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Crónica de la conquista de Granada (2 de 2)

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Crónica de la conquista de Granada (2 de 2)
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Washington Irving

Crónica de la conquista de Granada (2 de 2)

CAPÍTULO PRIMERO

El Rey don Fernando, con una hueste poderosa, se pone sobre Velez-málaga

Año 1487.

Hasta aqui los sucesos de esta ilustre guerra, han sido principalmente una série de hazañas brillantes, pero pasageras, como correrías, cabalgadas, y sorpresas de lugares y castillos. Mas ahora se trata de operaciones importantes y detenidas, y del asedio formal y rendicion de las plazas mas fuertes del reino de Granada, cuya capital quedó asi aislada, y desnuda de los baluartes que la defendian.



Los grandes triunfos de los Reyes de Castilla habian resonado en el oriente, llenando de consternacion al Gran Señor, Bayaceto II, y al Soldan de Egipto; y estos príncipes, suspendiendo por entonces las sangrientas guerras que traian entre sí, entraron en una confederacion para defender la religion de Mahoma y el reino de Granada, contra el poder hostil de los cristianos. Á fin de distraer la atencion de los Soberanos, acordaron de enviar un armamento poderoso contra la isla de Sicilia, que pertenecia entonces á la corona de Castilla, y de expedir al socorro de Granada una fuerza considerable desde las costas vecinas del África.



Con la noticia que tuvieron de estos sucesos, resolvieron don Fernando y doña Isabel dirigir sus fuerzas contra los pueblos marítimos de Granada, y apoderándose de todos los puertos, privar á los moros de los auxilios que les pudieran venir de fuera. El punto que mas particularmente llamaba su atencion, era Málaga, por ser el puerto principal del reino, y el emporio de un comercio vasto que se hacia entre aquellas partes y las costas de la Siria y del Egipto. Por este conducto se mantenia tambien una comunicacion activa con el África, y se recibian de Tunez, Trípoli, Fetz y los demas estados Berberiscos, socorros pecuniarios, tropas, armas y caballos; por lo que se llamaba enfáticamente la mano y boca de Granada. Pero antes de poner sitio á esta formidable ciudad, pareció indispensable asegurarse de la de Velez-málaga y sus dependencias, que, por su proximidad á aquella, podria entorpecer las operaciones del ejército.



Para esta importante campaña fueron convocados nuevamente los grandes del reino, con sus gentes respectivas, en la primavera de 1487. La guerra que amenazaban las potencias del oriente despertó en los pechos generosos de aquellos caballeros un ardor extraordinario; y con tal celo acudieron al llamamiento de sus Soberanos, que en breve se juntó en la antigua ciudad de Córdoba un ejército de doce mil hombres de á caballo y cincuenta mil infantes, la flor de la milicia española, capitaneada por los caudillos mas valientes de Castilla. La noche anterior á la marcha de esta poderosa hueste hubo un terremoto, que estremeció la ciudad y llenó de espanto á sus moradores, principalmente á los que vivian cerca del antiguo alcázar de los Reyes moros, donde fue mayor el movimiento: y este suceso muchos lo tuvieron por presagio de alguna calamidad iminente, al paso que otros lo celebraron como anuncio de que el imperio de los moros iba á estremecerse hasta su centro

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  Pulgar, Crónica de los Reyes Católicos.



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La víspera del Domingo de Ramos partió de Córdoba el Rey con su ejército dividido en dos cuerpos; en uno de los cuales puso toda la artillería, guardada por una buena escolta, y mandada por el maestre de Alcántara y Martin Alonso, señor de Montemayor. Se dispuso que marchase esta division por el camino mas llano, para que no faltase el forrage á los bueyes que llevaban la artillería. La otra division, que era el grueso del ejército, iba capitaneada por el Rey en persona, y se dirigió por las montañas, sin que le arredrasen las asperezas de un camino que á veces se reducia á una vereda, perdiéndose entre peñas y precipicios, y otras conducia al borde de una sima espantosa, ó á un torrente cuyas aguas, acrecentadas por las recientes lluvias, interceptaban la marcha del ejército. Para vencer en algun modo las dificultades del terreno, se envió delante al alcaide de los Donceles con cuatro mil gastadores, prevenidos unos de picos, palas y azadones, para allanar los caminos, y otros, de los instrumentos necesarios para construir puentes de madera en los arroyos, mientras que algunos tuvieron órden de poner piedras en los charcos para el paso de la infantería. Á don Diego de Castrillo se le despachó con alguna gente de á caballo y de á pié, para que tomase los pasos de las montañas, cuyos habitantes, por la ferocidad de su carácter, no dejaban de inspirar al ejército algun cuidado.



Despues de una marcha penosa por montañas tan agrias, que á veces no habia disposicion para formar el campamento, y con pérdida de muchos bagages, que rendidos de fatiga perecieron por el camino, llegaron felizmente á dar vista á la vega de Velez-málaga. Defendido por una cordillera de montañas, se extendia este delicioso valle hasta la ribera del mar, cuyos aires le refrescaban, al paso que le hacian fértil las aguas del rio Velez. Estaban los collados cubiertos de viñedos y olivares, lozanas mieses ondeaban en las llanuras, y numerosos rebaños pacian en las dilatadas dehesas. En torno de la ciudad se veia florecer los jardines de los moros, y blanquear en ellos sus pabellones por entre infinitos naranjos, cidros y granados, sobre los cuales descollaba la erguida palma, amiga de los climas meridionales y de un cielo benigno y puro.



En un extremo del valle, y á la falda de un cerro aislado, estaba fundada la ciudad de Velez-málaga, bien fortificada con torres y muros muy espesos. En lo mas alto del cerro habia un castillo poderoso é inaccesible por todas partes, que dominaba todo el pais circunvecino, y junto á los muros dos arrabales, defendidos con albarradas y grandes fosos. Contribuian á la seguridad de esta plaza las inmediatas fortalezas de Benamarhoja, Comares y Competa, guarnecidas por una raza de moros muy fuertes y belicosos, que habitaban aquellas montañas.



Al mismo tiempo que llegó el ejército cristiano á la vista de Velez-málaga, arribó á aquella costa la escuadra que mandaba el conde de Trevento, compuesta de cuatro galeras armadas, y de muchas caravelas con mantenimientos para el ejército.



Despues de reconocer el terreno determinó el Rey acampar en la ladera de una montaña, que es la última de una cordillera que se extiende hasta Granada. En su cumbre habia un lugar de moros muy fuerte, llamado Bentomiz, que, por su proximidad á Velez-málaga, se creyó podria proporcionar socorros á esta plaza. Á muchos de los generales pareció peligrosa la posicion escogida por el Rey, pues quedaba el campo expuesto á los ataques de un enemigo tan inmediato; pero Fernando resolvió conservarla, diciendo que asi cortaria la comunicacion entre el lugar y la ciudad, y que en cuanto al peligro, estuviesen sus soldados mas alerta para evitar una sorpresa. Salió, pues, el Rey á caballo con algunos caballeros, para distribuir las estancias, y despues de colocar cierta gente de á pié en un cerro que dominaba la ciudad, se retiró á su pavellon para tomar algun alimento. Sentado apenas á la mesa, sintió un alboroto repentino, y saliendo fuera, vió correr á sus soldados delante de una fuerza superior enemiga. Asiendo una lanza, y sin mas armas defensivas que su coraza, saltó Fernando á caballo, dirigiéndose con los pocos que le acompañaban al socorro de sus soldados. Éstos, que vieron venir en su auxilio al mismo Rey, cobraron aliento, y revolviendo contra los moros, los acometieron con denuedo. Llevado del ardor que le animaba, se metió Fernando por medio de los enemigos: un caballerizo que iba á su lado, fue muerto á los primeros tiros; pero antes que pudiera escapar el moro que le matára, le dejó el Rey atravesado con su lanza. Echó mano entonces á la espada, pero por mas esfuerzos que hizo, no pudo sacarla de la vaina; de manera que rodeado de enemigos, y sin armas con que defenderse, se halló el Rey en el mas iminente peligro. En esta hora crítica llegaron el marqués de Cádiz, el conde de Cabra y el adelantado de Murcia, con Garcilaso de la Vega y Diego de Ataide, los cuales, cubriendo al Soberano con sus cuerpos, le defendieron contra los tiros del enemigo. Al marqués de Cádiz mataron su caballo, y aun él mismo corrió gran riesgo; pero con la ayuda de sus valientes compañeros logró rechazar á los moros, persiguiéndolos hasta meterlos por las puertas de la ciudad.



Pasado este rebato, rodearon al Rey sus grandes y caballeros, representándole cuán mal hacia en exponer su persona en los combates, teniendo en su ejército tantos y tan buenos capitanes á quienes tocaba pelear; que mirase que la vida del príncipe era la vida de su pueblo, y que muchos y grandes ejércitos se habian perdido por la pérdida de su general; por lo que le suplicaban que en adelante les ayudase con la fuerza de su ánimo gobernando, y no con la de su brazo peleando. Á esto respondió el Rey confesando que tenian razon, pero que no le era posible mirar el peligro de sus gentes sin acudir á su socorro; cuyas palabras llenaron á todos de contento, pues veian que no solo les gobernaba como buen Rey, sino que les protegia como capitan valiente. Esta hazaña no tardó en llegar á los oidos de la Reina, haciéndola temblar el arrojo de su esposo, aun en medio de su regocijo al saber que el peligro era pasado. Posteriormente concedió doña Isabel á Velez-málaga, por armas de la ciudad, y en conmemoracion de este suceso, la figura de un Rey á caballo, con un caballerizo muerto á sus pies y los moros en huida

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  Illescas, Hist. Pontif. lib. VI. Vedmar, Hist. Velez-málaga.



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Estaba ya formado el campamento, pero faltaba la artillería, que por el mal estado de los caminos aun no habia podido llegar. Entretanto mandó el Rey combatir los arrabales de la ciudad, los cuales fueron entrados despues de una lucha sangrienta de seis horas, y con pérdida de muchos caballeros muertos ó heridos, siendo entre éstos el mas distinguido, don Alvaro de Portugal, hijo del duque de Braganza. Se procedió entonces á fortificar los arrabales con trincheras y empalizadas, se puso en ellos una guarnicion competente, al mando de don Fadrique de Toledo, y se abrieron en derredor de la ciudad otras trincheras, con que se cortó enteramente la comunicacion de los sitiados con los pueblos del contorno. Para mayor seguridad de las recuas que traian los mantenimientos al real, se colocaron en los pasos de las montañas varios destacamentos de infantería; pero la aspereza de aquellos lugares favorecia de manera á los moros, que no fue posible impedir que hiciesen éstos salidas repentinas, en que arrebataban los convoyes, y cautivaban las personas, retirándose luego á sus guaridas con toda seguridad. Á veces, por medio de grandes fuegos encendidos en las cumbres de las montañas, se concertaba el enemigo con las guarniciones de las torres y castillos inmediatos, para atacar al campo de los cristianos, á quienes convenia por esto estar de continuo alerta y apercibidos para pelear.



Creyendo el Rey haber intimidado á los de Velez-málaga con la manifestacion de sus fuerzas, les dirigió una carta, ofreciéndoles condiciones muy ventajosas si desde luego capitulaban, y amenazando llevar la ciudad á sangre y fuego si persistian en defenderse. El portador de esta carta fue un caballero llamado Carvajal, que, poniéndola en la punta de una lanza, la entregó á los moros que estaban en la muralla, los cuales contestaron diciendo, que el Rey de Castilla era demasiado noble para llevar á efecto una amenaza semejante, y que ellos no se entregarian, porque no era posible llegase al campo la artillería, y porque estaban seguros de ser socorridos por el Rey de Granada.



Al mismo tiempo que esta noticia, recibió el Rey la de haberse juntado en Comares, lugar fuerte distante de alli dos leguas, las gentes de la Ajarquía, cuya sierra era capaz de proporcionar hasta quince mil hombres de pelea, y era la misma donde, al principio de la guerra, se habia hecho tan gran matanza de cristianos.



La situacion del ejército, desunido y encerrado en pais enemigo, no dejaba de ser peligrosa, y exigia la mayor disciplina y vigilancia. Asi lo entendió Fernando, haciendo publicar en los reales ciertas ordenanzas, por las que se prohibian los juegos, las blasfemias y las pendencias: las mugeres mundanas, y los rufianes que las acompañaban, fueron echados del campamento: ninguno habia de salir á las escaramuzas que los moros moviesen, sin licencia de su capitan, ni pegar fuego á los montes inmediatos; y el seguro concedido á cualquier pueblo ó individuo moro se habia de guardar inviolablemente. Estas ordenanzas, mandadas observar bajo penas muy severas, tuvieron tan buen efecto, que en medio de ser tan grande el concurso de varias gentes que alli habia, no se vió á nadie sacar armas contra otro, ni se oyó palabra, de que pudiese nacer escándalo.



Entretanto los guerreros de la serranía, reuniéndose en las cumbres de las montañas á la par de una tormenta que amenaza las llanuras, bajaron á las cuestas de Bentomiz, que dominaban el real, con intento de abrirse paso con las armas hasta la ciudad; pero un destacamento fuerte que se envió contra ellos, los arrojó de alli despues de un combate muy reñido, y se recogieron los moros á los lugares ásperos de la sierra, donde no se les pudo seguir.



Habian pasado ya diez dias desde que se asentó el real, y la artillería aun no habia llegado. Las lombardas y otras piezas de mayor calibre quedaron en Antequera, de donde no pudieron pasar por la fragosidad de los caminos: las demas, con muchos carros de municiones, llegaron, á duras penas, hasta media legua del campo; y los cristianos, animados con este refuerzo, se dispusieron á batir en forma las fortalezas de Velez-málaga.



CAPÍTULO II

Sale el Rey de Granada para levantar el sitio de Velez-málaga; intenta sorprender á los cristianos: resultado de esta empresa

En tanto que el estandarte de la cruz tremolaba delante de Velez-málaga, las facciones rivales del Albaicin y la Alhambra seguian afligiendo con sus disensiones á la infeliz Granada. La noticia de hallarse sitiada aquella plaza llamó al fin la atencion de los viejos y alfaquís, los cuales, dirigiéndose al pueblo, le representaron el peligro que á todos amenazaba. “¿Qué contiendas son estas, decian, en que aun el triunfo es ignominioso, y en que el vencedor oculta sonrojado sus heridas? Los cristianos están devastando la tierra que ganaron vuestros padres con su valor y sangre, habitan las mismas casas que éstos edificaron, gozan la sombra de los árboles que plantaron; y entretanto vuestros hermanos andan por el mundo desterrados y peregrinos. ¿Buscais á vuestro enemigo verdadero?.. acampado está en las alturas de Bentomiz. ¿Quereis ocasion en que mostrar vuestro valor?.. hallareis no pocas bajo los muros de Velez-málaga.”



Habiendo asi conmovido los ánimos del pueblo, se presentaron á los dos Reyes contrarios, á quienes dirigieron iguales reconvenciones. La situacion del Zagal era en extremo delicada: dos enemigos, uno de casa, otro de fuera, le guerreaban al mismo tiempo: si dejaba á los cristianos apoderarse de Velez-málaga, era consiguiente la perdicion del Reino: si salia á contenerlos, debia temer que Boabdil, en su ausencia, se levantase con el mando. En tal estado determinó concertarse con su sobrino, á quien hizo presente cuanto sufria la pátria por efecto de sus discordias, y cuán fácil seria habiendo union, remediarlo todo, y acabar de una vez con los cristianos, que de suyo se habian metido en la sepultura, sin que faltase mas que echarles la tierra encima: ofreció dejar el título de Rey, reconocer como tal á su sobrino, y pelear bajo su bandera; solo pedia que se le permitiese marchar al socorro de Velez-málaga, y castigar á los cristianos. Pero Boabdil, tratando de artificiosas estas proposiciones, las desechó con indignacion: “¿Cómo, dijo, he de fiarme de un traidor, que se ha ensangrentado en mi familia, y que ha buscado mi muerte por tantos modos y en tantas ocasiones?”



Quedó el Zagal confuso y despechado con esta repulsa; pero no habia tiempo que perder: los clamores del pueblo, que veia abandonadas al enemigo las mejores ciudades del reino, y el ardor de los caballeros de su corte, impacientes por salir al campo, exigian una pronta resolucion, y se decidió á marchar contra el enemigo. Poniéndose, pues, á la cabeza de una fuerza de mil caballos y veinte mil infantes, salió repentinamente una noche, y se dirigió por las montañas que se extienden desde Granada hasta Bentomiz, tomando los caminos menos transitados, y marchando con tal rapidez, que llegó á las alturas de este pueblo, antes que el Rey Fernando tuviese noticia de sus movimientos.



Alarmáronse los cristianos una tarde, viendo arder grandes hogueras en las montañas inmediatas á Bentomiz. Á la roja luz de las llamas se descubria el brillo de las armas y el aparato de la guerra, y se oia á lo lejos el sonido de los timbales y trompetas de los moros. Á los fuegos de Bentomiz respondian otros fuegos desde las torres de Velez-málaga, y el grito de, ¡el Zagal, el Zagal! resonaba de cerro en cerro, anunciando á los cristianos que el belicoso Rey de Granada campeaba en las alturas que dominaban al real. Iguales eran con este motivo la sorpresa del Rey de Castilla y el regocijo de los moros. El conde de Cabra, con su ardor acostumbrado, queria escalar aquellos cerros, y atacar al Zagal antes que pudiese formar su campo; pero no lo consintió Fernando por no exponerse á tener que levantar el sitio, y mandó que permaneciesen todos guardando sus respectivos puestos, sin moverse para buscar al enemigo.



Toda aquella noche ardieron los fuegos que coronaban las montañas. Al dia siguiente presentaban las cercanías de Bentomiz una escena marcial y pintoresca. Los rayos del sol naciente doraban los altos picos de la sierra, y deslizándose por la ladera abajo, caian de soslayo sobre las tiendas de los guerreros castellanos, dando á su blancura un realce singular, y mayor viveza á los colores de las banderetas con que se distinguian. El suntuoso pabellon del Rey descollaba sobre todo el campamento; y plantados en una eminencia, ondeaban al aire libre los estandartes de Castilla y de Aragon. Mas allá se descubria la ciudad, su encumbrado castillo, y sus fuertes torres, en que relumbraban las armas de los infieles; siendo remate de esta perspectiva el campamento moro, que guarnecia el perfil de la sierra, y que, á los resplandores del nuevo sol, se mostraba reluciente de armas, pabellones y divisas. Veíanse subir columnas de humo donde la noche anterior se habian encendido las hogueras; y la aguda voz de la trompeta, el ronco sonido de las cajas, y el relincho de los caballos, se oia confusamente desde aquella elevacion aérea; que es tan puro y diáfano el atmósfera en esta region, que se oyen los sonidos y se distinguen los objetos á una gran distancia, y asi pudieron fácilmente los cristianos ver la multitud de enemigos que se reunian contra ellos en las montañas inmediatas.



La primera disposicion del Rey moro fue destacar una fuerza competente al mando de Rodovan de Vanegas, gobernador de Granada, con órden de dar sobre el convoy de artillería que se encaminaba al real cristiano; pero la diligencia con que salió á impedirlo el maestre de Alcántara, le obligó á revocar esta órden; permaneciendo asi unos y otros sin osar venirse á las manos, y el Zagal contemplando desde arriba el campo enemigo, como tigre que espera la ocasion de saltear alguna presa. Habiéndosele frustrado este proyecto, concibió el de sorprender á los cristianos por medio de un ataque repentino concertado con los moros de la ciudad. Al efecto escribió al alcaide de ella, previniéndole que á la medianoche, cuando viese la señal de un fuego en cierto punto de la sierra, saliese con toda su guarnicion para dar furiosamente sobre las guardias del real: el Rey acometeria al mismo tiempo por la parte opuesta; de modo que envolviendo al enemigo en el silencio de la noche, seria fácil arrollarlo y destruirlo.



Iba ya el sol tocando el término de su carrera, y las largas sombras que caian de las montañas, empezaban á oscurecer la vega. Veia el fiero Zagal llegar la hora de ejecutar sus planes, y ya miraba como víctimas suyas á los cristianos, agenos, al parecer, del peligro que los amenazaba. “¡Alá achbar!, exclamó, señalando el campo enemigo, ¡Dios es grande! El ha traido á nuestras manos este Rey infiel con toda su caballería, para que con un glorioso triunfo recobremos todo lo perdido. ¡Aqui de nuestro valor y esfuerzo!, y dichoso el que muere peleando por la causa del profeta, que ese pasará en derechura al paraiso de los fieles, y gozará la belleza inmortal de las

houris

 celestiales: dichoso el que sobreviva á esta victoria, pues él volverá á Granada, y la verá en toda su hermosura, libre de enemigos, y restituida á su primitiva gloria.”



Llegó al fin la hora señalada, y por órden del Rey moro se encendió una llama viva en la parte mas elevada de Bentomiz; pero en vano fue esperar la señal correspondiente que debia hacerse en la ciudad. Apurada la paciencia del Zagal con esta tardanza, empezó á mover la sierra abajo con su gente, para atacar al real cristiano. Avanzando por un desfiladero que conducia al llano, dieron de improviso con un cuerpo numeroso de cristianos: oyese al mismo tiempo una vocería terrible, y se ven los moros acometidos cuando menos lo esperaban. Confuso y sobresaltado, manda el Zagal retirar sus tropas, y se recoge á las alturas: hace una señal, y al punto empiezan á arder por todos aquellos cerros muchas y grandes hogueras que estaban ya prevenidas. El resplandor de las llamas iluminaba el horizonte, esparciendo en aquellos contornos una luz tan viva, que todo se descubria, las entradas y pasos de la sierra, el campo cristiano, su situacion y sus defensas. Donde quiera que volvia los ojos veia el Zagal relumbrar á la luz de los fuegos, las espadas, yelmos y corazas de sus enemigos; no habia paso que no estuviese herizado de lanzas cristianas, ni punto que no estuviese guardado por escuadrones de á caballo y de á pié ordenados en batalla.

 



Conviene saber que la carta que el Rey moro dirigió al alcaide de Velez-málaga habia sido interceptada por el vigilante Fernando, que tomó con prontitud y sigilo las medidas convenientes para recibir al enemigo.



Desesperado y furioso el Zagal al ver que se habian descubierto y frustrado sus designios, mandó avanzar sus tropas al ataque. En efecto, bajaron los moros aquellas cuestas impetuosamente y con grandes alaridos; pero de nuevo los detuvieron y rechazaron los cristianos apostados en la hondonada, los cuales eran la division de don Diego Hurtado de Mendoza, hermano del gran cardenal. Los moros, retirándose como antes á las alturas, donde no podian seguirles los sol