Loe raamatut: «El paraiso de las mujeres», lehekülg 16

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Ra-Ra no podía prolongar mucho esta entrevista. Temía que los que acompańaban al gigante se hubiesen fijado en su llegada. Pensó también en las precauciones que debía tomar para que no le sorprendiesen durante su regreso. Un destacamento de soldados estaba acampado en la playa, cerca del puerto, para impedir que los curiosos se aproximasen al gigante.

Como veía próximo el momento de la victoria, se mostraba más prudente que antes, evitando incurrir en sus antiguas audacias. Si le descubrían y apresaban á última hora, podía quedar frustrado el levantamiento de los hombres en la capital, dejando sin respuesta las sublevaciones de las demás ciudades.

–Va usted á ver grandes cosas—siguió diciendo—, ĄQuién sabe si será esta misma noche cuando nos sublevemos contra la tiranía femenil y vendremos á libertarle!… Y si no esta noche, será en breve plazo.

Se fué Ra-Ra, y el gigante, después de comer, quedó tendido en la arena, como todas las noches. No quiso dormir, manteniéndose en una fingida tranquilidad, con los ojos entornados y vigilando las idas y venidas de algunos pigmeos que aún no se habían acostado. Al fin el silencio del sueńo se fué extendiendo sobre la playa, y Gillespie, convencido de que no intentarían aquella noche nada contra él, acabó por entregarse al descanso.

Al día siguiente, cuando llevaba piedras al extremo de la escollera, vió á un hombrecillo en una pequeńa barca, que fingía pescar y se colocaba siempre cerca de su paso, sin asustarse de los remolinos que abrían en las aguas las piernas gigantescas al cortarlas ruidosamente. La insistencia del pescador acabó por atraer la atención de Gillespie. Miró verticalmente la barquita del pigmeo, que se mantenía junto á una de sus pantorrillas, y reconoció á Ra-Ra. Este, puesto de pie y con las dos manos en torno de su boca formando bocina, se limitó á gritar:

–Va á ser esta noche; lo sé con certeza…. Y ahora continúe su trabajo. No me hable.

Efectivamente, la voz del gigante, sonando como un trueno desde lo alto, hubiese llamado la atención de todos sus guardianes y hasta de las tripulaciones de los buques de guerra que evolucionaban en plena mar vigilándole.

Continuó el gigante su viaje con una roca en cada mano, y el pescador, recobrando sus remos, se alejó hacia el puerto.

Apenas hubo cerrado la noche, se fué dando cuenta Gillespie, por ciertos preparativos, de que el aviso de Ra-Ra era cierto. Vió cómo los atletas bigotudos y malencarados se echaban á la espalda sus mochilas, despidiéndose de sus compańeros. Esto último lo presintió únicamente por sus gestos; pero así era en realidad. El grupo de valentones se volvía á Blefuscú, anunciando su partida en la primera máquina voladora que saliese al amanecer para su país. Los que se quedaban no podían ocultar su satisfacción al verse libres de unos matones que tanto abusaban de ellos.

Gillespie consideró este viaje repentino, preparado con ostentación, como una certeza de que el golpe contra él sería aquella misma noche.

Se tendió en la playa, como siempre, colocándose á poca distancia de la hoguera, que empezaba á disminuir sus llamas. Poco á poco se fueron retirando sus acompańantes para dormir detrás de las dunas ó al abrigo de los cańares. Transcurrieron largas horas de silencio. La obscuridad era cortada de tarde en tarde por los rayos de colores que llegaban de las máquinas aéreas. Pero en la presente noche estas iluminaciones resultaban menos numerosas, como si alguien hubiese influido para que sus guardianes le vigilasen menos. En los largos períodos de obscuridad, las palpitaciones de la hoguera poblaban la noche de repentinos fulgores de incendio, seguidos de largas y profundas tinieblas.

Permanecía el gigante en voluntaria inmovilidad, con los ojos entornados y lanzando una respiración ruidosa. De pronto creyó oir un ligerísimo susurro semejante al de unos insectos arrastrándose sobre la arena.

–Ya están aquí—dijo mentalmente.

La camiseta que cubría su pecho se agitó con un leve tirón. Era uno de los asaltantes, el más ágil de todos, que se había agarrado al tejido, encaramándose por él hasta llegar á lo más alto de su tórax. Desde allí arrojó una cuerda á los que esperaban abajo, y uno tras otro fueron subiendo cinco hombres, con grandes precauciones, procurando evitar un roce demasiado fuerte al deslizarse por la curva del pecho gigantesco.

El Hombre-Montańa seguía respirando ruidosamente, y sus ojos apenas entreabiertos podían ver lo que ocurría alrededor de él, aunque de un modo vago. Distinguió cómo se movían sobre la arena obscura de la playa algunos animales todavía más obscuros. Sin duda eran compańeros de los asesinos, que se quedaban abajo para dar la seńal en caso de peligro.

Los seis hombres que estaban sobre su pecho tiraron de la cuerda con un esfuerzo regular y prudente para evitar que él despertase. Sintió que lo que subían no era un ser animado, sino algo largo y de una rigidez metálica.

–La barra de acero que desean clavarme en el corazón—pensó el gigante.

No se equivocaba. A través de sus párpados entornados vió cómo el grupo de hombres iba desatando la barra mortífera, poniéndola en posición horizontal. Su tamańo era doble que la estatura de ellos.

Sonó abajo un leve silbido, y volvieron á echar la cuerda. El hombre que subía ahora carecía de agilidad, hundiendo pesadamente sus pies entre las costillas del gigante, como si temiera caerse.

Gillespie no alcanzaba á verle bien, pero sospechó que era una mujer. Esta mujer, tendiéndose sobre su pecho, se fué arrastrando con el oído pegado á la piel, sirviéndole de guía el ruidoso bombeo de la sangre á través del enorme corazón.

Al fin el director femenino se irguió, seńalando con un dedo á sus pies, como si dijese: ŤAquíť.

Inmediatamente acudieron los seis bandoleros con su barra. Mientras unos la mantenían verticalmente, otros se frotaban las manos y escupían en ellas, preparándose para el gran esfuerzo común.

Cuando todos estuvieron listos, la mujer levantó un brazo para dar la seńal, y los seis elevaron al mismo tiempo el gran hierro de punta aguda. Sólo esperaban la voz de su jefe para dejarlo caer; pero antes de que esto ocurriese, una catástrofe los anonadó, como si se hubiesen desatado sobre ellos todas las fuerzas crueles y ciegas de la Naturaleza, como si las montańas que cerraban el horizonte se hubieran desplomado sobre sus cabezas formando una cascada de tierra y de piedras, como si el mar hubiera abandonado su lecho levantando una ola única para barrerlos.

El gigante había movido un brazo para colocarlo al nivel de su cuello, y á continuación hizo con él un rudo movimiento á lo largo del pecho, que anonadó y se llevó rodando cuanto pudo encontrar.

Los seis hombres, con su barra, así como la misteriosa mujer que los dirigía, salieron disparados por el aire.

Y no fué esto lo peor para ellos, pues el Hombre-Montańa se levantó á continuación, de un salto, y empezó á dar patadas en el suelo, persiguiendo á las figurillas negras, que huían aterradas en todas direcciones lanzando chillidos. Cada puntapié dado por el gigante levantaba nubes de arena, y en ellas se veía flotar siempre algún pigmeo, los brazos y las piernas abiertos lo mismo que las ranas, unas veces con la cabeza arriba, otras con la cabeza abajo.

La cólera del coloso no encontró á los pocos momentos enemigos que perseguir. Todos habían huído. Los inmediatos cańaverales se estremecían agitados por la carrera medrosa de los hombrecillos. Gillespie iba á tenderse otra vez en la arena, convencido de que nadie osaría ya atacarle, cuando sintió que algo se agitaba debajo de uno de sus pies.

Era una cosa blanda que se retorcía lanzando ahogados chillidos, aprisionada por la arena y el arco de puente que formaban sus zapatos entre la planta y el tacón. Se inclinó hasta tocar el suelo y, levantando el pie, extrajo aquella cosa animada de su dolorosa esclavitud.

Vió que eran dos hombrecillos sobre los que había puesto su pie sin saberlo. Milagrosamente se habían librado de morir aplastados al incrustarse entre la arena y el arco del zapato.

Daban gemidos como si hubiesen sufrido graves lesiones interiores, pero el susto era en ellos tal vez más grande que las heridas.

Gillespie, que había tomado estos dos animalejos entre sus dedos, los subió á su rostro, colocándoselos entre ambos ojos. Pero la obscuridad no le permitió reconocerlos. Únicamente pudo ver que eran mujeres.

Uno de estos pigmeos debía ser el que había seguido los latidos de su corazón para marcar á los asesinos el emplazamiento más favorable para el golpe.

Pensó si serían Golbasto y Momaren, vanidosos personajes implacables en su venganza y directores de su asesinato, como creía Ra-Ra. Lamentaba que las máquinas aéreas no le enviasen un rayo de luz para poder reconocerlos.

Su primer impulso fué oprimirlos entre sus dedos, aplastándolos como insectos dańinos. Pero le faltó la voluntad para darles este género de muerte….

Como deseaba al mismo tiempo desembarazarse de ellos, se dirigió á la orilla del mar y, echando atrás su brazo para que el impulso fuese más grande, los arrojó en el vacío.

Lo mismo que dos piedras atravesaron la obscuridad, perdiéndose sus lamentos en el sonoro chapoteo de su caída.

XIV
Lo que hizo el Gentleman-Montańa para que Popito no llorase más

Al día siguiente los periódicos lanzaron en sus ediciones de la tarde la noticia de un suceso que interesó mucho al público.

Golbasto, el gran poeta nacional, había sido encontrado por unos pescadores, poco antes de la salida del sol, tendido en la playa sobre la línea divisoria del agua y la arena. Lo habían conducido moribundo á su vivienda, pero á la hora en que aparecieron dichas ediciones los médicos mostraban esperanzas de salvarle la vida.

Cada uno comentó la noticia según la repulsión ó la simpatía que le inspiraba el poeta. Los hubo que hablaron de un exceso de inspiración que, haciéndole olvidar la realidad, le había impulsado á arrojarse al agua. Otros, más malignos, suponían un suicidio por decepciones amorosas.

Muchos pretendieron establecer una relación entre esta noticia, anunciada con grandes rótulos de plana entera, y otra más humilde, sin grandes títulos, que había que buscar en la última página de los diarios, haciendo saber que el Padre de los Maestros estaba en cama gravemente enfermo.

Como un vago rumor empezó á circular la murmuración de que también á Momaren lo habían llevado á su casa, en las primeras horas de la mańana, unos hombres que lo encontraron cerca del puerto. Pero como se trataba de un personaje oficial, fué imposible conocer la verdad. Nadie pudo encontrar á los empleados universitarios que habían cometido la indiscreción de contar la llegada de Momaren conducido en brazos por unos marineros. Al contrario, todos declaraban que esta noticia era absurda, pues el jefe de la Universidad estaba en cama desde tres días antes.

Pero esto no evitó que la murmuración siguiese haciendo su camino, y los noveleros empezaron á afirmar que la misteriosa enfermedad del poeta era igual á la del Padre de los Maestros, teniendo ambas el mismo origen. El senador Gurdilo, ansioso de venganza, insinuó á los periodistas que Momaren y Golbasto se habían batido de noche en la playa por alguna rivalidad amorosa, pues los dos, á pesar de su exterior solemne, eran unos hipócritas de perversas costumbres y tal vez se disputaban el monopolio de algún esclavo atlético.

El vecindario de la capital se acostó pensando en estas dos enfermedades misteriosas, con la esperanza de que al despertar conocería detalles más interesantes sobre la existencia privada de tan célebres personajes. Ninguno de los dos había podido hablar hasta el presente. Al poeta se lo prohibían los módicos hasta que recobrase su perdido vigor. Momaren, aislado en su palacio, no era accesible á las averiguaciones de los periodistas…. Pero al día siguiente todo este misterio iba á desvanecerse, como ocurre en los grandes sucesos que interesan al público.

Sin embargo, al despertar ocho horas después los habitantes de la ciudad, ni uno solo se acordó del poeta célebre ni del Padre de los Maestros. Un suceso inaudito llenaba las páginas de los periódicos, y tal era su novedad, que paralizó la vida corriente, aglomerando á todos los habitantes en las plazas y calles céntricas. Un temblor de tierra, la erupción de un nuevo volcán, un gran naufragio ó una catástrofe aérea no hubiesen acaparado tanto la atención. Lo que ocurría era aún más extraordinario.

Después de tantos ańos de paz, cuando nadie se acordaba de la existencia de las antiguas guerras, acababa de surgir una guerra.

En Balmuff, uno de los Estados más lejanos y pobres, se habían sublevado el día anterior todos los hombres contra el gobierno de la Confederación, dirigidos por algunos jóvenes excéntricos de los que figuraban en el partido masculista. Su primer acto había sido constituir un gobierno provisional, todo de varones, que redactó un manifiesto dirigido al pueblo. En él se decretaba para siempre la abolición de la supremacía de las mujeres, declarando que éstas debían ser por el momento inferiores al hombre, y tal vez más adelante, cuando hubiesen perdido su presente orgullo, se accedería á que fuesen sus iguales.

La noticia de tal sublevación, así como el manifiesto de sus jefes, hizo reir mucho al público femenino. Algunos caricaturistas habían improvisado á última hora dibujos para los periódicos, representando las tropas revolucionarias compuestas de hombres todos con faldas y con velos, llevando además lanzas y espadas. Las esposas masculinas de los individuos del gobierno y de sus altos empleados, así como las pertenecientes á las familias ricas de la capital, eran las que más se indignaban contra esta sublevación de sus compańeros de sexo.

–El hombre—decían—debe permanecer quieto en su casa, ocupándose de los hijos y de la fortuna conyugal. Eso de gobernar es oficio de las mujeres. żAdonde iríamos á parar si nosotros, con nuestra inexperiencia, nos metiésemos á dirigir las cosas públicas?…

Y los que pedían más crueles castigos para la revolución de los hombres eran los hombres. En cambio, había mujeres que permanecían en silencio, como si temiesen hacer pública su opinión sobre este suceso. Pero se notaba en su mutismo algo que hacía recordar la doctrina de Popito acerca de la armonía entre los dos sexos.

Se sucedían con rapidez las noticias de Balmuff. Las transmisiones aéreas hacían vibrar el espacio incesantemente, y cada media hora descendía una máquina voladora sobre el palacio del gobierno, viniendo de los últimos confines del mundo conocido.

Los curiosos ya no reían de la grotesca revolución de los hombres. Lanzaban los periódicos edición tras edición para contar la historia de este suceso, el más inaudito é inesperado desde que las mujeres constituyeron los Estados Unidos de la Felicidad. Los insurgentes de Balmuff se habían lanzado con piedras y palos sobre la Universidad de su capital, apoderándose de ella sin más esfuerzo que repartir unos cuantos garrotazos entre los profesores femeninos y otros empleados de igual sexo que dependían del lejano y omnipotente Momaren. Luego se habían esparcido por el Museo Histórico, apoderándose de los fusiles y cańones que figuraban en sus salas. Precisamente el gobierno de la Confederación, para satisfacer sin gasto alguno la vanidad de las mujeres patriotas de este Estado remoto, había enviado, poco después del triunfo femenil, enormes cantidades del antiguo material de guerra de los hombres, para que con esta ferretería inútil adornasen su palacio universitario.

El jefe militar de Balmuff era una amazona membruda y de labios bigotudos, desterrada de la capital á causa de sus costumbres demasiado libres. Este guerrero rió al saber que la canalla masculina—que hacía sus delicias en secreto—se armaba con los artefactos inútiles del pasado, y se limitó á ir en su busca con unas cuantas máquinas expeledoras de rayos negros. De este modo no necesitaría que sus amazonas persiguiesen á los insurrectos á flechazos. Ellos mismos iban á matarse, pues los rayos prodigiosos harían estallar entre sus manos las máquinas anticuadas que acababan de adquirir ilegalmente.

Pero al dirigir contra los revolucionarios los rayos negros, siempre poderosos, quedó absorto viendo su ineficacia. De los grupos rebeldes no surgió ninguna explosión. Además, estos grupos eran casi invisibles, pues en torno de ellos se notaba la existencia de una neblina gris, un halo denso, que los envolvía y los acompańaba como una armadura aérea. En cambio, de la masa insurrecta surgió de pronto el trac-trac de las ametralladoras, semejante al ruido de las antiguas máquinas de coser, el largo y ruidoso desgarrón de las descargas de fusilería, el puńetazo seco y continuo de los cańones de tiro rápido, y en unos segundos quedaron en el suelo la mayor parte de las tropas del gobierno, huyendo las restantes con un pánico irresistible.

Las gentes de la capital, al leer esto, se miraban aterradas, no encontrando en su atolondramiento palabras capaces de expresar su asombro. Los más locuaces sólo sabían decir:

–żSerá posible?… żSerá posible todo eso?

La actitud del gobierno les hacía ver que era posible eso y aun algo más, que no decían los periódicos, pero que las gentes se comunicaban en voz baja.

Ya no era Balmuff el único país ganado por la revolución. Los hombres de otras regiones inmediatas se habían sublevado igualmente, y parecían contar con el mismo invento de la coraza vaporosa repeledora de los rayos negros. Todos ellos se pertrechaban á estilo antiguo en los museos, venciendo instantáneamente con sus armas de repetición á las tropas gubernamentales. Indudablemente algún hombre dedicado á la ciencia había hecho en favor de los de su sexo un invento semejante al de aquella sabia mujer venerada en el templo de los rayos negros.

Ahora las máquinas voladoras que iban llegando al palacio del gobierno procedían de los más diversos extremos de la República. En casi todas las provincias acababan de sublevarse los hombres. En unas habían vencido, en otras habían fracasado, porque las autoridades supieron guardar y defender á tiempo los depósitos de armamento antiguo.

Poco antes de cerrar la noche, los altos seńores del gobierno, de acuerdo con las instituciones parlamentarias, declararon en estado de guerra á toda la República. Al mismo tiempo decretaron la movilización de las mujeres menores de cuarenta ańos, para que tomasen las armas, y el alistamiento voluntario de los hombres que quisieran trabajar en los servicios auxiliares y en los hospitales.

En el Senado, el público lloró de emoción escuchando á Gurdilo el más desinteresado y sublime de sus discursos. Todo lo olvidaba ante la inminencia del peligro común. Besó y abrazó á los seńores del Consejo Ejecutivo, odiados por él hasta un día antes. Ya no resultaban oportunos los rencores políticos; todos eran mujeres y tenían el deber de morir defendiendo el orden social, puesto en peligro por las utopías anárquicas de unos cuantos varones ambiciosos ó locos, olvidados de las virtudes, respetos y jerarquías que forman la base de un país sólidamente constituído.

El gran orador fué breve y luminoso en su arenga, repleta de consejos para los gobernantes. Ya que un nuevo invento masculino hacía inútiles por el momento los salvadores rayos negros, las mujeres sabrían valerse igualmente del antiguo material de guerra de los hombres olvidado en las universidades. También sabrían inventar y fabricar nuevas armas más poderosas, apelando á la colaboración de las mujeres científicas y de las que dirigían la industria.

ĄAntes la guerra, una guerra larga y sangrienta como las de Eulame, que verse vencidas y esclavizadas por el hombre, lo mismo que en otros siglos!

La muchedumbre aglomerada ante el palacio rugió de entusiasmo al ver en un balcón al siempre descontento tribuno sonriendo á los seńores del gobierno y abrazándose con ellos.

Bajo el resplandor sonrosado de las iluminaciones nocturnas desfilaron todas las tropas de la capital. El entusiasmo femenino estalló en gritos estridentes al ver pasar los batallones de muchachas arrogantes acompańadas por el centelleo de sus espadas, de sus casquetes y de sus uniformes cubiertos de escamas metálicas. żCómo los hombres, groseros y cortos de inteligencia, iban á poder resistir el empuje de estas amazonas robustas, esbeltas y de ligero paso?… Después, las hembras más rabiosas rectificaban sus opiniones para aplaudir igualmente al sexo enemigo.

No todos los hombres eran dignos de abominación. Los jinetes de la policía, aquellos barbudos de la cimitarra, tan odiados por el pueblo, desfilaban igualmente. Todos habían pedido que los enviasen á combatir á los insurrectos. Y detrás de ellos pasaron miles y miles de voluntarios que acababan de alistarse: atletas semidesnudos, máquinas de trabajo que habían vivido hasta entonces en una pasividad estúpida y parecían despertar á una nueva existencia con la aparición de la guerra. Las mujeres los admiraban ahora como si fuesen unos seres completamente diferentes de los siervos que habían conocido horas antes.

–ĄViva el gobierno! ĄViva la Verdadera Revolución! ĄVivan las mujeres!—gritaban al pasar entre el gentío.

Y sus gritos los lanzaban de buena fe, sin ninguna ironía. Lo importante para ellos era hacer la guerra, no parándose en averiguar contra quién la hacían. Marchaban á combatir á los hombres porque estaban en la capital; de haberse encontrado en Balmuff, hubiesen ido á combatir á las mujeres, profiriendo gritos radicalmente contrarios con el mismo entusiasmo y la misma voluntad de ser héroes.

El Hombre-Montańa adivinó desde las primeras horas del día que algo extraordinario estaba ocurriendo en la Ciudad-Paraíso de las Mujeres. Los constructores de la escollera le ordenaron, valiéndose de gestos, que suspendiese el trabajo de acarrear grandes piedras. Los obreros que las acoplaban se habían marchado, y el universitario que traducía las órdenes no apareció en todo el día.

Los buques de guerra que navegaban siguiendo la costa para impedir que el gigante se lanzase mar adentro se metieron en el puerto ó se alejaron á toda máquina, perdiéndose en la línea del horizonte, como si se les acabase de ordenar un rápido viaje. Los aparatos aéreos emprendieron el vuelo, desapareciendo igualmente, y sólo quedó uno flotando en el espacio, con el pico vuelto hacia la ciudad, pues á sus tripulantes parecía interesarles más lo que pasaba en ella que la vigilancia del Hombre-Montańa.

También había disminuído considerablemente el número de los esclavos encargados de su cuidado y vigilancia. Sólo quedaban los más viejos, y fué para él una fortuna que hubiesen traído al amanecer la diaria provisión de pescado. Gracias á esto, los servidores pudieron preparar el caldero, y Gillespie, al cerrar la noche, encontró algo que comer, á pesar del abandono que notaba en torno á su persona.

Pasó una gran parte de la noche de pie, mirando hacia la ciudad. Su estatura le permitía abarcar con los ojos la mayoría de sus barrios. El halo rojo de la iluminación duró hasta altas horas de la noche. Llegaba á sus oídos el vocerío de la inmensa muchedumbre, sus aclamaciones entusiásticas, las canciones patrióticas entonadas á coro y el estruendo enardecedor de las músicas militares. Al mismo tiempo surcaban el espacio, como si fuesen cometas de distintos colores, los ojos de las máquinas voladoras con sus largas colas de luz. Abajo, en la obscuridad del mar, se deslizaban igualmente otras estrellas con todos los fulgores del iris. Por el aire y por el agua, un movimiento continuo y extraordinario iba llevándose fuera de la capital miles y miles de seres.

Sus servidores le gritaban de vez en cuando una palabra en el idioma del país, que él no podía entender. Le dió, sin embargo, dos significados semejantes, y estaba casi seguro de no equivocarse. Aquellos hombres querían decir Ťguerrať ó Ťrevoluciónť.

Indudablemente había surgido el movimiento insurreccional que venía preparando Ra-Ra. żQué sería de Popito?…

Acabó por acostarse en la arena para dormir el resto de la noche, diciéndose que al día siguiente tendría noticias más exactas de lo ocurrido. No le iban á dejar olvidado en aquella playa. Fuesen los vencedores unos ú otros, se acordarían de él para tributarle honores casi divinos, como lo prometía Ra-Ra, ó para obligarle á trabajar y darle mal de comer, como venía haciéndolo el gobierno de las mujeres.

Al despertar en la mańana siguiente, se vió completamente solo. Todos sus acompańantes habían huído. Esta soledad inquietó al Hombre-Montańa. Nadie iba á traerle el pescado para el diario alimento, ni el agua necesaria, ni la leńa para hacerle hervir el caldero. Lo único que le tranquilizó, dándole la seguridad de no morir de hambre, fué ver que no quedaba nadie en torno de él capaz de cortarle el paso.

El destacamento de soldados que vivaqueaba antes entre el puerto y la playa había desaparecido. Sobre su cabeza no vió una sola máquina voladora ni sus ojos encontraron ningún buque enfrente de él. Salían de la ciudad verdaderas nubes de aviones, algunos de ellos enormes hasta el punto de poder transportar varios centenares de pasajeros. Pero todos se alejaban en dirección opuesta, y lo mismo hacían las escuadras de buques que abandonaban el puerto.

Llevaba una hora de pie, mirando hacia la ciudad, espiando las amplias avenidas que alcanzaba á ver entre los aleros, y en las cuales hormigueaba un público continuamente renovado, cuando sintió con insistencia un cosquilleo en uno de sus tobillos. Al volver sus ojos hacia el suelo, vió erguido en la arena, sobre las puntas de sus botas para hacerse más visible y moviendo los brazos, á un pigmeo, mejor dicho, á un soldado, con casco de aletas y espada al cinto, el cual daba gritos para llamar su atención. Un poco más allá vió también una máquina rodante en figura de tigre, que había traído sin duda á este guerrero, y era guiada por otro de la misma clase, aunque de aspecto más modesto.

El gigante se sentó en la arena lentamente, para no dańar con el movimiento de su cuerpo al enviado del gobierno. Porque Gillespie sólo podía imaginar que fuese un emisario del Consejo Ejecutivo este oficial que brillaba al sol como si fuese todo él vestido de vidrio y además llegaba montado en un vehículo automóvil de aspecto tan fiero.

Puso sobre la arena una de sus manos, y el militar montó en la palma con cierta torpeza, que hizo sonreir al coloso. Para ser una mujer de guerra, estaba demasiado gruesa y tenía los pies inseguros. Fué subiendo la mano poco á poco para que el emisario no sufriese rudos balanceos, y al tenerla junto á sus ojos lanzó una exclamación de sorpresa.

–ĄProfesor Flimnap!

La traductora saludó quitándose el casquete alado, mientras apoyaba su mano izquierda en la empuńadura de su espada.

Iba vestida con un traje de escamas metálicas muy ajustado á sus formas exuberantes, y pareció satisfecha del asombro del gentleman, viendo en él un homenaje á su nueva categoría y al embellecimiento que le proporcionaba el uniforme. Con una concisión verdaderamente guerrera, dió cuenta á Gillespie de todo lo ocurrido.

El gobierno acababa de decretar la movilización contra los hombres insurrectos, y ella, aunque por su carácter universitario estaba libre del servicio de las armas, había sido de las primeras en ofrecerse para pelear por la buena causa. Consideraba esto un deber ineludible, por ser nieta de una de las heroínas de la Verdadera Revolución. Pero Gurdilo, su ilustre amigo, que mandaba ahora tanto como los altos seńores del gobierno, se había negado á permitir que un profesor de sus méritos fuese simple soldado y lo había nombrado capitán, aunque en realidad no mandaba tropa alguna.

Su obligación militar iba á consistir en permanecer jauto al gobierno escribiendo la crónica de la guerra y revisando las proclamas dirigidas al país, por si era posible agregarles nuevos toques de retórica.

–Venceremos, gentleman—dijo con entusiasmo—. Desde anoche están saliendo tropas para los Estados donde se han sublevado los hombres. Ya le he dicho que éstos disponen de una invención, de una especie de nube que los pone á cubierto de los rayos negros; pero aunque esto parezca de gran importancia á ciertos varones ilusos, influirá poco en el resultado final. Si ellos pueden valerse, gracias á su descubrimiento, de las armas antiguas que inventaron los hombres, nosotros también podemos hacer uso de ellas, y las guardamos en mayores cantidades. Esta mańana hemos extraído de los archivos de la Universidad Central una estadística de todos los depósitos que existen en las otras universidades y se hallan en poder del gobierno. Por cierto que esto me ha permitido adquirir noticias sobre el Padre de los Maestros, que está enfermo de gravedad, lo que originó ayer muchos comentarios.

Y con serena indiferencia, como si hablase de algo ocurrido muchos ańos antes, relató á Gillespie la misteriosa aparición del poeta Golbasto tendido en la arena de la playa y medio ahogado, así como la dolencia extrańa de Momaren y las murmuraciones de los que afirmaban que á la misma hora lo habían llevado inánime á su palacio unos desconocidos.

Parpadeó el gigante oyendo estas noticias, pero sin pronunciar una palabra de comentario. No hubiera podido tampoco decirla aunque tal fuese su voluntad, porque el profesor siguió su relato de la sublevación de los hombres.

–Los derrotaremos, gentleman. Hay que someter á esa canalla que pretende resucitar las vergüenzas y los crímenes de otros siglos. Lo que ellos quieren es que volvamos á la guerra y al militarismo.

Y al decir esto se irguió, acariciándose con una mano las melenas mientras apoyaba la otra en la empuńadura de su espada, cuya hoja se extendía horizontalmente más allá de sus exuberancias dorsales.

–Yo siento expresarme así—continuó—porque usted es un hombre. Pero hay hombres de distintas clases. Hubiese usted sentido orgullo anoche y esta mańana al ver cómo desfilaban miles y miles de varones que han abrazado nuestra causa y desean morir en defensa del beneficioso régimen organizado por las mujeres.