La luz

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Por suerte, no se prolongó demasiado y veinte minutos después salíamos de la capilla allí instalada. Fuimos directos al cementerio, lugar que por desgracia ya conocía por la muerte de algún familiar. Era el peor sitio del mundo, un lugar espantoso. Había visto e incluso visitado camposantos de otras ciudades y países y nada tenían que ver con el de mi ciudad. Aunque la finalidad era la misma, muchos de ellos eran espectaculares. Lápidas de mármol custodiadas por ángeles, todo tipo de frondosa vegetación, plantas enredaderas bellísimas, que a pesar de la ironía, llenaban de vida el lugar. Cualquier parecido con el de nuestra ciudad era pura casualidad. Lo recordaba nítidamente debido a la opresiva impresión que me produjo la primera vez que lo pisé. Gris, apagado, triste. Una sucesión de nichos iguales, completamente impersonales, sucios y mal cuidados, edificados sobre y para cadáveres. Ahí pasaríamos la eternidad. Y ahí, acabábamos de llegar.

Capítulo XXI

Bajamos del coche y observé que ya habían llegado algunos familiares y amigos de la familia. Formaban diversos y pequeños corrillos. El cielo continuaba gris, cubierto de nubes y con una fina pero incómoda niebla. Sería una sorpresa, y casi un milagro, si la jornada acababa sin que cayera una sola gota. El entierro estaba programado para las once y media, quedaban quince minutos para la hora y por lo visto en la capilla todavía faltaban bastantes asistentes. Uno de los encargados del cementerio se acercó a la madre de Mar para comentarle que como mucho podrían retrasarlo diez minutos, ese día había bastante trabajo y no podían permitirse empezar con retrasos desde primera hora.

Poco a poco fueron compareciendo el resto de familiares y allegados. Con la aparición del coche fúnebre se hizo el más absoluto silencio. Estaba cogido de la mano de Mar, fría como un témpano de hielo. El coche se detuvo cerca de la entrada, justo donde nos encontrábamos. Una creciente multitud atestaba la zona. El encargado, después de poner en conocimiento de la familia que se iba a proceder con el traslado del cuerpo, hizo una señal al conductor para que este pusiera el vehículo en marcha. Comenzaba así el camino hasta la tumba.

Echamos a andar detrás del coche. Lo flanqueábamos por la parte trasera, y desde ahí, y a través del cristal, podíamos ver el féretro. No quería mirarlo, pero su influjo y poder de atracción era casi ineludible. Pensaba en el padre de Mar. Todo había acabado para él en un abrir y cerrar de ojos, sin ser consciente en ningún momento de la proximidad de su propia muerte. Miré a Mar e intuí lágrimas en sus ojos a través de sus gafas de sol negras. Comenzó a chispear y entre la comitiva se abrieron algunos paraguas. Recorrimos varias decenas metros y pasamos por diferentes zonas del cementerio, que no era pequeño precisamente. Cuánto dolor, cuántos sueños rotos había en ese lugar.

El coche se detuvo. Cerca de él, una zanja con ladrillos y cemento. La visión de lo que se aproximaba era devastadora. Mientras se acercaban los operarios para abrir la puerta trasera y sacar el féretro, los asistentes comenzaron a tomar posiciones y se abrieron para rodear la fosa. Me dio la impresión de que a cada momento había más gente. Empezó a apretar la lluvia y los trabajadores sacaron los restos del padre de Mar. Colocaron unas gruesas y consistentes cuerdas en cada extremo para bajarlo a la fosa. Apreté la mano de Mar, tratando de confortarla en esos momentos extremadamente duros. No había vuelta atrás, todo acababa ahí.

Cuando tenían las cuerdas colocadas empezaron a bajarlo. El crujir de la madera con el roce de las cuerdas era lo único que se oía en medio del silencio imperante. Las gotas de lluvia salpicaban en la caja y los operarios se esforzaban por no perder el control y que no resbalara. Levanté la mirada y al ver los rostros, pensé que era imposible que hubiera otro lugar en el mundo que en tan poco espacio albergara tanto dolor y sufrimiento. La caja tocó fondo, pudo oírse. Retiraron las cuerdas y los operarios comenzaron a tapar la zanja con cemento y ladrillos. Era imposible dejar de mirar, sabes que esos momentos los recordarás para siempre. Se oía algún llanto entrecortado de fondo y la lluvia continuaba con su cometido de hacer todo más dramático.

El cemento ya cubría casi por completo la sepultura. En un instante que alcé la vista, sucedió. Miré hacia el frente, y entre la multitud, entre los innumerables paraguas y la densa niebla, agazapado detrás de uno de los innumerables cipreses que poblaban el cementerio, lo vi. Parecía un espejismo. Me resultó extrañísimo ver a alguien allí parado. Solo, vigilante, como un centinela. Me costó reconocerlo y encajarlo en mi mente. ¿Dónde lo había visto? ¿De qué conocía a ese hombre? Finalmente y sin lugar a dudas, lo ubiqué. Era él. Su mirada, su sonrisa macabra. Igual a la que había visto hacía tan solo dos días. Su pelo, sus marcadas ojeras negras, su barba. No había dudas. Era el portero. El sustituto del piso del que nos habíamos marchado. Y en el instante en que lo vi, resonó en mi cabeza la frase que nos dijo a Mar y a mí: «Estoy seguro de que coincidiremos antes de lo que creen, aquí… o en cualquier otro lugar».

Capítulo XXII

Hacía tiempo que no visitaba una librería. Al entrar recordé la última vez y me asombró acordarme de un dato tan nimio. Fue varios meses atrás, cuando buscaba un libro sobre las SS del Tercer Reich, en el que llevaba tiempo interesado. Trataba sobre el gran interés de Hitler y sus secuaces por el ocultismo, la mitología y el paganismo en general. Era un tema que siempre me había llamado la atención y al ver por televisión una entrevista con su autor, decidí comprarlo.

Al entrar en Librería Paradiso, lo primero que llamó mi atención fue su gran amplitud e iluminación. Era enorme, probablemente la más grande en la que había estado nunca. Me quedé embobado mientras la recorría con la vista, fascinado. Casi tuve que hacer un esfuerzo por no quedarme allí en medio como un pasmarote, boquiabierto. La iluminación era asombrosa. Había una gran variedad de luces, todas y cada una de ellas, emitía diferentes tonalidades que combinaban a la perfección. El resultado hacía que te embargara la cuasi necesidad de comprar todos los libros allí expuestos. Todo estaba más que pensado y parecía ser una magnífica estrategia de marketing. Y allí me encontraba yo, divagando sobre estrategias de ventas, sin saber realmente qué buscaba, qué quería encontrar o qué esperaba de mi visita a la librería.

Caminé con aire despreocupado, saludé al par de dependientes que había en el mostrador y empecé a ojear algún que otro libro sin ninguna pretensión. No sabía qué debía hacer y a qué debía permanecer atento. Simplemente hacía tiempo a la espera de que algo ocurriera, mientras observaba los movimientos de la clientela. Nadie de los allí presentes me sonaba ni lo más mínimo, no veía nada que de algún modo, por remoto que fuera, me conectara con Mar.

Comencé a mirar las diferentes categorías en las que estaban clasificados los libros. Historia, ciencia-ficción, erótico, música, novela contemporánea, poesía… Nada me ofrecía una mínima pista, nada me llamaba especialmente. Estaba completamente desubicado, como un pez fuera del agua. No quería pensarlo, pero empezaba a tener la sensación de que quizás mi visión había fallado, aun habiéndola sentido tan claramente. Todo iba a ser estéril.

Por la izquierda se acercó uno de los dependientes que se ofrecía a ayudarme. Le agradecí el gesto, pero le respondí que no buscaba nada en concreto, solo echaba un vistazo. Tuve una idea que rápidamente deseché. Estuve tentado de preguntarle por Mar. Desde que empezamos a salir llevaba una foto suya en la cartera y pensé en enseñársela por si la conocía, quizás fuera cliente habitual o tal vez hubiera dejado un libro apartado para mí, qué sé yo. Rápidamente supe de lo disparatado de mi pensamiento. No hubiera sido inteligente por mi parte, demasiado extraño, tanto que podría llegar a ser sospechoso. Pensé en hacerlo a consecuencia del estado de desesperación en el que empezaba a encontrarme.

Continué con mi cometido de dar vueltas entre las estanterías y mesas allí dispuestas. Miraba libros, cogía alguno, leía la sinopsis y poco más. Siempre sin dejar de estar ojo avizor a cuanto ocurría a mi alrededor. Cansado de esperar algo que no sabía qué podía ser, pero que no llegaba, me centré en buscar algún libro que me interesara y comprarlo. De ese modo, al menos, dejaría mi obsesión por observar con ahínco lo que sucedía en mis inmediaciones. A pesar de que no hacía otra cosa diferente al resto de clientes, me daba la impresión que mi actitud de cara a los demás comenzaba a resultar un tanto extravagante. No quise pensarlo demasiado. Unos minutos después me paré en la sección de intriga/suspense. Miré con detenimiento. Conocía muchos de los autores y algunos títulos, pero hubo uno que captó mi atención en especial. Simplemente lo hizo por su título: Sé lo que estás pensando.

Cuando tuve el libro entre mis manos me fue imposible no pensar en Mar. ¿Sabría qué estaba pensando en ese momento? Aunque parecía una eternidad, esa misma mañana había amanecido en mi cama, tranquilamente y como un día cualquiera, sin llegar a imaginar todo lo que iba a ocurrir. Leí el argumento del libro, me resultó atrayente y decidí comprarlo. Pagué y, algo cabizbajo y meditabundo, abandoné la librería. No sabía ni entendía qué había pretendido Mar haciéndome ir allí. Sabía que ella estaba detrás de todo, a pesar de no alcanzar a entender. Tal vez ese era su plan, llevarme de algún modo, aunque no hubiera ningún motivo.

Salí del establecimiento con Sé lo que estás pensando bajo el brazo. Estaba convencido de que su compra había sido totalmente azarosa e impulsado por lo llamativo de su título, pero muchísimo tiempo después descubriría y entendería que su elección no había sido para nada casual.

 

Capítulo XXIII

En el momento en que lo vi, un reflejo me hizo apretar fuerte la mano de Mar. Me giré hacia ella con una expresión de asombro y sorpresa reflejada en mi rostro. Tenía la esperanza de que ella también lo hubiera visto; que, al igual que yo, hubiera mirado justo a ese punto en concreto en ese preciso instante. Pero no, ella mantenía la cabeza gacha, contemplaba cómo los operarios echaban los últimos restos de cemento sobre la fosa de su padre. Volví a mirar al frente, entre los árboles, al punto exacto donde había visto al portero con su estremecedor gesto. Como si de una película de terror se tratase, había desaparecido. Miré con rapidez en todas direcciones entre los huecos que dejaban los paraguas, esquivando con mi vista a los asistentes. Con desesperación constaté que mis esfuerzos eran en vano. Se había esfumado, no había rastro de él. Me inquieté. Al darse cuenta de mi agitación, Mar me miró extrañada y me preguntó:

—¿Estás bien?, ¿te pasa algo?

—Sí, estoy bien —mentí a modo de contestación—. ¿Lo has visto? ¿Has visto lo mismo que yo? —pregunté acelerado, sin poder contenerme.

—Abel, ¿qué dices? ¿De qué hablas? —preguntó desconcertada, con la cara de quién cree que su novio ha elegido el peor momento para perder la cabeza.

—Nada, no me hagas caso, luego te cuento —le dije con la mayor tranquilidad que fui capaz de fingir.

En el momento que taparon la tumba por completo, Mar abrazó a su madre, viva imagen del desconsuelo. Clara se unió a ellas, en una piña llena de padecimiento. El marido de Clara, que había llegado para el entierro, y yo nos mantuvimos en un segundo plano. Todo había acabado. Muchos de los allí reunidos, principalmente amigos y conocidos, comenzaron a dispersarse y a marchar. Solo los familiares más cercanos nos quedamos un rato a solas frente a la tumba. Disimuladamente, miraba a aquel punto entre los cipreses. Nada. Dirigía miradas de soslayo a los alrededores con idéntico resultado. Al recordar sus palabras, una ansiedad, creciente e imparable, se hacía con el control de mis nervios. La frase mencionada, cualquiera que hubiera sido su propósito, no podría haber sido más certera. «Aquí o en cualquier otro lugar…». Dudaba de la casualidad, no parecían palabras lanzadas al azar. Hice de tripas corazón y aguanté el tirón como pude. Junto a la tumba de Fernando la familia rezó unas oraciones. Mercedes, ayudada por sus hijas, colocó una corona de flores en la base de la sepultura y, tras su último adiós, poco a poco fuimos caminando hacia la salida.

Anduvimos lenta y silenciosamente. A veces, y sin que ella fuera consciente, miraba a Mar. Su semblante lleno de tristeza me destrozaba. Caminábamos agarrados de la mano, y aunque notaba el roce de su piel, la sentía lejos, muy lejos de allí. Su cabeza estaba en otra parte, no sabía dónde. Me aterrorizaba la idea de que Mar, tras el duro golpe sufrido, no volviera a ser la misma. La conocía bien y sabía lo increíblemente fuerte que era, pero no sabía si tanto como para soportar la pérdida de un pilar fundamental en su vida que haría tambalear todos los demás. Nuestras vidas, y la suya en particular, sufrían cambios, muchos de ellos drásticos y repentinos, que no eran fácilmente digeribles. Y por supuesto estaban sus sueños. Me sentía ansioso e impaciente ante lo que tenía que contarme acerca de ellos.

Llegamos a la salida. Mercedes habló con Mar y le informó de que iba directamente a casa, necesitaba descansar. Habían sido dos interminables días en los que había permanecido al pie del cañón, incansable. Me preguntaba de dónde había sacado fuerzas para no desfallecer. Clara y Miguel, su marido, decidieron acompañarla. Miré a Mar para darle a entender que haríamos lo que ella estimara conveniente.

—Nos vamos con vosotros a casa también —dijo con firmeza.

Era lo mejor. Nos montamos los cinco en el coche de Miguel y este arrancó el motor. Mar y yo íbamos en los asientos de detrás, junto a Clara. El constante y monótono traqueteo del vehículo era lo único que rompía el silencio reinante. Andaba perdido en mis pensamientos, meditaba sobre cómo y en qué momento abordar a Mar para contarle la inexplicable aparición del cementerio. Le daba vueltas al asunto y por momentos trataba de convencerme de que podría haber sido una especie de espejismo, un oasis en el desierto y que realmente no había estado allí. Pero era absolutamente consciente de que era engañarme a mí mismo. Había sido real, muy real. Mar aprovechó el ruido del motor y que Clara miraba distraída por la ventanilla para agarrar mi mano y reclamar mi atención. Cuando la obtuvo, me dijo en un susurro:

—Esta noche iremos a cenar. Tenemos muchísimas cosas que contarnos y, por supuesto, quiero saber qué viste.

—Me parece buen plan —contesté, mientras la lluvia, en el exterior, empezaba a arreciar nuevamente.

Capítulo XXIV

Llegamos a casa de los padres de Mar tras unos veinte minutos de trayecto. Su madre estaba extenuada, una mezcla de cansancio, dolor y tristeza se reflejaba en su faz. Su semblante era otro, parecía haber envejecido años. Las facciones marcadas, las arrugas más acentuadas, completaban una cara pálida de marcadas ojeras. No tardó en decir que se iba a acostar, era más que evidente que necesitaba descanso. Miguel, el marido de Clara, también se retiró y tomó camino hacia las habitaciones que habían ocupado las hermanas en su juventud. Nos quedamos en el salón los tres, Mar, Clara y yo, repartidos entre el sofá y los butacones de la estancia. Me eché hacia atrás para recostarme entre los cojines y un largo suspiro se escapó de lo más profundo de mí.

—Clara, ¿no prefieres descansar en la cama mejor que quedarte ahí? —preguntó Mar a su hermana—. Estarás más cómoda.

—No —respondió—, aquí estoy bien. Quiero aprovechar que estamos solos, me gustaría comentaros algo.

Al escuchar sus palabras, una sensación negativa recorrió mi cuerpo. Duró unos pocos segundos, hasta que la conversación continuó. Los últimos acontecimientos me habían hecho no albergar esperanzas sobre buenas nuevas. Quizás el pesimismo se apoderaba de mí. Motivos tenía para ello, desde luego.

—Tú dirás —dijo Mar—. Yo permanecía expectante.

—A ver —comenzó Clara—, no sé muy bien por dónde empezar. Trataré de no dar muchos rodeos. Sobre la nueva situación de mamá, que se quede sola no va a suponer un problema. Yo me quedaré con ella durante una temporada. Con Miguel hace tiempo que no van las cosas nada bien y estamos empezando con los trámites de divorcio.

La noticia, soltada de sopetón, me sorprendió mucho. Sé que a Mar también. Era totalmente inesperada. Clara y Miguel llevaban años casados y siempre me habían parecido una pareja bien avenida. Jamás había sido testigo de la más mínima desavenencia entre ellos, pero como se sabe y se suele decir, los trapos sucios se lavan en casa.

—¿Cómo dices? ¿Os separáis? —exclamó atónita Mar.

—Sí. Llevamos una temporada mal, una mala racha que dura ya demasiado. Desde que lo ascendieron viaja muchísimo, pasa mucho tiempo fuera y apenas coincidimos. Nos tenemos tiempo para nosotros. Así es imposible. No todo es culpa de él ni es solo ese el motivo. A mí se me ha apagado la llama del amor. Es tan simple y duro como eso. Creemos que somos lo suficientemente jóvenes como para no encadenarnos a alguien que ahora mismo no nos llena como antes, y somos conscientes de que con la situación como está, con sus viajes y compromisos, revertirla va a ser muy difícil. No es una decisión tomada a la ligera, ni mucho menos. Llevamos meses hablando, tratando salvar el matrimonio, pero no somos capaces. Todavía no hay nada firmado, solo hemos comenzado con los trámites, pero a día de hoy los dos lo tenemos bastante claro. Ahora ha ocurrido lo de papá. Tú te incorporas a tu nuevo trabajo en una semana y no puedes dejar escapar esta oportunidad. Este es el paso que nos faltaba para separarnos y, que hasta ahora, por cobardía o por lo que sea, no nos hemos atrevido a dar. Yo me quedaré aquí. Ayer mismo hablé con mi jefa y pedí el traslado. Me dijo que haría todo lo posible por acelerar los trámites para que pudiera empezar cuanto antes. Así que creo que, dentro de lo malo, es lo mejor que nos puede pasar a todos, ¿no? ¿Qué opináis?

—Pues no sé muy bien que decir —tomó la palabra Mar—, no me esperaba nada de esto. No tenía la menor idea de tu situación con Miguel. Sé que no hablamos tanto como deberíamos y la relación no es tan estrecha como la que teníamos hace años, pero sabes perfectamente que puedes contar conmigo, joder, somos hermanas. Podrías haberme llamado y contarme…

—Tienes razón, pero aunque pueda sorprenderte, lo he llevado bien. Lo hemos ido dando por hecho con tanta naturalidad que no ha sido traumático para ninguno de los dos. No te voy a decir que haya sido o esté siendo un camino de rosas, pero probablemente no tan duro como se pueda suponer desde fuera. Ahora está el tema de cómo decírselo a mamá. Ya la conoces. De mi separación puede hacer un mundo y no es precisamente el mejor momento. Le contaré que he pedido el traslado porque Miguel pasa mucho tiempo fuera y así no estamos ninguna de las dos solas. No sé si se lo creerá, pero mejor dejar pasar algo de tiempo hasta contarle la verdad, ¿cómo lo veis?

—Es verdad, no sé si mamá se lo creerá —se aventuró a pronosticar Mar—, quiero decir, le sonará raro, pero tampoco pensará que os vais a divorciar. Por lo demás, me parece buena idea. ¿Miguel se queda esta noche? ¿Se va?

—Se va. Más tarde, pero esta misma noche. Tiene una reunión mañana a primera hora. Con mamá hablaré más tarde para decirle que me quedo.

Escuché la conversación atentamente, no solo eran temas familiares importantes los que se trataban, sino, ante el repentino vuelco en la situación de Clara, la solución al dilema sobre nuestra marcha a la capital. Dentro de lo que cabía, y egoístamente, eran buenas noticias. Cuando Clara terminó de hablar, se echó en su butaca y cerró los ojos. La charla había concluido. Mar me miró sin decir nada y apoyó su cabeza en mi hombro. Cerré los ojos y casi sin esfuerzo, me dormí. Sabía que todo lo que teníamos que hablar ella y yo sería durante la cena.

Capítulo XXV

Al salir de la librería, comprobé que comenzaba a oscurecer. La tarde caía, lenta pero inexorablemente. En esta ocasión, decidí volver al hotel dando un paseo aún a sabiendas de que podía exponerme a algún peligro puntual. Correría el riesgo. No estaba dispuesto a que el miedo se apoderase por completo de mi vida, me agarrotase y me limitase hasta tal punto. Necesitaba y me apetecía estirar las piernas, respirar aire fresco, como una especie de terapia para sentir que mi vida era normal.

Desde donde me encontraba, no tenía la más mínima idea de cuál era la dirección que debía tomar para volver al hotel. Observé mi alrededor unos instantes para decidir a quién preguntar sobre su ubicación. Descarté a gente joven, debo reconocer que simplemente por temor a que pudiera darse alguna situación peliaguda. Con la pistola del portero por hoy había tenido suficiente. Como decía mi abuela: «quién evita la ocasión, evita el peligro». Al recordarla decidí preguntar a una persona de avanzada edad, sería la mejor opción, y aunque no me eximía de riesgos, conocería bien la ciudad y, al menos eso creía, minimizaría el peligro.

Abordé a un señor de unos setenta años y tuve buen ojo con él. Muy amablemente, me dio instrucciones muy precisas, con varios puntos de referencias con los cuales difícilmente podría perderme. Tras sus indicaciones, caminé por la ciudad con cierta calma, venciendo y controlando la angustiante ansiedad que por momentos asomaba. Me esforzaba por disfrutar del camino, por supuesto, pero siempre sin perder de vista cualquier cosa o persona que pudiera ser susceptible de sospecha. Andaba sin prisas, observaba los alrededores, intentaba, sin éxito, recordar algo de la ciudad en la que había vivido el último año. Calles, plazas, edificios, todo me resultaba nuevo. No me despegaba de la desconcertante sensación de no saber si ya conocía la zona o jamás había pasado por allí.

Una tras otra, fui viendo todas las referencias que el buen hombre me había dado. Teatros, cines, centros comerciales, todo estaba justo en el lugar que él me había indicado. Debía quedarme muy poco para llegar al hotel. Estaba cansado, mucho. Lo único que tenía en mente era cenar, descansar y que acabara este día que parecía interminable. Mientras llegaba, y con el hambre voraz que tenía, consideraba la posibilidad de pedir comida a domicilio y que me la llevaran al hotel. Llegué a la conclusión de que, definitivamente, y por muchos motivos, era buena idea. Preguntaría en recepción el número de alguna pizzería o de alguna otra cadena de comida rápida que sirviera a domicilio. No me apetecía cenar solo en el primer restaurante que encontrara y, mucho menos, seguir exponiéndome más. Cenaría tranquilamente en la habitación, leería un poco y mañana sería otro día. Desconocía que antes de que acabara el día iba a tener una última sorpresa.

 

En la lejanía, vi la fachada del hotel. Tuve sensación de alivio, en gran medida por la poco real y consistente seguridad de que allí dentro nada malo podría ocurrirme. Entré y me dirigí directamente a recepción. Hablé de nuevo con el chico que anteriormente me había informado sobre la librería y le comenté lo de la pizzería. Rápidamente rebuscó entre algunos papeles que tenía bajo el mostrador y en cuestión de segundos, me pasó un par de tarjetas de publicidad. Le dejé treinta euros y le dije que haría el pedido desde la habitación, y que cuando llegara, me avisara por teléfono para bajar a recogerla. Quizás era un desmedido exceso de celo y precaución por mi parte, pero prefería cubrirme las espaldas ante la eventual aparición de un repartidor que no fuera tal. El recepcionista me dijo que no había problema, que en cuanto llegara mi pedido telefonearía a mi habitación. Recogí la tarjeta de acceso y, tras despedirme, subí en el ascensor hasta mi estancia.

Abrí lentamente la puerta, encendí la luz y comprobé que todo estaba exactamente como lo había dejado. Mi maleta abierta en el suelo, ropa desperdigada y esparcida encima de la cama. No observé nada raro, nadie más que yo había estado allí. Encendí la televisión, solté el libro recién comprado en la cama y me tiré en ella mientras ojeaba las tarjetas de fast food para decidir qué cenar. Una de ellas era de un restaurante que tenía una amplia oferta y ofrecía todo tipo de comidas. Pasta, hamburguesas, pizzas, kebabs, ensaladas. La otra, una importante cadena de pizzas a domicilio. Ayudado y tentado por las fotos de la publicidad, siempre engañosa, me decanté por esta última opción. Realicé el pedido y me tumbé. Pensé en Mar. Dónde estaría, qué haría en estos momentos, y si, como yo, pensaría en mí. Poco a poco los parpados empezaron a pesarme, a cerrarse constantemente, hasta que sin darme cuenta, agotado, caí dormido.

El sobresalto cuando sonó el teléfono fue tremendo. Abrí rápidamente los ojos y por unos segundos no supe dónde me encontraba. Casi a tientas, acerté a coger el auricular del teléfono. Respondí. Ha llegado su pedido, escuché al otro lado de la línea. Adormilado, bajé para recoger la pizza y el recepcionista me recibió con una media sonrisa, debía ser notorio mi aspecto somnoliento. Me entregó la caja, el cambio, y tras desearme buen provecho, regresé a mi habitación. Estaba realmente hambriento. Me senté en la cama, coloqué la almohada a modo de cojín, subí el volumen de la televisión y abrí la caja. La pizza tenía una pinta deliciosa. Devoré con avidez las primeras porciones, las engullí. Una detrás de otra, iban cayendo. Cuando solo quedaban dos trozos, y mientras levantaba con mi mano uno de ellos, vi algo en el fondo del cartón. Había algo pegado allí, una especie de papel. Lo primero que pensé es que posiblemente sería publicidad, que en un descuido había caído dentro de la caja. Nada más lejos. Cuando lo agarré, pringoso y manchado en los bordes, comprobé que era pequeño, tan pequeño como una foto de carnet. De hecho, es lo que era. No podía creer lo que estaba viendo. Era una foto de carnet de Mar. La misma que yo llevaba en mi cartera desde hacía años y que ella me había regalado al poco de comenzar a salir. Sus ojos alegres y vivarachos, su rostro sonriente, algo más joven. Indudablemente era la misma fotografía. Estupefacto, eché mano a mi cartera para comprobar si seguía ahí, donde siempre había estado. Busqué con angustia entre los papeles y tarjetas que tenía, pero no había rastro, había desaparecido. Desesperado, vertí y vacié todo su contenido encima de la cama, con el mismo resultado. La incredulidad nunca se representó mejor en mi rostro. La lógica me decía que no podía ser la misma foto, era del todo imposible, pero a la vez todo parecía indicar que sí…

Supongo que en una reacción natural, di la vuelta a la foto. Si el hecho de encontrarla en el fondo de la caja me sorprendió, lo que leí en su dorso, directamente hizo que mi corazón diera un vuelco. Escrito en tinta azul y con la inconfundible letra de Mar, rezaba: «Abel, descansa tranquilo, sabes que estoy contigo y sé lo que estás pensando».

Capítulo XXVI

A mil por hora. Así latía mi corazón al ver el mensaje detrás de la foto. ¿Cómo era posible? En un movimiento instintivo, miré alrededor de la habitación, examinando cada rincón. Mi mirada, con rapidez, se dirigió a techo, esquinas, paredes… quién sabe si con la esperanza de encontrar alguna cámara y descubrir que todo formaba parte de una macabra broma que había llegado demasiado lejos. Evidentemente, no hallé nada. Traté de tranquilizarme, pero antes de conseguirlo, lancé la caja de pizza a una de las esquinas de la cama, mi apetito se había esfumado. Me embargaba una sensación de rabia e impotencia al desconocer qué ocurría. Todas las posibilidades que venían a mi cabeza sobre cómo había ido a parar la fotografía allí dentro me parecían disparatadas. Todas escapaban al sentido común.

Cuando fui capaz de reaccionar, y a pesar de que sabía que ya era tarde, me levanté y me asomé por la ventana. Desde mi posición en el primer piso, a pocos metros veía como la gente caminaba, reía, hablaba por el móvil, totalmente ajena a mi mirada escrutadora. Era consciente de que el repartidor hacía tiempo que se habría marchado, pero no me resistí a comprobar si desde la calle había alguien atento a mi habitación. Tras cerciorarme de que no veía nada raro, cerré la ventana y medité unos instantes. No sabía qué pensar ni qué hacer. Descarté la opción de que hubiera sido la propia Mar la que entregó la pizza en recepción, era completamente descabellado. No tenía ni pies ni cabeza, aunque parándome a pensar, nada de lo que estaba ocurriendo lo tenía. ¿Cómo había llegado la foto desde mi cartera a la caja de pizza? La pregunta se repetía incesante en mi cabeza. Y el mensaje, ese mensaje que hacía clara referencia al libro que acababa de comprar en la librería, la misma a la que ella me había guiado, ¿significaba que ella conocía mis pensamientos? ¿Era solo una referencia al libro? ¿Y cómo lo sabía? ¿Me había visto comprarlo? ¿Era posible que hubiera estado en la librería y yo no la hubiese visto?

Negué con la cabeza, era imposible que eso hubiese ocurrido. Entendí e interpreté el mensaje de la foto como una manera de tranquilizarme y hacerme ver que ella, de alguna manera, continuaba a mi lado. Barajé la posibilidad de bajar e interrogar al recepcionista sobre el repartidor. Si era chica o chico, su aspecto e incluso, y llegado el caso, pedirle si podría mostrarme las grabaciones del hotel por si reconocía al repartidor en cuestión. Incluso en el estado de desesperación en el que me encontraba era una auténtica locura siquiera pensarlo. De todos modos, no me conduciría a ninguna parte, solo a un callejón sin salida. Sin pararme a pensar, agarré el teléfono y, decidido a probar suerte, llamé nuevamente a la pizzería. Sin esperanza de obtener resultados, pregunté por Mar, la chica que trabajaba como repartidora. Tal y como me esperaba, me confirmaron que allí no trabajaba nadie con ese nombre. Lo insólito comenzaba a parecerme normal, y eso no era buena señal.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?