Henri Bergson

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El tiempo no es ni una dimensión ni un atributo, entre otros, del ser humano, ni una propiedad partitiva de este ser; el tiempo no es un determinado modo de ser del ser, pues el ser, en este caso, podría concebirse, con razón, como sustancia intemporal fuera de toda modalidad cronológica. Bergson ya no distingue una forma que llenarían secundariamente, es decir, accidentalmente, contenidos temporales... Todas estas abstracciones dan vida de nuevo al prejuicio órfico, platónico, eternitario de una pérdida de las alas y de una caída calamitosa en la temporalidad: pues si la temporalidad es un castigo, por eso mismo es epigénesis y contingencia. A su vez, este prejuicio tiene como origen la superstición “fijista” y sustancialista del sistema de referencia: al igual que el sustancialismo se representa un sustrato neutro e incalificado, antes de toda manera de ser circunstancial, así el transformismo especioso se representa la evolución como si se destacara sobre un fondo de inmutabilidad: un tipo inmutable, que cambiara solamente de pelaje, de plumaje o de disfraz, es decir, que modificara sus modalidades por “metamorfosis”, ejecutaría algunas pequeñas variaciones peliculares sobre el tema de la especie. Modificación, transformación, transfiguración no son para este mutacionismo sino un paseo de forma en forma, o un pasaje de figura en figura. Y, en cuanto a la alteración, se le define por relación al Mismo: el tiempo es, pues, el carácter secundario de un ser que primero es, y luego deviene u opera, pues el Ser preexiste respecto del Acto. El evolucionismo, que reconstituye la evolución con fragmentos de lo evolucionado, trata el cambio como un arreglo superficial de elementos antiguos, es decir, como una perífrasis de la inmutabilidad: en pocas palabras, es el arte de hacer con lo viejo lo nuevo... se toma a los mismos y se comienza de nuevo. Ahora bien, el hombre no es solamente “temporal”, en el sentido de que la temporalidad sería el adjetivo calificativo de su sustancia: es el hombre mismo el que es el tiempo mismo, nada más que el tiempo, que es la ipseidad del tiempo. A los cambios aparentes, Bergson opone la idea metempírica de una “transubstanciación”, de un devenir central que transporta a todo el ser a otro ser y contradice el principio de identidad. A los metabolismos partitivos, la Évolution créatrice opondrá el prodigio de la mutación radical; al pseudo-historicismo evolucionista, el cambio revolucionario; al prejuicio estático de una temporalidad pelicular, la segunda conferencia de Oxford sobre la Perception du changement opone la idea paradójica y casi violenta de un “devenir óntico”: idea contradictoria, que nos impone la inversión de todos nuestros hábitos y la reformación de nuestra lógica y una profunda reforma interior. La inversión de las relaciones entre el tiempo y la eternidad ¿no supone ya una “conversión”? El cambio sin sujeto-que-cambia, de que nos habla este relativismo radical, es semejante a las cualidades sin sustrato del impresionismo percepcionista. El tiempo es consubstancial a todo el espesor del ser o, mejor dicho, es la única esencia de un ser cuya esencia toda es cambiar. Es pues el ser por entero, hasta su raíz y hasta su ipseidad, el que se ve arrastrado en el movimiento del devenir. En otras palabras: el ser no tiene otra manera de ser que el devenir, es decir, precisamente, de ser no siendo de ser un ya-no o un todavía-no. La libertad, como el tiempo, es la sustancia misma del ser humano. Para el indeterminismo dogmático, la libertad designa un carácter parcial de este ser, que es, por ejemplo, la ciudadela inconquistable en la que se atrinchera una voluntad a la defensiva: la libertad no es una excepción negativa en la trama del determinismo, es una positividad creadora; no modifica el arreglo de las partes, sino que libera a la materia por una decisión revolucionaria. El hombre es todo libertad, como es todo “deviniente”; es una libertad bípeda, que va, que viene, que habla y que respira. Esto es lo que nos queda por demostrar.

El acto libre

En ninguna parte el ídolo de la explicación127 ha hecho surgir más aporías insolubles que en las cuestiones relativas a la libertad. Pues en ninguna parte, sin duda, la preocupación por explicar revela mejor su verdadera naturaleza y su alcance retrospectivo. La explicación nunca es, precisamente, contemporánea de las cosas por explicar: pone en lugar de la historia empírica de los acontecimientos la historia inteligible de los fenómenos y debe esperar a que aquella sea completamente contada antes de reconstituir esta última; lo que opone el relato a la explicación es que, en un relato, el biógrafo o el narrador son siempre, por convención, contemporáneos de la crónica novelesca que se desenvuelve, mientras que en una “explicación” el moralista o el historiador son ficticiamente posteriores a la crónica desenvuelta. Por tanto, la explicación no es sólo la abolición del tiempo, como Emile Meyerson se ha consagrado a demostrar. El acto mismo de explicar supone abolido el tiempo, desenvuelta la crónica. ¿Qué es esto sino el libre arbitrio deformado por la óptica de la retrospectividad? ¿Y qué es esto sino la libertad durante la acción libre?

1. El espiritualismo tradicional nos ha legado del acto voluntario una fórmula por completo libresca, cuya crítica ha sido hecha repetidas veces, y especialmente por Ch. Blondel:128 así, sin duda, se le ve en los libros. Quizá el examen de una caricatura de volición arrojará una luz indirecta sobre la libertad del querer auténtico. Los manuales, como es sabido, distinguen en la volición cuatro momentos sucesivos que llaman concepción, deliberación, decisión y ejecución. ¿Es preciso mostrar cuán absurdo y arbitrario es semejante tabicación introducida entre operaciones que, de antemano, se suponen incomunicables y sustancialmente distintas? Sobre todo, en la raíz de esta volición-modelo reconocemos el prejuicio venal que todo el bergsonismo combate: el espíritu espera a que el acto libre haya desenvuelto todos sus episodios mentales, en vez de captar en vivo la inmanencia concreta. De tal modo nos damos un esqueleto de voluntad que corresponde quizá al homunculus ideal de la psicología wolfiana, pero no al individuo real, que quiere y obra. En efecto,129 el sustancialismo vulgar quiere a toda costa que la deliberación preceda y prepare a la resolución, como la resolución precede, por ejemplo, a la ejecución; y esto porque “lógicamente” se debe vacilar antes de decidirse, porque el acto debe ser posible antes de ser real, porque la volición debe asemejarse a una fabricación en el transcurso de la cual el acto se construye a pedazos, al pasar gradualmente de la existencia virtual o deliberada a la existencia actual o resuelta. Pero una experiencia verdaderamente contemporánea de la acción demuestra, por el contrario, que se delibera después de haber resuelto y no antes de resolver. Esto parece absurdo, pero la mismísima inutilidad de una deliberación tan “póstuma” da testimonio del desinterés de la inteligencia especulativa que, para satisfacer sus gustos de mecánica, logicizaría de buen grado toda nuestra vida: se diría que a fuerza de buscar por doquier el orden de fabricación, el orden de técnica, el orden “útil”, su inercia constitucional la ha llevado a reconstituirlo inclusive cuando es demasiado tarde. En efecto, ocurre como si el momento de las vacilaciones no fuese, en cierta manera, sino una comedia inconsciente que nos haríamos a nosotros mismos para estar a bien con la inteligencia y para legitimar retrospectivamente una decisión que, en el fondo, se había detenido mucho antes en nuestro espíritu. La decisión es, de tal manera, preformada las más de las veces en la deliberación, a la que gobierna desde dentro, en vez de proceder después de un veredicto abstracto y, de hecho, un examen severo de conciencia nos muestra que la voluntad originariamente ha decidido, sin responder porque a los por qué: los motivos ideológicos son inventados para las necesidades de la causa, y confundimos a nuestra conducta real con un escenario ideal que reglamos después de la acción; en cierta manera, nos complacemos en imaginar la manera en que las cosas debieron ocurrir para ser “razonables”: pues el vicio de estos ordenamientos retrospectivos es precisamente que no tienen sentido más que en el futuro anterior130 y nunca conforme al verdadero futuro. El futuro en sentido riguroso es aquello de lo que no podemos prejuzgar nada, puesto que es absolutamente “después”. Ahora bien, lo propio del futuro anterior es ser el porvenir tornado psicológicamente pasado, rebasado ficticiamente por la imaginación, anticipado y, por consiguiente, negado como futuro. La explicación se adelanta, de tal modo, a la acción por explicar y le dicta, en cierta manera, la lección. No se trata de ser veraz, verdadero, sino simplemente de estar en regla131 ante la gramática de la vida y de disfrazar la lógica negra, la vergonzosa lógica de nuestros actos con las nobles razones de una lógica oficial, reglada por el intelecto-piloto.

Es la ilusión de retroactividad la que rige esta inversión de la cronología real: la etiología, tal como debería ser, tal como se cree que es, sustituye a la etiología tal cual es; una causalidad no menos gloriosa que convencional, la causalidad por la idea rectora, la causalidad por la razón hegemónica y por el espíritu inmaculado, restablece en nosotros el orden del niño modelo. La decisión inmotivada, decidida pasionalmente, es decir, sin razón, ¿era la madre de las justificaciones póstumas? Las justificaciones se las han hecho pagar: estas progenituras tardías, operando a reculadas, pretenden ser ahora la causa razonable de la decisión, de la conversión o de la preferencia. El cálido orden de la espontaneidad cede ante el orden recalentado del artificio. Nuestra vida entera, abrumada de reconstituciones parásitas, desaparece bajo este amontonamiento de lógica; la significación profunda y central de la libertad se nos vuelve impenetrable, terminamos por vivir una segunda vida, una vida retrospectiva, rezagada perpetuamente respecto de la vida realmente vivida; la vida que deberíamos haber vivido para servir de modelo a los demás, o simplemente para poder referir nuestras acciones a un determinado tipo convencional que no figura más que en los libros. Quien siente necesidad de abandonar un partido, señala Nietzsche,132 se cree obligado primero a refutarlo. La ilusión social y moral a la que Max Scheller ha consagrado en sus ldole der Selbsterkenntnis un análisis tan penetrante,133 no es sino un caso particular de esta falsa perspectiva. Porque no se trata solamente de asignar a nuestras acciones, después de ejecutadas, motivos honorables para embellecerlas a los ojos de la opinión pública, sino que se trata de una primitivísima necesidad de lógica: lo que hay de único, de personal, de verdaderamente irracional e inconfesable en nuestras opciones nos trastorna y nos espanta; preferimos pedir a las clasificaciones tranquilizadoras de los manuales y a las rúbricas de la moral común esas satisfacciones escolares que nos ahorrarán el trabajo de instalarnos en el centro mismo de nuestra voluntad. Y no es que no sospechemos lo que sería esta voluntad libre si aceptáramos verdaderamente ser contemporáneos, pues a veces lo sabemos de sobra; pero la fuente central de nuestras acciones nos da un poco de miedo y, por lo demás, ¡es tan descansado apoyarse en la muleta de las fórmulas! Después de ejecutado el acto, encuentra uno el tiempo y el con qué justificarse ante la lógica, y se apresura uno a escamotear la verdad sinceramente entrevista bajo el frágil amontonamiento de las “buenas razones”. Luego olvida uno esta causa verdadera y la justificación retrospectiva adquiere definitivamente el privilegio de haber engendrado el acto decisivo. Todos nos parecemos, más o menos, a ese mal litigante que llegaba siempre tarde, unas veces porque había dormido más de la cuenta, otras porque había perdido el tren y otras más porque había olvidado su reloj, y el cual, en definitiva, llegaba siempre tarde porque la causa del retardo estaba en él, en su estilo de existencia y en su constitución espiritual;134 la pluralidad de sus pretextos no hacía sino dibujar los contornos del destino central que engendraba, con los retardos, las malas razones invocadas para expulsar los retardos. Las filosofías intuicionistas y emocionalistas, que por lo general prestan más atención que las demás a la fuente central de las acciones, han denunciado siempre más claramente el aspecto endomingado, artificial, anacrónico de las superestructuras justificativas. Pascal, al defender los derechos del corazón, atribuye al señor de Roannez el propósito siguiente: “Las razones me llegan después, pero en primer lugar, la cosa me agrada o me choca sin que sepa yo la razón; y, sin embargo, esto me choca por esa razón que yo no descubro, sino después”, y añade: “Pero creo no que aquello chocará por estas razones que se encuentran después, sino que se encuentran estas razones porque aquello choca”.135 Y Spinoza que, sin embargo, nada tiene de antiintelectualista pero que reconoce la prioridad del Conatus, invierte también el orden de la causalidad y declara nihil nos conari velle, appetere, neque cupere, quia id bonum esse judicamus; sed contra nos propterea aliquid bonum esse judicare, quia id conamur volumus, appetimus, atque cupimus.136 Quien tiene deseo de beber alcohol descubre siempre, en el instante preciso, una orden médica que se lo prescribe. Viene al caso recordar, a este respecto, con Leon Brunschvicg, la máxima de La Rochefoucauld: “El espíritu es siempre víctima del engaño del corazón…” o del instinto; tal es, en efecto, la fuerza irradiante de ese fuego central que Pascal llama aquí el corazón, que irradia no solamente en acciones, sino en justificaciones ideológicas destinadas a legalizar estas acciones. Por tanto, los sistemas justificativos representan en la superficie del espíritu una vegetación secundaria sin autonomía propia: pues es la esencia de la “justificación”, el parecer marchar con un movimiento espontáneo y alinear en el fondo pruebas totalmente subalternas. Ahí tenemos toda la oposición entre la imparcialidad del razonamiento y el servilismo de los argumentos. El pensamiento argumentador es un pensamiento prevenido; es siempre la ancilla de algo; está siempre interesado en alguna tesis; por eso preocupa sobre todo a los apologistas y a los maestros de retórica, que se cuidan más de la lógica militante que de la especulación verdadera. La fuente inspiradora de nuestros actos, el genio verdadero de nuestra libertad no están, pues, en la elección de las teorías profesadas y de los argumentos deliberados. Casi siempre estas teorías son, en sí, indiferentes, pues la tendencia central puede encontrar en otras partes con qué legalizarse; como Federico II, que se descubre títulos auténticos a la posesión de la Silesia que codicia. Quien, por razones inconfesables, decide ahogar a su perro, descubre, como por azar, que tiene rabia. ¿No es esto la definición misma de la mala fe?

 

Al criticar de esta manera el esquema tradicional del acto voluntario, parecemos proporcionar armas al determinismo. En efecto, los hombres han creído siempre discernir en el momento de la elección, es decir, de la deliberación discursiva, la firma de la libertad; ahora bien, la deliberación se nos aparece ahora como una legalización póstuma, como la inútil formalidad que procedemos a realizar supersticiosamente ante el hecho consumado, y que no influye en la generación verdadera de los actos. Un poco a la manera de los remordimientos de esos monarcas tímidos que, haciendo de la necesidad virtud, se afanan en legitimar el golpe de Estado, inevitable, de un ministro, para parecer que imponen la dictadura que en realidad tendrán que padecer. Por así decirlo, toda la productividad de la acción se ha refugiado, al principio, en la concepción de un resultado que inspira así a nuestros gestos, como a su justificación. Por tanto, la decisión ya no se construye con motivos y con móviles137 del mismo modo que, en la intelección, el sentido no se construye con signos elementales; motivos y móviles son “nudos” psicológicos en los que se entrecruzan varias direcciones de pensamiento, cuya orientación convergente asegura nuestra voluntad; por tanto, no son más simples que los conceptos del “atomismo” psicológico, y son inclusive mucho más complicados: puesto que ¿a qué llamamos “móvil” o “motivo” sino a un contenido mental, “sentimiento, idea”, considerado como pesante, es decir, en cuanto factor ponderable en una deliberación oscilante? Nietzsche denuncia la complicidad del mito del libre arbitrio y del aislamiento atomista de los “hechos” psíquicos; el sustancialismo del lenguaje favorece, de manera muy natural, esta complicidad.138 Pero si los motivos pueden obrar por su “peso” sobre la decisión, es porque se hallan cogidos en una red de relaciones espirituales y reflejan la tensión sutil que orienta ya a nuestra vacilación por una avenida bien trazada; cada motivo da testimonio, por sí solo, de mis preferencias íntimas, como cada palabra de una frase da testimonio del sentido integral, del que no transporta morfológicamente más que una parte, y tiende a reconstituir su contexto. Un acto cuyos motivos no contuvieran el yo integral sería, como observa con razón Bazaillas,139 una parodia de volición. Toda deliberación cobra para el sentido común la forma de una alternativa cuyas dos ramas corresponderían a dos series de motivos bien distintos. Pero la alternativa es, como los motivos, un efecto de retrospección: tal puede ser quizá el liberum arbitrium abstracto del que Kierkegaard dice que es un sinsentido para el pensamiento.140 Por tanto, la ilusión de haber podido obrar de otra manera, Aliter, como hubiese dicho Leibniz, es una fabricación póstuma. Se comprende fácilmente por qué la libertad ejemplar del sentido común debe encontrarse hasta el punto en que se bifurcan las dos soluciones posibles. Sin embargo, es raro que la vida acepte estos dilemas claros y brutales, que una conciencia se deje de esta manera desdoblar entre posibilidades contrarias; para la voluntad no hay tesis que no envuelva su antítesis. Pero, ante todo, es la elección misma la que, al fijar la decisión, crea junto con ella todo el procedimiento –alternativa y motivos– que se considera que la determina. Como dice Lequier, en el bello fragmento citado por Charles Renouvier, “es mi elección la que hace mi voluntad; me agrada que me agrade”. Platón, en el Eutifrón,141 hace preguntar a Sócrates si las cosas piadosas son piadosas porque agradan a los dioses, o si agradan a los dioses porque son piadosas. En el mismo sentido, podríamos preguntar si preferimos un acto porque lo elegimos o si lo elegimos por haberlo preferido. Habría que responder, a mi juicio, por paradójica que parezca la respuesta: si el acto es un acto libre, es preferible porque es elegido. Porque el fiat decide en su favor, será necesario que la razón se ponga a legalizarlo. Pero no debemos temer nada, porque siempre lo hace. Es un efecto de retrospección. Una vez corrida la aventura de la elección, se comenzará todo un trabajo tranquilizador de inversión, puesto que asentiremos a todo, aun al determinismo más desesperado antes que admitir la prioridad de un querer arbitrario, gratuito y absoluto, en el que la circularidad de una respuesta responde a la pregunta con la pregunta, en vez de responder mediante una explicación; el amante pretende amar a la amada porque es amable, y no porque ella es ella y porque él es él: porque esto sería tanto como confesar que ama sus razones, o que no tiene que rendir cuentas… El bergsonismo no es, en verdad, una filosofía de la indiferencia, quiero afirmar de inmediato. Sin embargo, he aquí lo que hay psicológicamente legítimo en la hipótesis teológica de un dios autocrático, indiferente e insondable, superior inclusive a las verdades eternas: nada precede a la voluntad pura, matriz de las existencias y de los valores mismos; como no hay, antes del “impulso vital”, un programa trascendente que el impulso vital realizaría,142 así la voluntad anticipante no es nunca rebasada por motivos cuyo impulso recogería; o más bien, si estos motivos existen, son la voluntad entera reducida a la escala de un estado de conciencia. Pero nada es más irritante, enloquecedor, vertiginoso que la prioridad irracional de un querer. Para comenzar la acción, exigimos un principio que no sea ya la acción, a su vez, sino que sea una cosa por completo realizada. Esa intuición excepcional,143 que es la única que coincidiría con el surgimiento de nuestros actos, se vuelve entonces inútil. Antes que penetrar en el laboratorio oscuro de la libertad, preferimos indagar cómo se fabrica poco a poco la decisión con los prudentes propósitos de la deliberación.

Si nos atenemos, a toda costa, al vocabulario clásico, diremos: la libertad no está en la deliberación; por tanto, debe hallarse en alguna parte en el curso de la decisión que es su fin real, su efecto aparente. Para ser fieles al pensamiento bergsoniano, hay que distinguir de alguna manera dos ópticas de la volición. Primero: contemplada a través de la deliberación, se manifiesta como determinada, puesto que la deliberación es, en general, realmente posterior a la decisión; y esto prueba que hay una manera de poner en relieve la finalidad voluntaria que da la razón al determinismo. Cierto es que el litigante precede formalmente a la tesis que debe demostrar; pero entonces habrá que decir que, en un sentido, los efectos pueden ser anteriores a sus causas; incansablemente,144 la dialéctica bergsoniana se ha puesto a mostrar que, en este caso, que es el de la teleología, se trata todavía, psicológicamente, de causalidad, pero de una causalidad vergonzosa que, para el ojo, ha cobrado la forma de la finalidad: esto es lo que demostrará en todo el primer capítulo de la Évolution créatrice. Pascal había observado ya esta inversión y cambiado el sentido del “porqué”. Bergson, por su parte, distingue implícitamente dos tipos de causalidad que llamaremos causación-empujón y causación-atracción; en el caso del empujón, es decir, en la eficiencia de la clase común, los efectos suceden a su causa, que los produce –en la acepción propia del término– al empujarlos hacia adelante; tal es el impulso de un choque, de una causa eficiente o eferente. Pero toda la dialéctica bergsoniana consiste precisamente en mostrar que, en el fondo, el caso es el mismo por lo que respecta a la causalidad “final”, en la cual los que preceden son los efectos: puesto que, si la causa atrae hacia sí a los efectos, es porque en la duración vivida preexiste respecto de ellos; su posterioridad es una ficción que se torna posible porque nos colocamos fuera de esta duración, ante el acto consumado. Por tanto, si nuestros actos libres tuviesen en la finalidad esquemas justificativos que nos reconstituyen, habrá que decir que nuestra acción es completamente previsible. Cuando el abogado abre la boca en la audiencia, sabemos que, pase lo que pase, sostendrá la inocencia del acusado; y cuando el predicador sube al púlpito sabemos que demostrará la existencia de Dios y la felicidad prometida a los caritativos. La libertad no está allí. Segundo: Contemplado a medida que va madurando por una meditación verdaderamente contemporánea de su crecimiento, el acto libre aparece como un acto inspirado; inspirado145 (diremos a falta de un término más preciso) por el genio de mi persona, por ese foco central del que surten las acciones libres, por ese fuero íntimo, finalmente, al que podríamos llamar, con una palabra de Eckhart, la chispita. ¿Volvemos, de tal manera, a la idea de la causalidad-producción y, de nuevo, al determinismo? Pero es aquí, sobre todo, donde importa distinguir entre adivinación y anticipación: la iniciativa inspiradora, como es todo invención e improvisación, no equivale a una “tesis” despóticamente anterior al devenir de la acción. Las “tesis”, más que inspirar, desalientan; nos dan una visión tan clarividente y previsora146 del futuro que todas las posibilidades de renovación se encuentran de antemano agotadas. Pero los presentimientos son inspiradores: la intuición que les debemos es del mismo género que ese “esquema dinámico”, eferente, centrífugo, de donde procede el movimiento intelectivo; esta “entrevisión” tan contraria a toda previsión es una suerte de intención o de estado intencional muy plástico, que contiene en estado naciente y virtual lo que la elección motivada actualizará de preferencia. La vida, por tanto, se nos aparece como intermediaria147 entre la trascendencia de las causas “impulsivas” y la trascendencia de las causas finales; se halla, por así decirlo, sobre el camino que va de las unas a las otras; no en lo hecho por completo, sino en lo que se va haciendo; y es esta transitividad, este “participio presente” lo que representa el misterio y la ipseidad misma de la libertad.

 

2. He aquí, pues, localizado el libre arbitrio. La idea del esquema dinámico aplicado al acto libre –es decir, en nuestro lenguaje, la “intencionalidad” de la acción– nos indica ya por qué camino el filósofo encontrará la libertad. La intención de decidirse es por entero “deseo de acción”, ὁρμή τις του πράτ-τειν, como decía Aristóteles de la voluntad. En ella, como en las anticipaciones del esfuerzo intelectivo, el acto futuro se halla ya por entero preformado, no morfológicamente, sino dinámicamente y, por así decirlo, funcionalmente. Por eso la reconstitución del acto, a partir de sus elementos, engendra tantas aporías insolubles; los elementos nunca son constitutivos de la acción, son expresivos; la experiencia nos revela los momentos de una historia, no los fragmentos de un sistema. En este sentido, pero solamente en este sentido, puede decirse del acto libre que es previsible. La predicción de un acto voluntario depende de un presentimiento análogo a aquellos que Bergson describía a propósito del “falso reconocimiento”:148 adivino que obraré de tal o cual manera y, sin embargo, no lo sé más que obrando; soy incapaz, entregado a mis vacilaciones, de anticipar su resultado; pero preveo que reconoceré este resultado como el único posible cuando me lance a la acción. No sé, pero adivino que voy a haber sabido. Me encuentro, en resumen, en la situación ambigua “de una persona que siente que conoce lo que sabe que ignora”. El sentimiento de la libertad no es otra cosa que este saber, más esta ignorancia.149 Sentimiento complicado y singular si los hay, pues lleva en sí la amenaza de una necesidad rigurosa. Esto es lo que expresa Renouvier cuando dice que la acción “automotiva” parece siempre determinada a posteriori y libre antes del hecho.150 La necesidad de los actos, como la finalidad de la evolución, siempre es retrospectiva. En el fondo, el determinismo de un Stuart Mill no dice más que esto: una vez tomada la decisión nos parece siempre la única posible y la única natural, porque hay siempre una manera de explicársela después del acto, reconstituyendo la deliberación que la ha preparado. Antes de obrar, estoy seguro de que mi elección me sorprenderá a mí mismo; y, sin embargo, bien sé que elegiré en función de lo que soy ahora; cuando coincido, cada vez más íntimamente, con mis deseos profundos, llego inclusive a leer la palabra del desenlace; pero, desgraciadamente, es sólo el desenlace el que me podría informar con toda seguridad. Por tanto, adquiero la certidumbre cuando ya es demasiado tarde, cuando el secreto del porvenir se ha convertido en la realidad del presente. Pero entonces el determinismo ya no es una predicción, sino una comprobación. Así pues, en todo momento, mi libertad se halla en peligro de muerte: no se activa más que negándose. “La facultad que teníamos de elegir no puede leerse en la elección que se ha hecho en virtud de ella.”151 El acto consumado se vuelve contra el acto por cumplir; y las complacientes reconstituciones afluyen de todas partes para demostrarnos nuestra servidumbre.

Así se explica, en particular, la ilusión de los eleatas.152 La dialéctica le prohíbe a Aquiles alcanzar a la tortuga; y, sin embargo, es un hecho que la alcanza, e inclusive que la rebasa. Los geómetras, dice Bergson en otra parte,153 explican la curva como la reunión de una infinitud de pequeñas líneas rectas, puesto que, en el límite, la curva se confunde en cada punto con su tangente; y, no obstante, es un hecho que las líneas curvas son bien curvas, y que el ojo más experimentado no lograría romper la continuidad de su flexión. Aquiles, que se burla de la dialéctica, no avanza, como ella, poniendo una junto a otra longitudes de espacio: corre y resuelve este vano problema. Tolstoi, al meditar sobre el desenvolvimiento histórico de la humanidad,154 se expresa de la siguiente manera: la continuidad del movimiento se nos ha vuelto ininteligible a causa de los movimientos intermitentes que distinguimos en su flujo; y nos pide que calculemos la diferencial de la historia, que “integremos” los libres arbitrios innumerables e infinitesimales que dan propulsión al devenir humano. La metafísica bergsoniana irá más allá del cálculo de las fluxiones y de la matemática infinitesimal, tal como esta última había rebasado la matemática de la finitud. El movimiento –el verdadero movimiento de las cosas que se mueven, el movimiento que nos sugiere la cinemática de Rodin– es una totalidad orgánica, y si se quiere a toda costa interpretarlo “άρὸ στοιχείων”, será necesario explicar su continuidad dinámica por una infinitud real y positiva de elementos. Ahora bien, la construcción dialéctica, que emplea un número finito de átomos conceptuales, no sería capaz de dar cuenta y razón de la verdadera movilidad, tal como no es capaz de restituir la suavidad y ligereza de las melodías, la sinuosa flexibilidad de las curvas y la gracia viva de las acciones libres.155 Por tanto, no se comprende verdaderamente el movimiento y la acción sino moviéndose y actuando, puesto que sólo el acto mismo, o la función de conocimiento que lo limita –es decir, la intuición–, está hecho a la medida de lo vital. En el fondo, es lo que expresaba Aristóteles con las siguientes palabras de su Física:156 “No hay nada absurdo en que, en un tiempo infinito, se recorran infinitos”. οὐδὲν γὰρ ἄτοπον εἰ ἐν ἀπεείρῳ χρόνῳ ἄπειρα διέρχεταί τις. Por otra parte, objeta a los eleáticos, esos instantes que obtenéis mediante una división infinita del tiempo no existen en el tiempo más que en potencia y no en acto. ¿No verá Bergson, como él dice, “detenciones virtuales?” Es un acto artificial y accidental de la representación el que nos permite actualizar estas detenciones posibles; pero, de hecho, el tiempo no está compuesto de instantes, tal como no lo está el continuo de indivisibles, o el movimiento de κινήματα.157 Mientras que los puntos seccionan a la línea en acto, los instantes sólo dividen el tiempo virtualmente;158 pero nada impide a un móvil recorrer puntos virtuales en número infinito, mientras no se realiza este infinito.