El Inductor

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El Inductor
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Índice

  CAPÍTULO I

  CAPÍTULO II

  CAPÍTULO III

  CAPÍTULO IV

  CAPÍTULO V

  CAPÍTULO V

  CAPÍTULO VI

  CAPITULO VII

  CAPITULO VII

  CAPITULO VIII

  CAPITULO IX

  CAPITULO X

  CAPITULO XI

El Inductor

Una

Novela

de

Ruthy Garcia

Queda prohibida la distribución parcial o total de esta obra sin consentimiento del autor. Es un trabajo inédito, original, escrito por la autora.

Ruthy Garcia, escritora independiente.

Correccion, Jose Lopez Falcon.,

www.micorrector.es

Diseño de Portada,

@ChinaYanlyDesings

Agradecimientos

Mis padres, mi esposo, mis hijos, todos ellos han contribuido a que sea la persona que soy. Por ello les agradezco su paciencia y su tolerancia.

A una persona que ha confiado en mí, ignoro por qué. Bueno, no sé si merece esa confianza. Gracias, Lusa Guerrero. Has sido un motor de motivación y aprendizaje para mí. Te deseo el mejor y mayor de los éxitos.

Si me traicionan, ¿puedo tomar una mejor venganza que amar a la persona que odio? ¨Pierre Corneille


Cuatro características corresponden al juez: escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente.

Sócrates

CAPÍTULO I

¿JUZGADA?

—Le recuerdo que la decisión que acaba de tomar de defenderse a sí misma, más que suicida, es innecesaria.

—Lo sé, y asumo toda responsabilidad. Tengo la capacidad mental para sacar la cara por mí.

—Bien, solo debo decírselo para intentar persuadir esta locura. Como juez de este caso, mi imparcialidad ante la desaparición del niño Fondeur no debe ir más allá de mis obligaciones, es necesario que se lo recuerde. Está a tiempo de solicitar un abogado.

—No tengo nada de qué temer. Asumo todo, reconozco los riesgos.

—Cargos por secuestro, posible homicidio hacia un menor. ¿Está segura? ¿Sabe, entiende, asume a lo que se enfrenta?

La mujer traga en seco antes de contestar.

—Sí, su señoría, lo entiendo, lo sé y lo asumo.

La jueza le ve de frente, acomoda sus lentes y suspira a modo de desencanto.

—Pues que no se hable más. Mientras más tiempo pasa, menos tiempo tenemos. Es hora de esclarecer sus motivos, el móvil por el cual deliberadamente actúa en contra de este niño. Todos en la comunidad coinciden en la buena relación con el muchacho durante los últimos años, tiempo en el cual fue pareja de su padre aquí presente, el señor Frank Fournier, padre de Mac.

Escuchar el nombre del niño fue suficiente para hacer estallar a la madre biológica de Mac, que estaba en un asiento diferente. Llevaba divorciada algunos años de Frank. La mujer, había sido declarada incompetente para cuidar del niño por tener problemas psicológicos. Teniendo en cuenta que Mac era no vidente, la madre no podía tener la custodia del menor.

—¡Maldita loca! Dígame dónde está mi hijo —llora desconsolada.

Una sonrisa siniestra de parte de la acusada es suficiente para que Frank estalle.

—Di de una vez, dilo. ¿Dónde está mi hijo? Han sido dos semanas llenas de dolor. —Está ahogado en llanto.

—¿Lloras? Por lo visto es la primera vez que lloras desde el alma. Yo llevo años llorando por dentro, ahogada en un mar de lágrimas reprimidas.

El hombre se pregunta qué tiene que ver con él.

—Estás perdiendo la cabeza, Yeri. Has sido mi compañera durante estos últimos años. Creí que te conocía, pero en verdad me doy cuenta de que nunca te conocí. Nunca supe realmente quién eres en realidad. Estoy asustado, mucho. Viví con una enferma loca de pacotilla y dormí con ella cada noche. Estoy decepcionado y loco, al borde de la locura por saber qué te ha instado a hacer daño a mi hijo.

—Y lo sabrás, claro que lo sabrás, pero cuando yo lo diga y como yo lo diga. No estás en disposición de exigir negociar ni de montar aparatajes innecesarios. Eres un incompetente, y más que todo equívoco acusador.

—¡Cierra la boca, malparida inconsciente! —Frank es enérgico.

—Bien, así, con la boca cerrada, menos diré sobre el paradero de tu hijo, o más bien de lo que queda de él.

Esas palabras llenaron a la audiencia de temor. El rostro del padre enrojeció. El abogado de este se acercó y le tocó el hombro. Enmudecido ante estas palabras y, con sus puños, se dejó caer en el asiento. Escuchaba vagamente el sonido escandalizado de todos.

Su mente se remontó hasta hacía solo unas horas, cuando llegaba al juzgado. Él caminaba en medio de todos sus vecinos amontonados en la puerta, con pancartas que decían: «Pagarás por esto». Por un momento se sentía apoyado, pero oír aquella palabra, «lo que queda de él», fue atroz, bárbaro y crucial.


—¿Se siente bien, señor Fondeur? —El abogado ha preguntado por tercera vez. Es cuando el hombre reacciona.

En medio de aquel alboroto, un guardia se acerca a la juez y le entrega un sobre sellado. La jueza lee lo escrito en su parte delantera: «Pruebas». Lo abre. La acusada le mira. La discusión entre los presentes les da a ambas mujeres una oportunidad de mirarse fijo a los ojos.

La juez está leyendo y la acusada se queda en silencio. La magistrada encuentra fotos, varias cartas, una de ellas sellada con más de treinta y cinco firmas. Lo que ve es sorprendente. Está sin palabras, pero no puede más que hacer silencio, entrar todo el papeleo de nuevo al sobre y tratar de que el orden llegue a la sala otra vez.


—Orden en la sala. —El mallete de la juez suena imponente y hace volver en sí al hombre—. Un receso de veinte minutos. Esperamos luego esclarecer todo, esta comunidad necesita descansar. Espero, señora Yesi Polman, que tenga respuestas precisas para todos nosotros. Este juicio se ha aplazado varias veces por algunas exigencias absurdas de su parte. Espero que haya valido la pena.

—La valdra, ya lo verá.

Los oficiales Sander y Fátima se acercan a la acusada, que debe regresar a una celda hasta pasado los minutos de receso. Esta se levanta. Su tez morena se


confunde con el color caoba del mobiliario de aquel juzgado. El cabello recogido y sus ojeras son sinónimo de cansancio.

Alguien entre los presentes le observa fijamente. Está sentado en la parte trasera. Ella camina despacio. Su cuerpo delgado es fácil de llevar por los oficiales. Las esposas puestas en la parte delantera lucen brillantes, parecían estar nuevas. El personaje que le observa es uno de los últimos en levantarse. Casi todos han salido de la sala cuando ella y los oficiales casi llegan a la puerta. Se levanta aquel hombre de su asiento, tomó sus manos y las une. La acusada se detiene un momento y le ve fijo a los ojos. El hombre le dice: «Wraak is joune» y ella hace esfuerzos por levantar sus manos esposadas y colocar sus manos juntas. Lo logra a medias. Los oficiales le obligan a continuar. Sander da unos pasos atrás mientras Fátima sigue guiando a Yesi a su celda. Siente curiosidad por entender qué le dijo él.

—¿Conoce a la mujer? ¿Qué sabe de ella?

—¿Conoce usted a la mujer con quien duerme cada noche? Es la vida oficial, nadie sabe quién es quién.

El oficial le ve salir de la sala con un periódico bajo el brazo, silbando tranquilamente. Luego va rápido al pasillo al encuentro de Fátima.

—¿Estás loco, Sander? ¿Sabes que es peligroso? Si ven que solo un guardia custodia solo a un acusado, podría perder su trabajo.

 

Los pasillos están repletos de gente. Afuera puede verse a través del cristal a las masas con pancartas. Yesi sonríe al verlo.

—¿Está loca? ¿Cómo sonríe al ver a tantos querer ver su cabeza rodar por tierra? No lo entiendo.

—Irónico, ¿no? ¿Debería estar llorando entonces?

—¿Qué le dijo el hombre en la sala? —La curiosidad de Sander es perniciosa.

—No lo conozco, no sé qué me dijo…. —Se nota cierto flaqueo al hablar.

—No parece, niña negra. —Sander es descortés al decirlo al oído. Es un comentario racial.

—Déjala en paz, Sander. Recuerda que de inmigrantes están hechos los Estados Unidos y no olvides que soy una. —Sus ojos negros le miran fijos.


Continuaron caminando hasta llevar a la celda a Yesi. Al quitarle las esposas se sentó en el suelo.

—Volveremos por ti dentro de un rato. Acaban de informar de que el juicio se aplaza dos horas más. Mejor empieza a pensar cómo explicar dónde tienes al muchacho. Te juegas mucho.

—Sander, déjala en paz. Vete, largo de aquí.

La oficial Fátima se queda frente a ella en la celda.


—No mataste a ese niño, ¿verdad? Dime que no fuiste tan estúpida para hacer algo así. Todos, todos esperan que digas el paradero del muchacho. Estamos cansados. Ha sido una investigación exhaustiva y yo llevo muchas noches sin dormir. Recuerdo que llegaste aquí por tu propia voluntad, al tener desaparecida junto al chico tantos días. Te entregaste por voluntad propia. Por favor, habla.

—¿Crees en la justicia?

La pregunta hizo que la oficial se acercarse más a ella.

—Sí, por supuesto, creo en ella. En cierta forma la practico, soy parte de ella.

—Indirectamente sí. Los policías, los jueces, los abogados, todos creen tener la justicia en sus manos, pero nadie habla libremente de lo que arropa su corazón en algunas ocasiones, de lo que a veces le quita el sueño. No se sabe hasta que te toca.

—¿Y qué es? ¿Qué arropa nuestros corazones?

—¡La venganza!


La oficial hizo una pausa. Volteó y con cierto desagrado volvió a mirar a la mujer. Veía cómo todos sus compañeros se disponían a ir al receso, se dirigían a almorzar y a otros asuntos. Se había quedado sola con Yesi. Aquel pasillo de celdas era silencioso. Había otras celdas, ocupadas por individuos acusados de otros delitos.

—Creo que lo que dicen todos es verdad. Está enferma, Yesi Polman. Lo que dicen de usted parece ser cierto, que tiene que ver la venganza con su relación de madre sustituta. ¡Está loca!

—¿Loca? ¿Lo cree? —Su cara se acerca intimidante hacia los barrotes.

La oficial acerca una silla de madera que está pegada a la pared y se sienta.

—¡Convénzame, vamos! Dígame cómo puedo cambiar mi percepción de su equivocado proceder de secuestrar a un hijastro, mantenerle cautivo, cielos, quizás hasta de haberlo asesinado. Dios, tengo hijos. ¿Qué puede ser tan justificable ante esto, digame?

—¿De verdad quiere saberlo?

—Sí, tenemos dos maravillosas horas para desglosar este tema. Hágame cambiar de parecer.

—Solo si puede hacerme un favor al terminar.

—No tengo que negociar con usted.

—No estamos negociando, solo saciar su sed de saber, pero debo contar con usted para un pequeño favor.

—Por lo menos dígame cuál es el favor.

—Ese es el problema, solo se lo diré al terminar de hablar con usted.

La oficial se lo piensa dos veces. Su curiosidad es más grande que su responsabilidad.

—Está bien, pero le advierto que no acepto proposiciones deshonrosas, deshonestas. Quiero que lo tenga claro.

—En absoluto. Jamás le pediría que fuera policía por segunda vez. —Es sarcástica.

Saca una leve sonrisa de la detective Fátima.

—Tenemos mucho en común, oficial.

—¿Ah, sí? ¿Por ejemplo?

—El cigarrillo. Sus dientes son de fumadora.

—Los suyos son blancos, no parece que fume.

—Es de africanos tener la dentadura emblanquecida y fuerte, viene en mis genes; pero fumo, en los últimos dos años he aprendido a fumar.

—Lo dice con orgullo.

—No, es solo de las pocas cosas que he aprendido en estos tiempos violentos.

—Hábleme de esas cosas.

—¡Son tantas! —Sonríe.

—¿Qué me dice de usted? Hábleme algo sobre su vida.

—Era una mujer muy feliz, hasta que mi esposo decidió divorciarse de mí, me quitó la custodia de mi hijo y me vine a vivir a los Estados Unidos tras el sueño americano.

—Un momento, ¿es la madre del chico Fournier?

—No, y ese hombre tampoco es el esposo del que hablo; más bien hablo de mi antiguo esposo, Yaro, al cual le di un hijo, para mi desgracia.

La oficial permanece perpleja. Estos detalles de la acusada no aparecen en su expediente.

—Desconocía esto.

—Lo sé. Llegue a este país como una mujer soltera. Tuve que desbordar un avión para recluirme por meses en un hospital.

—¿Vino enferma?

—No, nunca estuve más sana que en ese entonces. En ese tiempo la ira, el odio, el rencor no habían arropado este seco corazón.

—Lo siento.

—¿Puede darme un cigarrillo?

—Claro. Tenga. —Se lo enciende y se lo cede.

—No se imagina lo que ansiaba fumar. ¿Sabe? Cuando empecé a hacerlo fue para encajar en un círculo. Curioso, terminó gustándome. —Lanza humo hacia arriba.

—Hábleme de ese círculo.

—Le hablaré, solo que debo relatar los hechos desde el principio, así podrá entender mejor y colaborar con lo que le pediré sin dudar.

—Adelante.

“La Venganza Es Una Especie De Justicia Salvaje “

Francis Bacon


CAPÍTULO II

Confesiones

—La mujer resplandeciente que venía de Kenya dejó su encanto en el aeropuerto de Nairobi, tras la llamada de mi antiguo esposo, quien me contó en ese instante la gravedad en la que se encontraba nuestro hijo de dieciséis años, mi amado Ismat. —Llora al decir su nombre, pero continúa hablando entre llanto—: Llegué hechas trizas a ese hospital. Fue desastroso verle en coma. Fue terrible. Mi pequeño, tantos años sin verle y volver a ver su rostro, tocar su mano sin vida verdadera, conectado a un aparato, como si fuera un muñeco. Permanecía a su lado, nunca le deje.

—¿Qué le pasó al chico?


—Algo inesperado. Bueno, una madre siempre cree que morirá en su cama tras tener a toda su familia alrededor a la espera de esa hora, pero a veces no es así; al menos, yo nunca me lo imaginé así.

—Debe ser doloroso lo que te sucedió, me pongo en tu lugar.

—Nunca querrías haber estado en mi lugar, admítelo. En el fondo, te aterran mi caso, mis razones y mis consecuencias.

—Es cierto —suspira—, pero soy madre. Antes de ser policía soy madre más que nada.

—Entonces, de madre a madre, me entenderás. —Sus ojos lucen llorosos. Hay un profundo pesar en esa mirada.

La oficial Fátima se mantuvo silente por unos segundos. Estaba impresionada. La mujer había tocado fibras en su ser. Le hizo sentir un vacío por lo desconocido y un dolor por lo que conocería en las próximas dos horas.

—Sí. —Baja la cabeza, la levanta y se acerca más a la reja, quedando sus rostros muy cerca. Solo los fríos barrotes les separan—. De madre a madre, lo prometo.

—Bien. —Se retira de los barrotes y se sienta en el suelo al fondo de la celda. Se ve solo el humo y la pequeña luz del casi terminado cigarrillo.

—Debo decirle que es muy extraño todo esto. Yo conozco este caso muy bien, he interactuado con la familia del niño, he visto su sufrimiento, pero debo admitir que su misterio me tiene totalmente cautivada. Es una pequeña esperanza.

—¿Esperanza? Entonces, ¿me cree inocente? Sería un milagro. Todos en este Estado y en esta nación me creen culpable. No le recomiendo que sea diferente a ellos. Bueno, por lo menos el tiempo que dure nuestra charla.

—¿De qué vale que la escuche sin esperanza?

—Bueno, hágalo por sus hijos, piense en ellos ahora. Cierre los ojos, piense en lo que pasaría si alguien toca un solo cabello de ellos.

Fátima entendió claramente que esta mujer podría ser más culpable que inocente.

—Entonces le escucharé sin esperanzas, es lo que debo hacer.

—Muy bien, así me gusta. Los elementos sorpresa son indispensables en esta conversación.

—Empecemos de nuevo. El tiempo apremia.

—Le decía que estuve meses en ese hospital, tres y medio. En principio había esperanza de que él regresara, pero no. Su caso fue muy extraño: entró en un coma profundo que carcomió su joven cuerpo. Parecía un cadáver conectado a una máquina. Espero que no le haya dolido. Bueno, los médicos aseguran que Ismat no sufrió en absoluto. Tal vez lo dicen para que yo como madre me sienta resignada. Tuve una discusión con su padre el día que llegué, y con la madre de este, la responsable de que mi esposo se esperanzara con este país y decidiera abandonar todo para venir a vivir aquí. A mí no me era en ese entonces atractiva la idea de dejar mi vida en Kenya. Éramos felices, teníamos un hogar. Él trabajaba como mecánico de motocicletas en el centro de la ciudad y yo hacía trabajo laboral con tela. Soy costurera, aunque al llegar aquí abandoné la costura, pero es lo que mejor hago.


Él me echó en cara el hecho de que nunca quise venir a vivir a este país. Fue un tonto, creyó que no me di cuenta de que su madre tenía para él una esposa con quien se casaría al llegar aquí, aunque fue para obtener papeles; pero lo hizo, a escondidas de mí. Por ello me exige el divorcio antes de salir de Kenya. No hice caso a nada de ello. Su estúpida discusión tan solo me llenó de valor para entender que mi hijo merecía que luchará por el. Haber llegado a los Estados Unidos por mis propios medios era una proeza. Él quedó impactado al verme, nunca pensó que lo lograría por mí misma. Yaro cayó en caos al ver que los días pasaban e Ismat no despertaba. Empezó a tomar, se refugió en el alcohol, sufrió una depresión muy fuerte. Yo, tras pasar tres meses viviendo en condiciones paupérrimas en un hospital, había perdido mucho peso. ¿Sabe? Yo era una mujer robusta. En mi país la mujer delgada no es bien vista, mientras más llenita de grasa estás, más esperanza de marido tienes, todo lo contrario, a este lado del mundo. Cuando me di cuenta la ropa me colgaba, mis huesos de los hombros se veían como profundas cuencas y la falta de sol había esclarecido un poco mi tez oscura. Allí empecé a fumar, era lo único que me calmaba un poco.

La mañana fatídica en que mi antigua suegra visitaba el hospital falleció mi ángel. Solo recuerdo su carita sonriente en el aeropuerto cuando venía de retirada con su padre. ¡Y pensar que le firmé el permiso de traerle, pensando que tendría una mejor vida aquí! Y ya ve.

Tras pasar varios días, algo inesperado ocurre: mi antiguo esposo se ahorca tras tres semanas encerrado en su cuarto con una terrible depresión.

Ya no me quedaban lágrimas. Mi suegra casi cae en shock, pero le di soporte para evitar que colapsara.

 

Me fui a vivir con ella un tiempo, a California, así que dejé el hospital y todas las cosas en NY para irme a cuidar de Munga. Aunque lo que nos ataba había desaparecido y mi corazón en un momento la responsabilizó de mi divorcio, decidí seguirle. Saber que ella amaba tanto a Ismat lo protegió mientras pudo. Eso me hizo acercarme a ella. Con el tiempo puedo decir que es como la madre que nunca tuve. Mis padres me abandonaron en una iglesia, allí me criaron. Al pasar el tiempo, estudiando costura, conocí a Yaro. El resto ya lo conoce. Mi corazón de madre necesitaba visitar la casa de mi hijo y antiguo esposo en NY. Munga no quería darme las llaves, pero insistí tanto que lo hizo. Al llegar allí mi corazón casi explota: ver sus cosas, sus fotos, fue un recuerdo traumático. Pero me armé de valor. Fue cuando encontré lo que quizás no debí encontrar.

—¿Drogas? —Los ojos de la oficial Fátima estaban como dos huevos fritos. Estaba fascinada ante aquella debutante confesión.

—No, no fueron drogas. Fue su tablet personal.

—Ya veo.

—Sí, descubrimiento que marcó un ante y un después en la vida de esta mujer que está aquí. —Se levanta tirando la colilla del cigarrillo al suelo. La oficial le mira con ese mal hábito, pero su encantamiento no le permite más que pedirle más información con sus enormes ojos negros.

—Encontré una serie de archivos normales de un chico de su edad: juegos, música y… chat. En ese chat mantenía una conversación muy amena y extraña con una persona. Busqué mensajes antiguos y lo encontré. Ese sujeto inducía a Ismat a usar cocaína. Deliberadamente hasta le escribió que le daría gratis a probar, que eso no era nada, que lo hicieran juntos. Yaro me contó al yo llegar que Ismat había tenido un cambio brusco de comportamiento en los últimos seis meses antes de morir. Se volvió incontrolable.

Salía de noche, llegaba a altas horas, en efecto, producto de la adicción.

—¿Y qué tiene que ver todo eso con el chico perdido?

—Mucho. Ambos están perdidos ahora, uno confirmado, el otro aún no sabemos.

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