Loe raamatut: «El paraiso de las mujeres», lehekülg 11

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La escolta tuvo que quedarse en el antiguo palacio de caza de los emperadores, que casi era una ruina, y Gillespie se lanzó á través de lo más intrincado de la selva, aspirando con deleite el perfume de vegetación prensada que surgía de sus pasos.

Del fondo de la arboleda se elevaban nubes de pájaros, unas veces en forma de triángulo, otras en forma de corona, siendo las más grandes de estas aves del volumen de una mosca. Todos los habitantes de la selva adormecida escapaban asustados al sentir la aproximación de este monstruo inmenso. Bajo sus pies morían á miles las flores y los insectos; cada una de sus huellas era un cementerio vegetal y animal. Las grandes bestias de caza, del tamańo de ratas, capaces de poner en peligro la vida de un cazador pigmeo, corrían en galope furioso, temerosas y encolerizadas á la vez por la intrusión de esta montańa andante, que podía aplastarlas con sus piernas, tan gruesas como los troncos de los árboles más antiguos.

Gillespie vió jabalíes de erizado pelaje y ciervos de complicadas y altísimas astamentas, que parecían datar de los tiempos en que cazaban los emperadores. Estas bestias de terrorífico aspecto hacían temblar de emoción al profesor Flimnap, á pesar de que las contemplaba desde una altura prodigiosa. El gigante, al salir del palacio ruinoso para correr la selva, había creído prudente llevar con él á su traductor.

–Así me acompańará alguien de la Comisión encargada de velar por mi seguridad.

Y puso al catedrático sobre su pecho, aposentándolo en el bolsillo superior de su chaqueta, donde antes guardaba el pańuelo perfumado que había sido el asombro de las damas masculinas en el palacio del gobierno.

Flimnap, asomado al borde del bolsillo, casi lloraba de miedo cada vez que el gigante extendía una mano pretendiendo apresar en plena carrera á alguna de aquellas bestias amenazantes dominadoras de la selva.

–ĄNo, gentleman!—gritaba—. ĄTenga cuidado! En este momento recuerdo que uno de nuestros viejos cronistas relata cómo una fiera de esta clase mató, hace quinientos ańos, al emperador Deffar Plune, valeroso cazador.

Pero el gigante, excitado por los perfumes silvestres y sintiendo renacer su vigor con este deporte extraordinario á través de una selva que tal vez tenía mil ańos y no era más alta que su cabeza, rió del miedo de la traductora y de los emperadores de cinco siglos antes.

En una replaza abierta entre espesos árboles persiguió á un jabalí, que, al verse acorralado, le acometió con espumarajos de rabia, pretendiendo hundir sus colmillos en el cuero de sus zapatos. Pero una patada del gigante lo envió por alto, yendo á estrellarse contra un árbol copudo y robusto semejante á un cedro. Luego, en un sendero, agarró á un ciervo en mitad de su fuga veloz y lo subió á la altura de su pecho, colocándolo á corta distancia de Flimnap, de modo que el asustado animal, al mover la cabeza, casi le tocaba con las puntas de su cornamenta.

El profesor cayó desmayado de miedo en el fondo del bolsillo, mientras el gigante volvía á inclinarse sobre la tierra para dejar al ciervo en libertad.

Tuvo que atender á su traductora, sacándola de su refugio, después de esta broma un poco ruda. Se sentó en el suelo, rompiendo bajo su peso varios árboles. Luego metió una mano en un arroyo próximo, pasando dos dedos sobre la cara de su acompańante. Esta empezó á despertar bajo la caricia húmeda.

–ĄOh, gentleman!—suspiró con acento de reproche—. żPor qué me ha dado ese susto?… ĄYo que le amo tanto!

A pesar de este tono de queja, se notaba en su voz y en sus ojos una expresión adorativa, como si estuviese dispuesta á sufrir nuevos terrores á cambio de contemplar la majestuosa autoridad que ejercía su amigo sobre una selva donde habían temblado de emoción tantos cazadores valerosos.

El gigante la dejó por unos momentos sentada al borde del arroyo, para meterse otra vez entre los árboles.—Quiero llevarme un recuerdo de esta visita—dijo á Flimnap.

Y el profesor vió cómo cogía con ambas manos un árbol que le llegaba á la cintura, empezando á moverle á un lado y á otro, cual si pretendiese arrancarlo del suelo.

Una nube de hojas envolvió al gigante. Varios pájaros se escaparon lanzando chillidos. El árbol crujía cada vez más ruidosamente, hasta que al fin se rompió junto á las raíces. Gillespie fué tronchando sus ramas, y así pudo fabricarse un bastón que más bien era una cachiporra, gruesa de abajo, delgada de arriba y con varias púas que marcaban el ramaje roto.

Hizo un molinete con el tal bastón, que estremeció á los árboles inmediatos, extendiendo una brisa ondulatoria sobre gran parta de la selva. Se sentía con esta cachiporra en la diestra menos esclavo de los pigmeos. Sonrió pensando que hasta era capaz de echar abajo el par de máquinas aéreas que le vigilaban haciendo evoluciones sobre su cabeza. Un simple garrotazo podía acabar con las dos si es que volaban, como otras veces, cerca de él para tenerle al alcance de su lazo metálico.

Al cerrar la noche volvió el Hombre-Montańa á su alojamiento. Tanta era su alegría después de esta excursión, que durante el camino de regreso, influenciado por la dulzura del atardecer, empezó á cantar mientras marcaba el paso, llevando sobre un hombro el árbol convertido en garrote.

Su canción era una marcha belicosa de las que entonaba el ejército americano durante la guerra en Francia. Cuando se fatigaba de cantar silbaba, y todos los del cortejo, contagiados por su alegría, intentaban imitarle. Las muchachas de la escolta, no menos regocijadas y enardecidas por la excursión, acompańaban el canto del gigante golpeando sus casquetes con sus espadas. Las aviadoras de larga pluma coreaban la canción ó los silbidos desde sus máquinas aéreas, que flotaban muy cerca de Gillespie. Los habitantes de las cabańas y de los pueblecitos corrían hacia el camino, atraídos por esta música ruidosa que parecía venir de las nubes.

Aquella noche el profesor Flimnap escribió un largo informe dirigido á sus superiores, en el que relataba la alegría del prisionero, insistiendo sobre la necesidad de proporcionarle diversiones para que gozase de buena salud. Así los sabios del país podrían enterarse, gracias á sus confidencias, de la civilización de los Hombres-Montańas.

Después de redactar este documento sólo durmió unas horas. Debía partir al amanecer en la máquina volante que hacía el viaje á una de las ciudades más lejanas de la República. Le aguardaban allá para que diese, ante un público inmenso, otra de sus conferencias sobre el coloso.

Éste, fatigado por su excursión del día anterior, y sabiendo que Flimnap no vendría á verle, se levantó tarde. Pasó dos horas en el río, dedicado á su limpieza corporal, divirtiéndose al mismo tiempo en arrojar manotadas de agua á la orilla de enfrente, donde los curiosos se arremolinaban y huían riendo de estas trombas líquidas.

Cuando subió á su vivienda, vió que la servidumbre trabajaba ya en torno de las cocinas, preparando el gigantesco almuerzo.

Ocupó Edwin su escabel, apoyando los codos en la mesa; pero al abarcar con su vista la planicie de madera, tuvo un agradable encuentro. Había alguien más que los atletas que dormitaban junto á la grúa. Sentados en el lomo del libro de poesías traído por Flimnap, y que hacía ahora oficio de banco, vió á Popito y á Ra-Ra. Los dos amantes conversaban con las manos unidas y mirándose á corta distancia.

–No se molesten ustedes—dijo el gigante—. Continúen.

Pero estas palabras resultaban irónicas, pues ninguno de los dos se había movido al llegar el Hombre-Montańa ni parecieron enterarse de su presencia.

Gillespie no pudo ofenderse por este egoísmo, propio de enamorados. También él cuando había conseguido una entrevista con miss Margaret en un paseo de Nueva York ó en un jardín de California, era capaz de no mostrar el menor interés ni llevarse la mano al sombrero aunque pasase por su lado el presidente de la República. El amor tiene bastante con sus propios asuntos y no deja espacio á las otras curiosidades de la vida.

–Ha hecho usted bien, doctor Popito—continuó alegremente—, en aprovecharse cuanto antes de mi permiso. Hablen todo lo que quieran. Aquí tienen al Padre de los Enamorados, que los defenderá del Padre de los Maestros y de todos los Consejos que intenten su persecución. Sobre esta mesa pueden considerarse más seguros que sobre la más alta montańa. Me basta dar un puntapié á sus patas para demoler todos los caminos de subida, cortando el paso á los perseguidores.

Los dos amantes agradecieron al Gentleman-Montańa su protección. Pero á pesar de esta gratitud, se adivinaba en ellos que hubiesen preferido verse solos, sin la obligación de conversar con el gigante.

Gillespie también excusó tal egoísmo; lo mismo le ocurría á él cuando hablaba con miss Margaret. Pero aquella mańana sentía un vivo deseo de ponerse en comunicación con estos dos seres que reproducían su propia existencia como una miniatura reproduce un rostro humano.

–Desde que tuve el gusto de conocerle, doctor Popito—continuó—, llevo en mi memoria una pregunta, y aprovecho la oportunidad para que me la conteste. żCómo usted, una mujer, ama á este hombre terrible que desea la derrota del gobierno femenino y que la sociedad vuelva á estar constituída como antes de la Verdadera Revolución?…

–Le amo—dijo Popito—por lo mismo que soy mujer y quiero continuar siéndolo. No crea, gentleman, que todas las de mi sexo en este país estamos contentas de la tiranía de nuestro gobierno y de la situación abyecta en que mantiene al hombre, haciendo de él un vencido. Del mismo modo que entre los varones se va formando el partido masculista, entre nosotras surge un movimiento de protesta dirigido por las mujeres que aspiran á una vida dulce y de concordia entre los sexos: una vida sin violencias, sin que ninguno de los dos grupos en que se divide la humanidad impere sobre el otro ni abuse de él. No queremos que el hombre sea el déspota de la mujer, como en otros tiempos; pero tampoco que la mujer sea el tirano del hombre, como en la actualidad. żPor qué no pueden ser iguales los dos, manteniéndose en inalterable armonía gracias á la dulzura y, sobre todo, á la tolerancia?…

Además, gentleman, yo, como dice mi padre y otras mujeres intransigentes, tengo un alma de esclava, porque á todas ellas les parece una esclavitud no ser las primeras en cualquier momento y no poder dominar y maltratar al ser que marcha á su lado. A mí, la libertad á solas, la independencia áspera y egoísta, no me seducen. Necesito vivir acompańada, verme protegida, apoyarme en alguien, y sólo pido que, á cambio de mi sumisión carińosa, me respeten, se muestren ciegos para mis defectos y, sobre todo, me amen.

Somos ya muchas las que pensamos así. Tres generaciones de mujeres han vivido como embriagadas por su triunfo, vengándose de un largo pasado de esclavitud con disposiciones atroces. Nosotras no tenemos nada que vengar; hemos nacido dentro de unas familias en las que el hombre ocupa una situación inferior y humillante, y esto nos hace ver el presente con más claridad y más independencia que pueden verlo nuestros progenitores. Es la reacción inevitable después de un período de violencias, el retroceso al buen sentido después de un avance exagerado.

–Pero su Ra-Ra—dijo el gigante—tiene otros pensamientos. Sueńa con repetir á favor de los hombres todas las violencias que realizaron las mujeres al ocurrir la Verdadera Revolución.

–No crea usted sus palabras—dijo Popito con dulzura—. Ra-Ra es bueno, aunque parezca amargado y cruel por las persecuciones de que se ve objeto…. Yo estoy á su lado, y cuando el amor une verdaderamente á dos seres, el hombre sólo es perverso si la mujer se lo consiente.

Hubo una larga pausa. Mientras Popito hablaba, su amante, con la vista baja, parecía reflexionar.

–Además—continuó ella—, żcuándo triunfará Ra-Ra?… Yo lo deseo, aunque esta victoria signifique la desgracia de mi padre y la desaparición del gobierno de las mujeres. Así podría vivir tranquila, sin las angustias que sufro actualmente, pues temo de un momento á otro ver preso y condenado á muerte al hombre que amo. Pero żes posible esa victoria?… Cada vez la veo más lejana. Las mujeres triunfaron tal vez para siempre al apoderarse de la fuerza.

Las palabras de Popito hicieron que Ra-Ra saliese de su abstracción. Tomó un aspecto de inspirado, de conductor de muchedumbres, una actitud heroica, que contrastaba con sus vestiduras femeniles.

–Nuestro triunfo llega—dijo con voz sorda—. Están contados los días de la tiranía de las mujeres. Anoche recibí grandes noticias. Un esclavo de la servidumbre de nuestro gigante me entregó un papel que le había dado otro esclavo venido de una de las ciudades más remotas de la República. El número de nuestros adeptos aumenta. Tal vez somos ya un millón.

Pero el número representa poco. Lo que vale es el trabajo de los hombres inteligentes que desean emanciparse de una vida de harén y apelan al estudio como único medio de conseguir la libertad.

Hemos encontrado á un octogenario que de joven hizo la guerra con el generalísimo Ra-Ra, mi heroico abuelo. Este anciano conoce el mecanismo de todos los aparatos de combate que se conservan en las universidades. Acuérdate, Pepito, que tú y yo, cuando éramos muchachos y vivíamos en la Universidad, nos hemos deslizado ocultamente en los almacenes de la Facultad de Historia para ver de cerca las bestias de acero, gloriosas y mudas, sin poder adivinar cómo funcionaron en otros tiempos….

–Pues bien—continuó Ra-Ra con entusiasmo después de una larga pausa—, ese anciano lo sabe; ese guerrero escapado á la venganza de las mujeres prepara la resurrección de un mundo de honor caballeresco y de heroísmo, comunicando sus conocimientos á los jóvenes.

–żY de qué puede servirles todo eso?—interrumpió Gillespie—. Yo conozco la historia de este país, que usted parece haber olvidado…. żY los rayos negros?

Ra-Ra levantó los hombros con una expresión de menosprecio.

–ĄOh, los rayos negros!—dijo al fin—. El invento de una mujer bien puede sobrepujarlo el invento de un hombre. Nuestros sabios trabajan…. y no quiero decir más. Vamos á encontrar algo que nos dará la victoria, y yo vendré á salvarle, gentleman, antes de que ordene su muerte el gobierno de las mujeres.

X
En el que se ve cómo el Hombre Montańa conoció al fin la Ciudad-Paraíso de las Mujeres, y la deplorable aventura con que terminó esta visita

Después de numerosas peticiones al municipio de la capital y de no menos entrevistas con los personajes allegados al gobierno, consiguió Flimnap ver aceptado el programa de diversiones que había ido formando para recreo de su amigo el gigante.

Una noche guió al Gentleman-Montańa hasta una colina desde cuya cumbre se podían contemplar verticalmente dos grandes avenidas de la capital. Gillespie encontró interesante el hormiguero que rebullía y centelleaba bajo sus pies.

Un resplandor de aurora ligeramente sonrosado iluminaba las calles, sin que él pudiese descubrir los focos de donde procedía. Tal vez emanaba de misteriosos aparatos ocultos en los aleros de los edificios. Pero lo que más admiró fué el continuo tránsito de los vehículos automóviles. Todos afectaban formas un poco fantásticas del mundo animal ó vegetal, llevando en su parte delantera faros enormes que fingían ser ojos y cruzaban el iluminado espacio con chorros de un resplandor todavía más intenso.

La Ciudad-Paraíso de las Mujeres le pareció muy grande y digna de ser visitada.

–No tardará usted en verla toda—dijo el profesor—. Ya tengo el permiso del gobierno. Aprovecharemos la gran fiesta de los rayos negros.

Y fué explicando á Gillespie sus gestiones para conseguir esta autorización y el motivo de que el gobierno hubiese fijado para dos días después la visita del Hombre-Montańa á la capital.

Había que aprovechar una conmemoración histórica, porque en tal fecha la mayor parte del vecindario abandonaba sus viviendas para visitar cierto templo de las inmediaciones. Era el glorioso aniversario de la invención de los rayos negros, considerada como el origen de la Verdadera Revolución. Todos en dicho día querían ver la casita y el laboratorio donde la benemérita sabia había hecho su descubrimiento: modestos edificios cubiertos ahora por la techumbre de un templo majestuoso, en torno del cual se extendían vastísimos jardines.

La capital casi quedaba desierta después de mediodía. Únicamente las personas de distinción continuaban en sus casas ó se reunían en aristocráticas tertulias, para no mezclarse con la gente popular. El resto del vecindario acudía á la peregrinación patriótica, y hasta los hombres se agregaban á la fiesta, sin acordarse de que la inventora de los rayos negros había sido su peor enemigo.

Una gran feria, abundante en diversiones para la muchedumbre, ocupaba los jardines del templo. De lejanas ciudades llegaban por el espacio flotillas de aparatos voladores, depositando en el lugar sagrado nuevos grupos de peregrinos.

El profesor Flimnap, de acuerdo con los individuos del gobierno municipal, había compuesto un programa dando á la vez satisfacción á la curiosidad del gigante y á la curiosidad del pueblo. Gillespie debía colocarse en las primeras horas de la mańana á la entrada de la ciudad, en el camino conducente al templo de los rayos negros. Así le podría ver todo el vecindario mientras marchaba á la peregrinación nacional. Cuando la muchedumbre se hubiese alejado, el gigante podría entrar por las calles casi desiertas, sin riesgo de aplastar á los transeuntes.

Así fué. El día seńalado, Gillespie, siguiendo á una máquina terrestre montada por su traductora y varios individuos de su Comité, llegó al citado lugar. La muchedumbre había emprendido ya su marcha hacia el templo, y la presencia del gigante produjo enorme desorden. En vano los jinetes de la cimitarra dieron varias cargas para dejar un espacio libre de gente en torno de Gillespie. A estas horas de la mańana la muchedumbre era de los barrios populares, y mostró un regocijo agresivo y rebelde. Bailaba al son de sus instrumentos, obstruyendo el camino, y se negaba á obedecer á la fuerza pública cuando ésta pretendía alejarla del Hombre-Montańa.

Todos querían tocarle después de haberle visto. Se subían sobre sus zapatos, se metían en el doblez final de sus pantalones. Algunos curiosos que eran de gran agilidad, por exigirlo así sus oficios, intentaron subirse por las piernas agarrándose á las asperezas que formaba el entrecruzamiento de los hilos del pańo.

Hubieron de intervenir finalmente las autoridades que vigilaban esta salida de la ciudad. Un destacamento de la Guardia gubernamental, llegando en auxilio de la policía, libró al gigante del asalto de la muchedumbre. Al fin se encontró el medio de que todos pudieran contemplar al Hombre-Montańa sin que el desfile se cortase y sin que el templo de los rayos negros se viera abandonado por primera vez desde su fundación.

Como el gigante, colocado en medio del camino, era á modo de un dique que contenía el curso de la gente, le hicieron alejarse un poco de la ciudad, hasta llegar á una fortaleza antigua situada al borde de un barranco, la cual había servido para la defensa de esta ruta en tiempo de los emperadores.

Edwin se sentó sobre la tal ciudadela, que no llegaba á tener dos varas de alta, y en este sillón de piedra descansó mucho tiempo, mientras seguía el desfile del vecindario.

Varias líneas de infantes y jinetes extendidas ante sus pies le separaban de la inquieta muchedumbre, evitando nuevas familiaridades.

A la gente popular de la primera hora sucedieron otros grupos menos bulliciosos y de mejor aspecto, que pasaban en automóviles propios ó en grandes vehículos de servicio público.

Los establecimientos de enseńanza habían enviado á sus alumnos en formación militar para que visitasen la tierra de donde surgió la liberación femenil. Las tropas pasaban también, con sus músicas al frente, para desfilar ante la tumba de aquella mujer de laboratorio que se había ido del mundo sin sospechar su gloria.

Cerca de mediodía el profesor Flimnap volvió en busca de su protegido.

Empezaba á aclararse la muchedumbre de peregrinos.

–Ya puede entrar usted en la capital. El jefe de la policía dice que las calles están casi desiertas. Un pelotón de jinetes marchará delante para que se alejen los curiosos, si es que verdaderamente queda alguno. Además van con ellos numerosos trompeteros, que anunciarán ruidosamente el paso de usted para evitar accidentes. Cuando se sienta cansado, puede hacer una seńa á la escolta y volverse á casa. Usted sabe el camino.

El Gentleman-Montańa se extrańó de estas palabras.

–żMe abandona usted, profesor?… Yo me imaginaba que sería mi guía á través de la capital.

–Inconvenientes de la gloria—dijo Flimnap, bajando los ojos como avergonzado de su deserción—. Mi deseo era acompańarle, pero ahora soy un personaje popular; según parece, estoy de moda gracias á usted, y los seńores del gobierno municipal quieren que vaya con ellos al templo de los rayos negros para pronunciar un discurso en honor de nuestra sabia libertadora. Todos los ańos escogen á la mujer más célebre para que haga este panegírico. Ahora me toca á mi, y no me atrevo á renunciar á una distinción tan extraordinaria.

Flimnap afirmó al coloso que acababa de dar órdenes para que lo acompańase un buen traductor en su visita á la capital. Una hora antes había enviado un mensajero á la Galería de la Industria avisando á Ra-Ra que viniese á esperar á Gillespie en la puerta más próxima. Tal vez era esto una imprudencia, pero ya no había tiempo para disponer algo mejor. El Gentleman-Montańa debía cuidar de que Ra-Ra conservase oculto su rostro y no incurriese en las audacias de otras veces.

Marchó Gillespie hacia la ciudad, precedido de un escuadrón de jinetes y numerosos trompeteros. Las murallas de la capital, levantadas en tiempos de los viejos emperadores, habían sido destruidas ańos antes para el ensanche urbano. Pero quedaba en pie una de las antiguas puertas, flanqueada por dos torres de una arquitectura elegante y original, que había contribuído á que la respetasen.

El Hombre-Montańa se fijó en varias mujeres que estaban en lo alto de dicha puerta para verle pasar, y en un hombre, el único, envuelto en púdicos velos.

–Gentleman, soy yo—dijo á gritos, agitando sus blancas envolturas.

El gigante extendió la mano sobre las torres, y tomando entra dos dedos á Ra-Ra, lo puso delicadamente en la abertura del bolsillo alto de su chaqueta. El joven le guiaría en su excursión, como el cornac que va sentado en la testa del elefante.

Siguiendo sus indicaciones, se metió entre las dos torres y las casas para seguir una amplia avenida.

Durante varias horas Gillespie visitó la capital, admirando la audacia constructiva de aquellos pigmeos. La mayor partes de los edificios eran de numerosos pisos, y algunos palacios tenían sus azoteas altas al nivel de su cabeza. Las casas, de nítida blancura, estaban cortadas por fajas rojas y negras, y muchos de sus muros aparecían ornados con frescos, gigantescos para los ojos de sus habitantes, que representaban sucesos históricos ó alegres danzas.

Entre las masas de edificios vió el gigante abrirse floridos jardines, que á él le parecían no más grandes que un pańuelo, y en cuyos senderos se detenían las mujeres para levantar la vista, admirando la enorme cabeza que pasaba sobre los tejados. A pesar de que los trompeteros iban al galope y soplando en sus largos tubos de metal por las calles que seguía Gillespie, los ojos de éste tropezaban á cada momento con agradables sorpresas que le hacían sonreir. Los diarios habían anunciado su visita á la ciudad; nadie la ignoraba, pero la fuerza de la costumbre hacía que machos olvidasen toda precaución y siguieran viviendo en las habitaciones altas sin miedo á los curiosos.

Edwin vió que se cerraban algunas ventanas con estruendo de cólera. Muchos puńos crispados le amenazaron cuando ya había pasado. Por estas aberturas completamente desprovistas de cortinas sorprendió sin quererlo las desnudeces matinales de numerosas mujeres que se acostaban tarde y se levantaban tarde igualmente, procediendo á sus operaciones de higiene con la ventana abierta, sin acordarse de que había gigantes en el mundo.

Delante y detrás de él evolucionaba la caballería, dando trompetazos y agitando sus sables. Los transeuntes y los vehículos que se habían quedado en la ciudad huían delante de estas cargas, y más aún de los inmensos pies, que con un simple roce se llevaban detrás de ellos la parte baja de una esquina.

Ra-Ra creyó estar gozando anticipadamente una parte del triunfo con que sońaba á todas horas. Asomado al bolsillo del gigante, se consideraba tan enorme como éste, viendo empequeńecidos á todos sus adversarios. Siempre que el Hombre-Montańa pasaba junto á un edificio público, él escupía desde la altura, como si pretendiese con esto consumar su destrucción. Varias veces rió viendo moverse abajo, como despreciables insectos, á los que estaban encargados de perseguirle. Como su voz sólo podía oirla el gigante, se expresaba con una insolencia revolucionaria.

–Gentleman—dijo designando con una mano el palacio del gobierno—, éste es el antro de la venganza femenina.

Edwin dió una vuelta en torno á la enorme construcción, asomándose por encima de los tejados á sus patios y jardines. Lo mismo hizo en varios edificios públicos. Vió de lejos otro palacio grandioso, y como adivinase que era la Universidad por las grandes lechuzas doradas que coronaban las techumbres cónicas de sus torres, quiso ir hacia él; pero Ra-Ra le disuadió.

–Más tarde, gentleman. Allí descansará usted.

Y dirigió su marcha hacia el puerto.

A pesar de que el día era festivo, los buques anclados en él empezaron á hacer funcionar los aparatos mugidores que usaban en los días de niebla, dedicando al gigante un saludo ensordecedor. En los navíos de la escuadra del Sol Naciente, las tripulaciones, formadas sobre las cubiertas, agitaron sus gorros, aclamándole. El Hombre-Montańa contestó á este saludo general moviendo sus dos manos y luego se inclinó cortésmente.

–ĄCuidado, gentleman! ĄAcuérdese que estoy aquí!—gritó Ra-Ra.

Con el inesperado movimiento de su conductor, el pigmeo había saltado fuera del bolsillo y se mantenía agarrado al borde.

La mano misericordiosa del coloso le volvió á su seguro refugio; pero después de esta aventura mortal parecía haber perdido las ganas de prolongar el paseo y guió á su protector hacia la Universidad.

Siguiendo sus consejos, Gillespie marchó lentamente para fijarse en todas las particularidades del edificio que Ra-Ra le iba explicando.

Por su parte, el proscrito, sin dejar de hablar, examinaba los tejados, las terrazas y las galerías cubiertas de este palacio, grande como un pueblo, en el que había pasado su adolescencia.

Hizo que el gigante detuviera su marcha, y echando medio cuerpo fuera del bolsillo, empezó á dar gritos para que acudiese el jefe de la escolta. Cuando éste, conteniendo la nerviosidad de su caballo, que se encabritaba al husmear la proximidad del coloso, pudo colocarse al fin junto á los enormes pies, Ra-Ra le habló desde arriba en el idioma del país. El Hombre-Montańa deseaba hacer alto, empleando como asiento uno de los pabellones bajos de la Universidad. La escolta, podía descansar igualmente durante una hora echando pie á tierra.

El guerrero aceptó con alegría la orden. Su tropa llevaba varias horas de correr las calles, luchando con la rebelde curiosidad del público y repeliendo á los transeuntes y las máquinas terrestres. Cesaron de sonar las trompetas y los jinetes se desparramaron en las vías inmediatas.

Cuando todos desaparecieron, Ra-Ra volvió á examinar la parte alta y sinuosa del palacio universitario, donde estaban las habitaciones de los doctores jóvenes. Los más de ellos se habían ido á la peregrinación patriótica, y así se explicaba que las terrazas y las galerías permaneciesen silenciosas, sin el ordinario rumor de peleas dialécticas.

Sólo quedaban algunos doctores melancólicos meditando ante un libro abierto. Al ver la cabeza del gigante distraían su atención estudiosa por unos segundos; pero luego reanudaban la lectura, como si sólo hubiesen presenciado un accidente ordinario. Todos ellos recordaban su visita á la Galería da la Industria, y tenían al Hombre-Montańa por un animal enorme, cuya inteligencia estaba en razón inversa de su grandeza material.

Gillespie había empezado por segunda vez la vuelta del edificio.

–Deténgase aquí, gentleman—dijo de pronto Ra-Ra, ahogando su voz.

Edwin no comprendió tales palabras. żQué deseaba este pigmeo, cada vea más exigente?…

–Digo, gentleman, que me deje aquí, en esa terraza. Dentro de una hora vuelva á tomarme. Mientras tanto, puede usted descansar sentándose en cualquiera de los pabellones anexos á la Universidad. No tema, son fuertes y soportarán bien su peso.

Gillespie comprendió los deseos de Ra-Ra al ver en una terraza interior, separada de la fachada por los profundos huecos de dos patios, á una mujer con gorro universitario que agitaba los brazos, sorprendida y alegre. No pudo reconocerla porque le faltaba su lente de aumento, pero estaba casi seguro de que era Popito.

–Diviértanse mucho—dijo el gigante.

Y tomando á Ra-Ra otra vez con el pulgar y el índice de su mano derecha, lo sacó del bolsillo para depositarlo en un alero. Luego rió viendo cómo corría, con una agilidad de insecto saltador, de tejado en tejado, agitando sus velos como las alas de una mariposa blanca, bordeando el abismo de los profundos patios, para llegar hasta la mujercita de birrete doctoral que le aguardaba llevándose ambas manos al pecho, henchido de emoción.

Al quedar solo, el gigante se movió con lentos pasos á lo largo de la Universidad, cuyas balaustradas finales le llegaban á los hombros. No veía ningún edificio que pudiera servirle de asiento. Apoyó un codo en un alero mientras descansaba en su diestra la sudorosa frente, y al momento echó abajo tres estatuas de doble tamańo natural que adornaban la balaustrada, representando á otras tantas heroínas de la Verdadera Revolución.

Tuvo miedo de causar nuevos dańos en el monumento de la Ciencia, y continuó su exploración, buscando algo más sólido donde apoyarse.