Más allá de las palabras

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En 1968, Joaquín Mortiz lanzó una colección con el mismo nombre y formato que la de la editorial Seix Barral de Barcelona: Nueva Narrativa Hispánica. El primer título fue Inventando que sueño, de José Agustín, emblemático autor mexicano representante de la literatura de la onda, con un libro anterior en la serie del Volador, De perfil, que llevaba para entonces varias reimpresiones.

5. LA POESÍA EN JOAQUÍN MORTIZ

A fines de 1962, junto con las tres primeras novelas de novelistas contemporáneos, dos mexicanas y una traducción (Las tierras flacas, de A. Yáñez; Oficio de tinieblas, de Rosario Castellanos, y La compasión divina, de Jean Cau, premio Goncourt de 1961), aparecieron los primeros libros de poesía de la colección Las dos orillas: Desolación de la Quimera, de Luis Cernuda, y Salamandra, de Octavio Paz.

Paz había publicado en el FCE Libertad bajo palabra (1949 y 1960); Joaquín Díez-Canedo, que era entonces gerente de producción, había corregido las pruebas, escogido la tipografía y diseñado la portada para la colección Tezontle (Valender y Ulacia, 1994: 91), colección que no tenía un perfil claramente definido, donde entraban más bien los libros que no tenían cabida en el resto de las colecciones. Contento con el resultado, Paz le mandó poco después su poemario Salamandra con la intención de que se publicara también en Tezontle, pero en lo que el investigador Danny Anderson llama «una estrategia de afiliación diseñada para acumular prestigio para el nombre de la compañía apropiándose del capital simbólico asociado a los nombres de escritores exitosos» (1996: 7),11 Díez-Canedo convenció a Paz de que le diera su original para lanzarlo en la colección de poesía que tenía proyectada. Cabe aclarar que en esto todos estuvieron de acuerdo, incluso el entonces director del FCE, Arnaldo Orfila, que apoyaba la iniciativa de Díez-Canedo de crear una editorial literaria y no dependiente del Estado.

6. ANTECEDENTES DE «LAS DOS ORILLAS»

Antes de la guerra, en Madrid, en 1935, había empezado a estudiar la carrera de Letras Españolas y la carrera de Derecho. En la primera mitad de 1936, con un grupo de amigos entre quienes se contaban Francisco Giner de los Ríos, Agustín Caballero, Carmen de Zulueta y otros, hacía una revista en la facultad de Letras titulada Floresta de prosa y verso. Joaquín Díez-Canedo cuenta que Juan Ramón Jiménez, a quien él admiraba como poeta y era además gran amigo de su padre, los ayudaba: «nos llevaba a la imprenta. Ahí nos aconsejaba sobre los papeles y sobre la edición en general de la revista» (Valender y Ulacia, 1994: 72-73). Esa revista tenía características tipográficas y de diseño muy parecidas a las revistas que editaba Juan Ramón Jiménez, como Índice, , Sucesión, etcétera. De Floresta de prosa y verso salieron siete números, de enero a julio, y quedó interrumpida cuando estalló la guerra.

En México, Joaquín se inscribió en la Universidad para terminar la carrera de Letras, pero no llegó a recibirse. Entre sus maestros se contaba Agustín Yáñez, novelista y secretario de Educación, que publicaría varios libros en J. Mortiz. Al mismo tiempo, hacía traducciones para tener algún ingreso y daba clases en una secundaria. En 1942 entró a trabajar en el FCE, cuando dirigía esta editorial Daniel Cosío Villegas. Tradujo Las corrientes literarias de la América hispánica, de Pedro Henríquez Ureña. Allí pasó por distintos puestos, desde el más modesto de atendedor, y llegó a ser gerente general con Arnaldo Orfila Reynal. «Contribuí a enriquecer el Fondo al sugerir e impulsar la serie de Letras Mexicanas, lo cual fue, a la postre –explica Díez-Canedo–, el motivo de que me apartara del Fondo puesto que a los directores les interesaba menos que otras líneas» (Pacheco, 1984: 60).

En los años cuarenta, Díez-Canedo diseñó y llevó a cabo la edición y dirección, junto con Francisco Giner de los Ríos, de la colección Nueva floresta en la editorial mexicana Stylo. Esta colección prefigura Las dos orillas, cuyo propósito era, en palabras de Díez-Canedo, «editar lo mejor de la poesía de ambos lados del Atlántico, es decir, tanto la hispanoamericana como la española» (Valender y Ulacia, 1994: 93). Diez títulos aparecieron en Nueva floresta:

Juan Ramón Jiménez: Voces de mi copla, 1945.

Alfonso Reyes: Romances (y afines), 1945.

Enrique González Martínez: Segundo despertar y otros poemas, 1945.

Pedro Salinas: El contemplado. Tema con variaciones, 1946.

Luis G. Urbina: Retratos líricos, 1946.

— A lápiz, 1947.

Juan José Domenchina: Exul umbra, 1948.

Alí Chumacero: Imágenes desterradas, 1948.

Xavier Villaurrutia: Canto a la primavera, 1948

Juan Ramón Jiménez: Romances de Coral Gables (1939-1942), 1948.

A mediados de esta misma década, en febrero de 1945, Joaquín Díez-Canedo publicó bajo el título Epigramas americanos un libro que reunía los epigramas escritos por su padre desde 1927, durante un primer viaje a Chile (publicados en su momento en Madrid en 1928), más otros epigramas mexicanos escritos ya como refugiado en México. Con el pie editorial de «Joaquín Mortiz editor» apareció esta edición que conserva características tipográficas y de diseño parecidas a las publicaciones de Juan Ramón Jiménez de los años veinte, la revista Floresta y la colección Nueva floresta, un nombre evocador y que a la vez refleja el espíritu de renovación de los españoles refugiados en México durante los primeros años.

José Luis Martínez, estudioso de la literatura mexicana, historiador y director del FCE de 1977 a 1982, recordando a Joaquín Díez-Canedo, a quien conoció en la Facultad de Filosofía y Letras recién llegado de España, dijo en un texto escrito después de la muerte en 1999 del que fuera su gran amigo: «Joaquín Díez-Canedo se hizo un gran editor para honrar la memoria de su padre. Su primer libro es quizá su obra maestra, los Epigramas americanos de Enrique Díez-Canedo» (2002: 236).

Sin restarle valor a lo dicho por José Luis Martínez, para quien, habiendo sido alumno de don Enrique Díez-Canedo en la Facultad de Filosofía y Letras, la edición de 1945 fue sin duda emblemática, más que un libro en específico, la «obra maestra» –parafraseando a Martínez– de Joaquín Díez-Canedo fue un proyecto a más largo plazo, como fue la construcción de un novedoso, generoso y comprometido catálogo editorial, pensando no solo en enriquecer el nivel cultural del país que lo había acogido, sino en que, eventualmente, su obra tendría resonancia en España.

BIBLIOGRAFÍA

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1.Aurora Díez-Canedo: «Joaquín Mortiz. Un canon para la literatura mexicana del siglo XX», en Natalia Corbellini (ed.): Diálogos trasatlánticos. Memoria del II Congreso Internacional de Literatura y Cultura Españolas Contemporáneas, 3-5 de octubre de 2011, vol. IV, Mercado Editorial, disponible en línea: <http//congresoespanyola.fahce.unlp.edu.ar>.

2.Joaquín Díez-Canedo en la entrevista realizada por Hugo Vargas en 1993. Respuesta a: «Parece que las editoriales pequeñas están condenadas a ser absorbidas por los grandes grupos editoriales».

3.El consejo directivo lo formaban: Américo Castro, Enrique Díez-Canedo, Genaro Estrada (mexicano), Fernando Ortiz (cubano), Alfonso Reyes y Ricardo Rojas (argentino).

4.Véase el artículo de César Núñez: «Más allá de la política: España y los españoles en la revista Taller (1938-1941)», Literatura Mexicana XXIII.2, 2012, pp. 63-93.

5.Carta de Rafael Dieste a Jan Lechner, 3 de abril de 1970, citada por César Núñez (2012).

6.Bajo el cuidado editorial de Daniel Cosío Villegas.

7.Copia de las actas de la editorial Joaquín Mortiz, 1966. Archivo particular de Joaquín Díez-Canedo (s/f). En este mismo año, Abel Quezada adquirirá las acciones de Vicente Polo.

8.Juan Goytisolo: La resaca, México, Joaquín Mortiz (Biblioteca Paralela). Ficha del Catálogo general 1981: «Publicada en París en 1958, esta es una de las obras menos conocidas de Juan Goytisolo y un antecedente inmediato de su novelística posterior, en donde ya se apuntan elementos de su visión dramática e irónica con que se propone desmitificar distintas ilusiones de la realidad española, e intenta llenar los vacíos estéticos de la novela española anterior a los sesentas» (1981: 52).

9.Actualmente, la edición de El tambor de hojalata en la colección Punto de Lectura del Grupo editorial Santillana conserva la traducción de Carlos Gerhardt.

10.En el taller de otro exiliado, Elicio Muñoz, de editorial Galache.

11.Es una de las tres estrategias de acumulación de capital simbólico que Anderson identifica en su estudio: la de afiliación de escritores reconocidos y exitosos, la de visibilidad mediante la construcción de un catálogo con varias colecciones y la de distinción, que incorpora a escritores en la evaluación confidencial y cuidadosa de los manuscritos. (Traducción de la autora.)

EL GRADO CERO DE LA EDICIÓN

Escribir, publicar y leer en la Cuba del Periodo Especial

Michaëla Grevin MCF, Universidad de Angers

A principios de los años noventa, con el decreto del Periodo Especial, Cuba tiene que hacer frente a una crisis sin precedentes que pone en tela de juicio, por primera vez en su historia, las propias bases de la Revolución. Esta afecta a todos los sectores de la economía y, en particular, a la industria editorial, que, después de su apogeo en los años ochenta, se queda literalmente paralizada: el papel, tradicionalmente importado de la Unión Soviética, escasea dramáticamente. Los periódicos y las revistas de la isla casi ya no circulan; algunos incluso desaparecen: muchas revistas culturales, así como la mayoría de los periódicos de provincias que incluían interesantes suplementos culturales, dejan de publicarse. Al mismo tiempo, las editoriales cubanas reducen drásticamente sus tiradas y la mayoría rechaza ya nuevos títulos. Como bien lo resumió el escritor cubano Arturo Arango, «las editoriales, de repente, resultaron entidades muy parecidas al mítico astillero de la novela de Juan Carlos Onetti» (Arango, 2002: 84). Para tomar un ejemplo, la editorial José Martí, dedicada a publicar los textos políticos y a divulgar las obras de Martí, publicaba en 1989 entre 120 y 130 títulos; esta cifra se reduce a 20 en 1992 (Barthélemy, 2001: 18-19).

En estas condiciones, lograr hacerse publicar en Cuba es casi imposible. Sin embargo, esta caída brutal de las publicaciones no frenó la escritura, al contrario. No olvidemos que la joven generación de escritores cubanos llamada comúnmente los Novísimos se dio a conocer cuando, precisamente, el papel desaparecía. Algunos encontraron incluso soluciones bastante originales para paliar esta carencia: según la leyenda, Francisco López Sacha conocería de memoria todas sus novelas y sería capaz de recitar capítulos enteros cuando lo desafiaran.

Hay que esperar hasta los años 1995-1996 para notar una leve mejora en la vida editorial de la isla. En 2000, una institución tan importante como Letras Cubanas, especializada en la prosa narrativa, la poesía y el ensayo, no proponía más que 78 títulos (Barthélemy, 2001: 17-18). Incluso más de diez años después de la reactivación del sector editorial, las obras seguían editándose, en la práctica, en un centenar de ejemplares, a diferencia de los miles de ejemplares anunciados oficialmente, según nos lo confiaba Ángel Santiesteban en una entrevista realizada en febrero de 2006 en su apartamento del Vedado.

1. ADAPTARSE A LA CRISIS: DEL ADVENIMIENTO DE UN SISTEMA EDITORIAL ALTERNATIVO A LA INSERCIÓN EN LA ECONOMÍA DE MERCADO

Esta crisis reveló un fallo en el sistema editorial cubano: este sector, enteramente subsidiado por el Estado, se desarrolló de manera totalmente artificial, ya que vivió desconectado, durante tres décadas, del mercado editorial internacional. El propio Roberto Fernández Retamar, poeta, ensayista y director de la famosa revista Casa de las Américas, confesaba que «subsidiar los libros de manera tan importante era un artificio condenado a desplomarse». En su artículo «Escribir en Cuba hoy (1995)», Arturo Arango confiesa a su vez:

El Periodo Especial representó el derrumbe de un mecenas que actuaba, ahora lo sabemos, por encima de sus posibilidades y, por consiguiente, la cultura y sus gestores nos vimos enfrentados, por primera vez en más de tres décadas, a la necesidad de la autosuficiencia económica…(Arango, 2002: 85).

Antes de 1990, los subsidios del Estado eran tan generosos que el libro casi no le costaba nada al lector.1 Con la crisis nació la necesidad, para las editoriales, de volverse autónomas en el terreno económico. Para ello tuvieron que enfrentarse a las dificultades materiales integrándose, al mismo tiempo, en el nuevo circuito económico. La escasez de papel favoreció, primero, la publicación de textos cortos en un soporte de baja calidad. La falta de tiempo debido al imperativo de resolver los problemas cotidianos de supervivencia fomentó la elaboración y el consumo de relatos cortos, un formato más fácil de publicar en antologías o revistas.

A partir de 1993 apareció en Cuba un sistema editorial alternativo que se desarrolló mucho fuera de la capital, en los años más difíciles de la crisis, basado en la difusión de opúsculos y libritos más adaptados a las nuevas condiciones de publicación. Se multiplicaron las plaquettes, publicaciones poco voluminosas, casi artesanales, rudimentarias, realizadas a menudo con papel reciclado para garantizar un espacio de expresión mínimo a los escritores de la isla. En el cuento de Arturo Arango «La Habana elegante», el poeta Julián del Casal, trasladado a finales del siglo XX, se ve reducido a publicar sus famosas Rimas en este formato particular. El contraste entre el valor literario de esta obra y la calidad mediocre de su publicación ilustra perfectamente el ocaso del mundo editorial cubano.

Una editorial hizo de este soporte particular su sello: son las Ediciones Vigía. Esta casa nació en Matanzas, en abril de 1985, de la necesidad que tenía un pequeño grupo de artistas locales de ver su trabajo impreso. La mayoría de ellos nacieron tras la era dorada de la edición en la isla, en un contexto en que las posibilidades de publicación para los jóvenes artistas en las editoriales nacionales iban decreciendo. Si, en aquel entonces, se publicaba bastante todavía en Cuba, los criterios de edición eran muy estrictos. Así, numerosas obras quedaban bloqueadas en los entresijos de la burocracia editorial.

Al principio, los recursos de esta editorial eran limitados: una máquina Roneo y una máquina de escribir, ambas prestadas. Son las únicas máquinas que utiliza Vigía desde su creación. Más que de cualquier herramienta, sus miembros se valen de sus manos y de su inventiva. Dirigidos por el poeta Alfredo Zaldívar, este puñado de jóvenes escritores movilizaron su imaginación y decidieron que con los restos de papel que podían encontrar o cualquier material que pudiera servir –como flores, hojas, tejido, residuos industriales reciclados, etc.– podían realizar unas plaquettes, estos libros «manufacturados e iluminados a mano», como se puede leer en el letrero de la editorial en Matanzas. Hoy en día siguen utilizando las técnicas de impresión más básicas, poniendo de relieve la importancia de la ejecución artesanal en la realización de sus libros. Sus publicaciones son policopiadas y las ilustraciones son recortadas y coloreadas a mano. La tinta, la pintura, los pinceles o el papel de calidad proceden de diversos donativos del extranjero. El proyecto estético de convertir el libro en una obra de arte rige la creación de Vigía. Cada obra se edita en 200 ejemplares numerados a mano y a menudo firmados por el autor. Aunque la editorial depende del Ministerio de la Cultura –ya que está instalada en el local de «La Casa del Escritor», una institución oficial–, decide lo que quiere publicar. Así, publica esencialmente poesía, cuentos, ensayos, libros infantiles, o sea géneros más bien cortos que se adaptan más fácilmente a una edición manual. Algunas obras editadas por Vigía se publican por primera vez. En este caso, la editorial privilegia los textos de los escritores oriundos de la provincia de Matanzas: así, Antonio José Ponte, nacido en Matanzas en 1964 y cuyas obras ya no se publican en Cuba –por razones principalmente ideológicas–, vio aparecer su ensayo Un seguidor de Montaigne mira La Habana en 1995.2 En cuanto a los otros textos que son reediciones, Vigía publica obras de escritores cubanos y extranjeros de renombre. Lo que era, al principio, una experiencia original, se convirtió con la crisis en una necesidad. La utilización de materiales poco costosos para confeccionar sus obras le permitió a esta singular editorial encarar con más «facilidad» la escasez de papel tradicional.3

La crisis no solo destruyó el mundo editorial en la isla. También impulsó la inventiva y la creatividad necesarias para su supervivencia. Así nacieron, en plena crisis, una decena de pequeñas editoriales provinciales que hacen maravillas con nada: podemos citar, entre otras, Sed de belleza (Santa Clara, 1994; se inscribe en la línea estética de Vigía), Capiro (Santa Clara, 1990), Mecenas (Cienfuegos, 1991) o Reina del Mar (Cienfuegos, 1996). Son ejemplos que demuestran la capacidad de adaptación de una parte del mundo editorial cubano en tiempos de crisis.

Adaptarse de manera original a la escasez de papel no fue el único imperativo para poder sobrevivir durante la crisis. Algunas editoriales tuvieron que cambiar radicalmente y reorientar sus publicaciones. Tal fue el caso de la editorial José Martí, de la que hablamos antes. Cecilia Infante, directora de la casa desde 1993, reconoció que «la necesidad [les] abrió nuevos horizontes» (Barthélemy, 2001: 18-19). Desde la crisis, esta editorial se dedica más a la literatura –que se exporta mejor– y publica ahora poesía, cuentos o novelas. Otro cambio importante: a partir de los años 1993-1994, todas sus obras –destinadas tanto a la exportación como al mercado nacional– empezaron a venderse en dólares.4

Vender los libros en moneda fuerte fue otra de las necesidades impuestas por la crisis a las editoriales. Ninguna escapó a este fenómeno, ni siquiera Vigía, que vende hoy en día la mayoría de sus obras en pesos convertibles para comprar el material mínimo necesario para su fabricación. Para sobrevivir al Periodo Especial, las editoriales cubanas tuvieron que adaptarse a una economía de mercado y entrar en una lógica comercial. Así, las librerías en dólares –que pasaron a ser librerías en pesos convertibles a partir de noviembre de 2004– conocieron un desarrollo importante desde su aparición en los años noventa. De todas las librerías que existían en La Habana y que vendían las obras en pesos cubanos, apenas quedan tres o cuatro. Por ejemplo, en La Moderna Poesía, la librería más grande de la capital, podemos encontrar los mejores libros de los mejores editores españoles; sin embargo, para el que compra en pesos, la oferta es mucho más reducida: las obras vendidas en pesos son viejos libros sobre la Revolución, clásicos del marxismo u obras de Martí. La mayoría de los cubanos puede contemplar allí las novedades literarias, pero no las puede comprar. Algunas editoriales hacen lo imposible para seguir publicando libros para el público que paga en pesos, pero se enfrentan a un problema crucial: de ahora en adelante, los editores deben pagar la impresión en pesos convertibles, una inversión que no están en condiciones de recuperar con el dinero de los compradores nacionales.

 

Acudir a las coediciones y coproducciones con editoriales extranjeras –sobre todo europeas y latinoamericanas– fue una solución posible para salir de la crisis. Desde principios de los años noventa, muchas obras pudieron publicarse en Cuba gracias a la multiplicación de estas joint-ventures. El editor extranjero se encarga de los gastos de impresión y los cubanos se ocupan del resto. Así, gracias a la financiación de autores y editores argentinos, pudieron parecer en 1994 los cien pequeños volúmenes de la colección Pinos Nuevos, editada por Letras Cubanas, para dar un espacio de expresión a los jóvenes escritores cubanos. Los argentinos financiaron la primera publicación de estos libros hasta entonces inéditos, mientras que el Instituto Cubano del Libro se encargó de las reediciones. Otras experiencias solidarias, como «Un libro para Cuba» de México o los proyectos de la fundación italiana Arci Nova, permitieron dinamizar de nuevo la producción literaria cubana.

Un poco después, la creación de un Fondo para el Desarrollo de la Cultura, que dedica parte de su presupuesto en divisas a este sector intelectual, contribuyó a la aparición de colecciones como La Rueda Dentada –de la Editorial Unión–, que publica textos poco voluminosos en un formato de libro de bolsillo. Los ganadores de los premios Casa de las Américas se publican también a menudo en joint-ventures, pero por la falta de dinero solo se otorgan cada dos años. A estas dificultades financieras hay que añadir el problema de la lentitud del proceso de edición. En la isla, hasta finales de la primera década del presente siglo, había que esperar casi un año antes de ver un libro premiado publicado: este sistema no es competitivo en comparación con los que existen en el extranjero, donde una obra puede publicarse en tres meses. Esta espera acarrea en Cuba un desajuste bastante importante entre el tiempo de la escritura y el tiempo de la publicación de la obra, sin contar los numerosos textos que permanecen inéditos, sobre todo en tiempos de crisis.

La última solución –que es, sin lugar a dudas, la más lucrativa para los escritores– para hacer publicar una obra en este contexto especial se encuentra más allá de las fronteras de la isla. De hecho, como el régimen castrista ya no puede encargarse solo de la producción, de la promoción y de la difusión de las obras, permite a los artistas, desde 1995, vender sus creaciones directamente en el extranjero, sin pasar por los canales gubernamentales tradicionales, acto que hasta entonces se juzgaba como un delito penal. Basta con recordar la imaginación que le fue necesaria a Reinaldo Arenas en los años setenta para sacar clandestinamente sus escritos de la isla y publicarlos en el extranjero, así como el precio que tuvo que pagar por aquel gesto.

Cuando la industria editorial cubana se desplomó, los escritores de la isla tuvieron que dirigirse hacia el extranjero para poder esperar publicar sus obras. A pesar de la recuperación de este sector, les cuesta vivir gracias a sus ediciones nacionales. Por ello, una de las primeras opciones que se les ofreció fue participar en los concursos literarios internacionales, que les permitían no solo ganar dinero, sino también verse publicados. En los años noventa, muchos fueron los escritores de la isla que probaron fortuna en estos concursos. Por ejemplo, no es baladí que ningún escritor cubano haya sido recompensado en el concurso de cuento y novela corta con más fama en la literatura iberoamericana, el Premio Juan Rulfo, desde su creación en 1984 hasta 1989, mientras que a partir de 1990, cuando se le otorga a Senel Paz por su cuento El bosque, el lobo y el hombre nuevo, los cubanos se convierten en figuras ineludibles de este concurso. Así, entre 1991 y 1995, Jesús Díaz, Arturo Arango, Reynaldo González, Miguel Mejides y Reynaldo Montero fueron recompensados. Al mismo tiempo, otros escritores cubanos se destacan en otros géneros literarios: José Pérez Olivares recibe el premio de poesía Rafael Alberti, Daniel Chavarría se lleva el premio Planeta-Joaquín Mortiz con su novela El ojo de Dyndimenio y Abilio Estévez es galardonado con el premio de teatro Tirso de Molina. En 1996, Leonardo Padura obtiene el premio Café Gijón en Madrid por Máscaras, la tercera novela de su tetralogía policiaca. Esta obra le permite ganar también el premio Dashiel Hammet en 1998. A finales de este mismo año, Eduardo del Llano recibe el premio Italo Calvo y publica su novela Arena en italiano. Abilio Estévez, con su primera novela Tuyo es el reino, traducida en varios idiomas y alabada por la crítica internacional, gana en Francia el premio del Mejor Libro Extranjero. Buscar un espacio editorial fuera de las fronteras de la isla se volvió una necesidad para todos estos escritores desde el Periodo Especial. Hoy, lograr una publicación en el extranjero, y más particularmente en España, se vive como una consagración por todos los cubanos, tanto de la isla como de la diáspora.

De esta manera, la literatura cubana, que hasta entonces había vivido al margen de los mercados internacionales, tuvo que enfrentar, por primera vez en treinta años, el reto de la competencia y la búsqueda de espacios editoriales sin haber sido preparada para ello. Asistimos, desde hace unos años ya, a un profundo cambio en el proceso editorial nacional: los criterios de mercado se están imponiendo con más fuerza cada vez en este sector. De ahora en adelante, la meta de las editoriales es generar beneficios para poder invertir libremente en la publicación de nuevos títulos o en la reedición, algo inimaginable hasta entonces en un sistema editorial en el que todo era dirigido, controlado y financiado por el Estado.

2. EL IMPACTO DE LA CRISIS SOBRE LAS RELACIONES ENTRE EL ESCRITOR, LA OBRA Y EL PÚBLICO

Todos estos trastornos que afectaron al proceso editorial en Cuba tuvieron también consecuencias directas sobre las relaciones entre el escritor, su obra y el público. En los años ochenta, aun cuando el mundo editorial iba bien, la oferta de libros quedaba por debajo de la demanda. Así, podemos comprender la profunda frustración que engendró en los lectores cubanos la limitada difusión de las publicaciones en la isla desde los inicios del Periodo Especial. Editadas en unos centenares de ejemplares,5 vendidas la mayoría de las veces en divisas en las librerías estatales o en la plaza de Armas, las obras cubanas actuales son de difícil acceso para el lector de la isla. Desde que empezó la crisis, los escritores intentaron adaptarse a las nuevas reglas de una economía de mercado y empezaron a escribir obras que ya no se dirigían a los lectores nacionales, porque estos ya no podían comprarlas. Rogelio Rodríguez Coronel, crítico literario, subrayó esta ruptura que se ha producido entre el autor y su lector:

En los primeros años de los 90 se produjo también una esquizofrenia[…]en el sentido de que se producían obras narrativas y no iban al lector cubano. Si usted no iba al lanzamiento –que se vendía en pesos en esos momentos– inmediatamente el texto pasaba al circuito de divisas y usted se quedaba sin acceder a él, a no ser que se lo regalaran o lo buscara por otras vías. Ya eso pasa cada vez menos, pero en los años 93-94 era así (Rodríguez Coronel, 2001: 182).