Amor romántico y muerte voluntaria

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Después de haber obtenido calificaciones sobresalientes, en los últimos días de 1864, a la edad de 16 años, Manuel Acuña se trasladó a la Ciudad de México con el propósito de completar los estudios que le permitirían continuar con los de Medicina. El 31 de enero de 1968 se matriculó para el primer año de la carrera de Medicina; en ese tiempo ya era evidente su afición por la poesía. El 24 de abril de 1869, Manuel Acuña y un grupo de compañeros y amigos aficionados a la poesía fundaron la Sociedad Literaria Netzahualcóyotl en el ex-convento San Jerónimo. Esta fue la primera de las varias sociedades literarias y científicas a las que Manuel Acuña perteneció.

El México del siglo XIX fue un escenario de luchas internas y de guerras exteriores. El país sufrió dos invasiones extranjeras y una larga guerra civil. Los intelectuales mexicanos participaron en la política y en la batalla. Por un lado, se intentaba defender al país, pero también se intentaba crearlo e inventarlo después de la reciente independencia de España. Esta es la tarea que realizaron Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto, Ignacio Manuel Altamirano y muchos otros. En este clima exaltado llegó la influencia romántica. Fernando Calderón (1809-1845) e Ignacio Rodríguez Galván (1816-1842) son los precursores del romanticismo que inició una tímida carrera en la reforma del verso en México. El constante desequilibrio social —consecuencia de las luchas políticas— impidió el desarrollo de las ciencias y las artes, por eso hay poca producción registrada en esa época. La aportación de los poetas clásicos es muy baja, el único digno de mención es Manuel Carpio. Por otro lado, Altamirano, Ramírez y Prieto lucharon mediante la escritura; por su parte, Altamirano —en las montañas del sur— medía sus armas contra los conservadores y en sus tiempos de descanso escribía versos relacionados con los periodos de contienda. La lucha terminó con la victoria del Partido Liberal, y Altamirano se constituyó como el maestro indiscutible. El nuevo líder reanudó las actividades del Liceo Hidalgo (asociación cuyas labores se habían suspendido durante la monarquía), en cuya reinstalación Acuña leyó sus tercetos dedicados a Laura Méndez. En esa escuela se gestó una nueva corriente en las letras. En el Liceo se impuso el positivismo, propagado por Barreda y oficialmente impuesto en la educación. Los jóvenes poetas acogieron la nueva doctrina materialista. El Liceo Hidalgo nombró a Acuña socio titular, y en su discurso este proclamó los postulados propios de la escuela a la que pertenecía: “mentira el más allá, mentira el alma”, “la ciencia lo mismo que Dios, tiene su culto, y lo mismo que Dios, tiene su santo…”. En el Liceo se reunían poetas de vanguardia como Javier Santa María, Jesús Echaiz, Gerardo M. Silva, Manuel M. Flores, José María Lafragua, Francisco Pimentel, Guillermo Prieto y José María Iglesias. Este nuevo movimiento literario fue un intento liberal que imitó a algunos escritores extranjeros, y buscó constituirse como una verdadera revolución en el ámbito de las letras en México. Además de a la Sociedad Literaria Netzahualcóyotl y del Liceo Hidalgo, Manuel Acuña perteneció a varias sociedades literarias y científicas, entre las cuales se encuentran la Sociedad Filoiátrica, La Concordia, El Porvenir y La Bohemia Literaria.

En las reuniones que se efectuaban en las diferentes sociedades, el joven poeta recitaba sus primeros poemas. En 1869 apareció un folleto que incluía composiciones de la Sociedad Literaria Netzahualcóyotl. De Acuña hay diez de sus primeros poemas y una prosa: “La brisa”, “Madrigal”, “Aislamiento”, “Dolora”, “A Ch…”, “Una limosna”, “Un sueño”, “Amor”, “Pobre flor”, “San Lorenzo” y “Amar y dormir”. En el prólogo se refiere que los jóvenes son amigos y se reúnen para leerse composiciones ligeras, y piden disculpas por las incorrecciones técnicas y por lo nimio de los contenidos.

La Sociedad Literaria Netzahualcóyotl tuvo tres objetivos principales: buscar una literatura propia, retomar el teatro e impulsar las publicaciones literarias. Ignacio Manuel Altamirano alentó a los jóvenes que la integraron y se convirtió en el maestro y modelo literario de Acuña. Es importante señalar que las iniciales de Altamirano concuerdan con las de Acuña: IMA (Ignacio Manuel Acuña e Ignacio Manuel Altamirano). Ambos comparten los dos nombres de pila, coincidencia que parece no ser banal por la importancia que tuvo Altamirano en el desarrollo literario de Manuel Acuña.

Con el consejo de Francisco Zarco y de Altamirano se fundó el periódico Anáhuac, que no tuvo éxito por los escasos recursos económicos de la sociedad. En este periódico se publicaron poemas como “Ramera” y “Amar y dormir” de Acuña, pero su sensualismo y ateísmo ocasionó una estricta censura por parte de los redactores de la revista La Sociedad Católica. Cuando se suspendió la publicación del periódico, sus colaboradores pasaron a serlo de la revista literaria El renacimiento. El folletín La Iberia dio a conocer la evolución de la poesía de Acuña, realzada en la Sociedad Literaria Netzahualcóyotl. Acuña publicó en El Eco de Ambos Mundos algunos poemas. La Sociedad Literaria Netzahualcóyotl fue decayendo hasta desaparecer, pero el 9 de mayo de 1872 Manuel Acuña —en unión con Cuenca y Gerardo Silva— la reinstaló.

Manuel Acuña también simpatizó con la Sociedad de Libre Pensadores, con escritores pertenecientes al Partido Liberal, cuya mayor preocupación fue la guerra de superchería religiosa, según lo dijo Altamirano en su alocución al instalar la sociedad. Acuña compuso estos poemas civiles: “Al poeta mártir Juan Díaz Covarrubias”, “Ocampo” y “Cinco de mayo”. También escribió poemas que tienen que ver con la lucha de Independencia, como “El giro”, “A la patria”, “Hidalgo” y “15 de Septiembre”, poemas que fueron producidos para la recitación cívica, y no como piezas de una brillante estética.

Dentro de su activismo político, a fines de 1872, Acuña tuvo participación periodística en apoyo a la candidatura presidencial de Sebastián Lerdo de Tejada y a la de Vicente Riva Palacio a la presidencia de la Suprema Corte de Justicia. Acuña también publicó versos satíricos en el periódico El Torito, donde se atacaba al gobierno. Para eludir las persecuciones políticas, sus redactores se ocultaban bajo seudónimos. El más usado por Acuña fue “Mian”. Otro de los seudónimos que utilizó el poeta fue “Un veterinario”, que aparece en un escrito póstumo en el periódico El Federalista.

Manuel Acuña escribió de manera circunstancial más de la mitad de su obra literaria; la realizó entre 1868 y 1873, entre los 19 y los 24 años de edad, y se vio fuertemente influido por Victor Hugo, escritor al que más admiraba. También recibió influjo de Núñez de Arce, Byron, Garcilaso, Fray Luis, San Juan de la Cruz, Campoamor y, en la última parte de su obra, de Bécquer. En su obra aparecen los ideales de la Reforma, condena al fanatismo, la tiranía y los crímenes de la sociedad; exalta el progreso y las luces de la razón. Su poesía se puede organizar en cuatro grandes grupos: poemas patrióticos (“El giro”, “Hidalgo”, “15 de Septiembre” y “Cinco de mayo”), poemas humorísticos (“Rasgo de buen humor”, “La vida del campo”, “La Letrilla”, “A la luna”, “Nada de nada”), poemas descriptivos (“San Lorenzo”), poemas de asunto que tomaron por lo común el tema autobiográfico (“Ahora y entonces”, “Historia de un pensamiento”, “La gloria”), el tema de la muerte (“Ante un cadáver”, “Oda ante el cadáver de José B. de Villagrán”) y el del amor (“A Laura”, “Nocturno”, “Hojas secas”).

En su poesía, Manuel Acuña representa un peculiar idealismo positivista del lado del cientifismo y del materialismo filosófico, un partidarismo liberal en lo político e ideológico, un humorismo irrespetuoso ante las tradiciones sociales, unos amores apasionados y desgraciados, y en ocasiones tomaba con desmesura los problemas de la sociedad y del destino del hombre. Estuvo siempre dispuesto a defender a la mujer infortunada, como en su drama El pasado. En sus poemas autobiográficos se repite constantemente la reivindicación de la ternura a los padres ausentes, y gran número de sus composiciones versan sobre sus desventuras amorosas y sus estados anímicos. En su obra insiste en un mundo negro y sombrío que parece que lo persiguiera, por ello Luis G. Urbina define a los poetas de la época de la siguiente manera: “Si Ramírez es la nota clásica y Flores la erótica, Acuña es la melancólica” (citado por Campos, 2001: 65).

En su último año de vida, Acuña adquirió mayor prestigio. Altamirano, quien era su protector, lo consentía y le pronosticaba un gran éxito. Los poetas clásicos de la época se mostraban inconformes ante las ideas del joven poeta. La prensa solicitaba sus colaboraciones y las sociedades literarias lo leían. Prieto, Terrazas y Pimentel fueron sus mayores críticos.

La creación literaria de Manuel Acuña ha sido discutida y evaluada de muy diversas maneras, que van desde calificativos como “áspero materialista”, “talento descarriado”, “el poeta lacrimoso” (Castillo, 1950: 19). Sin embargo, la muerte lo consolidó como un gran poeta. A propósito, González Peña dice:

No fue Acuña un poeta acabado; pero sí un poeta genial. Antes de él había habido en México poetas; con él asoma —figurativamente— el gran poeta… Tiempo faltó para llegar adonde estaba llamado. No lo tuvo para depurar su gusto, ahondar en las ideas, llegar al pleno dominio de la forma (citado por Castillo, 1950: 20).

De una manera similar a la de González Peña, Marcelino Méndez Pelayo juzga de este modo la producción poética de Manuel Acuña:

Dos o tres composiciones son dignas de los honores de una antología, pero éstas son tales, que patentizan una genialidad lírica más potente que casi todo lo que hasta ahora hemos visto en la poesía mexicana. En aquel niño tan infelizmente extraviado había el germen de un gran poeta (citado por Castillo, 1950: 20).

 

Aunque realmente no puede ser considerado como un gran poeta consolidado en vida, el misterio entrevisto en sus amores, el poema “Nocturno” y el trágico desenlace lo colocaron a posteriori como un gran poeta de su tiempo. El suicidio lo ha situado como un personaje mítico de la poesía romántica mexicana que aún parece ser un enigma.

El “Nocturno” y Rosario la de Acuña

Sobre los acontecimientos sucedidos aquel sábado 6 de diciembre, Rosario cuenta:

[…] como a las dos y media de la tarde, Ignacio Altamirano, que vivía con su familia en la calle de la Mariscala, a unas cuantas cuadras de mi casa, entró corriendo hasta mi pieza y con voz desesperada me gritó: “¡Qué has hecho! ¡Se acaba de matar Manuel Acuña!” (Rosario de la Peña en entrevista con Núñez y Domínguez, compilada por Campos, 2001: 74-78).

Después del suicidio, el “Nocturno” se convirtió en el símbolo viviente de una acusación contra Rosario. Se consolidó una versión romántica del suicidio, por la cual Rosario es recordada como “Rosario la de Acuña” y el poeta como un prominente escritor que murió por un intenso amor no correspondido a la edad de 24 años.

Rosario de la Peña y Llerena fue hija de Juan de la Peña y Barragán y de Margarita Llerena y Gotty. El padre era dueño de la Hacienda del Hospital en el estado de Morelos. Aunque la familia tenía recursos, el padre ya había muerto y los bienes familiares se hallaban considerablemente disminuidos. Según las crónicas de la época, en los años en que Manuel Acuña la conoció, Rosario era una hermosa joven, inteligente, sensible, culta y educada, asediada por poetas tanto o más pobres que ella. Al describir la situación de Rosario en aquella época, Jarnés relata:

Es sabido —dice Castillo y Piña— que en la calle Santa Isabel, y atraídos por la gran simpatía que tenía Rosario de la Peña, llegaban a visitarla innumerables poetas para leerle sus versos, obsequiárselos y hablarle de asuntos literarios. […] Altamirano, Flores, Ramírez y Acuña eran los más asiduos en frecuentar aquella casa para “incensar a la diosa”, como dijera Ramírez; o “a extasiarse en su musa”, como dijeran los demás (Jarnés, 1942: 144).

De aquellos que frecuentemente visitaban a Rosario, Manuel sólo soportaba a Altamirano. Ante los demás se mostraba celoso e iracundo. En alguna ocasión, cuando Ramírez estaba en la casa de Rosario, Acuña exclamó con despecho: “¡Nunca se había visto con un brujo a Rosario!”. Y cuando escribió en una página en el álbum de Asunción, la hermana de Rosario, se permitió exhortarla a que desconfiara del tipo de “ángeles” que asediaban a Rosario.

El día en que se conocieron, según la versión que Rosario cuenta a Núñez y Domínguez, Manuel Acuña estaba leyendo un poema junto con algunos amigos. Llegó Rosario a la sala donde se encontraban. El poeta suspendió su lectura. Ella le pidió que siguiera, pero él replicó: “Nunca mejor ocasión de que se embellezcan mis versos dichos por los labios de la más bella musa que nunca soñé” (Campos, 2001: 74-78). Ella lo complació agradecida. Pocas semanas después de frecuentarla, Acuña le declaró su amor, y esta fue su respuesta:

Con la misma lealtad con que usted dice me ha hablado debo expresarle que yo no siento por usted ahora otra cosa que admiración por el poeta y amistad por el caballero. Quién sabe si más tarde, con el trato, con el tiempo, llegue usted a inspirarme cariño. Esto no es una negativa, es una explicación (Rosario de la Peña en entrevista con Núñez y Domínguez, compilada por Campos, 2001: 74-78).

Rosario no se había negado y dejaba cierta esperanza de que con el tiempo y el trato tal vez ella podría encariñarse. Acuña seguiría visitándola a diario en su casa.

Pasados algunos días, después de la declaración pública de amor, Guillermo Prieto le dijo a Rosario que al parecer el poeta mantenía relaciones con dos mujeres, una poetisa y una lavandera. Aunque decía no sentir interés por Manuel Acuña, Rosario se sintió ofendida: le molestaba no ser la única, así que le reclamó a Acuña por ocultarle sus amoríos. A lo cual —según la versión de Rosario— él contestó: “¡Es cierto, Rosario, es la verdad!”.

La molestia con la cual Rosario reaccionó cuestiona el desinterés que ella decía sentir por el poeta. Lo de Laura era cierto, lo de la lavandera no se sabe si era verdad. Manuel dio su versión de los hechos: Laura iba a tener un hijo suyo, pero la relación era distante desde que el poeta había conocido a Rosario. Laura lo amaba, pero él no a ella. Manuel Acuña estaba interesado en Rosario. Después de esto, entre Rosario y Manuel se levantó un muro que cada vez se haría más grande. Rosario aceptaba las visitas continuas del poeta con la condición de que el trato no excediera al de amigos. Una tarde de septiembre, después del chisme de Prieto —contó Rosario a Juan de Dios Peza—, Manuel llegó exaltado a su casa. Le pidió papel y tinta. Aislado en una mesa, empezó a escribir febrilmente. Al terminar le dio el poema a Rosario, “Nocturno” era el título, y estaba dedicado a ella. Según Rosario, ese fue el momento en que nació el famoso poema. Por su parte, Juan de Dios Peza señaló muchas veces que el poema se lo había mostrado Manuel días antes, y que este ya se lo sabía de memoria.

El poema original que Rosario poseía merece algunas observaciones: Manuel escribió: “A Rosario —Fragmento de Manl. Acuña”, sin particularizar que era un fragmento del “Nocturno”, quizá porque no se había decidido a titularlo. Diez son las estrofas de la composición definitiva; sólo siete las del “Fragmento”. Tal parece que Manuel Acuña se limitó a darle en aquella ocasión una redacción fragmentaria. En el “Nocturno”, Rosario aparece como el único motivo por el cual el poeta podría tener una ilusión. Manuel Acuña le expresa su amor y sus esperanzas. Luego aparecen las metáforas sobre un destino sombrío. El rechazo de Rosario no le impide al poeta seguirla amando, al contrario, adora sus desdenes y bendice sus desvíos. El “Nocturno” es un poema dividido en diez octavas y medido en heptasílabos, enuncia en su primera parte una declaración de amor y la imposible reciprocidad, y en su segunda parte el poeta sueña y fantasea en una vuelta a la ciudad y casa natal ya casado con su amada. Ante la imposibilidad de que su sueño le sea correspondido, el poema termina con un último lamento y un adiós melancólico, que con emoción reaviva todas las anteriores estrofas. Ese fue el poema que inculpó a Rosario sobre la muerte del poeta y que hizo del suicidio de Manuel Acuña una lectura romántica de su muerte.

El romanticismo entre la analogía y la ironía

Hay, entonces, una versión romántica del suicidio del poeta. Rosario aparece como una mujer inalcanzable que exalta y hace sufrir al poeta, suscita la escritura e incita a la muerte. En el mito del amor romántico reaparece el tema cortesano del amor desgraciado dirigido a una “dama inalcanzable”. “Amar los desdenes” y “adorar los desvaríos” es el leitmotiv del amor cortesano, cuyo tema es la idealización y la imposibilidad del amor. Un verso del trovador Peire Rogiers dice:

Áspero tormento he de sufrir

Por añoranza tan grande que tengo de ella

Mi corazón no debe deshacerse de ella,

Y jamás alegría, ni dulce, ni buena,

Puedo entrever en mí promesa alguna:

Cien alegrías tuviera por proezas

Que de nada me servirán, sólo a ella sé querer.

El romanticismo reactualizó el amor cortés en el contexto de una escritura que debía expresar las pasiones internas del poeta que ama a una mujer imposible de alcanzar. El amor pasional se alimenta del sufrimiento que causa la imposibilidad de un acercamiento al ser amado. A la vez, se considera que la pasión amorosa otorga un conocimiento supremo, un entendimiento de las intensas oscuridades del alma que redescubre la adoración de la noche y de la muerte. Según Rougemont, el núcleo del amor romántico es la fascinación por la muerte:

La exaltación de la muerte voluntaria, amorosa y divinizadora, he ahí el tema más profundo de esta nueva herejía albigense que fue el romanticismo alemán. La muerte es el fin ideal de los “hombres elevados” de la “Logia invisible” de Jean Paul, se confunden con el amor de Novalis. […] El propio Fichte da su definición del amor-por-esencia-imposible, el amor que rechaza todo objeto y se lanza hacia el infinito (Rougemont, 2001: 212-213).

Heredando algunas prácticas del amor cortés, algunos poetas del siglo XIX romantizan el sufrimiento de un amor imposible. El espíritu romántico no se complace con el matrimonio (aburrido y monótono), propio de los “filisteos”; la literatura romántica exalta el amor desgraciado, constantemente amenazado, que puede llevar a la vida y a la muerte. Vivir de modo auténtico es amar apasionadamente, y esto significa sufrir por amor: “Renacimiento del tema cortesano —es decir, del amor recíproco desgraciado— en todos los románticos alemanes”, dice Rougemont (2001: 211). Cabe recordar, en palabras de Octavio Paz, que el romanticismo es un modo de existir:

Fue un movimiento literario, pero así mismo fue una moral, una erótica y una política. Si no fue una religión fue algo más que una estética y una filosofía: una manera de pensar, sentir, enamorarse, combatir, viajar. Una manera de vivir y una manera de morir (Paz, 1994, tomo I: 385).

Además de ser un movimiento literario, el romanticismo fue una erótica que rechazaba toda disociación entre amor, imaginación y pasión. Este carácter sensible del romanticismo, que se encontraba más allá de toda razón, se hace patente en 1801 con la definición que Mercier (citado por Picard, 1986) hace en su “Neología” afirmando que “el romanticismo no se define, se siente”. Por ello para Schlegel el romanticismo no sólo propone la disolución y la mezcla de los géneros literarios, además de la creación de nuevas ideas de belleza, sino que busca la fusión entre vida y poesía. En el caso de Manuel Acuña, la muerte del poeta se convirtió en literatura, en la pretensión romántica de unir vida y arte.

Influidos por la Revolución francesa, los escritores románticos defendieron la libertad en el arte y, por lo tanto, rompieron con toda clase de trabas y moldes clásicos, de ahí que Victor Hugo defina el romanticismo como liberalismo en la literatura. El romanticismo fue una reacción contra el racionalismo, supone una ruptura con el neoclasicismo y un cambio de gusto en la época y en las teorías estéticas de la creación. El romanticismo se consolidó como un hijo rebelde de la modernidad: hace de crítica a la razón y opone el tiempo instantáneo de las pasiones, el amor y la sangre a las utopías del tiempo futuro. El romanticismo es la negación de la modernidad tal como había sido concebida en el siglo XVII. Es una negación desde la misma modernidad, es una negación moderna: “El romanticismo convive con la Modernidad y se funde en ella pero sólo para, una y otra vez, transgredirla” (Paz, 1994, tomo I: 503).

Los principios del romanticismo se oponen a los del neoclasicismo. Allí donde la razón hacía de protagonista, se opone al sentimiento y el misterio. La imitación de los modelos grecorromanos es sustituida por la libre efusión del corazón. Se pasa de concebir el mundo como un mecanismo estático regido por leyes inmutables de la mecánica, a concebirlo como un organismo viviente. La imperfección permite la novedad, no hay patrones fijos. Cada obra de arte tiene su ley estética, y se busca la diversidad en la creación, consistente en la originalidad de cada autor. Ante la imitación del neoclasicismo, el modernismo propone cambio, novedad y autenticidad. En este sentido, hay una exaltación de la vivencia del poeta, se privilegia la pasión frente a la razón, y la sensación frente a la reflexión. Se prefiere la poesía lírica frente a los otros géneros, ya que en ella el poeta puede expresar sus emociones. La poesía romántica experimenta siempre sentimientos desmesurados: se ama ilimitadamente, el dolor es sobrehumano y se producen estados de desaliento y desesperación. En esta libertad de reglas literarias se hace posible la fusión entre los opuestos y el énfasis en el contraste entre lo trágico y lo sublime, lo bello y lo feo, el amor y la agonía; aparece la mezcla entre prosa y verso. En la poesía romántica hay un enorme sentimiento del paisaje, que frecuentemente se describe de modo terrible: noches negras y sombrías, tormentas y oscuridad. Este paisaje duro, adverso y negro contrasta con el paisaje clasicista. El estado de la naturaleza responde al estado anímico del poeta a manera de correspondencia entre lo micro y lo macro, recurso fundamentado en la visión análoga del mundo. Es común que en las creaciones románticas aparezcan temas populares que rinden culto al amor, la libertad y la muerte.

 

Si en el romanticismo el sentimiento se opone a la razón, el movimiento romántico necesitaba de autores apasionados. Poetas que se dejaran llevar por sus emociones, que pudieran dar la vida por el amor que se desborda. El mito romántico del suicidio de Manuel Acuña conlleva los dos movimientos principales a los cuales, según Octavio Paz (1994), el romanticismo acude una y otra vez para transgredir la modernidad: la analogía y la ironía.

La analogía es la visión del universo como un sistema de correspondencias, así el lenguaje se toma como el doble del universo. La analogía es una tradición retomada por el neoplatonismo renacentista y transmitida a diversas corrientes herméticas de los siglos XVI y XVII. Después de ser reelaborada por las sectas filosóficas y libertinas del siglo XVIII, la analogía es retomada por los románticos. La analogía muestra las semejanzas entre lo macro y lo micro, los hombres y los gusanos, lo sublime y lo horroroso. Identificando semejanzas, se propone establecer un sistema de correspondencias: “la analogía es el espejo en que se reflejan” (Paz, 1994, tomo I: 397). A la analogía se le opone la ironía, que rompe la correspondencia e introduce la confusión y el caos. Octavio Paz (ibidem) dice: “la ironía es la herida por la que se desangra la analogía; es la excepción, el accidente fatal, en el doble sentido del término: lo necesario y lo infausto”. La ironía muestra la excepción, lo irregular, lo bizarro, mientras que la analogía es la estética de las correspondencias. La analogía funda la correspondencia del poeta con el poema, pero la ironía irrumpe con el gran accidente que da lugar al vacío. En la correspondencia, la ironía introduce la confusión, el desorden. Por ello la ironía no es una palabra, y tampoco es un discurso, sino que es “el reverso de la palabra, la no-comunicación” (ibidem). La ironía muestra que el universo no es un sistema de correspondencias, no es escritura comprensible y comunicable. En la sucesión de correspondencias —propuestas en la analogía—, la ironía muestra que el mundo es ilegible porque hay muerte. La vida es eterna, pero el hombre es mortal. La ironía es la manifestación de la crítica en el reino de la imaginación y la sensibilidad; su esencia es el tiempo sucesivo que desemboca en la muerte (Paz, 1994, tomo I: 383-400). A juicio de Octavio Paz, en México no se gestaron grandes poetas románticos:

Ninguno de ellos —con la excepción, quizá, de Flores, que sí tuvo visión poética aunque careció de originalidad expresiva— tiene conciencia de lo que significaba realmente el romanticismo. Así, lo prolongan en sus aspectos más superficiales y se entregan a una literatura elocuente y sentimental, falsa en su sinceridad epidérmica y pobre en su mismo énfasis. La irracionalidad del mundo, el diálogo entre éste y el hombre, los plenos poderes que confieren el sueño y el amor, la nostalgia de una unidad perdida, el valor profético de la palabra y, en fin, el ejercicio de la poesía como aprehensión amorosa de la realidad, universo de escondidas correspondencias que el romanticismo redescubre, son preocupaciones y evidencias extranjeras a casi todos esos poetas. Se mueven en la esfera de los sentimientos y se complacen en contarnos sus amores y entusiasmos, pero apenas si rozan la zona de lo sagrado, propia de todo genuino arte romántico (Paz, 1994, tomo IV: 41-42).

La grandeza de estos poetas, más que en su literatura, se encuentra en sus vidas y en su defensa de la libertad. Sus vidas provocan admiración, y sus creaciones literarias son reflejo de sus tragedias individuales. Isaiah Berlin (2014: 222) define al nuevo héroe romántico del siglo XIX en estos términos: “alguien (quien fuera) lo suficientemente desinteresado, puro de corazón e incorruptible como para estar dispuesto a sacrificar su vida por su ideal interno”. No importa la verdad o la falsedad del motivo, el sacrificio enaltece el ideal. El romanticismo en México necesitaba de personajes heroicos. La idea de que el artista es un héroe resulta un tema muy sugestivo en el movimiento romántico. Manuel Acuña se suicidó a los 24 años de edad, y tal vez por ello es considerado como uno de los más grandes poetas mexicanos de su época: el dramatismo que envolvió su muerte y su creación literaria es símbolo de los literatos de la época.

Hay una versión romántica del suicidio de Manuel Acuña, en la cual se intenta establecer una fusión entre el poema “Nocturno” y la muerte del poeta. El mito romántico establece una analogía entre el escritor y el poema. La interpretación romántica del suicidio de Manuel Acuña es una aglutinación entre elementos opuestos en los que el amor se une con el dolor, la ilusión con la despedida, lo más sublime se fusiona con lo más siniestro. Los opuestos son reunidos en un mismo instante. El resultado de la fusión es la muerte, que se ubica en el lugar de la ironía: ¿cómo es que un poeta con un prometedor futuro se suicidó?

El suicidio de Manuel Acuña aparece trágico y a la vez sublime, pues es interpretado como una muerte suscitada por un amor intenso que no daba cabida a la razón. Amar hasta la muerte es una de las utopías románticas. El “Nocturno” interesa a los románticos porque establece una analogía entre amor, poema y muerte. El romanticismo afirma una primacía de la inspiración, la pasión y la sensibilidad, es así como borró la división entre arte y vida: “el poema fue una experiencia vital y la vida adquirió la intensidad de la poesía”, dice Paz (1994, tomo I: 387). El romanticismo fue una interiorización de la visión poética, aparece en la vivencia del poeta como realidad primordial de su obra, así se crea una visión más sentida que pensada.

El suicidio de Manuel Acuña siempre se ha leído a través de su “Nocturno”, y forma parte del mito romántico el pensar que el poeta había escrito ese poema unos instantes antes de su suicidio; hecho que no es verdadero. Al momento de hacer la cronología de lo sucedido, Peza exaltó la versión romántica del suicidio describiendo el momento del encuentro con el cadáver como “tendido en su cama con la expresión natural del que duerme”, que sin duda remite al texto de Acuña titulado “Amar y dormir”. Y es que la versión de Peza es sin duda sorprendente: quien muere por ingesta de cianuro no puede aparentar un sueño reparador, lo más común son los vómitos, la sangre y un gesto de dolor y desesperación en el cadáver. Rosario fue tomada como musa y diosa, pero a la vez como culpable y traidora ante un poeta que parecía sólo amar y dormir, imagen que fusiona lo bello y lo terrible.

El mito romántico del suicidio de Manuel Acuña se suscribe bajo la versión de una dramática muerte de un prometedor poeta solitario que amaba a Rosario, y que por su traición y rechazo se había quitado la vida. Manuel Acuña ha permanecido en la memoria histórica como el autor del poema “Nocturno”, que no deja de recordarnos su anticipada muerte. José Emilio Pacheco (1979: 133-137) dice que “el cianuro fue también la tinta con que la posterioridad leyó a Acuña y su ‘Nocturno’. El suicidio lo envolvió en un mito de amor romántico que oscurece sus demás versos”. La poesía de Manuel Acuña ha recibido severas críticas por notables poetas como Ramón López Velarde, Juan José Arreola, Jaime Sabines y Gabriel Zaid. La acusación principal ha sido su cursilería, incorrecciones continuas, uso periódico de inútiles neologismos, pleonasmos y un mal gusto en alguno de sus poemas.

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