Los Sellos Secretos

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Los Sellos Secretos
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© Grupo Editorial Carnero, C. A., 1999

2nda Calle Trans. de Bello Monte, Local G-1

Caracas, 1050 - Venezuela

PLUTÓN EDICIONES, 2020

Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas

Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,

E-mail: contacto@plutonediciones.com

http://www.plutonediciones.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

I.S.B.N: 978-84-18211-15-7

Introducción

“(…) Nadie tiene el poder de robarme o negarme

la felicidad si yo no lo permito. Ahora entiendo, ahora sé,

que el único que tiene ese tremendo poder, ese maravilloso poder, soy yo. Por eso asumo la responsabilidad total de mi vida”.

¿Toda acción o decisión del ser humano está determinada solo por sí mismo o interviene el Universo o un Dios? ¿Existe en verdad el tiempo, o nosotros lo creamos? ¿Tiene límites el tiempo? ¿Existe el mal o solo es una ausencia del bien? Toda duda es razonable y objeto de debate, con lo cual no serán verdades absolutas, si no miradas y versiones distintas de entender una realidad, que a lo mejor hemos determinado según nuestras propias vivencias. Rafael Vidal, autor del presente libro, nos llevará por un viaje de introspección sobre estos y otras ideas que a diario nos cuestionamos para encontrarle sentido a nuestra existencia en el mundo.

La inmersión del ser humano en su propio subconsciente le permite reflexionar sobre sus actos, sus miedos, sus inseguridades, analizar y ponerle significado a sus sueños, cuestionarse si existe un Absoluto y un tiempo que rige nuestras vidas. Qué pasa si después de nuestra muerte hay algo más allá que simplemente nuestra propia inexistencia física en la tierra. Todo esto, son algunos de los caminos que pasamos como etapas o fases dentro de pequeñas cámaras secretas, a los que los obstáculos y retos son pilares fundamentales para entender nuestra existencia en el Universo.

Cada evento cotidiano, cada montaña que se asciende, será un camino de lucha constante con nuestro propio subconsciente, y, salir de cada una de ellas, se convertirá en enseñanzas y lecciones de vida, que nos permitirá entender nuestro objetivo terrenal, además de mitigar o poner fin a tabúes que hacían de nuestra existencia un reto más por sobrellevar.

Los Sellos Secretos, no es un libro de autoayuda que encuentras a menudo, de hecho, posee elementos reflexivos y analíticos que nos ayudarán a confrontar y pensar cómo estamos interactuando con nuestros propios sellos místicos, cabalísticos, filosóficos y religiosos, permitiendo que cada acción que realicemos la hagamos con la firme convicción de ser los únicos responsables de nuestros propios actos. El Universo como Absoluto y Usted como parte de él, determinarán la fuente de todo lo real como principio de autoconocimiento, fuente primaria, génesis, de la existencia misma del hombre.

El libro nos llevará a un viaje en el que cuestionaremos todo aquello que nos rodea; reflexionaremos sobre lo que existe y lo que no, lo efímero, lo tangible y lo intangible, lo espiritual y religioso, lo humano y lo divino. Nos permitirá abrir una nueva posibilidad de entender la vida y cómo podemos desenvolvernos mejor en ella. Visiones y reflexiones distintas sin ser verdades absolutas.

A veces en lo más simple, llano y sencillo de la vida, se encuentran las respuestas a las preguntas más trascendentales de nuestra existencia, y es allí, donde aprendemos a valorar y a disfrutar de la misma tal cual se nos presenta con sus cosas buenas y malas. Y aunque el ascenso a la montaña se torne difícil y creamos no poder lograrlo, es mirar nuestro entorno y saber que siempre podemos tomar atajos y seguir adelante y lograr la tan anhelada cima.

“(...) vivir el aquí y el ahora a plenitud (…)”

“…Si vives la vida que otro pretenda para ti, esta no será tu historia personal, y si no vives tu historia personal no puedes autorrealizarte.

Para vivir tu historia personal lo único que necesitas es ser tú (…)”


El Adiós

El viejo no podía morir. Él lo sabía. Y, sin embargo, en su mirada había un dejo de nostalgia como el de quien sabe que está próximo a partir.

Hoy era un día especial, y por eso había escogido particularmente este lugar. Uno de los rincones favoritos en su incomparable jardín. ¿Cuántos días y cuántas noches había pasado aquí? Disfrutando del frescor de la vegetación, la humedad de la tierra, el silencio de la naturaleza, y la protección de la penumbra. ¿Cuántas veces no había sido este su propio universo personal?

La clara luz de la primavera penetraba el tupido follaje de su refugio, y se convertía en haces danzantes que jugueteaban con el rostro del viejo. Mil caras parecían emerger de ese rostro ausente. Sin embargo, su verdadera mirada se hallaba perdida en la eternidad.

Abstraído como estaba, el viejo comenzó a hablar. Su voz era profunda, pausada, y estaba llena de una inmensa paz. Su hablar era reflexivo, como si más que hablarles a otros, se estuviera hablando a sí mismo.

Y fue así como el viejo, sumergido en sí mismo y en el universo a la vez, comenzó su despedida...

Todo sucedió hace mucho tiempo ya, cuando solo era un joven muchacho. En ese momento de mi vida, lleno de vitalidad, lleno de deseos, de ilusiones y de expectativas del futuro, una noche tuve un sueño. Yo solía soñar, dormido y despierto, pero ese sueño en particular fue diferente. Ese sueño, si es que en verdad fue un sueño, me tocó profundamente, me marcó adentro, y cambió mi vida.

»Ese sueño, tan real, tan tangible, acabó de una vez y para siempre con mis otros sueños. Nunca más volví a soñar como antes. A partir de entonces mi realidad cambió y con ella el mundo que me rodeaba, el universo entero. A partir de ese momento mis sueños dejaron de ser anhelos irrealizables, para convertirse en decretos que se hacían realidad una y otra vez, cada vez que lo deseara. En ocasiones ni siquiera tuve que decretar, pues el Universo, en su Infinita Inteligencia siempre me proveyó de lo que yo necesitaba realmente, dándome más veces que menos, mucho más de lo que yo hubiera pedido.

»Ese sueño me permitió emprender un gran viaje, un viaje que me llenó de grandes riquezas, de fama, de poder, de triunfos y de éxito. Recorrí los confines del planeta, vestí las más finas prendas y joyas, conocí las más variadas culturas y personas, levanté un imponente imperio comercial y ocupé los más altos cargos en el gobierno del pueblo. Al mismo tiempo formé una bella, sana y numerosa familia, fortalecí mis amistades, e incrementé en general la cantidad y calidad de mis relaciones interpersonales. Pero más aún, ese sueño me enseñó dónde encontrar armonía, paz, serenidad, felicidad y amor. Me llenó de sabiduría más allá de todo el conocimiento almacenado en todas las bibliotecas de la Tierra.

»Ese sueño fue el comienzo de un camino que, sin saberlo, me llevaría al destino más lejano al que puede llegar ser humano alguno. Ese camino me llevó a mí mismo, y en él encontrarme conmigo mismo, no al final del camino, sino a lo largo de mi interminable periplo por él. Logré entender mi origen, misión y destino, trascendiendo la vida y la muerte, y autorrealizándome en la unicidad con el Absoluto.

»Sí, hace muchos años que tuve ese sueño. Hace tantos años que quizás ocuparían varias vidas. Pero eso no importa en realidad, pues yo dejé de tener edad desde la misma noche en la que tuve ese sueño. Ahora ha llegado el momento de trascender a otros planos de existencia y por eso ha llegado el momento de decirles adiós. Y en este adiós quiero dejarles lo más valioso que yo en verdad tuve a lo largo de estos largos siglos de existencia... mi sueño.

El Sueño

Caía la tarde y los tonos de rojo y naranja se colaban entre las copas de los árboles dándole un matiz cálido y misterioso a este bosque de gigantescos troncos y de suelo cubierto de hojas secas. El rumor de una suave brisa penetraba por las aberturas de mi casco, y fue entonces cuando me di cuenta de que vestía una armadura como un caballero de la edad media.

Me hallé de inmediato embargado por una sensación de orgullo personal ante mi envestidura, seguramente la de un importante guerrero. Sin embargo, estaba solo y desarmado. ¿Dónde estarían los demás miembros de mi ejercito? ¿Dónde estarían mis armas y mi monta? No lo sabía. Solo sabía que tenía que ascender a la cumbre de la montaña. Pero, qué montaña, ¡si hasta donde alcanzaba mi vista lo único que lograba ver eran los troncos de inmensos pinos y árboles cuyas copas se perdían en las alturas del cielo!

Seguí caminando, como orientado por una fuerza sobrenatural, como guiado por una inteligencia superior, mientras los tonos de carmesí del cielo le dieron paso al oscuro negro de la noche. De golpe, el bosque llegó a su fin y me encontré ante una aldea de campesinos, sus casas de piedra y madera iluminadas por la titilante luz de las hogueras encendidas dentro y fuera de las mismas. Pero no hubiera hecho falta prender fuego para poder ver. ¡La luna estaba llena y era como una gran lámpara que iluminaba la aldea, y por detrás de esta una vasta pradera, y más allá de esta última la montaña!

 

Al verla supe de inmediato que el destino de mi largo viaje estaba en su cumbre. No sabía por qué. No sabía qué buscaba. Pero era como si la montaña me llamara a gritos y yo no pudiera sino responder caminando hacia ella.

Entré en la aldea y me acerqué a algunos campesinos buscando algo de comida y un sitio para descansar, pero todos me miraban como si me conocieran y pensaran que estaba loco. Había una mezcla de miedo y burla en sus ojos. Les dije que no se preocuparan, que estaba de paso puesto que en verdad iba a la montaña, pero esto lejos de tranquilizarlos los agitó aún más. Escuché algunas risas, y hasta una insolente carcajada en la oscuridad entre algunas casas, lo cual llenó aún más de pánico el rostro de quienes tenía enfrente, quizás temiendo una respuesta violenta de mi parte.

Me limité a pedir comida y refugio una vez más, y ellos, con esa mezcla de ironía y temor en sus voces y en sus miradas, me dieron de comer, al tiempo que me preguntaban el porqué de mi viaje a la montaña. Les conté sobre el llamado incesante de la montaña, y ellos casi con lágrimas en los ojos me respondieron, que ya antes habían conocido a otros como yo. Desde tiempos incontables se habían acercado a esa misma aldea otros caballeros y guerreros que habían llegado a esas tierras con la pretensión de coronar la cumbre de la montaña. Ellos habían logrado disuadir a muchos de sus locas intenciones, pero algunos habían insistido y habían subido, y jamás se había vuelto a saber de ellos. Porque esa montaña era la muerte.

Las leyendas de la aldea contaban que las almas en pena de quienes habían pretendido subir a la cumbre maldita, vagaban eternamente por los laberínticos caminos de la montaña, pidiendo a gritos que los rescataran, y que veces el viento venía cargado con el eco de sus voces. Los ancianos de la aldea me pidieron que desistiera de la idea de ascender la montaña, que me diera media vuelta y regresara a la seguridad de mi hogar, que no cambiara todo lo que tenía por una muerte segura.

Las palabras de los campesinos estaban cargadas de un profundo terror, y parecían implorar que los escuchara y les permitiera salvarme la vida. En mi mente, sin embargo, retumbaba el llamado de la montaña, y aunque debo reconocer que por momentos dudé de mi loca empresa, esa llamada hacía que nada de lo que dejaba atrás tuviera sentido alguno, si no lograba llegar hasta su fuente misma en la cumbre.

Terminé de comer y decidí emprender mi camino de una vez, lo cual pareció enfurecer a mis anfitriones. Ahora sus súplicas de que no siguiera adelante se transformaron en una retahíla de insultos y de acusaciones de traición a mi reino y a mi dios. A empujones tuve que abrirme paso entre la muchedumbre que parecía pensar que para salvarme la vida quizás tendría que matarme.

A la salida de la aldea, y ya habiéndome quitado de encima a todos mis “salvadores”, se me acercó una pequeña niña que me dijo que la montaña estaba habitada por demonios, y que la muerte no estaba en la montaña sino en los demonios mismos. Solo existía un camino para llegar a la cumbre de la montaña y todos los demonios harían lo posible para que abandonara ese camino y llevarme por caminos que no conducen a ningún lado. Si no enfrentaba a los demonios no podría jamás llegar a la cumbre, pero si los enfrentaba y no los vencía mi castigo sería la locura y la oscuridad eterna. Dicho esto, la niña se dio media vuelta y regresó a la aldea desapareciendo entre las sombras.

Me quedé pensando en las palabras de la niña. Me inspiraron miedo, pero al mismo tiempo me llenaron de la fuerza necesaria para vencerlo. Esa niña me había impactado. Algo en ella parecía diferente del resto de la gente de la aldea. Su mirada era diferente. Me resultaba de alguna manera familiar.

Dando una última mirada a la aldea emprendí mi camino hacia la montaña, y poco a poco la luminiscencia de las hogueras de los campesinos se perdió en la oscuridad de la noche.

La Montaña

Caminé toda la noche por la inmensa pradera que separaba la aldea de la base de la montaña, mientras la luna llena iluminaba mi camino entre un mar de espigas peinadas por la suave brisa. Con los primeros rayos del alba alcancé la base de la montaña y me detuve para contemplar, lleno de respeto y admiración, las diferentes caras de la imponente montaña, algunas de ellas iluminadas ya por los rojizos rayos del amanecer, mientras que otras permanecían todavía sumidas en la oscuridad de la noche.

La montaña parecía infinita, elevándose hacia el cielo y atravesando las nubes en su camino. Ante su inmensidad me sentí como un enano, como un microbio, y por un momento mis pensamientos volvieron a las palabras de los ancianos de la aldea la noche anterior. ¿Qué habría de verdad en todo lo que dijeron? ¿No sería mejor dejar toda esta locura así y volver a casa, a lo conocido, a lo seguro? Me acordé de las palabras de la niña y un escalofrío recorrió mi cuerpo. De verdad estaba loco. ¿Quién me había metido a mí en este problema? ¿Y qué si por buscar algo que ni siquiera sé qué es, pierdo la vida?

Sumido en ese torbellino de dudas y de inseguridades, y casi a punto de devolverme, un rumor repentino me hizo volver en mí. Era como un rugido profundo que parecía provenir de las entrañas de la montaña misma. De pronto me sentí observado por la montaña, sentí como si estuviera viva, como si por los tiempos de los tiempos me hubiera estado esperando y no tuviera intenciones de dejarme ir. Y justo cuando el miedo comenzaba ya a tornarse en un pánico desmesurado, volví a escuchar el llamado de su cumbre, y como cuando los ojos de la niña le hablaron a mi alma, este llamado me llenó de fuerza y decidí emprender la marcha.

El camino hacia la cumbre parecía un ascenso sin mayor complicación. No había desvíos. Estaba marcado. Una trilla única dominaba colina tras colina hasta perderse en la cumbre misma. Y así, con la cumbre como objetivo único, comencé mi ascenso.

Al principio me mantuve alerta, un poco temeroso quizás, recordando las historias de los demonios de la montaña, pero conforme pasó el tiempo, y al no presentarse ninguno, me fui olvidando de las advertencias de los aldeanos y me entregué a caminar.

Las primeras colinas fueron una conquista fácil. Un sol radiante y un cielo azul habían sido mis compañeros de viaje en el ascenso. Había estado caminando por un buen tiempo, varias horas con seguridad, y cuando más o menos sentí que había completado posiblemente la mitad de mi recorrido, me detuve para dar un vistazo atrás.

La visión de lo que había quedado a mi espalda me sobrecogió. El camino del cual yo venía parecía perderse en un abismo mortal. ¿Cómo subí yo todo esto? La verdad que el ascenso no me había parecido tan difícil y peligroso como se veía ahora desde aquí. Y de pronto un pequeño punto de movimiento a lo lejos llamó mi atención. Se trataba de la aldea en la que había estado la noche anterior. Apenas si podía distinguirse la estructura de las casas y el correr de sus habitantes en un día más de trabajo. Pero lo que en verdad llamó mi atención fue lo estéril de las tierras en las cuales estaba asentada la aldea. ¿Por qué viviría esa gente allí? ¿Por qué no buscarían tierras fértiles? ¿Por qué no escucharía ninguno de sus habitantes el llamado de la montaña?

Pensando en el llamado volví a mirar hacia la cumbre y me dije: “Bueno, ya estas cerca, vamos a terminar esto de una vez”. Conquistaría una colina más y me encontraría seguramente ante el ascenso final hacia la cumbre. Reemprendí mi camino.

Pero la colina que me separaba del ascenso final estuvo seguida de otra, y esta de otra, y de otra y de otra, y así colina tras colina caminé incontables horas hasta que mi entusiasmo comenzó a disiparse y el día empezó a morir. Noté que el tiempo estaba distorsionado. Había caminado muchas más horas de las que podía haber en un día, y solo hasta ahora comenzaba a caer la noche. Me sentí frustrado. ¿Cómo es posible que haya caminado tanto y lejos de acercarme a la cumbre más bien pareciera alejarme cada vez más de ella? ¿Cuántas colinas más tendría que vencer? Sentí ganas de abandonarlo todo. Sentí ganas de echar a correr hacia atrás, pero recordé el abismo. En esta oscuridad me sería imposible descenderlo. Me sentía cansado. Me gustaría poder descansar y mañana cuando saliera el sol vería qué haría. Por ahora, solo quería refugio. ¡Debí haberles hecho caso a los aldeanos!

Un ruido rompió mis pensamientos. Vi con sorpresa cómo una pequeña figura emergía de la oscuridad y se acercaba a mí. ¿Cómo es posible, otros seres humanos aquí, o serán acaso los demonios de los que hablaba la niña? Con el corazón a punto de reventarme el pecho pregunté a la silueta quién era.

—Soy yo —respondió ella, y en su voz reconocí justamente a la niña de la aldea.

Pero, ¿cómo logró ella llegar hasta aquí? ¿Cómo puede esa mocosa haberme seguido a lo largo de interminables horas de marcha y ascenso? Aun así, me sentí reconfortado.

—Acércate —le pedí, pero cuando así lo hizo, descubrí que su mirada no era la misma. De alguna manera seguía pareciéndome familiar, pero no era la misma mirada con la que me había tocado el corazón la noche anterior.

—Todavía puedes salvarte —me dijo la niña—. Todavía no has tenido que enfrentarte a ninguno de los demonios de la montaña. Olvídate de la cumbre y acuéstate a descansar y mañana, cuando salga el sol, regresa a tu hogar.

—Pero la cumbre me llama, y tú lo sabes —le dije—. Lo que pasa es que estoy cansado y es de noche. Por ahora lo que voy a hacer es quedarme aquí y mañana cuando salga el sol reemprenderé mi camino hacia la cumbre.

—La cumbre —rio la niña—. Haz lo que tú quieras. Por lo pronto haces bien en quedarte aquí. No vayas a confiar en nadie, y no vayas a caminar de noche porque entones te perderás en los laberintos de la montaña. Espera hasta mañana, y cuando salga el sol, cuando puedas verlo todo con claridad, decides lo que vas a hacer.

Dicho esto, la niña se dio media vuelta, tal como lo hizo en la aldea, y sin mirar atrás desapareció en la oscuridad. ¿Cómo es que ella sí puede caminar en la noche y yo no? Bueno, esa gente ha vivido aquí toda su vida. Quizás se conocen esto como la palma de su mano.

Sumido en mis pensamientos acondicioné un espacio al lado del estrecho camino y, como pude, me acosté a descansar. Me sentí agradecido de haber cargado con mi armadura todo el camino, pues ahora esta me protegía del frío de la noche. ¿Dónde estaría la luna llena que me había iluminado ayer todo el camino? Bueno, mejor sería dejar de pensar y descansar para el día de mañana.

La noche fue una mezcla de sueños y despertares. En mis sueños aparecían el rostro de la niña, los ancianos de la aldea, y el largo camino que había recorrido desde el bosque. Me despertaba entre sustos y sudores fríos, pensando que ya era de día y que podría finalmente recomenzar mi ascenso hacia la cumbre, solo para descubrir que el tiempo no había pasado y que seguía sumergido en la más densa oscuridad.

Pasaron las horas. De hecho, pasaron tantas horas que me parece que pasaron días y semanas. Quizás pasaron años y siglos, y nunca amanecía. Y con cada hora que pasaba me hundía cada vez más en mi frustración, mi depresión, mis temores, y con ellos la noche se hacía cada vez más profunda, más espesa.

La desesperación se apoderó de mí y poco a poco empecé a perder noción de a qué le tenía miedo y qué buscaba yo en la montaña. En mi desesperación empecé a desear que no amaneciera, empecé a tenerle miedo al sol y al camino por recorrer. Y el tiempo pasó. Solo quería estar ahí acurrucado, paralizado. Hacía tiempo ya que había olvidado la aldea, los ancianos, la niña, y peor aún, la montaña, el camino y la cumbre. Mi vida era la oscuridad. Mi protección era la oscuridad. Empecé a aferrarme a mi armadura, y poco a poco empecé a pensar que la armadura era yo.

Como en un desfile demencial, empezaron a aparecer ante mis ojos terribles seres deformados, monstruos aberrados... los demonios que hacía tanto tiempo habían olvidado. Uno de ellos, lleno de una inexplicable ira, lo golpeaba todo al tiempo que gritaba como un animal herido. Otro de esos repugnantes seres no hacía sino lamentarse y arrastrarse por el suelo, como un despojo inútil y desahuciado. Otro no hacía sino gritar de miedo ante la furia del primer ser, presa de un pánico que parecía responder por igual ante cualquier otra cosa que lo rodeara. Otro no hacía sino arrancarse pedazos de carne sangrante y gritar en un aparente deseo incontenible de autodestrucción.

 

Estos y muchos otros demonios más me visitaron en la eterna noche de la montaña, todos ellos mostrándome sus horrendas y detestables caras. Quería no mirar, quería no verlos, pero no me daba cuenta de que ellos me desgarraban desde adentro, y todos ellos con los ojos familiares que había visto alguna vez en alguien en esta montaña.

Frente al dantesco espectáculo que se alzaba ante mí yo yacía inerte entre las rocas, paralizado como un muerto, vacío de vida como una vieja y oxidada armadura, y sin embargo me ahogaba de los mismos demonios que danzaban ante mí. En un turbulento torrente de emociones me embargaba, en unos momentos, una incontenible ira, en otros, una profunda depresión, en otros, una insondable culpa, en otros, un insoportable terror. Y yo nada podía hacer sino hundirme más profundamente en mi locura, pensando que era simplemente una delirante armadura llena de demonios. Así, poco a poco, siglo a siglo, me sumí en la más profunda inconsciencia, hasta que en la eternidad oscura los demonios se hicieron mis compañeros. Empecé a pensar que yo era uno de ellos, y fue entonces cuando se cansaron de mí y fueron desapareciendo, no sin antes fundirse en lo más profundo de mi ser con mi esencia, con mi alma. Ahora yo era uno con cada uno de ellos y con todos a la vez.

En esa eterna noche un ruido me despertó. El ruido era como el rumor de mil pies golpeando el suelo. Abrí los ojos y alcé la vista para descubrir ante mí a un anciano. Era un pastor y los mil pies eran los de su rebaño andando por la montaña.

—¿Quién eres? —me preguntó el anciano pastor.

—Una armadura —le respondí.

—¿Qué haces aquí? —inquirió el anciano una vez más.

—Nada —le dije—, solo soy parte de la oscuridad.

—¿Oscuridad, qué oscuridad? —se rio el anciano.

Me di cuenta de que el anciano estaba loco. Solo un loco se movería por estos peligrosos riscos en esta oscuridad. Solo un loco estaría sumergido en un océano de oscuridad y no se daría cuenta. Yo por mi parte, en mi locura sabía que estaba bien cuerdo. Yo sí veía la oscuridad y no pensaba moverme de aquí. Ella y yo estábamos unidos eternamente.

—No me has respondido —insistió el anciano—. Dime de qué oscuridad hablas.

No hubo respuesta de mi parte.

—¿A dónde vas? —insistió el pastor—. Permíteme guiarte.

Seguí sin responderle.

—Ponte de pie —comandó el anciano.

Me mantuve inmóvil, como desde hacía milenios.

—¡Ponte de pie y echa a andar, o es que en verdad crees que eres ese pedazo de latón que recubre tu ser! —dijo el anciano con tono severo.

—Déjame solo, viejo loco. Vete de aquí y déjame solo.

—No, no me voy a ir hasta que no me respondas. ¿Quién es el loco aquí? Temiendo mirar de frente a la vida. Viviendo muerto.

—¿Vida? —¡Ja!, ahora me tocaba el turno de reír a mí—. Aquí no hay vida viejo loco. Esta es la muerte, y tú y yo estamos muertos, y lo mejor que puedes hacer es darte cuenta y aceptarlo. La vida no existe.

El viejo clavó sus ojos en mí y con una voz que parecía emanar de las rocas dijo solemnemente:

—La vida sí existe hijo mío. La Montaña es la Vida.

De repente sus ojos se encendieron como dos estrellas y su mirada penetró dentro de mí, y me di cuenta con sorpresa que estaba mirando los mismísimos ojos con los que me había mirado una niña, en una aldea, en una época remota y perdida en la eternidad.

Esa mirada familiar me hizo recordar dónde estaba y qué hacía aquí, y el viejo, sabiendo que yo estaba despertando de mi largo sueño, me preguntó qué hacía en la montaña. Yo le conté del viaje a través del bosque, de la aldea y sus habitantes, y del llamado de la montaña. Le conté de mi deseo de conquistar la cumbre de la montaña, y también de cómo, con el paso de las horas, y quizás los días, mi entusiasmo desapareció y me encontré perdido en mis temores y mi frustración, y de los siglos de agonía y desesperación, y de los demonios, y de la eterna oscuridad, y de la muerte, hasta que había visto el fuego de la vida en sus ojos.

—¿Y por qué quieres alcanzar la cumbre de la montaña? ¿Qué buscas allí? —me preguntó el viejo con un amor como el que nunca antes había sentido.

—No lo sé —respondí—. Solo estoy respondiendo al llamado incesante que me hace la montaña desde su cumbre. No lo puedo evitar. Ella me llama y yo tengo que ir.

—Sí caballero, ese llamado es real. Pero tienes que ver que no viene de la montaña, sino de ti mismo.

—Es verdad. No oigo el llamado, sino que me retumba en la cabeza. Pero de alguna manera, siento que proviene de la cumbre de la montaña y no de mí.

—Claro. ¿Pero es que acaso no ves que la montaña y tú son uno y el mismo?

¿Qué le pasa a este viejo?, pensé muy dentro de mí. ¿Este viejo será un filósofo de la montaña, será un loco, una de las almas atrapadas en ella para la eternidad, o será otro de los demonios que me vienen a engañar y a desviar? ¿Pero desviarme de qué camino, si ya yo lo había abandonado todo? ¿Y qué hay de su mirada, de esos ojos familiares como los de la niña de la aldea, y del amor con que me habla?

—Si fuéramos uno, no me habría costado tanto avanzar en pro de la cumbre. Si fuéramos uno, no se me habría hecho de noche eternamente. ¿Cómo puedo yo ser uno con algo que está en contra mía, con algo lleno de peligros y de demonios, de los cuales quizás tú mismo eres uno? —contesté como un niño malcriado y asustado.

—¿Yo, un demonio? No, mi pequeño, yo los conozco muy bien, pero yo no soy uno de ellos. En esta montaña, que eres tú mismo, no puede haber nada que no hayas tú mismo traído. Los demonios de esta montaña son tus propios demonios. La noche de esta montaña es tu propia noche. Te vuelvo a preguntar entonces ¿por qué quieres coronar la cumbre de esta montaña que eres tú mismo?

—Ya te dije que no lo sé. Solo escucho ese hipnótico llamado y tengo que responder a él.

—Entonces yo te pregunto ¿cómo puedes llegar a la cumbre si no sabes para qué la quieres conquistar? ¿No te das cuenta de que es tu propio corazón el que te está traicionando? ¿No te das cuenta de que si no sabes qué quieres obtener de algo, no puedes lograr ese algo en su esencia verdadera? Y en la montaña no te puedes engañar con apariencias. En la montaña la cumbre está tan solo a un pensamiento de distancia. Pero solo si sabes qué es lo que quieres y por qué lo quieres.

—De qué me valdría saber qué es lo que quiero. De cualquier manera, en esta oscuridad no puedo seguir caminando, y en esta noche eterna nunca termina de amanecer. Estoy atrapado.

—Sí, es verdad, estás atrapado en la montaña. Pero recuerda que la montaña eres tú mismo, así que estás atrapado en ti mismo. Yo te vuelvo a preguntar aquello que te pregunté hace rato. ¿A qué oscuridad te refieres? No te das cuenta de que en esta montaña su oscuridad es tu oscuridad. Y su noche es tu noche. Y su muerte es tu muerte. ¿No te das cuenta acaso que cuando permitiste que tus dudas, tus temores, tu frustración y tu cansancio, cayeran sobre ti, le robaste a la montaña su día y su sol, y su vida misma, y permitiste que la noche y la oscuridad cayeran sobre ella? ¿Cómo pretendes acaso ahora que amanezca si en tu corazón lo único que hay es miedo? Deja de pedir sol y día para vivir la vida. Destierra de tu corazón tus miedos. Quítate de encima esa armadura que cargas pesadamente. Deja de esperar que alguien venga a rescatarte. Rescátate tú mismo. Deja de esperar ayuda exterior, la verdadera ayuda proviene de dentro de ti. ¡Así que arráncate las máscaras y comienza a caminar!

—Pero, cómo voy a caminar. Qué camino voy a seguir. No veo nada. Cómo me voy a despojar de mi armadura. Ella es mi protección. Ella es parte de mí.

—Sí, y mientras no tomes acción vas a seguir viviendo en la eterna oscuridad. Decide qué es lo que quieres, decide por qué es que lo quieres y toma acción. Una vez que enfrentes de esta manera la posibilidad de vivir, la montaña misma te irá llevando hacia y hasta su propia cumbre.