La luz

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Entré, y por suerte no había demasiado trasiego, todo estaba bastante calmado. Ni demasiados trabajadores ni demasiados clientes. Perfecto. Esto me tranquilizó en cierta manera mientras me dirigía a recepción. Al llegar, un chico joven, de unos veinticinco años y de pelo que rozaba el rubio platino, me recibió con una amplia sonrisa tras el alargado mostrador.

—Buenas tardes, bienvenido, ¿en qué puedo ayudarlo? —preguntó el joven recepcionista.

—Buenas tardes, hay una reserva hecha a nombre de Mar Collard —dije para empezar—. Dijo que yo vendría un poco más tarde, creo recordar que me ha comentado que era la habitación ciento cuarenta y siete, si fuera tan amable de comprobarlo…

—Un segundo. Lo verifico ahora mismo —dijo el recepcionista respondiendo a mi petición.

Las manos me sudaban, era un manojo de nervios e inquietud mientras esperaba la confirmación. El muchacho tecleó rápidamente en el ordenador mientras movía los ojos a toda velocidad.

—Sí, parece que es así. La ciento cuarenta y siete —dijo—. ¿Sería tan amable de dejarme su DNI?

—Por supuesto —respondí mientras sacaba mi cartera y buscaba en ella—. Aquí lo tiene.

Le entregué mi DNI y confirmó los datos mientras me echaba una inocente mirada. Finalmente dijo:

—Está todo correcto, ahora mismo le entrego la tarjeta de su habitación.

Respiré aliviado. Se dio la vuelta hacia las cajetillas de madera donde reposaban las tarjetas, cogió la mía y me la entregó. Tras explicarme la ubicación de mi habitación y desearme una buena y agradable estancia en el hotel, le di las gracias y me dirigí al ascensor. Mi habitación quedaba en la primera planta. Llegué a ella después de subir y girar la esquina del pasillo donde estaban dispuestas el resto de habitaciones. Metí la tarjeta. La luz verde del dispositivo se encendió para darme paso. Entré. Me encontré con una pequeña entrada e inspeccioné la estancia. El cuarto de baño se encontraba a la izquierda y de frente, en lo que era la habitación en sí, una gran cama de matrimonio. Sobre ella, reconocí mi maleta de viaje, pero antes de tener siquiera la tentación de abrirla, había algo que requería con prioridad mi atención: la carta de Mar. Tal y como había dicho la encontré en la mesilla de noche. La tenía entre mis manos. Confiaba en que su contenido comenzara a ayudarme a entender qué estaba pasando.

Con mis manos temblorosas ante lo crucial del momento, me senté en la cama y abrí el sobre, perfectamente cerrado hasta ese instante. No tenía la más remota idea de qué leería, pero daba por hecho que todo cambiaría radicalmente después de hacerlo.

No me equivoqué en absoluto.

Capítulo XV

Al sacar el folio que contenía, lo primero que llamó mi atención fue la caligrafía. Sin duda, era la letra de Mar. En los tiempos que corrían, con móviles y ordenadores como principal vía de comunicación, era rara la pareja que podía reconocer sin problemas la letra del otro. Yo podía hacerlo. Mar, en mi lugar, también lo haría. Podría apostar el poco dinero que tenía a que así sería. La razón era simple. Cuando vivíamos juntos, había días que no coincidíamos a la hora del almuerzo y nos dejábamos constantemente notas en la nevera, no siempre relacionadas con la comida. Podían ser notas de ánimo, de algo divertido que nos hubiera ocurrido durante el día o simplemente algunas palabras bonitas. A pesar de pecar de cursis, poníamos especial empeño en cuidar esos pequeños detalles. Así que no tenía dudas, ella era la autora de la carta. Sin más dilación, me dispuse a leerla. Decía lo siguiente:

Hola Abel, espero que consigas leer esta carta, eso significará que has seguido mis instrucciones y has conseguido llegar a la habitación sin problemas. Aunque no dispongo de demasiado tiempo, escribirte estas líneas es lo mínimo que puedo hacer y, por supuesto, lo mínimo que te mereces. No creo que pueda imaginar por lo que estarás estás pasando, lo perdido que debes estar y, tal vez, el miedo que puedes sentir. Entendería que pensaras que nada de esto tiene que ver contigo y que he sido yo la que te he metido en esto. Nada más lejos. Ojalá nada de esto hubiera ocurrido y pudiéramos haber seguido nuestras vidas con normalidad. Siento no poder explicarte con mayor claridad, pero yo misma he empezado a ser consciente de la situación hace muy poco. Voy a intentar ayudarte como sea, es lo único que puedo decirte. Te he traído ropa y todo lo que pude y me dio tiempo a recoger de tu casa. Aún tenía las llaves, espero que no te moleste y no eches en falta nada demasiado necesario. Me he tomado la libertad de dejarte también algo de dinero, no sé cómo andas de fondos, no lo tomes a mal. Por favor, no comentes nada de todo esto a nadie, podría complicar bastante más las cosas y es lo que menos nos interesa. Otra cosa, no te sientas solo. Vernos ahora no sería una buena idea, a ellos les resultaría infinitamente más fácil acabar con nosotros si estamos juntos. Pero créeme, estamos conectados, como habrás comprobado. No sé en qué modo o de qué manera, pero he descubierto que puedo hacerlo. Déjame que te guíe. Es el único modo que tengo de ayudarte. Confía en mí, aunque no pueda prometerte que todo vaya a salir bien. Pero tenemos alguna oportunidad o eso creo. Tendrás noticias mías, Abel. Mucho ánimo y un beso muy fuerte.

Ese era el contenido de la carta de Mar. Acelerado, la leí nuevamente. De repente, se me acumulaban tantas preguntas en mi cabeza, que rápidamente comenzó un ataque de migraña. No entendía absolutamente nada. La misiva, lejos de aclararme las ideas o de ser más concisa, era un conglomerado de ideas difusas que me dejaban más preguntas que respuestas. Por suerte, se podían sacar conclusiones. No muy esperanzadoras realmente. No me estaba volviendo loco, Mar se comunicaba conmigo. Los mensajes, la llamada del bar. No tenía la más remota idea de cómo lo hacía, quizás prefería no saberlo, pero ella veía lo que yo veía y en todo momento era conocedora del lugar donde me encontraba y del peligro que podía correr, era de locos.

El ser consciente de que Mar estaba conmigo no sabría decir si me tranquilizaba o me tensaba más. Era una situación tan extraordinaria que tenía que asimilarla y digerirla con calma. Intenté olvidarme de todo por un momento. Guardé la carta de nuevo en el cajón de la mesita donde la había encontrado. Deseé que despareciera allí dentro y que nada de todo lo que estaba ocurriendo fuera real. Abrí mi maleta y vi que Mar había metido prácticamente toda la ropa de la que disponía, en un primer vistazo, no creo que echara en falta nada. Decidí preparar ropa para darme una ducha. Fui al cuarto de baño, me desnudé y entré en su interior. Mientras el agua resbalaba por mi cuerpo, coloqué las palmas de mis manos sobre mi rostro, y al taparme la cara rompí a llorar. Desconsolado, temeroso por el incierto futuro. Había acumulado demasiada tensión en muy poco tiempo; pero mientras el llanto se volvía incontrolable, volví a sentirme una persona normal.

Capítulo XVI

—¿Qué dices? ¿Cómo es que sabías que esto pasaría hoy? —pregunté en un estado de completo shock.

—A ver… —balbució Mar—. No hay mucho tiempo antes de que vuelvan mi madre y mi hermana, y por supuesto no voy a decirles nada, pero llevo varias noches soñando cosas extrañas. No te he contado nada porque no quería que te preocuparas ni me tomaras por loca. Y esta pasada noche, justamente la última que pasábamos en nuestro piso, he soñado que sucedía esto, que mi padre moría. Y sé a ciencia cierta que acaba de ocurrir, no me preguntes cómo o por qué lo sé, pero es así.

—Mar…me estás asustando…—dije sin mentir.

—No pasa nada, Abel… Solo quería contártelo porque cuando me ha llamado mi madre esta mañana, he recordado la pesadilla y sabía que algo iba mal. Quiero pensar que ha sido una maldita coincidencia, nada más que eso.

—Seguro que sí —dije poco convencido—, no ha podido ser otra cosa… yo también tengo épocas en que recuerdo sueños con más claridad y también son extraños e incoherentes, de hecho, así son la mayoría, ¿no?

—No, Abel, te agradezco que trates de quitarle hierro al asunto, pero sé lo que he visto en sueños y cómo lo he vivido. Y ahora esto… —rompió a llorar—, por favor, no intentes convencerme de que ha sido casualidad, porque aunque quiero creerlo sé que no es así —dijo entre sollozos—. Cuando todo esto pase te contaré con más tranquilidad, ¿vale? Prometido.

—Claro, Mar —le dije mientras la abrazaba—, no te preocupes. Todo a su debido tiempo.

Mi desconcierto no se podía explicar con palabras. Mientras la tenía entre mis brazos, vi como giraban la esquina Mercedes y Clara, que ya se acercaban en nuestra dirección. En esos instantes pensé en el desconocimiento por parte de ellas de la dura noticia que les aguardaba. Iba a ser un cataclismo familiar, nadie podría esperar algo así. Fernando era, o había sido, un hombre elegante, sano y fornido. Pese a tener el pelo cano, en sus facciones no se dibujaban apenas arrugas, lo que le daba un aspecto rejuvenecido. No fumaba y tan solo en ocasiones especiales tomaba una copa. Por lo que me contaba Mar, no era un deportista nato, pero siempre que tenía tiempo lo practicaba con asiduidad. Nada de eso lo había salvado. Aunque sabía que nadie escapa de las garras de la muerte, me parecía totalmente injusto. De un día para otro, sin aviso, sin miramientos, sin más.

Estaba realmente intrigado por conocer el diagnóstico de los médicos. Lo poco que nos habían contado era que aún no disponían de suficientes elementos para trasladarnos con certeza de lo ocurrido. Pensaba, quizás de manera equivocada y desde mi desconocimiento médico, que si hubiera sucedido algo relativamente común, nos habrían informado con más rapidez y, sobre todo, claridad. Pero habían pasado horas y no habíamos tenido más noticias, y mucho menos diagnósticos más esclarecedores. Todo esto, sumado a la confesión del sueño premonitorio de Mar, me hacía albergar una gran inquietud. Mercedes y Clara llegaron y preguntaron si había novedades. Ninguna, contestó Mar.

 

No habían pasado tres minutos cuando vimos acercarse al médico que horas antes había hablado con nosotros. Mar y yo ya sabíamos el motivo de su llegada. Le agarré la mano con fuerza y los cuatro nos levantamos, expectantes. Formando un corillo en torno a él, nos habló apesadumbrado y confirmó la peor de las noticias, la muerte del padre de Mar. Fue devastador. Tras el impacto inicial, la mirada de Mercedes se nubló y sus rodillas le fallaron. Tuvo un desmayo de unos segundos, sin llegar a perder el conocimiento. Entre el doctor y yo conseguimos agarrarla a tiempo antes de que diera con sus huesos en el suelo y logramos darle acomodo en una de las sillas.

Nunca nadie está preparado para algo así. Dimos las gracias al doctor, y antes de que se fuera le pregunté si podría hablar con él unos días más tarde, con más tranquilidad, ya que quería formularle algunas preguntas sobre el padre de Mar. Sin vacilación contestó afirmativamente, y de manera amable y atenta me dijo sus apellidos para mayor facilidad a la hora de localizarlo.

Mientras atendíamos a Mercedes fui tomando conciencia de la difícil situación familiar que se le presentaba a Mar y, por ende, a mí. Con su madre recién enviudada, su hermana casada desde hacía años —y no tan apegada a su familia como Mar— y nosotros con una mudanza a la capital pendiente, la tesitura que se avecinaba era de todo menos clara. Sabía que Mar, bajo ningún concepto, querría irse y dejar a su madre pasar este durísimo lance de la vida sola. Impensable. Sería incapaz de hacerlo. En la otra parte de la balanza estaba su nuevo empleo y la ilusión y oportunidad de comenzar una nueva vida. Una cosa tenía clara: aceptaría y apoyaría sin reparos cualquier decisión que tomase, fuese cual fuese.

Pero antes de todo había que pasar por el duro trance de preparar el funeral y enterrar a su padre.

Capítulo XVII

Aún permanecimos un tiempo más en el hospital. El sábado comenzaba a despuntar y el alba asomaba mientras Mar y su familia ponían en orden la documentación referente a la defunción de Fernando. En honor a la verdad, el papeleo no tardó demasiado, pero para mí fue una eternidad. Nunca me habían gustado los hospitales, me agobiaban muchísimo. Era algo superior a mí. En general, sé que no es un lugar en el que guste estar, mucho menos en las circunstancias en las que nos encontrábamos, pero lo mío era algo por encima de la media. Era prácticamente una fobia, algo irracional. No tenía ningún trauma, que yo supiese: de hecho, solo había tenido que acudir en contadas ocasiones, nunca me habían operado ni ningún familiar había padecido enfermedad importante alguna. Me superaba, simplemente.

Al salir, nos dividimos para ir al tanatorio. Mercedes ya había hecho los trámites con la funeraria para la recogida y traslado del cuerpo. Hacía quince minutos que habían salido con él. Clara marchó en su coche junto a su madre y yo con Mar en la furgoneta. Al contemplarla de nuevo, recordé nuestros planes, con todo lo sucedido prácticamente había olvidado la mudanza. Había pasado a un segundo plano, aunque sabía que en algún momento, y con el mayor tacto posible, tendría que hablar con Mar sobre qué iba a pasar con su trabajo. Dentro de lo que cabe, y tratando de ser optimista, todavía había cierto margen de maniobra. Era sábado y debía incorporarse el lunes, pero indudablemente no podría hacerlo. En el momento que viera oportuno le sugeriría que llamase al departamento de recursos humanos y comentara lo ocurrido, y quién sabe si, con suerte, podría posponer su incorporación. No se podía hacer mucho más.

Ya de camino, Mar y yo apenas hablamos, hasta que ella decidió romper el silencio de manera directa.

—Abel —comenzó mientras yo dirigía mi mirada hacia ella—, sé que has comentado con el doctor que querías hablar en estos días con él, ciertamente cuando vayas a hacerlo me gustaría ir contigo. No lo he tomado como si lo hubieras querido hacer a mis espaldas, ¿eh? Ni mucho menos.

—¡Por supuesto que no! —exclamé sinceramente—. ¿Crees que iba a hacer algo así sin contar contigo? Ni se me ha pasado por la cabeza. Es más, dudo que puedan darle información a alguien que no sea familiar directo del paciente. Hablé con él en ese momento porque no quería perderlo de vista…

—Lo sé, Abel, y te lo agradezco. Mi madre ahora mismo está en tal estado que no se ha parado a pensar qué es lo que le ha ocurrido y mucho menos el por qué. Se queda con el hecho. Ha muerto, ya está. Cosa que puedo entender. Pero tanto tú como yo estamos interesados en saber qué ha pasado, los motivos y más aún después de contarte lo del sueño. ¿Me equivoco?

—No, no te equivocas, en absoluto. Sinceramente lo que me contaste me descolocó totalmente y encima todo ha ocurrido de una manera tan vertiginosa que es imposible de asimilar. Tampoco sé demasiado, lo poco que me has contado…

—Perdona, te debo una conversación y por supuesto la tendrás —dijo Mar con convencimiento—. Pero cuando todo acabe y enterremos a mi padre, por favor. Ahora solo pienso en eso. Únicamente quería que contaras conmigo para hablar con el doctor.

—Cuenta con ello, por supuesto.

—Gracias.

La miré y agarré su mano. Quedaba poco para llegar al tanatorio. La familia de Mar no era demasiado numerosa. Conocía a sus parientes más cercanos de varias reuniones y sabía que muchos otros vivían fuera de la ciudad. La noticia, como siempre ocurre con las de tal funesto calado, corrió como la pólvora en el núcleo familiar. A nuestra llegada reconocí a algunos tíos y primas. Mercedes y sus hijas los saludaban abatidas, hundidas por la crueldad del destino. Abrazos, palabras en busca de un ánimo que era imposible alcanzar, aflicción y lágrimas. Fue un día muy duro, pero Mar se mantuvo calmada y con una entereza de la que me enorgullecía y sorprendía a partes iguales.

En el tanatorio todo transcurrió con normalidad. La inclasificable y triste normalidad de la muerte de un familiar tan cercano. El adiós a un marido, a un padre. Largas horas de silencios únicamente rotos por el llanto a la llegada de algún nuevo familiar. Esa normalidad, si es que se le puede llamar así, no iba a durar demasiado. Al día siguiente, en el entierro del padre de Mar, iba a comenzar algo más que mi pesadilla particular.

Capítulo XVIII

En la ducha, y mientras el agua se mezclaba con mis lágrimas, poco a poco conseguí controlarme. Yo había sido el primer sorprendido ante mi desproporcionada reacción. Sabía que había sido un estallido puntual, un bálsamo que necesitaba para desprenderme de toda la tensión acumulada, relajarme y permanecer más tranquilo. Estuve un buen rato en la ducha, alrededor de una media hora, dejando caer el agua desde mi cabeza hasta el resto del cuerpo. Trataba de no pensar en nada, vaciar mi mente, pero era imposible, no podía evitar meditar sobre cuál sería mi siguiente paso, a dónde ir o qué hacer. Tan pronto como pensaba que lo mejor, y posiblemente lo más prudente, sería quedarme en la habitación tranquilamente y esperar acontecimientos, me convencía de que debía hacer un esfuerzo por continuar con mi vida, siempre alerta a todo lo que pudiera ocurrir a mi alrededor.

Salí del cuarto de baño y decidí vestirme. Para mi alegría, vi que en mi maleta, debajo de la gran cantidad de ropa que Mar había metido en ella, estaba mi portátil. Fue una buena noticia, ampliaba mis posibilidades. No sabía cuántos días debería estar en el hotel, pero poder navegar por la red lo haría más llevadero. Por el momento, y lejos de tener un gran plan, pensé un par de cosas que podía hacer y que me serían de utilidad. Simples pero efectivas.

Eran las siguientes. Bajaría y hablaría con el recepcionista. Le preguntaría cuántos días estaba reservada la habitación, y de paso le pediría la contraseña del wifi para conectarme a internet. Información y conexión, lo poco con lo que me conformaba por ahora. Más tarde, y a falta de ideas, tocaría improvisar. Terminé de vestirme, cogí mi cartera y salí de la habitación.

Bajé en el ascensor y hablé de nuevo con el recepcionista. Tras mi petición, me entregó una tarjeta del hotel en la que en el dorso se encontraba la contraseña de acceso a internet. Por otra parte, y tras consultarlo en el ordenador, me informó de que la reserva de la habitación era de cinco noches. Mi pregunta le extrañó un poco, lo noté en su cara. Supuse que no era del todo común que un cliente le preguntara cuantos días había reservado su compañera —la cual daría por mi novia— y que el tipo en cuestión no estuviera informado de ello. Entregué la tarjeta de la habitación y paseé tranquilamente por el hall. Hacía tiempo, aunque no tuviera la más mínima idea de para qué. En una de las paredes laterales del hall, había tres enormes pantallas de televisión que llamaron mi atención. Colgaban a unos dos metros de altura y debían estar entre las cuarenta y las cincuenta pulgadas. Aparte de su tamaño, no tenían nada más reseñable. Anduve hasta colocarme frente a ellas, a un metro y medio de distancia aproximadamente. Emitían anuncios. Quedé paralizado viéndolos, absorto, como si nunca hubiera visto algo parecido. De pronto, mis ojos se abrieron de par en par, mis pupilas se dilataron y mi cerebro se conectó de nuevo.

Era una especie de señal, de alerta. Lo único que debía hacer era saber leerla, observar y concentrar mi atención. Nuevamente era capaz de pensar a una velocidad inusitada, fuera de lo normal y a tener la sensación de que todo lo que ocurría a mi alrededor iba a cámara lenta. Era una percepción peculiar, de vértigo y placer a la vez cuando llegabas a controlarlo. A mi mente acudieron las palabras de la carta de Mar: «Déjame que te guíe». Recordar sus palabras me tranquilizó en un primer momento. Quise pensar, por disparatado que fuera, que ella estaba detrás de mi capacidad de conexión. Ni mucho menos sabía si estaba en lo cierto. Los anuncios se sucedían uno detrás de otro en las pantallas, sin que ninguno me dijera nada especialmente. Permanecía vigilante. Comerciales variopintos y dirigidos a amplios sectores pasaban continuadamente. Mi atención era máxima, pero hasta ese momento los resultados, nefastos.

Y entonces, ocurrió. En el instante en que comenzó un nuevo anuncio supe nítidamente que era la señal que buscaba, la que había estado esperando. Me dio escalofrío sentirlo con tanta claridad.

Ya sabía qué tenía que hacer… y a dónde ir.

Capítulo XIX

El anunció en cuestión era de una librería. No la conocía y nunca había estado en ella, o al menos no lo recordaba, pero su nombre lo entendí como el indicio que necesitaba. Se llamaba Librería Paradiso. Rápidamente lo asocié a Cinema Paradiso la película italiana de Tornatore, una de las favoritas de Mar. Blanco y en botella. Ni por un instante me planteé que pudiera ser casual. Además, por si fuera poco, Mar era una gran aficionada a la lectura. Había conseguido contagiarme su pasión y no eran pocas las librerías que visitábamos regularmente. Todo encajaba. En el comercial se mostraban varias tomas y ángulos de la librería. Era amplia, con una escalerilla que llegaba a una especie de entreplanta atestada de grandes estanterías repletas de libros. Me pareció preciosa. Inevitablemente, un par de preguntas asomaron por mi cabeza. ¿Y si todo era parte de un plan para llevarme hasta ella? ¿Y si fuéramos a encontrarnos allí? Como de costumbre, mis pensamientos resultaron ser demasiado optimistas.

Regresé a recepción para preguntar la dirección de la librería Paradiso e informarme un poco sobre ella. Si era nueva, si siempre había estado ubicada en el mismo lugar, si quedaba lejos del hotel o si estaba especializada en alguna materia en concreto fueron las diversas cuestiones con las que abordé al recepcionista. El chico buscó la dirección en internet y me informó de que podía ir a pie, pero no tardaría menos de veinticinco minutos. El resto de mis consultas no pudo responderlas con seguridad. Con la dirección apuntada en un pequeño papel, decidí no perder más tiempo y dirigir mis pasos hacia allí. Aunque Mar me había dicho que aún no podríamos vernos, la remota posibilidad de encontrarme con ella no se me iba de la cabeza.

Salí del hotel con la intención de buscar un taxi, quería llegar cuanto antes y, por supuesto, minimizar riegos. Sabía que coger el metro o caminar como si tal cosa por la ciudad podría acarrear situaciones peligrosas que, dentro de lo posible, debía evitar. Al pensar en la dirección de la librería, volví a darme cuenta de mi bloqueo de memoria. No era capaz de recordar nombres de calles, rutas o itinerarios. Llevaba prácticamente un año en la capital y hasta el día de hoy no había tenido problemas para moverme por ella con relativa facilidad. Me había desenvuelto bien, pero ahora era incapaz de recordar. Todo estaba muy confuso y difuminado en mi cabeza.

 

Busqué una parada de taxis y la encontré a los cinco minutos de echar a andar. Tras informar de la dirección al taxista, empecé a cavilar sobre las opciones o situaciones que podrían darse en la librería de marras. Veía las calles pasar a través de la ventana mientras pensaba las mil posibilidades que podían producirse y fui consciente de lo inútil de mi cometido. Por mucho que pensara, seguramente sucedería algo que ni remotamente me había llegado a plantear. Siempre sucedía así. Decidí dejarme llevar y que pasara lo que tuviera que pasar. Quería pensar que si se daba alguna situación peliaguda, Mar me alertaría, lo que me daba una cierta y quizás engañosa seguridad. No pude evitar sentirme como el funambulista que camina en las alturas sobre el alambre. Y contaba con que Mar fuera mi red.

El taxista frenó su coche y me indicó exactamente dónde estaba la librería, ya que esta se encontraba en una calle peatonal. Desde el lugar donde se detuvo, según sus indicaciones únicamente tenía que andar unos pocos metros, girar hacia la izquierda y allí la encontraría. Así fue. Quedé asombrado al toparme con ella. Su fachada era aún más bonita y espectacular de lo que me había parecido por televisión. El letrero que portaba el nombre estaba formado por luces de neón que le concedían un aspecto y una estética semejante al Moulin Rouge, en mi opinión una elección acertada. Tomé aire y, sin más dilación, crucé el umbral de la puerta.

Capítulo XX

El día del entierro del padre de Mar amaneció nublado, gris, plomizo. Habíamos pasado la noche en casa de su madre, después de que nos convenciera de que era lo más inteligente y lo mejor para descansar, algo que sin duda necesitábamos. Mercedes se había quedado en el tanatorio, arropada por el calor de los familiares que iban llegando. Ella misma se encargó de hablar con Mar para hacerle ver que no tenía de qué preocuparse, que no estaba sola y que podíamos irnos sin ningún tipo de remordimiento. Finalmente, y no tras poca insistencia, Mar aceptó a regañadientes.

El entierro era a las once y media. Desperté a las ocho y cuarto, después de una noche en la que me había desvelado en numerosas ocasiones, sin conciliar el sueño plenamente. Mar dormía plácidamente. No tenía intención de despertarla, quería que descansara todo lo posible después de los dos intensos últimos días. Lo necesitaba. Me levanté y me quedé absorto mirando por la ventana de la habitación. El cielo cubierto y encapotado de nubes grises, personas refugiadas debajo de sus paraguas, protegidos de la leve llovizna que comenzaba a caer. Me invadió una ola de melancolía. Un día triste, como el momento que vivíamos, pensé.

Al menos, dentro de la situación en la que nos encontrábamos, el día anterior había tenido algo positivo. En el tanatorio había podido hablar unos minutos con Mar sobre su futuro empleo. Con mucho tacto, le dije que aunque no había que decidir nada en ese momento, debería avisar para contar lo sucedido y hablar sobre la imposibilidad de incorporarse el lunes, tal como estaba acordado. Me sentí imbécil al hablarle sobre el asunto porque sabía que ella ya había pensado en eso y mucho más, siempre iba un paso por delante. Me dijo que sí, que llamaría durante la jornada, cuando todo se tranquilizara un poco; hasta ese momento había sido un incesante ir y venir de familiares. También me comentó, no sin preocupación, que estaba bastante intranquila ante la posible reacción de su futuro jefe al notificar con tan poco tiempo de antelación su baja a comienzos de semana. Traté de sosegarla diciéndole que lo ocurrido era algo del todo impredecible, circunstancias que por desgracia acontecen y que nadie las puede prever. Solo había que ser un poco comprensible, pero de todos modos, ¿qué era lo peor que podía suceder? ¿Qué desestimaran su incorporación? Un problema menor, en todo caso.

Al cabo de un rato, la perdí de vista. Cuando la localicé estaba llamando por teléfono. En su cara se reflejaba la tensión, la importancia del momento. Si finalmente perdía el trabajo con el que tan ilusionada estaba, sería un duro palo para Mar. Otro más. A simple vista haría como que lo encajaba bien, pero la conocía y sabía lo mucho que le afectaría. Me obligué a no estar pendiente de su conversación y comencé una charla trivial con Clara, su hermana, a la vez que cruzaba los dedos para que todo fuera bien. Lo deseaba profundamente. Al cabo de unos minutos, por el rabillo del ojo divisé que Mar se acercaba a nosotros.

—Hola —dijo al llegar—. Clara, ¿podría hablar con Abel un momentito a solas?

—Por supuesto, faltaría más —contestó—. Estaré con la prima Katy.

—Gracias.

Clara marchó hacia un nutrido grupo de familiares en el que efectivamente estaba una de sus primas. Al observar a Mar no conseguía descifrar si las noticias que traía eran buenas o malas. Su rostro, lívido y ojeroso, no mostraba emoción alguna. Me temí lo peor, pero por una vez me equivocaba.

—¡Abel! —dijo mientras esbozaba una triste sonrisa—. ¡No hay problema! He hablado con el que será mi jefe y le he contado lo que ha pasado. Ha sido muy amable y comprensivo. Me ha dado el pésame y me ha comentado que como el contrato todavía no está firmado no hay problema. Por lo visto aún tienen mucho lío en la nueva oficina, están pendientes de licencias y temas burocráticos, y si llegara el lunes ni siquiera podría empezar a trabajar. Así que dentro de lo que cabe no les ha venido mal. También me ha dicho que con calma pensara si iba a poder trasladarme y que, sin presiones ni agobios, el miércoles les diera una respuesta definitiva. Si es afirmativa empezaría una semana más tarde, el lunes siguiente.

—¡Joder, perfecto! —exclamé—. ¡Es una magnífica noticia! Me alegro muchísimo, Mar. Tienes tiempo para sopesar todo, así que ahora mismo es un problema menos. Ya decidirás qué prefieres hacer, ¿vale?

—Claro, ya veremos, pero no imaginas el peso que me he quitado de encima.

—Lo sé. Ven aquí —le dije, y acto seguido la estreché entre mis brazos.

Volví al presente y me giré desde la ventana para observar a Mar. Dormía profundamente, agotada por todo el dolor del día anterior. A pesar de que aún era temprano, decidí ducharme y ya vestido, la despertaría suavemente para que ella se pusiera en acción.

Una hora y media más tarde estábamos preparados para irnos. Fuimos directamente al tanatorio, donde se oficiaba el sepelio de su padre. Al llegar a la sala donde se celebraba la misa, me impresionó la cantidad de gente que había, estaba abarrotada. El padre de Mar había sido un importante hombre de negocios, muy conocido, sobre todo en nuestra ciudad, y saltaba a la vista. La misa transcurrió de la manera prevista. Los familiares más allegados, es decir, nosotros, en primera fila cerca del cura, que daba el típico y, por qué no decirlo, cansino sermón sobre la vida, la muerte y lo efímeros que somos. Este tipo de monsergas, a mi modo de ver, no ayudaban demasiado. Siempre había pensado que únicamente contribuía a hacer el momento más duro, más dramático, como si por sí solo no lo fuera ya.