Conocimiento y lenguaje

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Esto no sería especialmente interesante si no fuese porque las funciones desempeñadas en la visión por la rama dorsal son las mismas que las del área de Broca en el lenguaje y porque las funciones desempeñadas por la rama ventral en la visión se parecen a las del área de Wernicke en el lenguaje: la rama dorsal del nervio óptico y el área de Broca se ocupan de la codificación (de las relaciones espaciales y de movimiento en el primer caso, de la sintaxis en el segundo); la rama ventral y el área de Wernicke son el asiento de los procesos de descodificación (del reconocimiento de objetos en el primer caso y de la semántica en el segundo).

2.3.5 Lenguaje y actividad motora

La relación lenguaje-visión atiende al aspecto receptivo de la facultad lingüística, a su capacidad para representar el mundo. Cuando la atención se centra en la capacidad productiva, es inevitable que volvamos nuestra atención a las actividades motoras de los primates. ¿Acaso existe algún procedimiento no lingüístico de representar activamente escenas del mundo para comunicárselas a otros individuos de la misma especie? Evidentemente existe: es la pantomima. Cualquiera que se asome a la jaula de los monos en el zoo se dará cuenta de que están continuamente haciendo gestos y visajes con los que imitan acciones que son una forma de comunicación: el mono que simula comer nos está pidiendo comida. No es aventurado suponer que esta habilidad tuvo algo que ver en el origen del lenguaje: al fin y al cabo los seres humanos, cuando se encuentran en un país de lengua desconocida, intentan darse a entender por señas y la misma conversación ordinaria se acompaña constantemente de gestos. Por lo demás, visión y gestualidad son dos caras de la misma moneda, pues los gestos comunican en tanto se ven.

Tomasello (1995) y sus colegas han estudiado los gestos de los que se sirven los gorilas del zoo de San Francisco y han descrito hasta treinta gestos diferentes, cada uno con un significado. Es verdad que estos animales también emiten algunos gritos. Pero hay una diferencia fundamental: mientras que los gritos se producen con independencia de que haya otro gorila presente o no (lo cual indica que son una expresión de emociones, no un intento de establecer comunicación), los gestos se emiten siempre cuando el otro está mirando y normalmente provocan reciprocidad, esto es, son contestados por otro gesto.

Lo anterior hace plausible la hipótesis de que los gestos manuales y faciales desempeñaron algún papel en el surgimiento del lenguaje. Así lo demuestran los experimentos, aludidos arriba, en los que se enseñó lengua de signos a los chimpancés y también la propia existencia de la lengua de signos. Durante siglos ser sordo era una tragedia porque los niños que nacían privados del sentido del oído quedaban aislados de la sociedad y del lenguaje e, inevitablemente, terminaban siendo deficientes mentales. Desde que son criados y escolarizados en lengua de signos, el cambio ha sido espectacular: mientras su cerebro madura, esto es, hasta que cumplen siete años, reciben mensajes y los producen en una lengua como cualquier otra, la lengua de signos, con la única salvedad de que su canal no es vocal, sino visual. Estas lenguas de signos no difieren estructuralmente de las orales: aunque las gesticulaciones con las que se acompaña el discurso oral no suelen poder analizarse en unidades discretas, en cambio las lenguas de signos sí lo son, surgen de la asociación arbitraria entre un conjunto de queremas o posturas tipificadas (el equivalente de los fonemas) y de sentidos correlativos.

La pregunta es cómo se logró pasar del gesto a la palabra, que es un gesto vocal. McGurk y MacDonald (1976) comprobaron que cuando se graba un sonido como ga en la banda sonora de una cinta de vídeo en la que una garganta está diciendo ba, se oye la sílaba da, es decir, la articulación dental intermedia entre la velar oral y la labial visual. El así llamado efecto McGurk demuestra que el surgimiento del lenguaje oral no fue ajeno a sus orígenes gestuales. Y es que, en realidad, las articulaciones fonéticas no dejan de ser gestos realizados con el aparato fonador: hay autores que piensan que lo que sucedió es que cada gesto manual se acompañaba de un gesto vocal silencioso (como cuando estamos recitando de memoria y en silencio un discurso) y que con el tiempo el gesto vocal acabó predominando.

2.4 El lenguaje y la conciencia

2.4.1 La imitación. Las neuronas especulares

La relación entre ambos componentes de la percepción pre-lingüística, el visual pasivo y el gestual activo, no se comprendía bien hasta que hace poco Rizzolatti (1998) y el equipo de neurólogos que dirige hicieron un descubrimiento espectacular: las neuronas especulares (mirror neurons). Se trata de unas neuronas ubicadas en la zona F5 del lóbulo frontal del cerebro de los monos, las cuales se activan cuando dichos monos hacen algo (saltar, tomar un plátano, agarrar a un compañero...), pero también cuando están viendo a otro mono que lo hace.

Que una re-presentación visual pasiva tenga el mismo sustrato neuronal que una cenestesia activa sugiere que la evolución pudo conducir perfectamente a una habilidad que conjuga ambas capacidades. Dicha habilidad podría haber sido, en el ser humano, el lenguaje, el cual consta de un momento codificador activo (como hablante) y de un momento descodificador pasivo (como oyente): al fin y al cabo, aunque ambos procesos no sean del todo paralelos, saber una lengua es ser capaz de producir y de entender mensajes en dicha lengua al mismo tiempo. Esta hipótesis se refuerza considerablemente cuando se añade que la zona cerebral F5 de los monos corresponde precisamente al área de Broca (el área lingüística por excelencia) en la especie humana.

2.4.2 La memoria. El aumento de encefalización

Lo anterior constituye un prerrequisito necesario para el surgimiento del lenguaje, pero no suficiente. Esto es debido a que hablar una lengua no sólo supone ser capaz de representar verbalmente el mundo: también implica poseer una enorme memoria léxica de la que se extraen elementos con los que construimos informaciones pasadas o simplemente imaginarias. Los intentos de enseñar lengua de signos a los primates siempre han fracasado en este punto: los chimpancés son animales inteligentes que lograban aprender a decir los equivalentes signados de quiero plátano, tengo frío o dame la mano, pero que nunca lograron expresar mensajes tan sencillos y habituales para cualquier ser humano como ayer me dolía la cabeza, este verano iremos a la playa o yo haré de vaquero y tú, de indio (dicho por unos niños que se disponen a jugar). Hay varias razones que explican el fracaso de los chimpancés, pero la más obvia es que su vocabulario es muy limitado. Por esto, también, la cultura que llega a desarrollarse en los grupos de primates no deja de ser bastante rudimentaria: cualquier lengua es el depósito de la cultura que los seres humanos que la hablan han ido construyendo a lo largo del tiempo y consta de varias decenas de miles de términos léxicos que contraen relaciones complejas.

Los psicólogos suelen distinguir dos tipos de memoria, la memoria corta, que es una memoria reproductiva (como la de una grabadora), y la memoria larga, que es una memoria creativa (como una serie de archivos de ordenador vinculados a un programa): la memoria corta nos permite recordar el enunciado que acabamos de oír (hasta unas siete palabras más o menos) y reproducirlo literalmente; la memoria larga nos permite construir relatos, por ejemplo contarle a alguien lo que ocurrió ayer. Los primates que han aprendido lengua de signos, incapaces de recordar el pasado o de construir el futuro, sólo parecen tener memoria corta: es fácil comprender que las neuronas especulares son el instrumento neuronal que les permite repetir secuencias aprendidas previamente.

La aparición de la memoria larga no fue posible sin un aumento espectacular de los circuitos neuronales. En términos informáticos diríamos que el problema que debió resolver la evolución no estribaba en el programa, sino en el disco duro, el cual tuvo que incrementar su capacidad. Ya hemos visto que este salto tuvo lugar al pasar de los australopitecinos al género humano y culmina con el Homo sapiens cuyo cerebro tiene el triple de volumen –y presumiblemente de capacidad de almacenamiento de información– que el de los primates. Lo que activó el crecimiento del cerebro no fue, sin embargo, la necesidad de almacenar informaciones sobre el mundo exterior, pues la gran cantidad de conocimientos que atesora un ciudadano moderno es relativamente reciente: los seres humanos de cualquier aldea medieval o de un poblado neolítico sabían muchas menos cosas que nosotros, pero su cerebro era prácticamente como el nuestro. Lo que catalizó el desarrollo de la capacidad mnemotécnica, y con ella el desarrollo del volumen del cerebro, fue el incremento de las informaciones relativas a los demás miembros del grupo.

Aiello y Dunbar (1993) han establecido una correlación entre el tamaño del grupo social de primates y el del cerebro. Aplicando esta misma fórmula a los seres humanos, resulta que el tamaño de nuestro cerebro corresponde a un grupo de unos ciento cincuenta individuos. Es evidente que un humano adulto se relaciona con más personas (en torno a trescientas o cuatrocientas) y en ciertas profesiones (profesores, políticos, periodistas) con muchísimas más. ¿Qué ocurrió? Según estos autores, la cohesión del grupo de primates viene asegurada por el acicalamiento mutuo (grooming), en particular por el espulgado, el cual les suele llevar un 30 % del tiempo que están despiertos. Pero esto tiene un límite: en cuanto el grupo empieza a crecer, tendrían que estar siempre acicalándose sin hacer nada más. Aquí intervendría el lenguaje: al desarrollarse una capacidad de memoria (memoria larga) y una forma de relación, la charla o cotilleo (gossip), que requieren menos tiempo porque se dirigen a muchos a la vez, el grupo puede crecer sin tasa, como en efecto ocurrió en los humanos. Sólo cuando el incremento de los conocimientos alcanzó nuevamente un límite insoportable tuvieron que venir en ayuda de la humanidad sucesivas revoluciones tecnológicas: la de la escritura, la de la imprenta y, ahora, la digital.

 

2.4.3 La intencionalidad

Con todo, para que haya lenguaje no basta ni con la capacidad de codificar o descodificar indistintamente ni con la de almacenar una gran cantidad de información. Los ordenadores hacen ambas cosas con notable perfección y no por ello llegan a reemplazar a los hablantes, a pesar de que en muchos otros trabajos (calcular, jugar al ajedrez, componer música, etc.) sustituyen con ventaja al ser humano medio. Durante décadas el desarrollo espectacular de la inteligencia artificial (IA) hizo concebir esperanzas en este sentido. Hoy, pese a las profecías de ciertos informáticos, empezamos a ser conscientes de que dicho empeño es imposible; por ejemplo, Steels (1999) ha intentado programar robots (los AIBO) como si fuesen niños que están aprendiendo una lengua y ha alcanzado resultados notables en el procesamiento de textos descriptivos y argumentativos, pero no en la conversación de cada día.

La razón de estos fracasos es que a la conversión de las neuronas especulares en neuronas lingüísticas y al desarrollo de una gran capacidad mnemotécnica hay que añadir un tercer factor: la intencionalidad. Los seres humanos tienen un comportamiento intencional, los animales no: el lenguaje, que distingue a unos de otros, es la manifestación más palpable de la intencionalidad. Lo que ya no está tan claro es cuál puede ser el sustento neuronal de la intencionalidad.

Sperry (1982) realizó numerosos experimentos de desconexión de ambos hemisferios e hizo una propuesta interesante al observar que lo que caracteriza al cerebro humano, frente al de todos los demás animales, es su asimetría neocortical. Mientras que las funciones motoras y sensoriales (que compartimos con los animales) se presentan duplicadas, las funciones superiores de la especie humana o se ubican en el hemisferio izquierdo o lo hacen en el hemisferio derecho, pero no


El resultado de esta diferencia entre hemisferios es la especialización: cada hemisferio se ocupa de funciones cognitivas que al otro se le dan mal y que encuentra desagradable realizar, a no ser que una lesión obligue a reordenar las funciones, lo que, dada la plasticidad del cerebro, muchas veces es posible. Como se puede ver, las dominantes perceptivas propias del simio (la visual y la gestual) están en el hemisferio derecho. Cuando el cerebro de los homínidos desarrolló unos correlatos asimétricos de las mismas en el otro hemisferio (lenguaje, música, cálculo), surgió un animal dotado de intencionalidad, tal vez porque pudo captar la realidad de más de una manera, lo cual constituye el primer paso para programar un mundo que todavía no existe, que en esto consiste el pensamiento intencional.

2.5 Fases del desarrollo del lenguaje

Lo que sabemos del desarrollo del lenguaje es forzosamente hipotético, pues las lenguas, antes de la invención de la escritura, no dejan huellas fósiles. Aun así, podemos aventurar que existieron al menos tres fases: la del protolenguaje, la fase simbólica y la fase combinatoria.

2.5.1 La fase prelingüística

Bickerton (1990) hizo hace algunos años un descubrimiento muy interesante cuando observó que el habla de los niños menores de dos años, las prácticas comunicativas de los chimpancés a los que se ha enseñado lengua de signos, los pidgins (modalidades rudimentarias que surgen cuando dos comunidades de lengua distinta entran en contacto) y la lengua aprendida tardíamente por los llamados niños lobo tienen la misma estructura. Todas estas protolenguas constan de expresiones de dos o tres palabras, sin morfología (es decir, sin flexiones) ni sintaxis (sin palabras funcionales, como artículos o preposiciones, y sin un orden estable):


(Genie fue una niña californiana que estuvo encerrada desde que nació en una habitación sin hablar hasta que los servicios sociales la rescataron cuando tenía doce años: entonces empezaron a enseñarle el inglés, pero nunca lo dominó más allá de las muestras de arriba; el rusonorsk es un pidgin desarrollado entre marineros rusos y escandinavos en el mar del Norte).

Bickerton supone que esta fase, que llama protolenguaje, la poseemos esclerotizada en nuestro cerebro y es el recuerdo morfogenético de etapas anteriores de la evolución. Por eso se manifiesta en los chimpancés que aprenden lengua de signos (como huella filogenética) y en los primeros años de la vida del niño o en los niños lobos adultos que interrumpieron su proceso de maduración cerebral (como huella ontogenética). Menos razonable resulta su pretensión de que el protolenguaje reaparece cuando estamos emocionalmente excitados, en el habla entrecortada de los borrachos o de los coléricos, porque realmente estas personas no hablan así (usan la gramática completa, aunque les suelen faltar las palabras).

2.5.2 La fase simbólica

La fase siguiente ya es exclusiva del ser humano y consiste en el empleo de símbolos. Se suele pensar que un símbolo es simplemente una forma (fonética o gestual) que evoca un contenido, algo así como el signo saussureano. Sin embargo, Deacon (1997) puso de manifiesto que esto no es así, pues en este caso los primates de los experimentos con lengua de signos usarían símbolos y tendrían lenguaje. La simbolización no sólo implica que el significante evoca un significado arbitrario, sino también que los significados se relacionan entre sí creando una red de asociaciones en las que el sentido se está recreando constantemente: es lo que F. de Saussure llamó el valor.

En otras palabras, que primero se dio el icono (en muchos animales inferiores la visión de un predador evoca el predador), luego el índice (una señal sugiere un sentido diferente de ella: las huellas de un animal nos llevan a seguirle la pista y así lo entienden los animales superiores como los perros cazadores) y finalmente el símbolo (exclusivo de la especie humana):


Figura 9

2.5.3 La fase combinatoria

La última fase es la de surgimiento de la sintaxis. No está claro cómo se produjo. Los gramáticos han llamado repetidamente la atención sobre el hecho de que la sintaxis de las lenguas naturales es disfuncional, es decir, que presenta una serie de características formales que no se justifican adaptativamente por su adecuación al entorno: orden de palabras caprichoso, estructura jerárquica, reglas de movimiento, proformas y huecos estructurales vacios, etc.

Últimamente se ha intentado explicar dicha fase combinatoria a partir del concepto de emergencia, que es una noción operativa de la teoría de la complejidad. Esta teoría matemática da cuenta de la aparición (emergencia) de nuevos niveles estructurales cuando el nivel anterior llega a un grado de complejidad excesivo en las relaciones de los elementos. Por ejemplo, las termitas que construyen un termitero lo hacen sin plan ni arquitecto y, sin embargo, llegan a construir nidos verdaderamente asombrosos desde el punto de vista arquitectónico. Lo que sucede es que cada insecto deposita su carga siguiendo la huella química (feromona) del insecto que le precedió, con lo que a la postre se privilegian ciertos espacios (en los que se acumulan los materiales de construcción) en detrimento de otros.

Los neurólogos han descubierto que el objeto más complejo que existe es precisamente el cerebro humano y que la acumulación de miles de millones de neuronas y de sinapsis neuronales en un espacio reducido forzosamente ha de dar lugar a estructuras combinatorias emergentes. La sintaxis de las lenguas parece haber sido una de ellas, según propuso Chomsky (1995) y ha desarrollado Berwick (1998) en términos de teoría de la complejidad.

2.5.4 Los fósiles del lenguaje

Estas tres etapas, la prelingüística, la simbólica y la combinatoria, se habrían sucedido, supuestamente, en el origen del lenguaje. Por desgracia, la única que podemos registrar en el niño es la primera, el protolenguaje: las otras dos aparecen conjuntamente a partir de los dos años, y aun puede decirse que, mientras las estructuras sintácticas básicas se dominan ya a los diez o doce años, no dejamos de incorporar (y de perder) términos léxicos a lo largo de toda nuestra vida.

No hay, pues, fósiles lingüísticos que den cuenta, durante el desarrollo verbal del niño, de estas etapas. Lo que sí se ha hecho es proponer restos lingüísticos que, presumiblemente, quedarían fosilizados en el código como recuerdo de etapas anteriores. Jackendoff (2002) ha propuesto tres que se darían sucesivamente: las interjecciones, los adverbios y las estructuras predicativas. La primera sugerencia es razonable, ya que las interjecciones responden a leyes fonológicas distintas de las habituales (secuencias como /pst/ o /brrm/ son imposibles en español) y probablemente remiten al segundo cerebro del que hablábamos arriba (el protomamífero), que es el asiento de las emociones, de donde nace la interjección. En cambio, resulta muy improbable que la fase fósil siguiente la representen los adverbios, como quiere Jackendoff, pues su significado es muy abstracto (probablemente, tal vez, en mi opinión) y refleja un estadio cultural avanzado. Más verosímil es que las estructuras predicativas correspondan a un estadio fósil, dado que se trata de esquemas de acción o proceso que reflejan la estructura del mundo, aunque hay que decir que las distintas lenguas tienen esquemas actanciales no siempre coincidentes para representar la misma situación exterior (piénsese en las oraciones nominativas frente a las ergativas, por ejemplo).

2.6 Fundamentos genéticos del lenguaje

2.6.1 ¿Existen los genes del lenguaje?

Cualquiera que sea la razón, endógena o exógena, que dio lugar al lenguaje en la especie humana, lo que resulta evidente es que somos el único animal que lo posee y, por tanto, que nuestros genes están implicados en ello. Por supuesto, este es el punto de vista de los que sostienen que la facultad del lenguaje es innata y que existe un módulo lingüístico específico determinado genéticamente. Pero también desde el punto de vista contrario se llega a esta conclusión. Porque, aun suponiendo que el niño adquiere la lengua enteramente con el concurso de su inteligencia general, habrá que admitir que dicha inteligencia, propiciada igualmente por instrucciones del genoma, lo diferencia de los animales –como es obvio–, pero también diferencia esta capacidad de otras consideradas fruto de la inteligencia. Todos los seres humanos aprendemos nuestra lengua materna con la misma facilidad y más o menos con parecida perfección, pero no aprendemos igual a hacer ecuaciones, a mantener relaciones sociales o a bailar. Quiere decirse que, aun suponiendo que el lenguaje remonta a la inteligencia general, es necesario entroncarlo con una parte especialísima de la misma: la que se ocupa del lenguaje y sólo de él.

2.6.2 Alteraciones genéticas del lenguaje

Una prueba de que el lenguaje guarda relación con los genes es que últimamente se han descubierto alteraciones de la capacidad lingüística debidas a mutaciones genéticas. El caso más famoso es el de una familia inglesa, la familia KE, en la que una alteración del gen FOXP2, que está en la rama corta del cromosoma 7, acarrea una serie de desórdenes lingüísticos conocidos como trastorno específico de lenguaje. Así, Gopnik (1991) observó que más o menos la mitad de los miembros de la familia tenían problemas con las reglas gramaticales: por ejemplo, aprendían y retenían el plural de palabras familiares de uso frecuente, pero no disponían de una regla general para formar el plural de las palabras nuevas. La razón, según esta investigadora, es que había mutado el alelo de un gen autosómico (no sexual) y dominante: todo lo que había sucedido es que una Guanina había sido reemplazada por una Adenina (!). Luego se detectó este trastorno en otras familias de otras lenguas, así como otras enfermedades implicadas igualmente en el lenguaje (el síndrome de Tourette, por ejemplo).

 

2.6.3 Código genético y código lingüístico

Con todo, no se debe exagerar la importancia de este y de parecidos descubrimientos. Utilizando un símil, diremos que los estados de ánimo dependen en alto grado del nivel de dopamina en sangre y que éste está condicionado genéticamente. Pero, aunque todos sabemos que hay personas que son alegres por naturaleza y otras que son más tristonas, esto no quiere decir que los seres humanos no podamos controlar nuestra alegría o nuestra tristeza. Al contrario: precisamente porque seguimos las leyes de la libertad y no sólo las de la necesidad, la grandeza de la condición humana estriba en que siempre se ha rebelado contra el imperio de la naturaleza, aunque con suerte variable.

Por eso en los últimos años se ha ensayado un camino diferente. Lo abrió hace más de un cuarto de siglo Jakobson (1971) cuando nota que existen coincidencias verdaderamente sorprendentes entre el código genético y el código lingüístico:

Los descubrimientos espectaculares realizados estos últimos años en el terreno de la genética molecular son presentados por los investigadores mismos en términos tomados de la lingüística y de la teoría de la información... Cada palabra comprende tres subunidades de codificación llamadas «bases nucleotídicas» o «letras» del «alfabeto» que constituyen el código. Este alfabeto comprende cuatro letras diferentes «utilizadas para enunciar el mensaje genético». El «diccionario» del código genético comprende 64 palabras distintas que, teniendo en cuenta sus elementos constitutivos, se denominan «tripletes», pues cada uno de ellos forma una secuencia de tres letras; sesenta y uno de estos tripletes tienen una significación propia y los otros tres no se utilizan aparentemente más que para señalar el final de un mensaje genético... Por consiguiente, podemos afirmar que, de todos los sistemas transmisores de información, el código genético y el código verbal son los únicos que están fundados en el empleo de elementos discretos que, en sí mismos, están desprovistos de sentido, pero que sirven para constituir las unidades significativas mínimas, es decir, entidades dotadas de una significación que les es propia en el código en cuestión... El paso de las unidades léxicas a las unidades sintácticas de grados diferentes corresponde al paso de los codones a los «cistrones» y «operones», y los biólogos han establecido el paralelo entre estos dos últimos grados de secuencia genética y las construcciones sintácticas ascendentes, y las constricciones impuestas a la distribución de los codones en el interior de estas construcciones han sido llamadas «sintaxis de la cadena de ADN». La lingüística y las ciencias emparentadas con ella tratan principalmente del circuito del discurso y de las formas análogas de intercomunicación, es decir, de los papeles alternantes del destinatario y del receptor que da una respuesta, ya sea manifiesta, ya sea por lo menos muda, a su interlocutor. En cuanto al tratamiento de la información genética se dice que es irreversible: «el mecanismo de la célula no puede traducir más que en un solo sentido». Sin embargo, los circuitos reguladores descubiertos por los genetistas –la represión y la retroinhibición– parecen presentar una ligera analogía en el plan molecular con lo que es el diálogo para el lenguaje.

Las palabras de Jakobson despertaron un cúmulo de expectativas que el tiempo no ha confirmado. Tal vez ello sea debido a que el punto de partida de la homología «código lingüístico-código genético» estaba equivocado. Los primeros biólogos moleculares hablaban, en efecto, de un «alfabeto» de cuatro «letras» que daba lugar a sesenta y cuatro «palabras» de tres letras cada una. Este código presentaba doble articulación, según nota Jakobson: cada palabra consta de un sonido (sus tres letras integrantes) y un sentido (el aminoácido al que remite), pero, a su vez, el sonido es descomponible en cada una de las letras, que son ácidos nucleicos.

La magia de los vocablos es peligrosa y puede llevar demasiado lejos. A menudo se olvida que no sólo proponemos analogías injustificadas los lingüistas cuando tomamos metafóricamente las leyes de la naturaleza y construimos toda una metodología supuestamente científica a base de transplantarlas al dominio del lenguaje. El error de los neogramáticos también se ha dado en sentido contrario, también ha habido científicos naturales que han adoptado metáforas lingüísticas mal planteadas y peor resueltas: tal vez el caso de la Biología molecular sea paradigmático. ¿En qué sentido podemos considerar los cuatro ácidos nucleicos (Adenina, Timina-Uracilo, Citosina, Guanina) como «letras» y sus cadenas de tres ácidos nucleicos como «palabras»?

Por lo pronto, adviértase que la justificación que dan los biólogos es bastante pobre: como con cuatro ácidos nucleicos sólo son posibles 16 palabras de dos letras (42), es necesario utilizar tripletes, lo que permite 64 combinaciones (43) para un código degenerado de sólo 20 aminoácidos; ello da lugar al conocido inventario de aminoácidos, altamente redundante: UUU, UUC (Fenilalanina), UCU, UCC, UCA, AGU, AGC, UCG (Serina), CAU, CAC (Histidina). Este código presenta alguna analogía con las palabras de las lenguas naturales. Así, el orden de las letras es pertinente, de forma que CAU es Histidina y UAC es Tirosina, como sal no significa lo mismo que las, por ejemplo. Pero las diferencias son mucho más importantes que las semejanzas. Lo primero que llama la atención es la tremenda redundancia de estas supuestas palabras. Parece evidente que para denominar a veinte aminoácidos, eran suficientes las dieciséis palabras posibles de dos letras más las cuatro posibles de una sola letra. El hecho de que tengamos sesenta y cuatro resulta un desperdicio incomprensible. Los biólogos tratan las seis denominaciones de la serina, por ejemplo, como homónimos contextuales. Sin embargo, nada demuestra que así sea: las intervenciones practicadas por la ingeniería genética no piden que un aminoácido sea evocado por una determinada secuencia de letras, sino por alguna de las que le corresponden sin más. De otra parte, tampoco se entiende la limitación a tres letras: podríamos haber tenido aminoácidos asociados a cadenas de cuatro o cinco letras también. Las lenguas naturales desaprovechan muchas más secuencias de las que llegan a realizar efectivamente: en español existen rosa, raso, roas, aros y oras, pero hasta ahora no hay palabras como *saro, *sora, *orsa, *arso, aparte de otras secuencias ajenas a las leyes fonológicas de esta lengua como *aors, *rsoa, etc.

Más cuestionable todavía resulta el concepto de «doble articulación» tal y como se ha interpretado en relación con el código genético. Evidentemente los codones participan a su vez en unidades más amplias (operones, cistrones, etc.), es decir que no es que tengamos sólo dos dominios, sino un dominio de unidades con sonido y sentido y un dominio de unidades con sólo sonido, con independencia de que cada uno presente varios niveles de articulación interna por su parte. Pero la analogía que se establece con el lenguaje está mal planteada:

1) En el lenguaje, tiene una rosa en la solapa es una secuencia de sonido y sentido cuyo significado no se reduce a la suma de los sentidos de tiene, una, rosa, en, la y solapa, sino que, aparte de estos contenidos, hay también un esquema oracional y unos esquemas frásticos que se superponen a los mismos y que realmente los determinan (en estaba más fresco que una rosa el sentido de rosa es muy diferente). Lo que importa es que, al fragmentar la secuencia tiene una rosa en la solapa, los distintos fragmentos que se van obteniendo, primero tiene una rosa, luego una rosa y, por fin, rosa, siguen siendo unidades de la primera articulación, es decir, de sonido-sentido. En cambio, al fragmentar rosa, primero como /ro/ (frente a /sa/) y luego como /o/, se llega a unidades a las que de ninguna forma podríamos atribuir un sentido, es decir, a unidades de la segunda articulación. Esto se aprecia claramente cuando se procede a un análisis de los rasgos simultáneos propios de rosa (último fragmento de la primera articulación) y de /o/ (último fragmento de la segunda articulación): rosa es [inanimado], [vegetal], [flor], etc.; en cambio, /o/ es [vocal], [velar], [posterior]. Nada tienen en común el rasgo [flor] y el rasgo [velar], pertenecen a dos mundos incompatibles.