¡polly!

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

¡POLLY!

una novela de

Stephen Goldin

Publicada por Parsina Press

Traducción realizada por Tektime

¡Polly! Copyright 2008 por Stephen Goldin. Todos los derechos reservados.

Diseño de portada por korhan hasim isik.

Título original: Polly!

Traductor: Jordi Olaria

ÍNDICE

Escena 1

Escena 2

Escena 3

Escena 4

Escena 5

Escena 6

Acerca de Stephen Goldin

Contacta con Stephen Goldin

Dedicado a todas las diosas

—pasado, presente y futuro—

que han estado deambulando por mi vida

ESCENA 1

Su propia tos le hizo despertarse.

Al principio no sabía porqué tosía, pero entonces notó aquel penetrante olor en su consciencia. Humo. El aire estaba denso con humo. Un humo caliente y negro. Pasando ante él en oleadas intensas y de mal agüero.

Y entonces se escuchó un ruido. Era un rugido, como el de un tren llegando, pero de diferente manera. Podría tratarse de un huracán o un tornado, o una ráfaga de miento tan fuerte que casi lo dejó sordo. Al mismo tiempo, le dolieron los oídos. Quizás era un cambio en la presión ambiental.

Se dio cuenta que aquel ruido le recordaba: el rugido de un horno de tamaño industrial

¡Fuego!

Sus ojos se abrieron de par en par, lo que fue un grabe error. Al instante le picaron y las lágrimas empezaron a emanar de ellos. El humo y el hollín casi le dejaron sin poder ver, y la tos casi sin poder respirar.

Fuego, la peor pesadilla posible para un dueño de una librería, especialmente cuando vivía en la planta superior de la tienda. No veía llamas a su alrededor, así que el fuego debía estar abajo en aquel momento. Devorando todo el inventario.

¡Bárbara! Despierta, Bárbara.

Entonces recordó... no había ninguna Bárbara a quien levantar. Se había ido hace un par de días. Estaba solo.

Parte de su mente se preguntaba porqué molestarse por ello; túmbate aquí, muérete y todo se acabaría. Pero la parte de su cerebro con el instinto de supervivencia venció.

¿Cuál era el consejo que siempre le daban sobre los incendios? El hume sube. Tumbarse sobre el suelo para evitar inhalar humo. ¿Pero todavía se podía aplicar si el humo venía del piso inferior?

Se levantó de la cama sobre sus rodillas y empezó a gatear. Luego se detuvo. ¿Por dónde estaba la ventana? No podía ver nada. Sabía la manera en la que su cama estaba orientada en relación con la ventana, pero sus engranajes mentales se atascaron. De repente, no pudo recordar como había salido de la cama. ¿Izquierda o derecha? ¿Se estaba moviendo hacia la ventana o lejos de ella?

Había cristales rotos delante suyo. Bueno, se dirigía en la dirección correcta. Una voz gritó: “¿Hay alguien aquí?”

Trató de responder gritando, pero su garganta estaba tan ahogada de humo que sólo pudo emitir un tos seca.

Eso era suficiente, sin embargo, para su posible socorrista. "Te escucho. Ya voy."

Un momento después, el bombero agarró su brazo, lo levantó suavemente y lo condujo hasta la ventana. Afuera había una escalera. “¿Crees que puedes bajar?” preguntó el salvador. El asintió.

"¿Alguien más aquí?" fue la siguiente pregunta.

Sacudió la cabeza. "Sólo yo", dijo con voz ronca.

Había otro bombero en la escalera. Los dos rescatadores lo ayudaron a trepar temblorosamente hasta el suelo. De pronto sintió frío. A pesar de que era julio, la noche era fría —y además, saliendo del edificio sobre calentado, el contraste era aún más intenso.

Además, sólo llevaba puestos sus calzoncillos. Fue lo único con lo que durmió, ya que era lo único que tenía. Uno de los bomberos lo vio temblar y al instante lo envolvió en una manta. Alguien más le trajo una sudadera grande y holgada y pantalones se los puso. Alguien más le dio un poco de agua.

Se volvió para mirar el fuego. Lo observó impasible mientras ardía. Las llamas eran bastante bonitas, en realidad, contra la oscuridad de la noche. De vez en cuando tomaba un sorbo de agua, más por reflejo que por sed.

Su vida entera se convirtió en humo— por lo menos, todo lo que no había perdido se fue metafóricamente hablando con él a principios de esta semana.

Se quedó allí mientras la gente se movía a su alrededor haciendo todo tipo de cosas frenéticas— corriendo con hachas, echando agua sobre el fuego, y manteniendo alejada a la multitud. Nada de eso parecía importarle mucho; Su mente se había ido lejos. Las vistas, los sonidos, los olores eran todo un caleidoscopio de sensaciones que pasaban por el extremo equivocado de un telescopio. Nada de eso era real. Nada de eso le afectó.

Una mujer se detuvo y le habló brevemente. Ella dijo que era de la Cruz Roja y le preguntó si tenía un lugar para quedarse aquella la noche. Ella le dio la tarjeta de un refugio que podría hospedarlo durante una noche o dos, mientras él consiguiera arreglarlo todo.

Las llamas lentamente se apagaron. Alguien le dijo que el primer piso estaba casi destruido, mientras que algunas cosas se habían salvado del segundo: su cartera, una cómoda pequeña con algunas ropas, su teléfono móvil. Alguien más le dijo que en una evaluación preliminar parecía que el fuego había comenzado por culpa de algún cableado defectuoso. Nada parecía sospechoso.

En algún momento debió de haber ido al refugio, aunque no lo recordaba. Se despertó y caminó aturdidamente hacia la puerta, bajó por la calle hasta un cajero automático, donde sacó un poco de dinero de su pobre cuenta para poder desayunar. La comida bien podría haber sido de cartón; Lo masticaba y lo tragaba mecánicamente sin siquiera saborearlo.

El resto del día lo pasó rodeado de una extraña bruma. Recogió la poca ropa que pudo rescatar y a puso en un par de bolsas de plástico para supermercado. Habló con su agente de seguros, quien le dio condolencias como profesional que era y le recordó que mientras gran parte de su negocio había sido asegurado, no tenía seguro de vivienda para cubrir sus pérdidas personales. Dejó la oficina del agente con un grueso montón de papeleo para llenar y devolvérselo en la mayor brevedad posible.

Pasó aquella noche en un motel barato, y no recordó nada de la experiencia. A la luz del día, la realidad se filtraba lentamente en las esquinas de su mente. Tendría que hacer algo con respecto a encontrar un lugar donde quedarse; No tenía suficiente dinero para seguir viviendo en un motel. Tenía que reunir sus cosas y hacer un balance de los recursos que tenía. Bueno, eso no tardaría mucho. No quedaba mucho para hacer balance.

¿A dónde podría ir? Bueno, su hermano tenía un rancho en Nevada y siempre le invitaba a venir a visitarlo. Eso lo haría, supuso.

Empezó a llamar un par de veces para avisar a su hermano que venía, y cada vez colgaba antes de terminar de marcar. No podía contar esta historia por teléfono; Podría romper a llorar y estropearlo para siempre. Mejor seguir adelante y sorprender a su hermano. ¿Quién sabe? Una vez llegará a su casa, quizás hubiera encontrado una forma de darle sentido a todo aquello.

Lanzó sus pocas pertenencias a su Toyota y comenzó su viaje hacia el este.

ESCENA 2

El viaje empezó bien. Condujo por las calles de la ciudad y luego por la autopista— algo simple de realizar. El día estaba caluroso y el aire acondicionado del Corolla roto, pero el viento natural —cuatro ventanas abiertas a 96 km/h— ayudaron a soportarlo. El coche no tenía reproductor de CD, pero había buena música, rock clásico, en la radio. Al menos tenía eso. Tan pronto intentó recordar las letras, se dio cuenta que no tendría tiempo de recordar aquello que no quería recordar.

Era temprano a media mañana, justo cuando todos iban a trabajar. Todavía había mucho tráfico en el otro lado de la carretera, pero casi ninguno en el suyo. Iba en contra del resto, lejos de la ciudad. Nada que lo ralentizara.

Se trasladó a otra autopista, moviéndose de cuatro carriles por sentido a dos. El tráfico allí estaba todavía en la otra dirección, dejándolo libre para moverse. Apretó un poco más el acelerador. El viento azotó, casi sin dejar escuchar la radio. Subió el volumen.

El camino llevaba hacia el este sobre las colinas y al cálido valle central de California. Este era el lugar donde sólo los temerarios se atrevían a ir en verano sin aire acondicionado. Bueno, temerario o desesperado. Supuso que encajaba en una categoría u otra.

 

Con las colinas ahora entre él y la ciudad, la estación de radio comenzó a desvanecerse. Incluso apagando el sonido y volviéndolo a encender no solucionaba el problema. Comenzó a presionar el botón "Buscar" para encontrar algo más. Desechó un par de cadenas de programación de entrevistas— una de ellas de deportes y la otra con un fatuo comentarista que se empeñaba en provocar el enojo de los oyentes— y una cadena en español. Trató de cambiar a FM, pero casi no había recepción, así que regresó a AM y finalmente encontró una cadena de música que tocaba un rango de oldies a rock clásico. Audible, aunque un poco suave para su estado de ánimo.

La temperatura estaba subiendo rápidamente. El viento que pasaba era tan caliente como el aire dentro del coche, y empezaba a sudar. Se detuvo en una gasolinera, llenó el tanque y compró un paquete de botellas de agua. Deberían bastar para mantenerlo hidratado durante un tiempo.

Bebió la primera botella en media hora, y tan rápido se la bebió, se puso a sudar de nuevo. Abrió la segunda botella y echó algo de ella sobre su cabeza. Eso parecía llevar la temperatura un poco más hacia el rango soportable.

Después de sesenta y cuatro kilómetros, tomó una carretera de dos carriles. Prácticamente no había tráfico aquí, y él tenía el camino para sí mismo. Comprobó su reloj: Las diez y media. Estaba haciendo un tiempo decente. Si seguía con este ritmo, incluso podría llegar al rancho antes de que oscureciera —sin duda antes de que fuera demasiado tarde.

La tierra a su alrededor estaba cambiando lentamente de terrenos agrícolas cultivados a matorrales y arbustos. En su espejo retrovisor, las montañas se encogían al penetrar más profundamente en el corazón del valle.

Esta emisora de radio estaba empezando también a perder la señal, para dar paso a una cadena más local. Esta nueva orgullosamente resultó ser que tocaba ambos tipos de música, Country y Western. Por suerte, era algo parecido al rap, cercano a lo que le gustaba.

Por lo tanto, se puso a escuchar con poco interés por las ondas del twangy del desespero. Tras el tercer cantante masculino diferente cantando una lamentable historia sobre una mujer que lo abandonó, apagó con ira el altavoz y siguió conduciendo.

Gran error. Los siguientes veinticuatro kilómetros aproximadamente su mente estaba mucho más lejos que su coche en aquella carretera casi-recta. Hacienda. Bárbara. El fuego. La tienda. Bárbara. Los impuestos. Fuegos. Incluso la música country era mejor que el silencio.

La temperatura seguía subiendo. Se bebió el resto de la segunda botella de agua y se tiró parte de la tercera sobre su cabeza otra vez. Tuvo menos efecto que la última vez. Por lo menos, estaba agradecido por tener cubre asientos de tela en lugar de aquellos baratos de cuero sintético; tener su piel enganchada a un material de fábrica le harían esa conducción mucho más desagradable de lo que ya lo era.

Miró el asiento detrás suyo. Una montaña de formularios de la aseguradora, haciendo peso encima un montón de ropa para que no salieran volando con el viento. Debería echarles un vistazo cuando su agente se los dio. Querían todo tipo de información, incluso el nombre de pila de su padre y el signo del zodiaco de su abuelo. Sufrió un incendio, ¡por el amor de Dios! Casi todos sus papeles se habían perdido. ¿Cómo se suponía que tenía que darles la información sobre sus finanzas con todos los datos quemados?

No. No era el momento para pensar en esas cosas. Era el momento para escuchar una mala canción de Country y meditar mientras conducía por el desierto.

Su velocidad aumentó hasta los ochenta. Sin tráfico en la carretera, no había nada que lo retuviera. Al menos, en una carretera desierta, no había muchas posibilidades de atrapar la atención de la Patrulla de Carreteras.

Justo detrás suyo, pudo ver que había luces intermitentes a través de su espejo retrovisor. Maldiciendo, se detuvo al lado de la carretera. Conocía lo que ocurriría; Sacó su licencia y registro y se las entregó al oficial. El oficial se los devolvió, junto con un boleto de exceso de velocidad. Todo muy educado y profesional. Ambos estaban de vuelta en la carretera en menos de quince minutos.

La temperatura estaba subiendo. Se tiró el contenido del resto de la tercera botella de agua sobre su cabeza, y prácticamente podía sentir que se estaba convirtiendo en vapor y evaporándose tan pronto como lo tocó. Vació la cuarta botella, y no sirvió de nada.

Se detuvo y volvió a llenar el depósito en una pequeña estación que decía ser la última parada de gasolina para los siguientes ochenta kilómetros. El carburante era terriblemente caro y sus recursos se estaban agotando, pero esto superó la sorpresa de la alternativa desagradable, la forma en que su suerte se estaba ejecutando en estos días.

Pocos minutos después empezó a perder de vista la cadena de radio. Empezó a buscar desesperadamente otra. Todo lo que podía encontrar aquí en medio de la nada era un programa religioso. ¿Qué hacía eso a mediodía? No era domingo. ¿No eran esas cosas reservadas para la tarde o la noche cuando no molestarían a la gente decente?

“Aquellos paganos quieren decirte que todo fue un accidente,” decía el predicador. “Si te encuentras un reloj en el suelo, seguro que dices, ‘que cosa más rara, ¿todas estas piezas de metal se han juntado ellas solas en el suelo para decirme la hora?’ ¡Vaya suposición más estúpida, ridícula, sin sentido, imbécil, tonta, alocada y banal! ¿O creerás que alguien hizo aquel complicado reloj a posta para tus propios propósitos? Un reloj implica un Relojero tan seguro que la noche sigue al día.”

“Sí,” le contestó a la radio molestamente. "Un relojero imbécil que no sabe o no le importa si dejó su reloj en medio de un estúpido campo. Tal vez el dueño lo perdió o lo tiró porque daba mal el tiempo. ¿Qué pasa si dejas una barra de hierro en el campo y vuelves unos meses más tarde encontrándolo cubierto con polvo rojizo? ¿Asumirías que alguien vino y lo pintó? ¿O crees que se acaba de oxidar? ¡no me jodas!”

El predicador radiofónico lo ignoró. “Lo que estas personas no pueden ver es que todo es parte de un gran diseño, un diseño tan grande que no podemos ver todos los detalles. El plan de Dios es tan grande que se envuelve todo el camino alrededor de nosotros como una manta grande y reconfortante. El plan de Dios es inmenso y es para todos nosotros, y todos participamos en él”.

“¿El plan de Dios incluye quemar mi tienda?” Le gritaba a la radio. “¿Quiere Dios que yo esté sin hogar y en bancarrota? ¿Es Hacienda parte sutil del plan de Dios? ¿Necesita Dios mis ocho mil dólares? ¿Es el plan de Dios para darme una multa por exceso de velocidad? ¿O hacer que Bárbara me deje? ¿Qué está haciendo el plan de Dios para mí? ¿Dónde la manta del amor que debería cubrirlo todo? ¡Tiene unos agujeros de polilla muy grandes!”

Golpeó furiosamente el botón para apagar la radio. La humedad en su rostro era mucho más que lágrimas de sudor, picando sus ojos y haciendo más difícil ver por dónde estaba conduciendo. Si hubiese habido más tráfico, podría haber estado en problemas, pero no había nadie a quien atacar. Al menos logró mantener el coche en la carretera.

Incluso el silencio era mejor que escuchar basura como esa. Incluso escuchar sus propios pensamientos era mejor. A pesar de que estaba enfadado y confundido, deprimido y lleno de desesperación. Al menos eran sus pensamientos, no los de un tipo hipócrita.

Terminó el resto de la botella muy rápido, la mitad en su boca y la otra mitad sobre su cabeza. No parecía que ayudara. Seguía haciendo un calor insoportable.

ESCENA 3

A primera vista, el objeto podría bien ser un espejismo. Pero no brillaba e iba creciendo en tamaño a medida que se aproximaba con su coche, por lo que definitivamente era algo real.

Era una enorme mansión de dos pisos construida en piedra blanca, con filas de ventanas en cada piso que reflejaba el sol de primera mañana. El porche frontal le sobresalía apoyado por una fila de columnas de mármol blanco, y en frente de la casa había un trozo rectangular de césped verde delineado a la perfección con el límite del desierto a su alrededor.

Había conducido por esta carretera antes y no recordaba haber visto algo así. Eso había sido hace unos años, sin embargo, podría haber sucedido durante ese tiempo.

La carretera pasaba por delante de la casa, a unos treinta metros de distancia. La tierra alrededor era perfectamente plana, desprovista de cualquier cosa de interés, pero ocasionalmente podías ver algunos arbustos y cactus solitarios dispersos aquí y allá. Incluso las montañas que siempre estaban presentes en California eran sólo una mancha azul en el lejano horizonte.

Estaba demasiado absorto en su propia miseria para pensar en la mansión mucho más que como una curiosidad. Su depresión era una nube negra que abrumaba todas las otras preocupaciones, así que él ignoró la mansión y siguió conduciendo.

O trató de hacerlo. Sin previo aviso, su motor de repente tosió y murió, y el viejo Corolla se detuvo lentamente hasta hacerlo casi directamente frente a la entrada de la mansión. Por lo menos se las arregló para dirigirlo al lado de la carretera, por lo que no sería golpeado por cualquier otro coche que pasara por aquí. Aunque no había mucha probabilidad de que eso ocurriera.

El indicador de la gasolina indicaba que el depósito estaba medio lleno. Intentó encender el motor un par de veces, pero solamente obtuvo un lúgubre ruido parecido a un zumbido. “¡Mierda!” gritó a la desconsiderada máquina, golpeando la rueda con ambos puños. “¡Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda! ¿Por qué a mi? ¿Por qué ahora? Sabía que no debería haber confiado en un trozo de basura para un viaje como este.”

Miró a disgusto el montón de formularios para la aseguradora en el asiento del pasajero que estaban debajo de la bolsa de ropa, los sacó y cerró de un golpe la puerta. Levantó el capó para comprobar el motor. Aquello era algo inútil —no tenía ni idea de lo que estaba mirando, ni mucho menos como poder arreglarlo.

Miró impacientemente su reloj. Las doce y treinta y cinco. La temperatura rondaba los treinta y siete grados. Aquella tarde solo podía que ir a peor. Ni un ápice de viento. Tenía que ponerse manos a la obra si quería llegar al rancho antes de la puesta de sol.

Puso la mano en el bolsillo y se sacó su móvil. Nadie le podía ayudar, de todas maneras pues la pantalla indicaba que no había cobertura. Después de todo, ¿quien instalaría una antena de telefonía aquí para los conejos y los coyotes? Lanzó tu teléfono tan lejos como pudo hacia el desierto. “¡Buen viaje!” gritó. “¿Y ahora, qué? ¿Qué pasará?” golpeó el coche con frustración en medio de un sollozo. “¿Me ocurrirá algo bueno?”

Lo que él quería hacer era volver con el coche. Sentarse en el asiento trasero. Tumbarse en posición fetal y llorar. Quizás incluso chuparse su pulgar. Todo el universo pasaría por delante suyo. Probablemente algo mejor de lo que había estado haciendo últimamente.

Levantó la mirada y vio otra vez aquella casa. Bueno, al menos podía pedir si podría usar su teléfono para llamar a la Asistencia-en-Carretera. Por supuesto, no con la racha que llevaba.

Se desesperó. A pesar de haberse tirado por encima mucha agua, su ropa estaban ya secas por el calor del desierto. Pasó sus dedos por el pelo un par de veces como si fuera un peine. Entonces empezó a pisar fuertemente el asfalto, alegrándose de que todavía no era de noche, una noche de tormenta; ahora tendría que entrar en la guarida de Drácula o Frank N. Furter1 o alguien parecido.

Estaba tan envuelto en su nube negra de pensamientos que había llegado a más de la mitad de la entrada antes de ver al muñeco de nieve en el césped cerca del porche. Tenía que ser uno de esos adornos plásticos de Navidad, pensó. Alguien tenía un extraño sentido del humor, dejándolo fuera en julio. O eso o era alguien muy perezoso.

A medida que se acercaba a él, sin embargo, parecía cada vez más real. Era un muñeco de nieve estándar de tres bolas con la base de un metro de diámetro, el medio de sesenta centímetros y la cabeza de treinta. Sus ojos eran ciruelas negras, su nariz un pepinillo dulce y su boca era una línea punteada de cerezas curvadas en una sonrisa. Llevaba una alegre bufanda amarilla y roja alrededor de donde estaría su cuello. En su cabeza, en lugar del sombrero de copa tradicional, tenía una gorra de béisbol de Oakland A's. Sus brazos estaban desproporcionadamente flacos, sólo un par de ramas desnudas que salían de sus hombros.

 

Se acercó a él y lo tocó. Estaba frío. Estaba hecho de nieve. Y estaba de pie sobre este césped en treinta y siete grados de calor bajo el sol abrasador del desierto en julio.

Se alejó lentamente de él, no completamente dispuesto a quitarle los ojos de encima. El muñeco de nieve se quedó allí y no mostró ninguna intención de derretirse.

Finalmente, con un rápido movimiento de cabeza, trató de sacarlo de su mente. Había muchos otros problemas de que preocuparse. Subió los cuatro escalones hasta el porche, se acercó a la gran puerta y presionó la campana.

A los pocos segundos la puerta se abrió y se vio mirando a la más bella chica que había visto jamás. Era pequeña —tan sólo metro setenta y dos, no le llegaba más allá de la nariz— pero aquella tan solo era lo único a lo que podría llamar remarcable. Su cuerpo estaba perfectamente proporcionado, ni muy pechugona ni muy aniñada. Su pelo marrón oscuro, con un corte pixie, con un rostro perfecto, ojos marrones y brillantes, una nariz alegre y una boca pequeña pero expresiva.

Llevaba puesto un pantalón vestido satinado de una pieza. La mitad inferior eran unos pantalones destellantes; la parte superior era un arnés con la forma de dos pañuelos negros uniéndose en la parte frontal y atándose entre ellos por el cuello. Llevaba unas zapatillas negras con poco talón, y su parte trasera estaba descalzo. No estaba esquelética, pero tampoco tenía grasa. Alrededor de su cuello llevaba una cadena dorada y un gran medallón de varios centímetros, con al menos una docena de pequeñas luces que parpadeaban. No parecía tener mucho más de veinte años.

“¿Sí?” dijo ella.

Él estaba demasiado ocupado admirando las vistas por lo que olvidó la razón de estar allí. “Eh, perdona que te moleste, pero mi coche se ha estropeado en medio de la carretera. Me preguntaba si...”

“Bueno, no te quedes bajo este sol” dijo haciéndole señas para que entrase. “Entra que aquí hay aire acondicionado y se está bien. Bienvenido a Green House.”

“Gracias,” dijo poniendo un pie dentro. Ella cerró la puerta tras él, y enseguida sintió el lujo. No había sentido frío desde hacía horas.

Estaban en un vestíbulo echo de baldosas de mármol negras y blancas y una enorme lámpara de cristal colgando de un techo alto. Había un largo pasillo que llevaba hasta la parte trasera de la mansión, con varias puertas que daban a diferentes habitaciones. Unas amplias escaleras con una alfombra verde llevaban al piso superior.

“Odio molestar de esta manera...” empezó diciendo, pero ella lo volvió a interrumpir.

“No digas tonterías. No es molestia. No es tu culpa el lugar donde tu coche se estropea, ¿verdad?”

“No,” dijo con un profundo suspiro. “Me estaba preguntando si me dejarías usar el teléfono un momento.”

“Lo haría si tuviera uno.”

“¿Vives en un lugar tan apartado en medio de la nada sin teléfono?”

“Si tuviera uno, la gente no dejaría de llamarme todo el rato” dijo ella. “Hay demasiada gente intentando hablar conmigo. Prefiero ser un poco difícil de localizar.”

“¿Pero si tienes algún problema” le dijo. “¿Y si necesitas comunicarte con alguien?

“No tengo problema alguno a la hora de comunicarme con el que quiero” dijo ella “Y no hay problema que mi servicio no pueda solucionar.”

“Oh, tienes servicio. Supongo que entonces nada.”

“Sip. De echo, iba a sugerirte que mi chófer echara un vistazo a tu coche. Seguramente sepa como repararlo.”

“No quiero meterte en problemas...”

“Para nada. Fritz hará su trabajo. Es por esto que está aquí.” Cogió su medallón y habló por él. “Fritz, hay un coche fuera que parece que ha dejado de funcionar. ¿Podrías echarle un vistazo y hacerlo que vuelva a funcionar?”

“Ja, meine fraulein” dijo la voz a través del medallón. Aquella voz tenía un acento tanto de alemán de Hollywood que podía escuchar el taconeo de sus talones.

“Muchas gracias” dijo él.

Ella se dio la vuelta. “Me llamo Polly, por cierto.”

“Oh, esto... y yo Rod.”

Ladeó su cabeza hacia la izquierda. “No pareces ninguna ‘caña’2 dijo sentenciosamente.

“¿Qué aspecto tiene una ‘caña’?”

“Esto, algo largo, cilíndrico y rígido” le dijo regalándole una sonrisa malvada. “Por supuesto, entiendo que sea tu apodo.”

Él se sintió ruborizado. “Es por Heródoto” dijo calmadamente mientras se preguntaba porque lo decía. Casi nunca se lo había contado a nadie —ni mucho menos a un completo desconocido.

“Ah, el historiador griego” gritó Polly. “Genial.”

“¿Lo conoces?”

“Por supuesto, amo la Antigua Grecia.”

“Sí, y también mi padre. Era profesor de civilizaciones clásicas.”

“Tenía que quererte de verdad para darte tal honorable nombre.”

Heródoto resopló con desprecio. “Heródoto Shapiro es un nombre horrible para un chico judío.”

“Me gusta. ¿Puedo llamarte ‘Hero’?”

“Prefiero Rod.”

“Puedes ser mi Héro-e” dijo ella, ignorando por completo sus palabras. “Es mejor que ‘Her,’ ¿no?”

“Haz lo que quieras” dijo resignándose. Tenía mayores problemas en su vida en aquel momento que preocuparse por como le llamaba una niña tonta y rica. Uno de sus problemas era el apartar su mirada del increíble cuerpo de aquella niña tonta y rica evitando dejar el suelo lleno de babas.

Ella lo rodeó con sus brazos y lo llevó a la habitación a su derecha. “Entra a la sala y únete a la fiesta.”

“¿Fiesta?” Sintió una opresión en el pecho. Las fiestas conllevan gente, normalmente gente feliz. La gente feliz era la última cosa que necesitaba en su vida en aquel momento. “Eh, no quisiera ir a una fiesta a la que no he sido invitado—“

“No tienes porque si no quieres” le dijo Polly.

Él estaba demasiado en guardia y sudado y despeinado. “No estoy seguro de que vaya conmigo. Seguramente no conozco a nadie—“

“No te preocupes. Todo estará bien. Son buena gente. No invito a quien no lo sea.”

“Pero, esto... no voy vestido para una fiesta.”

“No te preocupes. Todos mis amigos vienen-tal-cual. Muy informal. Creo que las personas son más importantes que su ropa. Ven.”

Abrió la puerta corrediza y le invitó a que entrara al gran salón. La habitación estaba llena de gente. Había una banda tocando música instrumental discretamente en el fondo, y gente hablando amigablemente. Se podía escuchar risas desde diferentes sitios.

La alfombra era azul pálido, cubierta por un par de tapetes Persas sobre un suelo azul. El papel de las paredes era de un tono azul pastel con bandas azul marino horizontales cerca de la parte superior y el revestimiento de madera. Había un largo sofá de brocado Empire y cinco sillas de jacquard verde con pequeños manojos de campanillas en forma de diamante, y un gran piano celeste en la esquina opuesta. Pequeñas mesas de caoba había sido colocadas bajo un espejo de plato con esquinas biseladas. Todo el mundo estaba hablando de pie; nadie permanecía sentado en tales sofisticados muebles.

Él contempló la gran multitud, pero no pudo encontrar ninguna cara conocido. “¿Cómo has logrado reunir tanta gente en un lugar en medio del desierto?”

“Los invité” dijo Polly sin rodeos. “A la gente le gusta venir a mis fiesta.”

Pulsó un botón en su medallón y sonó un leve pero insistente carillón en la habitación. La gente dejó de conversar para ponerse a mirar hacia la puerta.

“Hola a todos” dijo ella “espero que lo estéis pasando bien.”

Mucha gente asintió, otros contestaron con algún movimiento. “Bien” dijo Polly “si hay algún problema, decídmelo. Me gustaría presentaron a miHéro-e. De echo, se llama Herodotus Saphiro, pero creo que Héro-e le queda mejor. Haced que se sienta a gusto.” Los invitados lo saludaron, cosa que hizo sentir a Herodotus más avergonzado.