El desorden de los toldos

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
El desorden de los toldos
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

EL DESORDEN DE LOS TOLDOS

Thierry Precioso


© Thierry Precioso

© El desorden de los toldos

Marzo 2022

ISBN papel: 978-84-685-6544-6

ISBN ePub: 978-84-685-6543-9

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Índice

PRIMERA PARTE

101

102

103

104

SEGUNDA PARTE

201

202

203

204

205

206

207

208

209

210

211

212

213

214

PRIMERA PARTE

101

En la noche ya plena del domingo 18 de setiembre 1977, un tren procedente de Barcelona se inmovilizó en la estación de Chamartín. Entre los pasajeros que salieron al andén estaba Iván Salinas. Un metro setenta de altura y de complexión delgada, había finalizado su servicio militar tres meses y pico antes y acababa de aprobar el bachillerato francés con una calificación regular. A la decena de metros dejó que un mozo de equipajes agarrara y pusiera su maleta y bolsa grande de cuero marrón sobre su carreta mientras le preguntaba:

—¿Quiere un taxi?

—Sí, sí, señor.

—Sígame.

El mozo empezó a avanzar rapidísimo haciendo slalom entre la multitud... Esforzándose para seguir su estela, Iván pensó: Tendrá como sesenta años.

Una escalera mecánica los subió a un vestíbulo de suelo liso blanquecino, anchísimo pero tan corto que al rebasar unas puertas de cristal que se abrían automáticamente ya se encontraban fuera, ¡qué rápido del andén hasta fuera!...

—Aquí vas a tener un taxi enseguida...

Depositó el equipaje cerca de un hueco en la valla separadora de la calzada que señalaba la cabeza de la fila de espera y el umbral para entrar en los taxis que llegaban. Delante había un hombre con impermeable y maletín. Iván sacó unas monedas. Dos faros blancos se estaban acercando...

—No conozco, ¿es suficiente?

—¡Si eso no es nada!

Iba añadiendo monedas, el hombre del maletín entraba en el taxi...

—¿Así?

—Un poco más.

Entre la calderilla, Iván notó dos monedas más grandes y pesadas...

—¿Y con esto?

—Ya vale. Mira, viene un taxi.

—Gracias, hasta luego.

El vehículo se detuvo delante del umbral. Iván abrió la puerta trasera derecha y tendió un papel pequeño.

—Buenas noches. Es la dirección a donde voy...

—Antonio Arias, muy bien. Estaremos allí en poco tiempo...

Empujó maleta y bolsa hasta detrás del taxista, se sentó en la banqueta trasera a la derecha de los dos equipajes y cerró la puerta. El coche empezó a avanzar, el motor ronroneando suave y potente... Expectante, la nariz pegada a la ventana, veía edificios con pocas ventanas iluminadas, farolas y arboles sombríos, unas ramas se mueven, quitó la marca de su vaho sobre la ventana...

—¿Está de vacaciones?

—No, vengo para estudiar.

—¿En la universidad?

—Aún no lo sé. Puede que sí, acabo de aprobar el bachillerato francés...

—Ah, sí. Aquí se llama el COU. Entonces habrás estudiado mucho este año...

—No tanto, es que en enero de 1976 dejé el último curso del colegio para anticipar mi servicio militar, que terminé a finales de mayo de este año. Por eso acabo de aprobar el COU en la sesión de setiembre...

—¡Qué fenómeno!

—Bueno, me presenté en la sección literaria con matemáticas porque son muy fáciles para mí y me defiendo bastante bien en lenguas...

—¡Qué fenómeno! ¿Cuántos años tienes?

—19 años. —Curioso eso de ¡qué fenómeno!

—¿En qué cuerpo hizo la mili?

—En la marina, poco más de tres meses en la metrópolis y ocho en el ultramar...

—¿Dónde?

—En el océano Índico.

—¡Qué fenómeno!

El ancho y arbolado paseo de la Castellana estaba bien ventado y muy vacío, los follajes se movían a rachas... Fantasmal, no se ve a casi nadie... El paseo giró levemente y el vehículo se detuvo absolutamente solo delante de un semáforo en rojo en la plaza Emilio Castelar. Una chica con botas atravesó la calle, mmm, qué pantorrillas...

El taxi se paró delante del número 15 de Antonio Arias. Iván abonó el viaje y el taxista salió para llamar al séptimo A, intercambió unas palabras en el interfono y al volver le dijo:

—La señora va a bajar dentro de cinco minutos. Dice que puede esperar en el bar.

Iván entró en el bar Los Paletos, justo enfrente, que ocupaba una esquina de Antonio Arias con Sainz de Baranda. Tenía entrada en sendas calles. Estaban ordenando el local ya para el cierre y, al depositar su equipaje en un rincón:

—¿Una cerveza se puede?

—¡Claro que sí!

Al entregarle la caña, el camarero:

—¿Vas a la familia del séptimo?

—Sí, sí.

—Es muy buena gente.

Vio encenderse la luz tras el portal grande acristalado y apareció una señora con bata azul. Apuró la cerveza...

Invitándolo a pasar en el ascensor, ella:

—¿Has tenido un buen viaje?

—Sí, muy bueno.

La puerta del piso estaba entreabierta...

—Entra...

En el pasillo los esperaba la hija de la señora...

—¡Hola! ¿Qué tal el viaje?

—Bien, bien.

Tenía treinta y siete años, llevaba el pelo corto y medía apenas un metro cincuenta. La señora, con permanente rubia y yendo hacia delante:

—Te voy a mostrar tu habitación. Ya no te esperábamos hoy, ¿sabes?

Pasaron al lado del salón, a la derecha, la televisión está encendida, y torcieron a derecha...

—Mira, esta es tu habitación. La otra allí está ocupada por Elisabeth. Es estadounidense, en este momento está de viaje por Andalucía...

La habitación le pareció estrecha y larga, era aproximadamente de siete por dos metros y medio...

—Ya me voy a dormir.

—Claro, has hecho un viaje largo... ¿Pero no quieres comer algo antes?

—No, gracias, tengo suficiente con los bocadillos que comí en el tren.

El día siguiente, al abrir los ojos Iván vio las rayas luminosas entre las tablillas de las persianas, qué bien estas rayas... Se quedó en la cama estirándose con gusto, oliendo las sábanas, mmm huelen a limpio... Varias veces oyó pasos y voces, la señora y su hija se preguntaban si debían despertarlo... Con las rayas luminosas creyó visualizar una viñeta de tebeo, es la primera vez que me despierto en esta ciudad, soy un agente secreto, tengo encomendada una misión cuyo contenido desconozco, je, je... La discusión entre hija y madre se estaba redoblando:

—¡Mejor despertarlo!

—¡Pero puede que esté cansado del viaje y le venga bien quedarse acostado!

Giró noventa grados las piernas y se sentó al borde de la cama, cogió los calcetines que estaban sobre la maleta y se los puso; hizo lo mismo con calzoncillo, pantalón y camisa. Ignorando los zapatos de calzar y atar del día anterior, abrió la maleta, sacó las sandalias de piscina y las enfiló, ¡je, qué fácil!, para utilizarlas como pantuflas y, tras echar una mirada a la ventana, lo siento, rayas luminosas, se dirigió a la puerta...

—¡Hola, buenos días!

—Buenos días, ¿el café lo quieres solo o con leche?

—Con leche...

—Vete al salón, te lo llevo todo...

Después de haber comido las cuatro galletas del plato pequeño y blanco notó que seguía con hambre...

 

—Perdón, ¿hay solo estas galletas para comer?

—¡Te hace falta más! ¿Qué sueles tomar de desayuno?

La señora parecía algo desconcertada y él aventuró:

—Pan con mantequilla me vendría bien...

Las dos fueron a la cocina, y la hija:

—¡Ya te dije que en Francia suelen comer pan con mantequilla en el desayuno!

Después de haber ingurgitado cuatros lonchas de pan con mantequilla, Iván ya se sentía bien restaurado... Habían empezado a hablarle de la otra inquilina, Elisabeth, que tal vez iba a llegar...

—Ya verás, tiene un carácter muy alemán.

—¿Pero no es estadounidense?

—¡Sí, pero de origen alemán!

Alrededor de las 19:00 llegó Elisabeth. Enseguida fue a dejar su maleta con ruedas en la habitación, volvió al salón, hicieron las presentaciones y empezó a contar su viaje, que le había encantado... Solo que en Granada un chico intentó robarle el bolso. Mostró su puño cerrado y con los ojos brillantes:

—¡Me tiró al suelo, pero no solté el bolso!, ¡lo agarraba y al final, al ver gente aproximándose, tuvo que escaparse!

Poco más tarde, mientras Elisabeth tomaba una ducha, la madre sonriendo:

—Esta cuenta historias, porque si realmente la hubiera atacado un macarra, créame que habría soltado el bolso.

—Sí, de vez en cuando cuenta historias así para dejar en mal lugar a España.

Al día siguiente, Iván despertó oyendo un rumor sostenido, ¡llueve!...

Veinte minutos más tarde, los dos inquilinos desayunaban en el salón y la señora:

—Elisabeth, ¿podrías llevar a Iván a la escuela de idiomas Castelló?

—¡Sí, sin problema! Además, tenía previsto pasar por allí esta mañana...

Iván fue a su habitación, se quitó calcetines y sandalias de piscina, calzó alpargatas, luego se secarán pronto, es que le daba pereza ponerse zapatos de atar más potentes, tal vez acabarían mojándose igual. Al oír la lluvia fuerte tampoco quiso ponerse calcetines, pues iban a retener el agua, vistió el impermeable y dejó la habitación...

Saliendo, en Antonio Arias, ella:

—¿Quieres coger el autobús?

—Prefiero andar, ¿no te molesta?

—¡No, no, mejor vamos andando!

Imprimieron a su paso un ritmo bastante rápido. Elisabeth, de treinta y cuatro años, había estado por primera vez en Madrid en el 73 y desde entonces venía cada año... Con la calle Goya ya muy cerca para comprobar algo que le parecía obvio, él:

—Entonces habrás notado un cambio desde que el dictador murió.

—Sí, un cambio... a peor.

—¡Ah!, ¿sí?, ¿por qué?

—Noto menos respeto en la calle por parte de los jóvenes y hay más robos.

—Aaahhh...

Vio como el importe de cualquier curso del Instituto Castelló era demasiado alto para él.

Cuando volvían a casa, la señora:

—¿Entonces?

—Esta escuela es demasiado cara para mí.

Aunque efímera, notó una mueca de contrariedad en la comisura de sus labios...

—Bueno, tendrás que buscar otra escuela...

Después de cenar, la madre se sentó en su sillón. Las dos chicas e Iván hicieron lo mismo en el sofá y empezaron a mirar la segunda parte del telediario. Al lado de la madre quedaba libre otro sillón. Llegaron a percibir un hondo bienestar, el ruido de la lluvia contra las dos ventanas daba un valor especial al calorcito del salón y al televisor encendido... Al poco tiempo de haber empezado Florida Park, un programa de variedades bastante entretenido, él:

—Este presentador tiene un bigote bastante… ¿cómo decir...?, ¡espectacular!

La señora, sonriendo:

—Sí, es verdad. A mí no me gustaría que uno de mis hijos llevase un bigote así, pero es un buen profesional.

El animador televisivo presentaba a cada cantante antes de su actuación, mujeres y hombres elegantemente vestidos en mesas constituían el público de plató, en cada mesa redonda con mantel blanco había un ramo de flores y una vela encendida.

Un día después, al terminar de desayunar, Iván salía de casa y la señora:

—¡A ver si hay suerte!

—Sí, gracias.

Desestimó el ascensor... Al salir a Antonio Arias sintió alegría por la lluvia, que caía bastante fuerte, tengo toda la mañana. Se había puesto sus zapatos más potentes, que cubrían hasta los tobillos. Al llegar a Narváez decidió, mejor cruzar el Retiro que ir por el metro, continuar recto. Atravesada Menéndez Pelayo, entró en el parque; delante tenía árboles y un paseo ancho con poquísima gente, me gusta este vacío, sobre todo jubilados. Se paró en la barra del primer quiosco-bar al borde del estanque y pidió un café solo... Al lado, un anciano fumaba un cigarrillo mientras contemplaba la intemperie, qué simpático sonríe viendo la lluvia...

—¡La que está cayendo, ja, ja!

—¡Sí, señor!

—Tiene un pequeño acento. ¿De dónde es?

Minutos más tarde, al haber alcanzado la calle Alcalá, vio cuatro jóvenes con material escolar.

—¿¡Perdón!?...

—¿Sí?...

—¿Sabéis de una escuela de idiomas?

—Hay muchas academias...

—¿Y una en particular?...

Empezaron a consultarse y al cabo de unos instantes, uno:

—Lo mejor para ti sería ir al Instituto Oficial de Idiomas, lo único es que está bastante lejos, tienes que coger el metro dirección a la Moncloa y al salir, al final, ya estarás bastante cerca. No sé cómo se llama la calle, pero da a la avenida de Filipinas.

Señalando una salida de metro a una quincena de metros:

—¿Entro en este metro, aquí?

—No, esta es la estación de Banco de España y tendrías que hacer un cambio. Mejor vete a la estación de Sol, que no está lejos. Mira, sigues hacia delante, vas a ver otra estación, la de Sevilla, en la que tampoco vas a entrar… pero siguiendo siempre recto, delante, un poco más lejos ya tendrás la estación de Sol con línea directa hasta la estación de la Moncloa. Queda como a quinientos metros de aquí...

—¡Muchas gracias!

A la vez que los otros tres, el chico que había dado la explicación para llegar a Sol, con voz más fuerte:

—¡¡DE NADA, CHAVAL!!

Mucho más tarde, en Antonio Arias, después de haber cenado los cuatro, cómodos en el sofá y el sillón empezaron a mirar una película que se desarrollaba durante los años cincuenta en un pueblo caribeño de México.

Una chica mantenía una charla apasionada con un hombre bastante mayor que ella. En la playa, más allá, a poco más de un centenar de metros, se veía una plataforma petrolífera en el mar, y la señora:

—¿Entonces, te vas a inscribir en el Instituto Oficial de Idiomas?

—Puede que sí, pero quiero esperar un poco. Tal vez encuentro algo mejor.

—¡Cuidado de no quedarte sin nada!

Al día siguiente, a las 21:00 apenas pasadas, la señora, su hija e Iván estaban comiendo unos macarrones con tomate frito. Elisabeth había salido a cenar con unos amigos. Apareció en la pantalla Pedro Sánchez, secretario general del PSOE y líder de la oposición, que se paró para contestar a los periodistas. Con un tono bastante monocorde empezó a desgranar unas garantías que había conseguido para la clase trabajadora en vista de unos hipotéticos pactos de la Moncloa... Apenas desapareció Pedro Sánchez, la señora:

—Voy a votar a este...

—¡Ah, sí! ¿Y por qué?

—Es joven y necesitamos cambio. Por ejemplo, hace falta una ley de divorcio, ¡es de cajón!...

—Sí, apoya el divorcio, sin embargo, es viuda, tiene razón. Si yo fuera español también lo votaría, pero me sorprende su tono tan monocorde, el pobre...

—Es verdad que no encandila mucho, pero es serio y además, cuando pienso en mi hijo...

—¿No estará muerto?

—¡¡Nooo!!, pero cuando era estudiante de ingeniería manifestó por las libertades y fue detenido. Entonces lo echaron de la universidad y tuvo que ir a estudiar a Alemania durante unos años...

—¿Tiene dos hijos?

—No, tengo tres. Tengo otro chico. El mayor, la verdad es que hace un trabajo que no me gusta...

—¿Qué trabajo hace?

—Trabaja para la policía, pero vestido de civil.

—Aaahhh...

—Sí, circula todo el día en coche y observa. Sabe que no me gusta y nunca hablamos de su trabajo...

—Entonces, políticamente sus dos hijos no deben coincidir...

—Sí, no coinciden para nada. Ahora bien, ¡cuando su hermano fue detenido, movió cielo y tierra para que saliera cuanto antes de la cárcel!

El día siguiente, el viernes 23 de setiembre, Iván llevaba una decena de minutos despierto disfrutando de la cama cuando la señora, llamando a la puerta:

—¡Iván, ya son las 7:05!

—Gracias, ahora voy.

Se vistió en un plis plas y entró en la cocina:

—¡Buenos días!

Se sentó al otro lado de la mesa, como a un metro de la señora en bata azul clara que estaba junto a la pared cogiendo la cafetera.

—¿Café con leche?

—Sí.

Iván untó una rebanada de pan, la mojó y emprendió a comerla con cierto ardor... Al ver escapar un poco de líquido por una comisura de su boca, ella sonrió. Después de la cuarta rebanada apuró lo que quedaba de café con leche... Abrió la puerta, y la señora:

—Que tengas suerte.

Aún era de noche y se puso a andar con paso rápido, tenía como primer objetivo la estación de metro de Goya. Ya muy cerca de la estación, en la misma acera izquierda, vio la luz débil de un quiosco-bar metálico acristalado. Entró y pidió un café solo... El olor de su café aún indemne, la oscuridad con la luminosidad parca y dispersa del alumbrado más las voces de la pareja de ancianos del local que charlaban con tres barrenderos, le agradaban, el pequeño vaso cálido en mi mano es un tesoro...

En la taquilla preguntó si había algún pase mensual, la taquillera le dijo que para eso necesitaba fotos y algunas cosas más que no entendió del todo porque el cristal amortiguaba la voz; ella repitió y añadió que en vez de pase mensual podía comprar un carnet con diez billetes. Primero, él no entendió, luego no oyó bien el precio, que por quinta o sexta vez hizo que le repitiera. También se lio porque no encontraba el bolsillo donde tenía dinero... Al recibir el carnet de diez billetes sintió un subidón de calor al ver que se había formado una cola tan larga que no se veía su final en la escalera más arriba, ¡qué cola he provocado! ¡Debo desaparecer enseguida!...

Ya retornando de la Facultad de Letras, al salir del autobús en la Moncloa, decidió andar en el soleado... Cerca de las 14:45, al abrirle la puerta, la señora:

—¿Qué tal? ¿Ya tienes algo?

—Sí, ya está, me voy a inscribir en Estudios Hispánicos para Extranjeros en la Facultad de Letras de la Universidad Complutense. El lunes haré los trámites...

Tomado el postre, Elisabeth salió enseguida e Iván se tumbó en el sofá... La dueña llegó con tres cafés y galletas en la bandeja, súper: ahora tocan dos horas sin hacer nada, notó un grupo de nubecitas soleadas. Masticando la primera galleta contempló el humo del café que subía en espiral hasta evanescerse entre el polvo que flotaba en el rayo de sol, bella extrañeza... Al bajar la mirada volvió a oír a hija y madre conversando, ¡sí, ha empezado un día radicalmente distinto al de hace un instante!...

A las 18 y pico horas salió a la calle... Las calles se han llenado con bastante juventud... Atravesó el parque el Retiro... Llegó a la Puerta del Sol, le gustó su jaleo automovilístico y la muchedumbre en sus estrechas aceras... Después de dar varias vueltas, se desorientó, qué bien, estoy perdido y queda una eternidad para la cena... Tiraba por un lado, después por otro, eligiendo calles por intuición... La noche caía y empezó a sentir cierta preocupación... Se encontraba en la acera frente a una plaza con unos arbolitos, no quiero que se enfade la señora. Una tras otra, se cruzó con cuatro personas mayores; una quinta se acercaba, era una chica con una carpeta pegada contra el pecho, a tres metros. Él alzó la mano:

—¡Perdón, por favor!...

Ella se inmovilizó. Debía llevarle dos o tres años...

—¿Sí?...

—Quiero ir a la Puerta del Sol...

—Pues no está tan lejos. ¡Ven!, te voy a indicar el camino...

—Sí. —¡Este «ven»!...

Ella volvía sobre sus pasos; él andaba a su derecha...

—¿Qué plaza es esta?

—Esta es la plaza Tirso de Molina

—¿Eres madrileña?

Sonrió por su curiosidad.

—Bueno, estudio aquí pero soy de Galicia.

 

—¡Aahh! —Qué mirada....

En la esquina de Doctor Cortezo le tiró ligeramente de la manga:

—¿Ves? Allí arriba, al final de esta calle, está la plaza Jacinto Benavente...

—Sí —¡¡no me sueltes!!—, entiendo.

—Bien, la cruzas y ya verás delante, un poco más abajo, la Puerta del Sol. ¿Vale?

Diez días más tarde, el lunes 3 de octubre, empezaron las clases de Iván en la Facultad de Letras de la Complutense. El horario era de las 8:00 a las 14:00 los lunes, miércoles y jueves, y de las 8:00 a las 13:00 los martes y viernes, con cinco minutos de intermedio entre las clases, a las 9:00, 11:00 y 13:00; y un cuarto de hora a las 10:00 y a las 12:00.

En el descanso de las 10:00 bajó a la cafetería con Hilaire, un haitiano. La cafetería, en la planta baja, era casi cuadrada, con lados de una veintena de metros. Pidieron dos cafés solos en la larguísima barra en el lado nordeste; las ventanas en el lado sureste dejaban entrar mucha luminosidad. Los cristales pequeños, a unos dos metros por encima de los cristalones opacos blancuzcos, eran lisos. En la prolongación de la barra, hacia el sureste, un batiente abierto de la puerta desvelaba un tramo de jardín...

—¿¡Entonces eres francés!?

—Se nota por mi acento, ¿verdad?

—Sí, es verdad, ¡eh, eh!...

Hablaban en francés. Hilaire, de veintiocho años, llevaba una camisa blanca tipo cubana con alforzas verticales que debidamente caía fuera del pantalón. Medía casi un metro ochenta y su semblante expresaba cordialidad. Recordó haberlo visto saludar a dos otros negros:

—¿Eres el único haitiano de la clase?

—No, somos tres.

Dos días más tarde, el miércoles 5 de octubre, a las 8:55, el profesor acababa de dar una clase de Historia del Pensamiento Español y los alumnos salían del aula para la corta pausa... Junto a la pared, a cuatro metros, Iván notó a una japonesa, semblante pulposo simpático, que estaba con dos chicas y un chico, japoneses todos. Tapando su boca retuvo un brote de risa y al momento soñó...

Un día después, alrededor de las 10:00, durante un instante Iván dejó de escuchar a sus colegas de mesa al reparar en esa misma japonesa. Estaba a una decena de metros y con un gesto furtivo repuso una mecha de su cabello liso y negrísimo tras la oreja, qué gesto más majo... Fueron a la segunda planta para una clase de Historia de España, él se situó al lado de un japonés, lo que no era difícil ya que entre el centenar largo de alumnos, los más de cuarenta japoneses conformaban el grupo más numeroso seguido por los alemanes, los franceses, los estadounidenses y los italianos. Aún no había llegado el profesor y empezaron a charlar. Se llamaba Norio, tenía veinte años y era de Kobe...

—¿Dónde está?

—Está cerca de Osaka, al sur de Honshu, la isla principal. Es un puerto muy importante...

—¿Lado océano Pacífico o continente?

—Está en la costa sureste, lado océano Pacífico.

Cuatro días más tarde, el lunes 10 de octubre, en el descanso del mediodía Norio e Iván, en algún tramo de la parte más interior de la larguísima barra de la cafetería, acababan de tomar el primer trago de su caña. Minutos antes, Norio le había anunciado que tenía una noticia para él y después de haber encendido un cigarrillo Fortuna le informó:

—Va a haber una habitación libre en mi pensión y la señora está interesada en verte, ¿puedes pasar esta tarde?

—Sí, sí, claro.

Cerca de las 17:30, en un pasillo de la pensión de Norio, en la calle del Desengaño, muy cerquita de la Gran Vía y de la plaza del Callao, la señora llevaba a Iván hacia la habitación libre...

—Te la puedo reservar para el mes de noviembre.

Abrió la puerta. Era totalmente interior, un papel gris con motivos marrones que se repetían cubría las cuatro paredes, una bombilla desnuda pendía encima de la cama; se podía encender al entrar y desde otro interruptor al lado de la cama, de todos modos, me ahorro mucho dinero...

—La cojo.

—Está bien, pero tienes que darme algún adelanto...

—No llevo dinero encima, pero mañana puedo pagar el mes entero...

Cerca de las 20:50, al llegar a Antonio Arias, Iván decidió no decir nada a la casera, mejor no fastidiarme una noche tranquila de sofá y tele.

Un día después, cerca de las 7:45, cuando terminó de desayunar, Iván se levantó de la mesa pequeña de la cocina, como recordando de repente:

—¡Ah, sí! A final de mes me voy a mover a una pensión más cercana a la universidad...

—¡Pero tu madre me había dicho que era para todo el año!

Una mueca de disgusto afloró en su boca al cerrar la puerta. Con un soplo:

—¡Es que esto es un negocio!, ¿sabes?

—Sí, lo siento… Hasta luego.

A las 12:00, al terminar las clases, decidió no coger el autobús y anduvo solo por el camino ajardinado hasta la estación de la Moncloa...

Emergió del metro en la soleada Goya. Llevaba una bolsa de plástico con una carpeta de hojas, un estuche con dos bolígrafos, un libro de cuentos de Ignacio Aldecoa y otro de poesía. Le inquietaba encontrarse con la señora, pero emprendió Narváez... En la calle Alcalde Sainz de Baranda, al ver una muchedumbre de hombres como asediando la barra codo a codo y extremadamente alegres, entró... No lograba pedir nada a los dos camareros, tan irremediablemente separado de ellos por la muralla humana estaba, pero dándose cuenta de ello, un hombre:

—¡Pasa, joven!

—¡Gracias!

—¡De nada, hombre!

Bebió sin prisa su vino tinto, aun anonadado al ver a esos hombres mayores bebiendo vino con tanto ardor... Pidió dos tintos más... Salió del bar un poco piripi. Al cruzarse con los viandantes oía un sonido, «fffrrruuu», y sentía el aire desplazado en su cara...

La señora le abrió la puerta...

—¡Hola!...

—¡Hola! ¡He preparado unos macarrones con tomate!

—¡Qué bieeen, gracias!

Sintiéndose aliviado, ¡no va a haber guerra!, se dirigió a su habitación. Dejó la puerta completamente abierta, puso su material escolar sobre la mesa, se quitó la americana y los zapatos, enfiló las sandalias de piscina y bajó las persianas. Preveía echarse por una vez un ratito después de haber almorzado, además, es una costumbre muy extendida entre los espías, ja, ja, ja...

—¿Pero no te gusta la luz?

Era Elisabeth, que se había parado delante de la habitación...

—Sí que me gusta la luz, justamente así veo las líneas de luz entre las tablillas.

Tres días más tarde, el viernes 14 de octubre, cerca de las 12:30, Hilaire e Iván, recién salidos del autobús, entraban precipitadamente en un bar de Meléndez Valdés en el barrio de Argüelles. Estaba lloviendo a cántaros, no habían ido a la última hora de clase... Ya con sus cañas se dirigieron a la sala trasera, dos escalones arriba, para estar más tranquilos.

—Todas las mesas están libres, je, je, je...

Con unas servilletas de papel se secaron un poco la cara, se zamparon las dos patatas al tomillo ofrecidas, bebieron el primer trago y posaron sendos vasos...

—¿Entonces en Haití has estado dos años en la cárcel?

—Sí, fui liberado en 1971, cuando llegó Baby Doc al poder. Suele pasar que en los intermedios entre dictadores se relaja un poco la presión. Mi madre me cuidó para que recobrara la vista y pudiera mantenerme sobre las piernas; es que en esos dos años no había visto el sol y solo nos daban plátanos para comer. Cuando me vio suficientemente recuperado, me compró un billete de avión para salir del país, ya que lo más probable era que las cárceles se llenaran de nuevo, como de hecho ocurrió poco después.

Cuando al siguiente día siguiente, cerca de las 16:35, sonó el timbre, la hija de treinta y siete años se levantó del sillón como un resorte y se lanzó a esprintar para abrir la puerta como si fuera una chavala. Elisabeth no se encontraba en casa.

—¡Hola, buenas!

—¡Hola, qué tal!

Era una voz masculina, ¿¡es el poli!? A los pocos segundos llegaba al salón un hombre de complexión fuerte y al ver a Iván, ¡sí, es el poli!, levantó los ojos hacia el techo...

—¡Hijo!, ¿qué tal estás?

Se inclinó para besar a su madre, sentada en el sillón. Tenía unas patillas espesas, cogió sitio en el sillón de al lado, que justo antes había ocupado la hija...

—Este es Iván, el nuevo inquilino francés...

Se saludaron de manera ya oficial con sendos movimientos de cabeza. La señora pidió a su hija apagar el televisor, los tres empezaron a charlar mientras Iván hojeaba un Cambio 16, aunque también prestaba mucha atención a lo que decían. Bastante pronto la charla empezó a derivar hacia la situación del país. El «secreta» objetaba que la economía estaba muy mal. Iván, con el ritmo cardíaco ya acelerándose un poco, no conseguía leer la revista… Ahora se quejaba de la pérdida de orden en la calle...

—¡Ya, hijo, pero el orden que teníamos!...

—Pero si vieras lo que está pasando realmente, en profundidad, no es admisible...

Haciendo acopio de voluntad, Iván intervino:

—Bueno, tal vez no hay que ser tan pesimista. ¡En este Cambio 16 hay unas declaraciones de San Carrillo asegurando que va a hacer todo lo necesario para la estabilidad de España!

Mirándolo con unos ojos horrorizados y grandemente abiertos, el hombre:

—Se llama Santiago Carrillo, no San Carrillo, ¡no es ningún santo!

Sintiéndose de repente más desenvuelto, Iván:

—Realmente, creo que España tiene suerte de tener gente como Carillo y Sánchez. ¡Parecen muy responsables los dos!

Mientras, había hablado la hija expresando su acuerdo con movimientos de cabeza muy marcados y un:

—¡Sí, claro!

Aflojando el nudo de su corbata, el hombre:

—Bueno, habría que ir por partes...

—¡Ah!, ¿no te he contado lo de Merche?

Era la señora que acababa de intervenir...

—No.

—Ha estado en Trujillo y dice que es una ciudad bellísima...