voy a descubrir que por algo llaman en el hospital a los enfermos «los pacientes». Allí se pasa esperando la mayor parte del tiempo. Y los días son largos.

La experiencia que se me ha dado vivir comienza por este desprendimiento: esperar. No dominar ya casi nada. No comprender qué pasa y solo estar mal. Esta experiencia se acompaña con otra dificultad que va a complicarme bastante: la barrera de la lengua. Porque solo tengo rudimentos de italiano, y de italiano coloquial. Solo lo básico vital, es decir, cómo pedir dignamente una pizza o un helado… No está mal, pero es un poco escaso. Como toda lengua latina, el italiano se comprende bastante fácilmente. Pero el lenguaje médico es más específico. Los asuntos superan esta vez el precio de una pizza o de un gelato. ¿Cómo informar al médico? ¿Comprender las preguntas de esta enfermera? ¿Decirle que soy alérgico a tal producto? ¿Que me duele aquí o allá? ¿Que me levante el cabecero de la cama? ¿Humedecer mis labios? ¿Bajar el estor? ¿Recargar mi teléfono? Y, por otro lado, ¿cómo se dice enchufe en italiano?

El traductor de Google se convierte en mi mejor amigo. No muy despabilado, busco un truco para memorizar en italiano esta frase tan esencial para un enfermo: «Tengo dolor» —Ho male—. Me acuerdo entonces de que el arzobispo de Boston se llama O’Malley. Una noche en que el dolor se hace particularmente fuerte, toco el timbre y grito a la enfermera: «¡Boston! ¡Boston!». Ella abre mucho los ojos: «¿Ma cosa sta succedendo a Boston?» («Pero, ¿qué pasa en Boston?»). Todavía me río…

¿POR QUÉ DIOS PERMITE ESTO?

«Esto no es justo, usted, un sacerdote en la fuerza de la edad. Pero ¿qué hace el buen Dios?». He tenido que oír esto más de una vez. Pero las urgencias pediátricas ¿no son acaso una injusticia aún mayor? No hay una edad para sufrir. La prueba del sufrimiento y la acción del mal en el mundo son ante todo un inmenso y terrible escándalo, para todas las edades.

En una de mis largas tardes de convaleciente, he tenido la alegría de una visita sorpresa: la del padre Matthieu Dauchez, director de la fundación Anak-Tarik[3], que ayuda a los niños necesitados de Manila. En el corazón de una ciudad donde prostitución, miseria, explotación, enfermedad, corrupción, violencia se conjugan para crear dramas a menudo irreversibles, él se dedica en cuerpo y alma para poner esperanza y alegría. Su fundación ayuda a unos mil quinientos niños de la capital filipina. Su visita es ya un buen regalo, pero me da aún otro: su último libro titulado: ¿Por qué Dios permite esto? Los niños de la calle frente a la cuestión del mal. Recibo este regalo como un guiño del Señor. Testigo de las peores situaciones, el padre Dauchez trata en profundidad un asunto delicado y complejo. El capítulo que dedica a la «nobleza de las lágrimas» es particularmente impactante.

En la ambulancia que corría, sirena a tope, por las calles de Génova (recomiendo esta experiencia, pues los conductores de ambulancia italianos son ciertamente pilotos de rally desconocidos), y luego en mi cama de hospital, no he dejado de plantearme la pregunta: «¿Por qué?». ¿Cómo podría evitarla? Es la pregunta. Al comenzar este libro, no puedo prescindir de ella.

«¿Por qué?». Me parece que no hay en esta tierra ninguna respuesta satisfactoria. Y mejor que revolver sin parar esta cuestión —y entrar así en una lógica mortífera— he decidido sustituirla por otra: «¿Cómo?». ¿Cómo voy a vivir y llevar todo esto? ¿Cómo voy a superar el obstáculo y afrontar la prueba? La palabra «prueba», por otra parte, tiene un doble sentido. Es este suceso que hace daño, pero también es esta dificultad que hay que afrontar y que, una vez superada, da la victoria. ¿No se llaman así las pruebas de los Juegos Olímpicos, la prueba de los exámenes o de un concurso? Hospitalizado durante las ceremonias de celebración del final de la Primera Guerra Mundial, he podido ver documentales sobre los sacrificios de los soldados. Es quizá un poco tonto, pero su heroísmo ha sido para mí fuente de inspiración para «mi propia guerra». Mi guerra, era cosa de pelear como ellos. Con la misma determinación y la misma voluntad de salir adelante, y poner término a todo este horror.

Pero hay otra pista de respuesta, por supuesto. País concordatario, Italia coloca crucifijos en casi todas partes. Lógicamente se los encuentra en los hospitales. Creyente o no, cristiano o no, tienes derecho a un crucifijo en tu habitación, justo delante de tu cama. Inmóvil, amortecido y desolado por el dolor, es difícil no compararse con Cristo. ¡Cómo lo he mirado durante horas, sobre todo por la noche! Muchos de nuestros coetáneos querrían suprimirlo del espacio público. Ese fue el caso en Alemania, hace algunos años. Es verdad que la vista de un hombre medio desnudo y torturado hasta la muerte no deja de inquietar. Sin embargo, ¡qué fuente de fortaleza para los que sufren! Porque es la prueba de que Dios está cerca: él sufre también.

Pensando en darme valor durante la hospitalización, un joven compañero, para quien tengo aún mucha simpatía, me envió un día un mensaje recordándome las palabras de san Pablo: «Tú completas en tu carne lo que falta a la Pasión de Cristo[4]». Y añade: «La Iglesia está emocionada y muy en deuda contigo». Agotado y retorciéndome en mi cama, tengo la falsa impresión de que me felicita por estar en la cruz con Jesús. Quedaría confundido si supiera que, pretendiendo una auténtica palabra de consuelo, ha tenido el efecto contrario. Él tiene razón por supuesto citándome la Biblia, pero no es el momento oportuno. ¿Cuántas veces yo tampoco he sido oportuno, con palabras justas, pero en el mal momento? Lo que es seguro, es que cuando el cuerpo ladra, la frase de san Pablo es imposible de oír. Yo salto: ¡que mi amigo tome mi puesto, ya que es tan bueno! No tengo ninguna intención de sufrir, ni hoy ni mañana. En este sentido, nunca me he sentido cómodo oyendo la famosa «oración del paracaidista», que hace decir a los que la recitan o cantan: «Dios mío, dame el sufrimiento». Cantada con la música de la Marcha consular en Marengo, hay que reconocer que la melodía es atractiva. ¿Pero cómo se puede pedir explícitamente sufrir? Esta petición casi masoquista no figura, sin embargo, en el texto original del autor, un joven oficial muerto heroicamente en 1942[5]. Felizmente esa misma tarde, Nathalie, una madre amiga, escapada de la guerra del Líbano y experta en sufrimiento físico, compensa lo de mi joven compañero encontrando esta vez las palabras que apaciguan: «¡Ánimo, Padre, Jesús sufre contigo, llora contigo, le duele contigo!».

 

Porque Jesús no ha venido a la tierra con una varita mágica para decirnos: «Abracadabra, voy a cambiarlo todo, no sufriréis más». Ha venido con una cruz, no para suprimir el mal, sino para afrontarlo y vencerlo. Atribuida a Paul Claudel, esta frase lo expresa muy bien: «Dios no ha venido a suprimir el sufrimiento, ni siquiera ha venido para explicarlo. Ha venido para llenarlo de su presencia».

Y esta es quizá la segunda y más grande lección que la fe cristiana nos puede dar. Cuando Cristo está suspendido en la cruz, sin poder mover los pies ni las manos, es cuando ha hecho la mayor obra de su vida: salvar al mundo. Si quiero, yo puedo hacer como él y no sufrir ya por nada. Absurdo y escandaloso, el sufrimiento puede entonces tener un sentido. Puedo ofrecerlo y orientarlo, asociarlo al de Cristo. Durante mi hospitalización, las intenciones no han faltado: crisis de los curas pedófilos, suicidio de dos sacerdotes en Rouen y Orleans, sínodo romano de los jóvenes… Incluso he pedido que me envíen intenciones de oración, convencido de que serían otras tantas ocasiones de ofrecer y, por tanto, de no sufrir por nada. Además de estar inmovilizado en el hospital, ¡más que aprovechar!

¿Cómo hacen los no creyentes cuando sufren? Lo pasan tan mal como todos nosotros, ¿no? Pero sin la ayuda de la oración y del ofrecimiento, ¿cómo hacen? Me vuelvo a plantear la cuestión al escribir estas líneas. Es una de las razones por las que he devorado Le lambeau (El colgajo) de Philippe Lançon[6]. Periodista de Libération y Charlie Hebdo, milagrosamente escapado de la espantosa matanza de 2015, este hombre, que no es por cierto un pilar de iglesia, ha pasado meses en el hospital, muchos de ellos sin hablar. Seamos francos: todo me aleja de Charlie Hebdo, muchas de sus portadas no han cesado de herirme, como a tantos otros creyentes, en mis convicciones más íntimas. Lo que es sagrado para unos ¿no es acaso respetable para todos? Con mis colegas del Padreblog, hemos publicado, al día siguiente de la abominable masacre del 7 de enero, un editorial titulado: «Lloramos por los que no nos hacían reír»[7]. Hombre de inmensa cultura, Philippe Lançon detalla en esas páginas cómo saca fuerzas de la literatura y la música, oscilando entre Bach, Proust y Kafka. El relato de su reconstrucción es apasionante y revela una energía vital bastante admirable. He rastreado ahí con avidez huellas e indicios de trascendencia, revisando cada línea. Sin gran éxito, por lo demás, a pesar de lo que cuenta de los dos encuentros muy corteses que tuvo con el capellán del hospital[8]. Con Juan Sebastián Bach, que escucha casi en bucle, debe haber llegado a las puertas de lo sublime. ¿Y por qué no hasta Dios, belleza suprema? Lo cierto, sin embargo, es que sin la religión, y la religión cristiana en particular, el patrimonio artístico mundial sería de una pobreza infinita. La belleza es un estuche que entrega una joya, el medio que permite acceder a otra dimensión. El papa Benedicto XVI, que también es músico y gran admirador de Bach, lo dijo un día: «La belleza, desde la que se manifiesta en el cosmos y en la naturaleza hasta la que se expresa mediante las creaciones artísticas, precisamente por su característica de abrir y ensanchar los horizontes de la conciencia humana, de remitirla más allá de sí misma, de hacer que se asome a la inmensidad del Infinito, puede convertirse en un camino hacia lo trascendente, hacia el Misterio último, hacia Dios»[9].

No se puede leer en los corazones; en el de monsieur Lançon como en ningún otro. Estando convencido felizmente de que las obras de Bach le han ayudado a subir su Gólgota, me ha sobresaltado su grito del corazón: «Ningún más allá concluirá la prueba que atravieso». Y no he podido evitar exclamar: «Sin Dios, ¡qué mal lo ha debido pasar!». Que pueda encontrar a Cristo algún día.

Puede ser que los “increyentes”, como ellos se presentan a menudo con ironía, nos reprochen encadenar las Avemarías para borrar la componente emocional del dolor. No está lejos ese reproche del de Karl Marx: «La religión es el opio del pueblo». Una especie de droga para adormecer, un poco como el Tramadol o la morfina del médico: dos productos que Lançon y yo conocemos bien. ¿La fe es un paliativo para olvidar que se está mal y que se sufre? Eso es profundamente falso. En primer lugar, porque los cristianos son discípulos de un hombre desnudo y torturado hasta la muerte en una cruz. No son ingenuos. Saben de la dureza del mundo y el peso del mal: su emblema lo proclama. Luego, porque la oración es poderosa. Por supuesto, no suprime el dolor: he pasado noches enteras gritando «¡Jesús, confío en ti!». Pero tiene su poder. Su eficacia. Lo he sentido, además de la fortaleza que me enviaban todos los que y las que rezaban por mí. ¡Y han sido muchos! Algunos incluso han hecho celebrar un novenario de misas en Ars, junto al santo cura, para que mejore mi salud. El pobre cirujano que me ha operado ha debido sentir una fuerte presión en su bisturí… Este poder de la oración es indemostrable, se necesita la fe para comprender, pero no para sentirlo. Al fin de los tiempos, sabremos lo que debemos a la oración de cada uno, comenzando por la oración de monjes y monjas que —en el secreto del monasterio— rezan día y noche por el mundo. Son como los pararrayos de nuestras sociedades. Como prueba de lo que digo, me viene esta exclamación del cirujano en una de las visitas de control: «Es evidente que usted tiene recursos interiores innegables, que otros no tienen. Eso le ayuda». He sonreído, pues el «recurso innegable» estaba justamente en mi mano: el humilde rosario de plástico que me había regalado dom Jean-François…

DIOS ES GRANDE Y EL CIRUJANO ES SU PROFETA

¿Conocéis la diferencia entre la “pequeña visita” y la “gran visita”? No hay ninguna. En las dos, el cirujano es Dios Padre, o al menos su profeta directo. Los que le acompañan, enfermeras, auxiliares, internos, externos (este es el escenario de la “gran visita”) beben sus palabras. Entrando en la habitación uno a uno, forman con él una curiosa procesión que no deja de recordar las de nuestras iglesias al comienzo de una misa solemne. El ambiente es casi religioso, el silencio sepulcral. ¡Callaos, pobres mortales, el cirujano va a hablar! Desde su cama o su sillón, el paciente debe extasiarse por los progresos realizados. Pues, es menester saberlo, el cirujano está por regla general bastante satisfecho con él, incluso un tantito entusiasta, «muy contento de que la operación haya salido tan bien» o de que «los buenos resultados se hayan podido comprobar» y de que «la herida sea buena». Durante ese tiempo, tu sigues recibiendo una paliza en tu cama, pinchado y entubado por todas partes. Pero él, está contento. ¿Has estado vomitando toda la noche? ¿Te duele todo? «Es normal», te dice con seguridad, al tiempo que deshace —para el examen— el vendaje nuevo que la enfermera acaba de cambiar hace un momento. La pobre tendrá que recomenzar y te lanza ya una mirada de decepción.

Mejor aún, y sin inmutarse, el cirujano sabe prepararte para las malas noticias con un lote de fórmulas que son a la medicina lo que la lengua de madera es a la política. Así, la expresión «Tengo que decirle que los días que vienen van a ser un poco incómodos», se puede traducir más prosaicamente como: «Va usted a pasarlas canutas y no se podrá hacer gran cosa para remediarlo». No he entendido al principio la frase que resume el periodo laborioso de la convalecencia: «Eso no va a ser lineal». Adquirió todo su sentido al día siguiente de mi salida del hospital, cuando una náusea violenta me recordó que todo no había acabado, ni mucho menos. En cuanto a la pregunta «¿Voy a estar bien, doctor?», hay que apreciar esta respuesta digna de un auténtico jesuita: «Nada no nos impide decir lo contrario». En suma, la prudencia es obligada, además de un cuidado constante para no dar más que informaciones o explicaciones a la vez posibles, necesarias y sobre todo incontestables.

Detrás de todo eso se esconde una inmensa profesionalidad y un verdadero esfuerzo de pedagogía para detallar lo que pasa o va a pasar. A veces por medio de un croquis, el cirujano puede explicarte en unos minutos lo que, a él, le ha llevado quince años para aprenderlo y asimilarlo. Eso despierta el respeto y le da ese aire de demiurgo que no le desagrada. Nosotros, los pacientes, miramos a nuestros cirujanos como salvadores, semidioses «que saben», mientras que nosotros, pobres humanos, no sabemos nada. Pero cuidado con la tentación de omnipotencia porque, finalmente, aunque nos cuiden, los médicos no salvan vidas: las prolongan. Todos somos condenados a muerte; la medicina no hace más que retardar la ejecución.

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