Reproducción social y parentesco en el área maya de México

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Transmisión de derechos y bienes: propiedad de la tierra y la herencia

Un elemento fundamental para entender el sistema de parentesco entre los mayas es la transmisión de derechos y bienes, la propiedad de la tierra y la herencia.

Villa Rojas (1995, pp. 23, 35), con base en la tenencia de la tierra entre los mayas antiguos, señala que el concepto de propiedad presentaba “diversas mo­da­lidades, según el tipo de agrupación o entidad a que correspondiera”; y propone seis tipos de propiedad: 1) tierras del estado o provincia delimitadas por mojoneras, sobre las que existirían evidencias de que los gobernantes las consideraban propias, puesto que no podían arrendarlas; 2) tierras del pueblo distribuidas por el jefe local y a las que todos los comuneros tenían derecho; 3) tierras del calpulli o parcialidad (tzucul o cuchteel) pertenecientes a los miembros de cada una de las parcialidades en que se dividía el pueblo; 4) tierras del linaje; 5) tierras de la nobleza, que se podían heredar, comprar o ser otorgadas por gobernantes; y 6) tierras particulares y mejoradas por plantaciones de cacao, algodón o mamey.

Al referirse a las tierras de linajes, Villa Rojas (1995, pp. 35-36) menciona que los pueblos se dividían en parcialidades y comprendían cierto número de parajes o pequeños poblados donde estaban las tierras de cultivo, las cuales se dividían en lotes que correspondían a los grupos familiares o linajes patrilineales que habitaban el paraje, las familias extensas para Farris (1984) y Quezada (1993).

El mismo Villa Rojas aclara que se podían establecer nuevos caseríos y tener derechos de propiedad sobre las tierras circundantes a un pueblo con el solo esfuerzo de abrir nuevas parcelas de cultivo en los montes vírgenes pertenecientes al pueblo (1995, p. 38). Estas tierras asociadas a los linajes o clanes exogámicos patrilineales en lengua maya se denominan ch’ibales, término usual en la documentación de origen indígena (Estrada, 2011).

Para los chuj, Piedrasanta (2009, p. 26) sostiene que el manejo del espacio y territorio, tanto en la administración como en la gestión, la protección y otros tipos de control, se daba en diferentes niveles: pueblo (Chonhab’) del que se desprendían las aldeas (Kalu’um) y principales de las aldeas (representantes de linajes), como un conjunto que mostraba la organización social jerarquizada de la sociedad chuj.

Acerca de los mayas de la península de Yucatán, Restall (1997, p. 2) afirma que, junto con el cah (pueblo), el ch’ibal operaba como una unidad social identificada con el grupo patronímico o linaje, esto es, el linaje familiar extendido. En tanto que Bracamonte y Sosa (2000, p. 154) refiere que estas tierras patrimoniales de los ch’ibales, documentadas desde los inicios novohispanos hasta entrado el siglo xix, coexistieron con otros tipos de propiedad de la tierra.

En cuanto a las tierras particulares, eran aquellas que “[…] por medio del esfuerzo personal o de inversión de capital quedaban convertidas en plantaciones de cacao, algodón, mamey y otras frutas, pasaban a ser propiedad exclusiva del dueño, sin más cortapisa que dar preferencia a los de linaje […]” (Villa Rojas, 1995, p. 42). Este mismo autor señala que en Los títulos de Betún6 aparecen numerosos testimonios de este tipo de propiedad:

Yo Diego Cupul natural que soy de este pueblo de Cuncunul declaro la verdad que doy el conocimiento de paraje de un pozo mío a don Lucas Tun el cual es ca­cahua­tal con todos los montes que le pertenecen al derredor, en presencia de mi Cacique, Al­cal­de y Regidores, y están señalados por detrás todo con sus mojoneras y lo anduvo todo la Justicia (The Titles of Betún, 1939, p. 130. Citado en Villa Rojas, 1995, p. 43).

Sobre la herencia de las tierras particulares, y seguramente basándose en lo que describe Landa con relación a la herencia (Landa, 1986, pp. 48-49), Villa Rojas informa que:

sólo correspondían a los hijos o deudos varones más cercanos por la línea masculina, pues, la mujer no tenía derecho a heredar nada. En caso de que los hijos varones fuesen de corta edad, entonces, los adoptaba el hermano del difunto o miembro más cercano del mismo linaje, junto con las tierras heredadas. Más adelante, al llegar a la mayoría de edad los huérfanos, se les devolvía la heredad de modo formal ante testigos y autoridades, pero sin entregar nada de las cosechas de cacao, maíz u otros productos, ni tampoco de las utilidades obtenidas de la venta de miel y cera de los colmenares (Villa Rojas, 1995, p. 43).

A diferencia de Villa Rojas (1995), quien propuso una complejidad de formas en la propiedad de la tierra, Farris (1984) sostiene que la misma era colectiva; aunque coinciden en que la tierra se transmitía exclusivamente por vía masculina. Asimismo, la idea de que las tierras comunales se utilizaban indistintamente por los milperos prevaleció en la historia indígena del Yuca­tán novohispano.

Un análisis distinto de la organización social y propiedad de la tierra de los mayas es el de Gillespie (2000, pp. 468, 475), quien usa el constructo “casa” de Levy-Strauss para explicarlo. Así, esta autora explica que las “casas” son unidades de larga vida, corporadas y organizadas para fines específicos, y que los miembros de la casa utilizan estratégicamente las relaciones de consanguinidad y afinidad para legitimar la unidad y la perpetuidad. Gillespie opta por esta alternativa de análisis porque el término “linaje”, como se entiende en general, no explica por completo la organización social maya; y agrega que una limitación notable de este acercamiento es que dice poco acerca de los mecanismos que relacionan a los grupos en redes englobando diferentes niveles de la sociedad.

Esa misma autora propone repensar la organización social maya, entender el linaje como “un tipo” y al privilegio de la consanguinidad como factor determinante en la configuración de las relaciones sociales. Para ella, la existencia de grupos sociales debería iniciar con el propósito o función del grupo y solo entonces proceder en el cómo sus miembros conciben o establecen relaciones entre sí (Gillespie, 2000). Ante esto, surge una pregunta: ¿la “casa” se podría homologar al linaje? Pensemos en que ningún linaje ha operado de acuerdo a las reglas ideales y sus miembros hacen ajustes pragmáticos acordes a la vida real (Carsten y Hugh-Jones, citados por Gillespie, 2000, p. 475).

Por otra parte, Gillespie (2000, p. 475) puntualiza que un linaje corresponde a un grupo consanguíneo, con la filiación como base primaria para ser un miembro suyo y en el que la residencia o propiedad conjunta son tratadas como derivativas. Así, un grupo que recurre a la filiación y residencia en su definición se le concibe como un “arreglo” entre dos principios fundamentales, algo difícil de nombrar incluso cuando su amplia existencia era mejor conocida (Murdock, citado por Gillespie, 2000, p. 475). Además, “casa”, a diferencia de linaje, incorpora lazos afines y de filiación, de modo que forman un “lenguaje” para las relaciones por cuyo medio las acciones de los miembros se admiten como legítimas.

Los estudiosos de la organización social de los antiguos mayas han privilegiado la filiación unilineal para la definición del grupo, aunque haya excepciones en las que no todos los corresidentes se relacionen por esa vía.

Los ch’ibales formados por grupos de filiación se enlazaban en principio con el pueblo (cah) y funcionaban como grupos de parentesco y unidades políticas en los que había correspondencia entre las diferentes esferas de la filiación, la herencia y la sucesión.

Sin saldar esta discusión, se ha señalado que la pertenencia a un grupo se daba, en primera instancia, a través del grupo de filiación: familias extensas patrilineales, patrilocales exógamas o por afinidad, lo cual implicaba cumplir con derechos y obligaciones.

Sistema de parentesco maya en la Conquista

Para los tiempos de la Conquista, se identifican dos características operativas del sistema de linajes: i) la prohibición de contraer matrimonio con alguien del mismo patronímico, regla que, de acuerdo con los documentos parroquiales, seguía siendo respetada; y ii) la norma por la que cualquiera que viajara o se mudara de casa podía contar con la ayuda de cualquier otra persona que tuviera su mismo patronímico, aun cuando fuera un completo desconocido. Para Farris (1984, p. 222), esta costumbre no tendría sentido si los patronímicos representan linajes compartiendo más o menos el mismo territorio, por lo que es probable que los linajes pudieron haber sido en algún momento sinónimo de división territorial, aunque las migraciones previas a la Conquista ya habían desarticulado esas concentraciones geográficas y la costumbre de ayudar a los forasteros con el mismo apellido era una reliquia del antiguo sistema.

Respecto a la época colonial, Restall (1997, p. 17) atribuye al ch’ibal características tanto de linajes como de clanes exogámicos. Sin embargo, Peniche (2002, p. 30)7 advierte que los ch’ibales mayas de la época colonial compartían rasgos que permiten tratarlos más como linajes agnaticios, esto es, linajes trazados por vía masculina, que como clanes.

Los ch’ibales en la época colonial conformaban grupos locales de descendencia unilineal que, a través del vínculo masculino, compartían el mismo apelativo y constituían, por lo tanto, grupos de filiación patrilineal exogámico. Consecuentemente, los varones del grupo debían buscar sus esposas en otro linaje, al tiempo que debían exportar hermanas e hijas (Bracamonte y Solís, 2000, p. 126; Peniche, 2002, p. 31).

 

Pasada la Conquista, los patrones de asentamiento novohispanos dan cuenta del impacto de las congregaciones. Algunos pueblos fueron reubicados y otros reorganizados para disminuir el uso de las plataformas y montículos prehispánicos. Las calles se construyeron reticularmente, concentradas alrededor de una iglesia y una plaza central. Las unidades multifamiliares se atomizaron en solares discretos más pequeños amurallados con albarradas. Aun así, algunos pueblos reubicados mantuvieron el derecho a cultivar sus milpas vecinas de su anterior residencia. En ocasiones quedaban muy distantes resultando en más tiempo de viaje y la baja en la eficacia laboral (Alexander, 2000, p. 375).

Para reducir la dispersión demográfica, se obligaba a los indígenas a vivir en un poblado cristiano o fundar uno nuevo, acción que fue permanente hasta mediados del siglo xviii (Farris, 1984; Bracamonte y Sosa y Solís Robleda, 1996). Pero congregar a los indígenas se enfrentaba a severas limitaciones naturales y nunca fue posible el sometimiento pleno de todos los grupos mayas situados en las selvas del sur de la península yucateca, región de la que se hablaba genéricamente como la montaña.

La fuga fue otro recurso de los indígenas durante todo el periodo novohispano; la facilidad con que la población lo utilizaba habla de que había una base común, la cual permitía la comunicación efectiva entre los distintos grupos mayas que habitaban la extensa zona de la península de Yucatán y el Petén, esto es, una base que se componía de lengua, rituales y organización social.

Para el siglo xviii, los desplazamientos de los mayas de la península de Yucatán estuvieron marcados por la tendencia de moverse desde los pueblos hacia los sitios, ranchos8 o estancias ganaderas,9 que competían con las repúblicas de indios por el manejo de los recursos que durante décadas habían sustentado la legitimidad de las élites locales: el control sobre la mano de obra y los territorios (Peniche, 2002, pp. 55, 58, 66).

Farris (1984, p. 215), basada en el análisis de las referencias a las relaciones familiares, los modos de asentamiento y la propiedad de la tierra de los documentos novohispanos, deduce que los grupos conformados por una o varias familias extensas eran un grupo de varones emparentados patrilateralmente que incluía a sus mujeres e hijas solteras y funcionaba en forma de unidad económica cooperativa. Estos grupos conformados por familias extensas raras veces se mencionan en los relatos modernos o de la Colonia referentes a la sociedad maya.

Farris (1984, p. 217) también señala que, en teoría, el grupo comprendía tres generaciones. En la práctica, la red podía expandirse o contraerse en combinaciones variadas, dependiendo del ciclo de desarrollo de la propia historia familiar y de la preferencia personal, o por el principio de segmentación de los linajes. La unidad estándar era pequeña —a lo sumo cuatro o cinco varones adultos—, seguramente por ser el tamaño óptimo para los esfuerzos cooperativos que les unían. Los vínculos fraternales podían aligerarse cuando los padres morían o cuando alguno de los hermanos tenía ya los suficientes hijos adultos como para constituir un grupo de apoyo mutuo independiente, aun cuando se conservara un cierto grado de reciprocidad. También podía suceder que los vínculos tío-sobrino sustituían a los de padre-hijos cuando la ausencia de estos o la pérdida del padre trastornaban el orden habitual. Esta agrupación, junto con esposas e hijos, parece ser la unidad básica de supervivencia, que asegura el esfuerzo cooperativo requerido para satisfacer las necesidades del sustento material y de la protección divina.

Una familia nuclear (padre, madre e hijos) pudo haber sido la unidad autosuficiente respecto a los asuntos rutinarios de la subsistencia, pero no era necesariamente la más eficiente, ni tampoco, en un clima tropical, ofrecía la protección idónea contra las enfermedades o lesiones del cónyuge ni contra el resto de las vicisitudes de la vida humana. Los mayas enfrentaban estas contingencias mediante la cooperación y el apoyo mutuo del grupo de parentesco más amplio de “la familia extensa” (Farris, 1984, p. 215). Este se conformaba por familias extensas patrilineales y era también una unidad residencial múltiple de hasta veinte o treinta adultos y niños, que era habitual en todas las tierras bajas mayas.

En los primeros años de la Colonia, la residencia de estos grupos de familia extensa continuó vigente, aunque el tamaño de las familias era menor. En ocasiones, todo el grupo de parentesco vivía en una única casa grande. Pero más frecuente era que compartieran un agrupamiento de viviendas, con cada una alojando a una pareja con sus hijos y tal vez a algún pariente viudo. La familia extensa funcionaba más como una cooperativa que como una empresa colectiva, era un sistema de apoyo mutuo con derechos y obligaciones recíprocos. Era costumbre que los hombres intercambiaran trabajo en la construcción y reparación de las casas de los demás, pero manteniendo viviendas separadas. La familia extensa patrilineal era la unidad de residencia preferida en los tiempos novohispanos en las rancherías dispersas y en los pueblos más compactos (Farris, 1984, pp. 218-220; Quezada, 1993, p. 38).

Para Farris (1984), la organización del grupo de varones emparentados patrilateralmente es el origen más verosímil del sistema maya de posesión privada de la tierra. Al respecto, menciona que los primeros testamentos y escrituras novohispanas se refieren frecuentemente a “las tierras de los Couoh”, de los Pat o de otros patrilinajes. Aunque los propietarios individuales aparecen en documentos posteriores, los grupos de varones emparentados siguieron funcionando como unidades de tenencia de la tierra al menos hasta finales del siglo xvii. La propiedad era claramente colectiva. Los miembros del grupo no tenían derecho independiente a parcelas individuales (Farris, 1984, p. 217).

Aunque las leyes españolas socavaron las pautas tradicionales de la herencia, las normas que regulaban la transmisión quedan patentes en los testamentos que sobrevivieron. Las mujeres podían heredar las colmenas, los utensilios, ropajes y animales domésticos, pero si no había herederos varones, la tierra se solía transmitir a los maridos de las hijas o sobrinos sobrevivientes (Farris, 1984, p. 217).

Farris (1984, p. 219) afirma que huertas, solares, graneros, así como la tierra, eran de propiedad comunal, pero individual para el caso de los demás bienes, con excepción de las milpas. El ganado podía reunirse en manadas, pero los testamentos que han sobrevivido indican que los animales se poseían individualmente. De igual modo, aun no siendo de propiedad comunal, el uso de un arma de fuego o de un caballo podía ser compartido.

Para Bracamonte y Sosa y Solís Robledo (1996, pp. 138-139), la autonomía con la que a su interior las repúblicas de indios manejaron el recurso territorial permitió una larga sobrevivencia de las formas prehispánicas de tenencia de la tierra, en especial las patrimoniales o de los patrilinajes. Al adaptarse el sistema de tenencia de la tierra durante el Virreinato se generó la propiedad privada particular, como una fragmentación de la propiedad patrimonial o de los patrilinajes en su gran mayoría.

La residencia y herencia en tiempos novohispanos

Ha habido confusión acerca de los modos de residencia y de las obligaciones de parentesco porque los estudios sugieren que las parejas vivían con la familia de la esposa y con la del esposo. Farris (1984, p. 218) nos aclara que las dos formas eran habituales en tiempos novohispanos, pero como fases distintas del ciclo de desarrollo de la familia nuclear. El marido “pagaba” una especie de precio por la novia a sus padres o grupo de parentesco, lo cual, para los mayas macehuales novohispanos, era de un año o más de trabajo inmediatamente antes o después del matrimonio. Después, la pareja se trasladaba a la residencia paterna del marido de modo que la esposa y su trabajo pasaban a pertenecer a esta familia.

Para la década de 1930, cuando Villa Rojas realizó su etnografía en el cacicazgo de X-Cacal, él documentó la costumbre del hankab o periodo de servicio del novio en la familia de la novia, pero, a diferencia del novohispano, solo era por algunos meses: “Como ya sabemos, los primeros meses de matrimonio se pasan en la casa de los padres de la muchacha” (Villa Rojas, 1992, p. 423).

En la etapa novohispana, la composición, organización y persistencia de grupos a partir de la familia extensa se debieron, en parte, a su vínculo con la tarea más básica de la supervivencia, es decir, la producción de alimentos mediante la agricultura de roza-tumba-quema (Farris, 1984, p. 216).

Actualmente, Estrada (2011) señala respecto a la zona maya de Quintana Roo que un padre y sus hijos, o un grupo de hermanos, o en ocasiones un tío y sus sobrinos, compartirán el trabajo en milpas vecinas, ya que hacerlo en equipo es en especial útil en la tala y quema del monte, además de que el grupo proporciona compañía y seguridad. Lo mismo pasa con actividades como la caza y la pesca, las cuales desde tiempos novohispanos se llevaban a cabo como un esfuerzo común a pequeña escala, lo cual se sigue observando.

De acuerdo con Estrada (2011), se advierte una práctica similar en el cultivo de la milpa dado que esta exigía permanecer largos periodos de tiempo en el monte, además, de que resulta más seguro disponer de unos cuantos compañeros en caso de accidente, enfermedad repentina o mordedura de serpiente.

La “brigada de milperos”, grupo de varones emparentados patrilinealmente, funcionaba como la unidad típica de producción de alimentos del periodo novohispano y probablemente lo era también desde mucho antes en cualquier lugar con agricultura de milpa. El núcleo de esta red de ayuda era la relación padre-hijo, y su soporte moral el permanente compromiso del hijo respecto a los padres, que se entendía más allá de la muerte. La obligación filial hacia el padre, que en cierto modo se extendía a tíos y hermanos mayores, comprendía la estricta obediencia a la autoridad del padre y la responsabilidad del mantenimiento de los progenitores. Los mayas varones comenzaban sus contribuciones a muy temprana edad, y participaban en la milpa y tareas de casa desde los diez o doce años e inclusive más pequeños (Farris, 1984; Villa Rojas, 1992; Quezada, 1993).

Los españoles dividieron física y fiscalmente el grupo de “familia extensa” patrilineal en unidades conyugales; la división residencial fue impuesta por el clero católico que insistió en que cada matrimonio fundara un hogar por completo independiente para combatir, por un lado, la marcada propensión de los mayas al incesto —sobre todo, entre suegros y nueras y entre padres e hijas—, y por otro, para estimular los matrimonios precoces y evitar la práctica del “precio de la novia”, que implicaba la residencia temporal con la familia de la esposa. Sin embargo, cuando la supervisión católica era laxa y distante, los mayas regresaban a la estructura de la familia extensa patrilineal (Farris, 1984, pp. 271-272; Quezada, 1997).