Loe raamatut: «El paraiso de las mujeres», lehekülg 14

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–Ya está acabado el traje, gentleman—decía Flimnap—. Hay que ponérselo inmediatamente, y con eso quedará terminado el conflicto con todo ese pueblo que no le conoce bien. Los empleados del gobierno quieren que salga usted de la Galería. Le será más fácil vestirse al aire libre, y los sastres podrán apreciar mejor su obra.

–No, no salgo—contestó Edwin enérgicamente—. El que desee verme que entre aquí. Me siento más fuerte bajo este techo.

Y al decir esto miraba el tronco enorme apoyado en la mesa.

Los enviados del gobierno, cada vez más sombríos y parcos en palabras, se consultaron con una mirada cuando salió Flimnap para decirles que el Hombre-Montańa deseaba cambiar de ropas dentro de su vivienda. Al fin aceptaron, exigiendo únicamente que el gigante saliese con su nuevo vestido de hombre, para que la muchedumbre se convenciera de que se habían cumplido las órdenes gubernamentales.

Una larga fila de cargadores entró en la Galería llevando á cuestas el nuevo traje, enrollado como un gran toldo.

Rió Gillespie cuando estos atletas lo extendieron bajo su vista. La exigencia de los pigmeos resultaba tan cómica, que ahogó en él todo intento de indignación. Pero volvió á fruncir el ceńo cuando el profesor le pidió que se despojase de su chaqueta y sus pantalones, conservando únicamente la ropa interior.

–No me diga que no, gentleman—suplicaba Flimnap juntando las manos—. Siga mis consejos. Esto no es mas que una pequeńa molestia, y representa la tranquilidad para usted y para mí. Los seńores del gobierno le dejarán en paz si le ven sumiso á sus órdenes. Además, el traje viejo quedará aquí, á su disposición; este nuevo es únicamente para cuando se presente en público.

Gillespie, conmovido por la vehemencia del doctor, acabó accediendo á sus deseos. Se despojó de su antiguo traje, que en realidad estaba maltratado y con numerosas roturas, cubriéndose luego con la suelta túnica que le habían fabricado los sastres del país. Finalmente se echó sobre la cabeza un velo hecho de lona de la que fabricaban los pigmeos, y que más bien parecía la vela de un antiguo navío.

–Ahora debe usted salir, para que le vea la multitud—dijo Flimnap—.

Es necesario; lo exigen así los representantes del gobierno.

–No—dijo rotundamente Gillespie.

Se convenció el profesor de que sería inútil su insistencia. Además, la negativa del gigante parecía quebrantar su propia credulidad. żSí pretenderían engańarle á él también los enviados oficialas?… Los buscó fuera de la Galería, volviendo con uno de ellos, que mostraba un rostro sombrío, vacilando mucho antes de contestar á sus preguntas.

–Gentleman—gritó Flimnap—: el digno seńor que me acompańa, así como los otros representantes del gobierno, afirman que puede usted salir de aquí sin miedo y mostrarse al público, pues su vida no corre ningún peligro. żNo es así, seńor?—ańadió, dirigiéndose á su acompańante.

Este le contestó con unas cuantas palabras en el idioma del país, y su respuesta pareció satisfacer á Flimnap.

Al fin, el gigante, aburrido de tantas mediaciones y no queriendo que los pigmeos le creyeran miedoso de su poder, accedió á salir de la Galería.

Un zumbido inmenso se levantó del suelo saludando su presencia. La muchedumbre lanzó aclamaciones, pero éstas no iban dirigidas á la persona del Hombre-Montańa, como días antes, sino á su nuevo traje, en el que veían un símbolo de abdicación y de esclavitud.

Adivinando otra vez la hostilidad que le rodeaba, Gillespie quiso retroceder hacia su vivienda, pero un leve abejorreo sonó en torno á su cabeza. Al levantar los ojos, pudo ver las sombras fugaces que proyectaba en su evolución circular toda una escuadrilla de máquinas voladoras. Sintió un agudo latigazo en una muńeca y luego otro igual en la muńeca opuesta. A continuación, una especie de lombriz metálica, fría y cortante, se arrolló á su cuello. Los aviones arrojaban sus cables metálicos animados por una vida eléctrica, y éstos iban reptando sobre su cuerpo, enroscándose á todas las partes salientes en las que podían hacer presa sus anillos. En un instante se sintió prisionero é inmovilizado por este manojo de serpientes atmosféricas. Sintió que su cólera le daba una fuerza sobrehumana, y quiso retroceder para meterse en la Galería, tirando de sus adversarios aéreos.

Su primer movimiento hacia atrás hizo vacilar á las máquinas inmóviles en el aire; pero éstas, pasada la sorpresa, tiraron todas á la vez en dirección opuesta. El pobre gigante no pudo resistirse á las energías mecánicas conjuradas contra él; se sintió empujado brutalmente, hasta caer al suelo, y luego arrastrado un largo espacio, derramando sobre la huella que dejaba su cuerpo dos regueros de sangre. Los hilos metálicos partían sus carnes como el filo de un cuchillo.

Otra vez quedaron inmóviles en el espacio las máquinas voladoras al ver al coloso tendido en mitad de la ladera, cerca ya del cordón de tropas. No quisieron continuar su arrastre y aflojaron los cables para que sintiese menos su cortante tirantez.

Reconociendo la inutilidad de sus esfuerzos y humillado por su caída, Gillespie sólo supo llorar. La muchedumbre, al ver sus lágrimas, prorrumpió en una carcajada sonora. Nunca le había parecido tan gracioso el Hombre-Montańa.

El profesor, atolondrado por la caída del coloso, corrió detrás de él dando alaridos de indignación. Luego, al ver que lloraba, lloró igualmente; pero, á pesar de su pusilanimidad, pensó que las lágrimas no podían resolver nada y su dolor se convirtió en indignación.

El grupo de enviados del gobierno avanzaba hacia el caído, y Flimnap lo increpó.

–Esto es una infamia. Ustedes me han dado palabra de que el Gentleman-Montańa no corría ningún peligro.

Pero el más viejo repuso fríamente:

–El gobierno no puede dejarlo en libertad, para que se permita nuevas insolencias. Hemos cumplido las órdenes de nuestros superiores.

Otro representante, el más joven de todos, rió de las lágrimas de Flimnap.

–Creo, doctor—dijo—, que mańana mismo se verá usted libre del cuidado que le da el Hombre-Montańa. Según parece, los altos seńores del Consejo Ejecutivo piensan suprimirlo, para que no se burle más de nosotros.

XII
De cómo Edwin Gillespie perdió su bienestar y le faltó muy poco para perder la vida

Flimnap pasó una segunda noche sin dormir. Tenía ante sus ojos á todas horas el rostro doloroso del gigante caído. Contemplaba sus manos cubiertas de sangre, su cuello surcado por dos profundos arańazos, su gesto de cólera impotente, que hacía recordar la desesperación pueril de un nińo abandonado.

–ĄMorir así!—murmuraba el vencido—. ĄAcabar á manos de este hormiguero de hombres-insectos!…

En medio de su desorientación, el profesor había encontrado una idea que consideraba salvadora. Los gestos y las palabras de aquellos enviados del gobierno le hicieron creer que la muerte del Hombre-Montańa era cosa decidida por el Consejo Ejecutivo. Veía agitarse á Momaren como una potencia irresistible que suprimiría todo movimiento de piedad en favor del gigante. żPor qué permanecer al lado del caído sin hacer nada? El gobierno tenía enemigos y el Padre de los Maestros también. Cuando todos perseguían al Hombre-Montańa, era conveniente buscar una nueva protección, explotando los rencores que separaban á unos de otros.

Había abandonado á Gillespie al cerrar la noche para correr á la capital en busca de Gurdilo. Pronto averiguó su domicilio. El famoso senador hacía alarde de una vida austera, procurando que todos conociesen la pobre casa que habitaba.

Flimnap fué recibido por él cuando estaba terminando, con una ostentación virtuosa, su cena frugal, en presencia de varios admiradores, todos femeninos. El áspero senador evitaba el trato con los hombres, acordándose de las desdichas de Momaren y otros personajes. Sus amistades íntimas eran siempre con gente de su sexo.

Cuando Flimnap quedó á solas con Gurdilo, en una pieza modestamente amueblada, se apresuró á hacer su propia presentación.

–Senador, yo soy el pedante de que habló usted ayer; el encargado de guardar al Hombre-Montańa.

El tribuno hizo un gesto despectivo al oir el nombre del coloso. Su opinión sobre él estaba formada, y todo lo referente á su persona lo tenía guardado en una carpeta llena de papeles puesta sobre una mesa próxima. Allí estaban los célebres datos estadísticos sobre las enormes cantidades de materias alimenticias que llevaba devoradas el intruso. Todo esto pensaba emplearlo al día siguiente en el segundo discurso que pronunciaría contra el Hombre-Montańa, ó mejor dicho, contra el gobierno que le había protegido.

–Usted no hará el discurso—dijo el universitario con autoridad—. Resulta inútil, por la razón de que mańana el gobierno va á dar muerte al gigante.

El temible senador, que se creía dueńo de sus impresiones y hábil para ocultarlas en todo momento, casi dió un salto de sorpresa al escuchar á Flimnap. żCon qué derecho se atrevía el gobierno á disponer del Hombre-Montańa? Él consideraba al gigante como una cosa propia; se había ocupado de su persona antes que los demás, y ahora venía el Consejo Ejecutivo á inmiscuirse en el asunto, con el malvado propósito de robarle un gran triunfo oratorio.

Pensó que tal vez este profesor mentía por defender á su protegido, y dijo fríamente:

–żQué interés puede tener el gobierno en suprimir al Hombre-Montańa?

–El interés de servir á Momaren—contestó Flimnap—. El Padre de los Maestros quiere vengarse del Gentleman-Montańa, no solamente por lo ocurrido en su fiesta, sino también porque se imagina que el gigante protege á uno de sus mayores enemigos.

El profesor sabía lo que representaba para Gurdilo esta segunda insinuación. El ser más odiado por él en todo el país era Momaren. Desde su juventud les separaba una rivalidad de condiscípulos. Gurdilo había aspirado luego al alto cargo de Padre de los Maestros, y era Momaren quien lo obtenía. También deseaba vengarse de los sarcasmos y murmuraciones con que le había molestado este último en muchas ocasiones. El grave Momaren, que parecía incapaz de mezclarse en asuntos mezquinos, mostraba una malignidad extraordinaria al hablar del famoso senador. Seguro del apoyo del gobierno, no le inspiraban miedo sus discursos, y hasta se atrevía á criticar su existencia privada, dudando de su aparente severidad y acusándolo de hipocresía.

–ĄAh! żConque es Momaren el que desea la muerte de ese pobre gigante?

Después de proferir tales palabras, el senador se mostró dispuesto á aceptar sin resistencia todo lo que dijese Flimnap.

Éste adivinó en su mirada una repentina simpatía por Gillespie. Bastaba que Momaren y el gobierno deseasen la muerte del Hombre-Montańa, para que Gurdilo mirase á éste como un cliente que nadie debía tocar.

En mucho tiempo no había sentido el senador un interés tan ardoroso como el que mostró escuchando al catedrático. Creía conocer todo lo que ocurría en el país, y ahora se convencía de que ignoraba lo más importante.

Flimnap le contó los amores de Pepito con Ra-Ra; cómo éste, valiéndose de una astucia todavía ignorada, conseguía entrar al servicio del gigante, y cómo el tal gigante, desconocedor de las costumbres del país, se había dejado engańar por el joven, sin suponer sus maquinaciones contra el orden social. Al no poder vengarse Momaren del revolucionario Ra-Ra, que andaba fugitivo, quería saciar ahora su odio en el pobre Hombre-Montańa. Además, su vanidad de autor atribuía una intención malévola al pobre gigante, el cual, por simple torpeza, había interrumpido su fiesta literaria.

Cuando Flimnap describió, con arreglo á sus informes, el momento en que Momaren y Golbasto cayeron al suelo bajo el salivazo gigantesco, el senador empezó á reir como un nińo, pidiendo que le relatase por segunda vez la graciosa escena.

Ignoraba que Golbasto tuviera tal motivo para odiar al Hombre-Montańa.

–Ese poeta—dijo—es un intrigante. Le conozco hace mucho tiempo, y no sé cómo me dejé influenciar por sus palabras el otro día, cuando preparaba mi primer discurso contra el pobre coloso. Pero aún queda tiempo para hacer justicia, y Momaren no verá cumplidos sus deseos. Venga usted mańana al Senado y verá cómo el senador Gurdilo es el de siempre: un defensor de la inocencia y un enemigo de los hombres malos.

Los hombres malos eran Momaren y los seńores del gobierno. La mejor prueba para Gurdilo de la inocencia de Gillespie consistía en verlo perseguido por ellos.

Quedó tan satisfecho de la visita de Flimnap, que hasta quiso borrar la mala impresión que podían haber dejado en él ciertas palabras de su último discurso.

–Lo de pedante y otras expresiones parecidas—dijo—no debe usted aceptarlo como verdades indiscutibles. Son libertades oratorias, hijas de la improvisación, que yo mismo empiezo por no creer. Los oradores somos así. Ahora que le conozco, querido profesor, declaro que es usted hombre de ingenio y que me ha hecho pasar un rato muy agradable. Hasta mańana.

Flimnap, contento de esta entrevista, que le proporcionaba un poderoso apoyo, pasó, sin embargo, la noche en dolorosa incertidumbre, sin poder apartar de su memoria al vencido gigante.

En las primeras horas de la mańana quiso verle, y se dirigió á la Galería de la Industria. Su vehículo, al llegar á la mitad de la colina, donde estaban acampadas las tropas, fué detenido por un delegado gubernamental, que se negó á dejarle pasar. En vano dió su nombre.

–Le conozco, doctor—dijo el funcionario—; pero el gigante está preso y nadie puede verlo sin una orden del gobierno.

–Soy el presidente del Comité encargado del Hombre-Montańa. Los altos seńores del Consejo me designaron para ocupar dicho sitio.

–El Comité ha sido disuelto esta mańana, por ser ya innecesario—contestó el otro—. Puede usted leerlo en los periódicos.

Tuvo que retroceder Flimnap á la capital, paseando por sus principales avenidas mientras esperaba con impaciencia la hora de la sesión del Senado. El despego que le mostraban las gentes había ido en aumento, convirtiéndose en franca impopularidad. Los que el día anterior fingían no verle le miraban ahora con una fijeza hostil. Su decadencia iba unida á la del pobre Hombre-Montańa.

Los envidiosos de su antigua gloria se aproximaban únicamente para darle noticias alarmantes sobre la suerte de su protegido. Un compańero de Universidad le hizo saber que el gobierno enviaría un mensaje al Senado, al principio de la sesión, pidiendo permiso para matar al coloso inmediatamente.

Otro profesor que era verdaderamente amigo suyo le detuvo para comunicarle algo referente á la vida íntima universitaria. Popito había desaparecido, sin que el Padre de los Maestros encontrase el más leve rastro de su paradero. Todos presentían que esta fuga había sido para reunirse con el rebelde Ra-Ra. Momaren se hallaba á estas horas en el palacio del gobierno hablando con el ministro de Policía, y los aparatos de transmisión aérea enviaban órdenes por toda la República para la detención de los fugitivos.

No se interesó Flimnap por el paradero de Popito. Lo que á él le preocupaba era la suerte de su gigante.

Apenas se abrieron las puertas del Senado, el profesor corrió á sentarse en la primera fila de una tribuna. Sus ojos buscaron á Gurdilo entre los senadores. ĄSimpático personaje! El orador, enjuto, verdoso y de torva mirada, le parecía ahora de una belleza extraordinaria.

Ordenó el presidente la lectura de una comunicación enviada por el Consejo Ejecutivo. Era, como esperaba Flimnap, una solicitud para poder suprimir al Hombre-Montańa, fundándose en su falta de adaptación á las costumbres del país y en los enormes gastos que exigía su cuidado y su sustento.

Gurdilo pidió inmediatamente la palabra. Después de su último discurso, todos creyeron adivinar lo que iba á decir contra el gigante. Por primera vez el jefe de la oposición y el gobierno se mostrarían acordes. Y como esto significaba un suceso nunca visto, los senadores y el público avanzaron sus cabezas, deseosos de no perder una sílaba.

Flimnap, que era el único que sabía lo que el orador pensaba decir, se estremeció considerando lo difícil que resultaba su trabajo. żLlegaría á exponer con habilidad, y sin que el público protestase, todo lo contrario de lo que había afirmado dos días antes?…

Su confianza renació al ver la calma con que empezaba á hablar Gurdilo. El orador no había sido nunca amigo del Hombre-Montańa; lo hacía constar desde el principio de su discurso. Si el mismo día de la llegada del gigante al país se hubiese acordado su muerte, el acto le habría parecido muy oportuno é inspirado en una verdadera prudencia política, mereciendo su completa aprobación.

–Pero como estamos dirigidos por un gobierno inconsciente—continuó—, por un gobierno que no tiene opiniones propias y cada día obra de distinta manera, según los consejos del favorito que está de moda, se ha procedido en este asunto del Hombre-Montańa con una torpeza que hace inoportuna y perjudicial la petición que ahora nos dirige el Consejo Ejecutivo y que yo no aceptaré nunca.

El orador, después de indicar con estas palabras el nuevo rumbo que iba á emprender, se dedicó á la descripción de todos los gastos que llevaba hechos el gobierno para el sostenimiento del intruso. Al enumerar el considerable personal instalado en la Galería de la Industria para la vigilancia y manutención del Hombre-Montańa, aludió al Comité encargado de dirigir este servicio costoso y á su presidente Flimnap. Pero ahora no le llamó pedante, sino digno profesor y notable sabio, que merecía ser empleado en servicios más útiles á la patria.

Después abrió una cartera llena de papeles. Allí tenía almacenados todos los datos estadísticos sobre el costo de la alimentación del gigante. Leerlos equivalía á apoyar al gobierno, que solicitaba precisamente la destrucción del coloso por razones económicas. Pero el tribuno no estaba dispuesto á renunciar al regocijo que su lectura provocaría en el público; era duro para él privarse de un gran éxito de hilaridad, y empezó á dar á conocer los citados datos, confiando en sus habilidades oratorias, que le permitirían emplear después esta misma lectura como un arma contra los gobernantes.

Los senadores y el público lanzaron grandes carcajadas mientras él iba detallando su estadística alimenticia. El Hombre-Montańa devoraba cuatro bueyes cada día, dos por la mańana y dos por la noche, además de enormes cantidades de aves, pescados y frutas.

–Con una de sus comidas á mediodía—comentaba Gurdilo—podría mantenerse la guarnición entera de nuestra capital; con una de sus cenas habría bastante para la alimentación de toda la escuadra del Sol Naciente. Y el gobierno, que ha dispuesto este despilfarro monstruoso, nos pide ahora, de repente, la muerte de su antiguo protegido. żQué secreto hay en el fondo de tal petición?… Todavía estaría derrochando el dinero del país para sostener al gigantesco intruso, si éste, por su bestialidad nativa y su ignorancia, no hubiese molestado inconscientemente á ciertos personajes, especialmente á uno que es el consejero secreto del gobierno y el verdadero autor de los errores que comete.

Aquí Gurdilo se lanzó rencorosamente contra Momaren, describiéndolo sin dar su nombre, relatando sus desgracias domésticas, su lucha con Popito, su odio contra el gigante, por creerle cómplice de Ra-Ra. Hasta los senadores más amigos del Padre de los Maestros rieron francamente cuando el senador fué relatando, con una cómica exageración, todo lo ocurrido en la tertulia literaria. La imagen de los dos poetas cayendo envueltos por el salivazo del gigante provocó risas tan enormes, que el orador se vió obligado á una larga pausa. Fueron muchos los que empezaron á ver en aquel coloso, tenido por estúpido, una bestia chusca, graciosa por sus brusquedades y merecedora de cierta piedad.

Gurdilo terminó declarando que él no podía admitir la petición del gobierno, y rogó al Senado que votase contra ella. Admitirla equivalía á servir una venganza particular. Podía haberse aceptado esta resolución en el primer momento de la llegada del Hombre-Montańa, cuando el Estado no había hecho aún ningún gasto; pero resultaba incongruente matarlo ahora, después de haber costado al país tan enormes sumas.

Una parte de la asamblea aceptó la opinión de Gurdilo; pero esta vez el orador no consiguió apoderarse de la voluntad de todos los senadores, y varios amigos de los altos seńores del Consejo se levantaron á contestarle.

Después de una larga discusión, la asamblea quedó dividida en dos grupos: unos, con Gurdilo, pedían que no se matase al Hombre-Montańa, pues esto representaba el derroche inútil de las sumas empleadas en su manutención; otros defendían al gobierno, demostrando que tan enormes gastos eran la prueba mejor de la necesidad de suprimir al costoso intruso para realizar economías.

Flimnap tembló en su asiento. Gurdilo iba á perder la victoria que se imaginaba haber alcanzado con su discurso. Como los defensores del gobierno hablaban de economías, la opinión se iba hacia ellos.

Vió que Gurdilo conversaba en voz baja con un viejo senador de palabra balbuciente y aspecto caduco, el cual daba fin muchas veces á las discusiones más intrincadas con una solución de sentido vulgar, conocida de todos, pero que todos habían olvidado.

El anciano, después de oir al tribuno, se levantó para formular una proposición que podía satisfacer á los dos bandos. Era oportuno no matar al gigante, para que así no quedasen perdidas las grandes sumas que había costado su manutención, y era conveniente también que en adelante no comiera á costa del Estado, consiguiéndose de tal modo la economía que buscaban los amigos del gobierno. Para esto, lo más sencillo era obligar al Hombre-Montańa á que viviese lo mismo que los hombres esclavos, que ganaban su subsistencia trabajando como máquinas de fuerza.

–Ese gigante puede emplear sus brazos en las obras de ampliación de nuestro puerto. Su enorme estatura y su vigor le permitirán colocar grandes rocas en los fondos submarinos más aprisa que lo hacen nuestros buzos y nuestras máquinas. De este modo su manutención puede resultarnos gratuita, y Ąquién sabe si hasta representará un buen negocio para el Estado!… Ese animal enorme, bajo una dirección severa y convencido de que no comerá si no trabaja, puede dar un rendimiento mayor de lo que creemos.

La proposición fué admitida acto seguido por los senadores que gustaban de las soluciones de carácter utilitario. El público la encontró también acertada. Los pigmeos se sentían halagados al pensar que iban á infligir una existencia de crueldades y privaciones á aquel gigante capaz de aplastarlos entre sus dedos. Esto resultaba más útil y más divertido que darle muerte.

En vano los amigos del gobierno intentaron una última resistencia, alegando que el Hombre-Montańa se resistirá á trabajar.

–Le obligaremos—dijo ferozmente un senador—. Si no trabaja no comerá.

Además, nuestras máquinas voladoras y nuestros buques le harán obedecer.

Esta contestación enérgica fué acogida con grandes aplausos, y después de ella cesó toda resistencia. Gillespie se libró de la muerte, pero fué condenado á trabajo perpetuo.

Gurdilo, medianamente satisfecho de su triunfo, miró á las tribunas, descubriendo al doctor Flimnap. Éste bajó á un salón donde le esperaba el célebre senador.

–No he podido hacer más—dijo—; pero en fin, algo es haberle salvado la vida…. Afortunadamente, el gobierno no será eterno, y el día que yo le suceda me acordaré de mejorar la suerte del pobre gigante.

Flimnap se hallaba en una situación igual á la del senador. Sentía contento porque el amado gentleman no iba á morir, pero se aterraba al imaginarse su nueva existencia.

No intentó en el resto de la tarde ni durante la noche subir á la colina donde estaba el prisionero; pero fué en busca de los periodistas que le perseguían días antes con sus elogios y ahora le trataban con cierta protección compasiva, como si viesen en él otra vez á un pobre profesor algo maniático. Estos sujetos podían darle noticias del Hombre-Montańa.

Por ellos supo que una comisión de médicos había sido enviada para que curasen al gigante las heridas de las manos y los pies producidas por los cables metálicos. Ya estaba más tranquilo y parecía resignado á su nueva situación. Las máquinas voladoras continuaban teniéndolo sujeto al extremo de sus hilos, obligándole con crueles tirones á obedecer las órdenes del jefe de la escuadrilla. El interior de su antigua vivienda estaba ahora ocupado por las tropas. El coloso permanecía á la intemperie día y noche, pues así sus guardianes aéreos podían hacerle sentir más pronto sus mandatos.

Un antiguo discípulo de Flimnap, que hablaba incorrectamente y con balbuceos el idioma del gigante, era ahora su traductor. El gobierno había prescindido del bondadoso universitario, considerándolo poco seguro.

Según los periodistas, el Hombre-Montańa sería conducido al puerto en la mańana siguiente para que empezase sus trabajos.

Así fué. El desconsolado profesor le vió trabajando en la orilla del mar, lo mismo que un esclavo. Ya no llevaba su traje nuevo, igual al que usaban las mujeres antes de la Verdadera Revolución. Iba medio desnudo, como los atletas embrutecidos que servían de máquinas de fuerza. Sólo conservaba las antiguas prendas de su ropa interior.

Le vió metido en el agua azul hasta la cintura, inclinándose para colocar dos pesados sillares que llevaba en ambas manos. Estas masas enormes las movía con tanta soltura como un nińo maneja un guijarro. Después de tomarlas en la orilla con las puntas de sus dedos, avanzaba mar adentro, yendo á colocarlas en el extremo de un malecón que se estaba construyendo para el resguardo del puerto hacía muchos ańos. Esta obra colosal había sufrido grandes retrasos á causa de las dificultades que ofrecía; pero ahora, gracias á Gillespie, sus directores esperaban terminarla con rapidez.

Flimnap tuvo que mantenerse lejos de su amigo, pues un cordón de soldados cerraba el paso á los curiosos. Los grupos reunidos á espaldas de la tropa comentaban con asombro la rapidez del trabajo del gigante. En dos horas había hecho lo que antes costaba varias semanas. El malecón crecía por momentos. Todos alababan el acuerdo del Senado. Pero el profesor sintió deseos de llorar al ver á su amado en esta situación envilecedora.

Sobre su cabeza flotaban continuamente unas cuantas máquinas aéreas llevando colgantes sus cables, flácidos y muertos en apariencia. Al menor intento de rebeldía estos hilos amenazadores podían animarse y retorcerse, haciendo presa en el coloso. Por las inmediaciones de la escollera iban y venían en incesante navegación dos buques de la escuadra, interponiéndose entre el prisionero y el mar libre.

El profesor tuvo que retirarse sin poder hablar á su antiguo protegido. Únicamente por los periodistas tuvo noticias de su nueva existencia. Dormía sobre la arena de la playa, sin una manta que le sirviera de lecho, sin una lona que le defendiese del rocío de la noche. ĄCómo debía acordarse el pobre gentleman de su cama mullida, allá en la Galería de la Industria, que el presidente de su Comité hacía preparar todas las noches con tanta minuciosidad!…

La comida del coloso daba motivo á nuevas lágrimas del profesor. Varios desalmados de los que pululan en los puertos eran los que preparaban su alimento, en una de las grandes calderas traídas de su antigua vivienda. Esta gente inquietante y zafia reemplazaba á la selecta servidumbre que había trabajado para él en la cumbre de la colina.

Lo alimentaban con arreglo á su trabajo. Cada piedra se la pagaban echando un pescado más en la caldera; pero como los cocineros vivían de la misma alimentación del gigante, ésta experimentaba considerables mermas. Gillespie, acostumbrado á las abundancias de su primer alojamiento, debía sufrir hambre.

–ĄNo poder hacer yo nada por él!—murmuraba el profesor desesperadamente.

Los representantes de la autoridad no le dejaban aproximarse al gentleman; pero aunque le permitieran atender á su alimentación, żqué podía hacer un catedrático de tan escasa fortuna como era la suya? Los dos bueyes que necesitaba para un solo plato costaban una cantidad igual á la que recibía él por dos meses de cátedra; tres almuerzos del Hombre-Montańa acabarían con todos sus ahorros…. Y convencido de que no podía remediar su hambre, se entregó á la desesperación.

Gillespie, en realidad, era menos digno de lástima que lo imaginaba el profesor. Convencido de que su triste situación no tenía remedio, se había sumido en ella con una calma fatalista. El embrutecimiento del continuo trabajo borraba todos sus conatos de rebeldía.

Después de haber sido arrastrado y maltratado por las máquinas voladoras, ya no despreciaba á los pigmeos y tenía por menos vil la esclavitud á que le habían sometido.

Como sólo le daban á comer parcamente, con arreglo á su trabajo, se esforzaba por que cada día su labor resultase más grande. Era imposible todo intento de fuga, pues ni por un momento cesaba la vigilancia en torno de él. Al llegar á la punta de la escollera donde colocaba sus rocas podía ver todo el puerto de la capital. El bote que le había traído estaba en mitad de él, como un navío de dimensiones inverosímiles, rodeado de las unidades de la escuadra del Sol Naciente. Unos cuantos pasos en el agua le bastaban para llegar á su antigua embarcación, y un día sintió la curiosidad de verla de cerca. Representaba un consuelo en medio de su esclavitud tocar con sus manos este bote, que le hacía recordar el mundo de sus semejantes.

Pero apenas intentó avanzar hacia el interior del puerto, uno de los buques de guerra que le vigilaban forzó sus máquinas para cortarle el paso, colocándose ante él. La tripulación de pigmeos braceaba sobre la cubierta, gritándole para que volviese atrás, y como tardase en obedecer, una gran flecha disparada por el buque pasó cerca de su nariz á guisa de amenazadora advertencia.

Otro día, aburrido de la monotonía de sus continuos viajes entre la orilla de la playa y la punta de la escollera, el Hombre Montańa quiso permitirse una ligera diversión. Sentía el deseo de nadar un poco en aguas más profundas, pues el mar sólo le llegaba á la cintura en sus idas y venidas. Y después de acarrear cuatro piedras en vez de dos, se echó de espaldas en el agua, nadando mar adentro.