Cuentos africanos

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Cuentos africanos
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Colección Labericuentos

Serie verde

Cuentos africanos

Colección dirigida por: Ana Belén Valverde Elices

Diseño de la colección: Más!gráfica

Ilustraciones: María Pascual

Primera edición: abril 2007

© Del texto: Susan Akono

© 2007 EDICIONES DEL LABERINTO, S.L.

Web: www.edicioneslaberinto.es

E-mail: laberinto@edicioneslaberinto.es

Comercializa y distribuye LDL S.A.

Teléfono: 902 195 928 - Fax: 902 195 551

ISBN: 978-84-1330-799-2

Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y trasformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

FICHA PARA BIBLIOTECAS:

AKONO, Susan (1975-) Cuentos africanos / Susan Akono ; ilustraciones, María Pascual – 1.ª ed.– Madrid : Ediciones del Laberinto, 2007

Encuadernación : rústica ; 64 p. : il. n. ; 20 cm. – (Labericuentos. Serie verde ; 8. A partir de 8 años)

ISBN 978-84-1330-799-2

1. Otras culturas. 2. Naturaleza. 3. Animales que hablan. 4. Moraleja.

5. Fantasía. I. Pascual, María, il. II. Título. III. Serie

087.5: Literatura infantil y juvenil

89 Otras literaturas



1

El deseo de Abanda

Había una vez un pobre labrador que vivía en Mindassi, un pueblecito del sur de Camerún. Se llamaba Abanda.

Abanda era muy infeliz por tres razones: primero debido a su gran pobreza; segundo porque su mujer, Evina, antes muy jovial y cariñosa, se había vuelto gruñona y amargada. Eso había ocurrido porque el pobre labrador y ella no habían conseguido tener hijos tras veinte años de matrimonio.

Finalmente, a Abanda le entristecía oír a diario las quejas de Bete, su vieja madre. Bete se lamentaba constantemente desde que había perdido la vista con la edad.

Un día, mientras estaba labrando, Abanda oyó una voz masculina que le decía:

—Sálvame, Abanda. Por favor, sálvame.

Sorprendido, Abanda preguntó:

—¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Y dónde estás?

—Estoy en este charquito de agua que está delante de ti —respondió la voz—. Por favor, acércate.

Abanda se acercó al charquito y vio una gamba dentro. La gamba le dijo:

—El chaparrón de ayer me arrastró desde el lago Dzeng, donde vivo, hasta aquí. El sol no tardará en secar este charquito. Me moriré si no me llevas al lago Dzeng.

Abanda replicó:

—¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo? El lago Dzeng se encuentra muy lejos de Mindassi, donde estamos. Necesitaría casi un día entero para llevarte y volver.

—Lo sé, Abanda —contestó la gamba—. Pero si me ayudas, te prometo que yo también te ayudaré.

Abanda, que tenía buen corazón, se apiadó de la pobre gamba y decidió ayudarla. La puso con delicadeza en la palma de su mano derecha, y se puso en marcha. Caminó durante mucho tiempo, y se paró varias veces para descansar.


Por fin, al anochecer, Abanda llegó al lago Dzeng, donde depositó la gamba. Apenas ésta tocó el agua se transformó en un imponente hombre alto y fuerte y le dijo al sorprendido y atemorizado Abanda:

—Abanda, amigo mío, soy en realidad un genio. Al apiadarte de una pobre gamba, has demostrado que tienes las dos cualidades que nosotros, los genios, valoramos más en los humanos: la compasión y el respeto hacia todos los seres vivos, incluso los más insignificantes.

El genio se aclaró la garganta antes de proseguir:

—Para recompensarte, te voy a conceder un deseo. Sólo uno. No te apresures, Abanda, tienes hasta mañana para pensártelo.

Dicho eso, el genio desapareció. Aunque sabía que quería pedirle una gran riqueza al genio, decidió ponerse de acuerdo primero con su esposa Evina y con Bete, su madre.

El camino de vuelta se le hizo milagrosamente corto a Abanda. No tardó absolutamente nada en llegar a Mindassi.

Al entrar en su casa, Abanda llamó a Evina y Bete. Les contó todo lo ocurrido y concluyó diciéndoles que quería pedirle una gran riqueza al genio.

—¿Qué? —exclamó Evina—. ¿A mí qué me importa la riqueza? Yo lo que quiero son niños.

—Es verdad que tanto la riqueza como los niños son muy importantes —dijo Bete—. Pero me haría muy desdichada el no poder ver ni a mis nietos, ni todas las cosas que vuestra riqueza os permitiría adquirir.

Desconcertado, Abanda se encerró en su habitación. Durante toda la noche, se preguntó si había manera de satisfacerse a sí mismo, a su mujer y a su madre.

Cuando se levantó al alba, Abanda estaba muy tranquilo. Estaba seguro de haber encontrado la solución a su dilema. En cuanto salió de su habitación, se encontró cara a cara con el genio, quien le preguntó por su deseo. Abanda le dijo:

—Oh, genio, quiero que mi madre vea a sus seis nietos, tres chicos y tres chicas, jugando con montones de oro y diamantes.

El genio le concedió inmediatamente su deseo. Así fue como Abanda, el pobre labrador, consiguió ser riquísimo, tener muchos hijos y, además, devolverle la vista a su madre.

Como te dirían muchos cameruneses: «El uso del cerebro genera riqueza y felicidad».


2

El elefante y el mosquito

Hacía muchos años que una multitud de animales e insectos poblaba el bosque Minkébé, en el norte de Gabón. Entre ellos se encontraban elefantes, leones, jirafas, gacelas, serpientes, moscas, mariposas, mosquitos, y toda clase de aves.

Uno de los elefantes se llamaba Samba. Todos los demás animales lo temían porque era el más grande y el más fuerte.

Al saberse temido, Samba era muy arrogante y autoritario. Por ejemplo, prohibía a los otros animales ir a beber al río si él no lo había hecho antes. Exigía a menudo que las jirafas y las gacelas le trajesen hierba en vez de ir a buscarla él mismo. Incluso solía obligar a los loros, los cuervos u otras aves a abanicarlo cuando hacía calor.

Una tarde, Samba se tumbó para echarse una siesta. Apenas hubo cerrado los ojos escuchó: wooon, wooon, wooon.

—¿Quién hace este ruido molesto? —preguntó Samba enfadado.

Una pequeña voz contestó:

—Soy yo, Owono, el mosquito.

—Bicho asqueroso —le dijo Samba—. No te atrevas nunca más a perturbar mi sueño.


—Perdona Samba —suplicó Owono—. No era mi intención molestarte. Sólo estaba paseando.

—¡Desaparece de mi vista! —Samba le ordenó—. ¡Desaparece, miserable excremento!

Todos los animales presentes se echaron a reír. El mosquito se enojó mucho. Le dijo a Samba:

—Eres un elefante muy malo y arrogante. Pídeme perdón o te daré una lección.

—¿Pedirte perdón, yo? —Samba preguntó con desdén—. Ni lo sueñes, so estúpi…

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?