Reproducción social y parentesco en el área maya de México

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La herencia

En tiempos novohispanos, la transmisión de la herencia era estrictamente por vía masculina, basada en el principio de que eran los hijos y sus esposas los únicos responsables del mantenimiento de los padres, y en general, de la producción de bienes familiares. Las hijas formaban parte del sistema de mantenimiento del grupo de su marido, al cual contribuían y del cual podían esperar recompensas: “[…] los indios no admitían que las hijas heredaran con los hermanos sino era por vía de piedad o voluntad; y entonces dábanles algo del montón y lo demás lo partían igualmente los hermanos, salvo que al que más notablemente había ayudado a allegar la hacienda, dábanle su equivalencia; y si eran todas hijas, heredaban los hermanos (del padre) o (los) más propincuos; [...]” (Landa, 1986, p. 48).

Farris (1984, p. 217) indica que las reglas españolas convirtieron la herencia en bilateral y que de este modo distorsionaron el sistema prehispánico, ya que, de acuerdo con la ley española, todos los hijos legítimos heredaban equitativamente. Pero Robert Patch (citado por Bracamonte y Solís Robledo, 1996, pp. 137-138) propone que en ese entonces se heredaba de una generación a otra, se tenían linderos definidos y un sistema desarrollado de propiedad acorde a una estructura social basada en la corporación y en las relaciones de parentesco.

Bracamonte y Solís Robleda (1996, pp. 152-153, 156) han identificado los tipos de tenencia en las repúblicas de indios en la fase novohispana y los han agrupado en tres formas genéricas: 1) tierras comunales; 2) tierras corporativas para la milpa de comunidad, que comprendían las asociadas a los bienes de comunidad y las del culto o de cofradía; las milpas consistían en fracciones de terreno que el cabildo destinaba para realizar, con el trabajo de los macehuales, un cultivo de maíz para los fondos de la caja de comunidad, el cual, tratándose de las estancias de cofradías, se destinaba al mantenimiento del culto a una imagen o para la ayuda de los miembros de la cofradía en épocas de crisis, y 3) tierras privadas, que incluían las de los particulares y las patrimoniales o fa­miliares.

Respecto a las tierras comunales, lo sustantivo es que el derecho se ejercía en todo el territorio bajo la jurisdicción de la entidad política; estas tierras eran aquellas en donde los macehuales sembraban sus milpas, obtenían madera, guano, cera y carbón, y practicaban la cacería. El término tierras comunales debe asociarse a un derecho de uso de los macehuales por el reconocimiento y sujeción que daban a los principales mediante el mulmeyah.10

El derecho a cultivar la tierra recaía directamente en el Cabildo, aunque se restringía el poder del batab, o jefe local, mismo que se supeditaba al Consejo de gobierno conformado por la élite, en la cual quedaba expresa la influencia de los patrilinajes gobernantes. Para cultivar las milpas, los pueblos rotaban las tierras entre la población mediante la ubicación de “rumbos” o “bandas” en donde los macehuales podían elegir una parcela de monte alto para tumbar, quemar y sembrar el maíz y otros cultivos asociados, manteniendo la posesión del terreno durante los años de uso, para luego reintegrarla al monte. La fijación de los “rumbos” permitía controlar el descanso de grandes extensiones continuas de tierra y la recuperación de los montes, de modo que al quemarse de nuevo se asegurara la fertilidad del suelo (Bracamonte y Sosa y Solís Robleda, 1996, pp. 153-154).

Las tierras privadas eran de extensión variable con derecho exclusivo de posesión, herencia y enajenación, cuyos dueños en individual eran generalmente los caciques. Las tierras patrimoniales, en cambio, pertenecían a un grupo de parientes para asegurar su subsistencia, y las empleaban para la cría de ganado mayor, la apicultura, el cultivo de árboles frutales y el cultivo de maíz con el trabajo de macehuales. Eran heredadas por vía masculina y se mantenían vinculadas a un patrilinaje, los ch’ibales. Para Bracamonte y Solís Robleda (1996, pp. 166-167), este tipo de tenencia de tierra se circunscribía a la nobleza maya novohispana, pero Farris (1984, p. 217) afirma que las tierras asociadas a un patronímico correspondían a “grupos de varones emparentados” con tenencia colectiva de la fracción de tierra, pero se refiere a la sociedad maya en general.

Las tierras patrimoniales sugieren que, durante la etapa novohispana, el sistema prehispánico del derecho ancestral a la propiedad tuvo continuidad. Cuando un grupo de parientes se reconocían en una línea de sucesión, se identificaban con un apelativo; la propiedad de este tipo de tenencia era privilegio de los varones, pero la mujer podía transmitir la propiedad entre dos generaciones de varones (Bracamonte y Solís Robleda, 1996, p. 180). El uso de los patronímicos mayas constituye otra evidencia de la continuidad cultural de la población y conserva su significado como expresión de filiación del grupo familiar.

Después de 1750 inició un prolongado y conflictivo periodo en el que la tierra será centro de atención y codicia de estancieros y agricultores. Fue que entonces se cuestionó el sentido de la territorialidad indígena novohispana, se puso en duda la delimitación de cada república y de la extensión de las tierras comunales, se ignoró la existencia de las tierras patrimoniales, desechando la validez de las tierras particulares y desamortizando llanamente las tierras de los santos. En esta crisis general, las tierras indígenas, aparentemente baldías, fueron ocupadas para fincar haciendas en el inicio de un proceso de colonización. De poco sirvieron los litigios emprendidos por las comunidades y por los defensores españoles que actuaban en su nombre para evitar el empuje de la liberalización. Haciendas y ranchos agrícolas arrasaron a las comunidades indígenas quitándoles tierra y hombres (Bracamonte y Solís Robleda, 1996, pp. 54-55, 257).

Las tierras de los linajes de los grupos de filiación patrilineal, o ch’ibales, sufrieron un proceso de individualización en el siglo xvii pero sobre todo en el xviii, conforme creció la demanda del suelo por parte de los españoles, y por consiguiente se fue valorizando. Este proceso recibió la influencia de la monetización de importantes espacios de la economía indígena, de modo que la necesidad de adquirir recursos económicos para hacer frente a las contingencias y acceder a ciertos bienes, condujo tanto a la fragmentación de las tierras de los ch’ibales y a su apropiación individual, como a su venta por parte de indígenas a españoles (Peniche, 2002, p. 81).

En el norte y occidente de Yucatán, grandes extensiones de tierra fueron sustraídas a las comunidades, lo que paulatinamente aumentó la presión sobre los terrenos dedicados a la milpa. Gran parte de los bosques fueron desmontados para dedicarlos a la ganadería y a cultivos comerciales, como la caña de azúcar, arroz, algodón, frutales, grana y añil.

La historiografía registra que en la década de 1780 dio inicio una crisis general para la península de Yucatán, que se prolongó hasta después de su separación del imperio español en 1821. El descenso del precio de las mantas y patíes de algodón en los centros consumidores desarticuló el circuito de la explotación formado por la tributación y los repartimientos y condujo a una transformación radical en el uso de la mano de obra indígena. Estos acontecimientos se vieron reforzados por las ideas liberales políticas que llegaban desde la metrópoli y por las reformas borbónicas que modificaron el sistema novohispano (Farris, 1984; Quezada, 1993; Bracamonte y Sosa y Solís Robleda, 1996; Peniche, 2002).

En la segunda década del siglo xix, Yucatán vivió un gran éxodo de familias indígenas que abandonaron los pueblos para fundar ranchos en lugares apartados, lejos del alcance de los españoles y del clero católico.

En los últimos cincuenta años del Virreinato se pugnaba por el desarrollo ganadero y agrícola y con esto, por una redefinición de la propiedad territorial. Las haciendas, con las normas jurisdiccionales sobre la tierra dadas por la constitución de la Monarquía Española, instaurada en 1813, o Constitución de Cádiz, y las leyes de colonización de terrenos baldíos de 1825, 1841, 1844 y 184711 fueron conformando otro territorio. En este proceso, los ranchos12 indígenas dispersos en antiguas repúblicas no pudieron defender las tierras públicas que prácticamente quedaron en calidad de “recursos” asociados a la tierra baldía. Los ch’ibales e individuos que no tenían cómo demostrar la tenencia de sus tierras quedaron indefensos frente a la política de colonización de baldíos (Bracamonte y Sosa, 2000, p. 159).

El despojo y cuestionamiento de la posesión territorial de los mayas fue una de las causas profundas que produjeron la sublevación indígena que estalló en julio de 1847.13 Durante la Guerra de Castas, la agricultura y la estructura familiar mantuvieron las prácticas antiguas, junto con los dioses y ritos a ellas asociadas (Reed, 1987, p. 207).

Al concluir la Guerra de Castas, y en cuanto a la propiedad de la tierra, la pacificación se limitó a otorgar el derecho de los indígenas para regresar a vivir a los antiguos solares y tierras que poseían previo a ese evento, aunque demostrando con títulos su propiedad legal. Respecto a la tierra, la única ventaja para los rebeldes fue que se aceptó que continuaran residiendo en los asentamientos fundados durante el conflicto, pero en calidad de rancherías sujetas al pueblo más cercano (Bracamonte y Sosa, 2000, p. 162).

Otro elemento significativo que se dio en tiempos novohispanos fue el descenso en la edad del matrimonio: de veinte años, edad habitual de matrimonio antes de la Conquista, se redujo a los catorce para los varones y a doce para las mujeres. Tan pronto como finalizaban su asistencia obligatoria a la doctrina comenzaban a pagar impuestos. La causa nuevamente fue la presión española con motivos diversos, como el de los sacerdotes, que inducían los matrimonios a temprana edad por sostener que eran una garantía contra la inmoralidad sexual —por lo que incitaban al matrimonio precoz e inclusive encerraban en los conventos a los rezagados hasta que sus padres o los mismos religiosos encontraban el cónyuge adecuado—, hasta los motivos financieros, ya que se podía reclutar desde muy temprano a gente para las tandas de trabajo y los repartimientos (Farris, 1984, p. 278).

 

Es de notar, por otra parte, que a pesar de la introducción generalizada de los nombres propios de los santos en el bautizo cristiano, el apellido del padre se mantuvo como eje de filiación, lo que dio continuidad a los grupos parentales identificados por el patronímico. Esto es, los hijos de Chel y todos los que portaban ese apellido se consideraban parte de un mismo grupo y usaban el plural para identificarse (Bracamonte y Solís Robleda, 1996, p. 93).

El grupo de familia de tres generaciones continuaba siendo la unidad de residencia, aunque con menor frecuencia bajo el mismo techo. La producción de maíz, por lo general, todavía era fruto del esfuerzo cooperativo de un pequeño grupo de hombres del mismo patrilinaje o ch’ibal, los milperos, que a menudo constituyeron el núcleo de un rancho alejado y trasladaban esa misma estructura a otras ocupaciones. En los documentos que Farris (1984, p. 407) revisó queda señalado que: “Padre e hijos, tío y sobrinos también se encuentran juntos sirviendo como mayoral y vaqueros frecuentemente en la misma estancia”.

La migración desde las ciudades y comunidades novohispanas, documentada por los historiadores, sugiere que varios grupos conformados por una o varias familias extensas se disgregaban y huían de las presiones ejercidas por los españoles; los grupos de jóvenes parejas casadas con uno o más hijos pequeños y aquellos con las mayores responsabilidades, migraban a las selvas o a los pueblos alejados de las ciudades novohispanas (Farris, 1984, pp. 319, 328; Quezada, 1997, p. 86).

Tal proceso de dispersión de los indígenas mayas en Yucatán rara vez fue resultado de la acción de un solo individuo o de una familia nuclear y más bien fue la agrupación de varias familias nucleares o de una familia con algunos adultos —usualmente hermanos, hijos mayores u otros varones del patrilinaje que cultivaban milpas comunes o adyacentes que conformaban la unidad básica de producción de alimentos— los que constituían el núcleo de un nuevo poblado, en un proceso similar al de fundación y asentamientos descrito para el pueblo de Chan Kom a principios del siglo xx (Redfield y Villa Rojas, 1934, pp. 22, 30; Redfield, 1944, p. 72).

Peniche (2002) afirma que la migración de los indígenas mayas en el siglo xviii implicó la pérdida de lazos de un sector de la población indígena con sus comunidades de origen, debilitando el funcionamiento de los pueblos coloniales. Pero también indica que la incorporación de contingentes importantes de población maya al trabajo de las empresas españolas (estancias ganaderas, sitios) no significó una transformación radical en las formas de convivencia nativa, sino que brindó a un sector de la población indígena la posibilidad de la continuidad en algunos de sus principios organizativos.

Esta autora analiza la migración de los indígenas mayas mediante la revisión de las matrículas de tributarios de 1803, producto de la visita de un intendente a once pueblos de la provincia, en cuyas matrículas se registran el nombre y apelativo de todos los residentes de pueblos, estancias, ranchos y sitios. Y muestra, por una parte, que los sistemas de linajes patrilineales o ch’ibales persistieron pese a la migración, con una marcada tendencia indígena a mantener en sus nuevos lugares de residencia la organización de los ch’ibales.14 Por otra, que en algunas estancias hubo una mayor disolución de dicha unidad de organización (Peniche, 2002, p. 145).

En este sentido, si bien hay argumentos respecto a que durante la Colonia la migración en algunas regiones de la península de Yucatán se dio hacia las estancias de los españoles, en otras, como en la región más al oriente, varios grupos mayas prefirieron vivir en la clandestinidad, por lo que vendían sus pocas prendas y animales y abandonaban sus casas para huir hacia el “monte” o “la montaña”, donde lejos de las poblaciones españolas subsistían con la milpa tradicional, conservándose devotos en sus ofrendas de incienso y sacrificio (Sánchez de Aguilar, 1987, p. 57).

Se trataba de las selvas del sur y oriente de la península de Yucatán que hasta entonces estaban fuera de control y habían sido el refugio de prófugos durante toda la época colonial. Varios de estos indígenas rebeldes, advierte Jones (1989, pp. 104-105), vivían en las inmediaciones de las villas españolas e intercambiaban miel, cera y otros productos a cambio de cuchillos, ropas bordadas, semillas de cacao, copal, hachas, machetes y sal. De hecho, aclara el mismo autor, se creó un mercado clandestino terrestre y fluvial entre los llamados tahitzá, habitantes autónomos del Petén guatemalteco, y los rebeldes de la península yucateca, misma ruta de intercambios que permitió la prosperidad y la manutención de los que decidían vivir lejos del vasallaje español. Algunos líderes apoyaban a los indígenas rebeldes comerciando con ellos y dándoles refugio y protección. Hubo casos en los que la comunicación entre ambos grupos inconformes llegó a derivar en la rebelión de toda una población encomendada o hacendada, pues había constantes acuerdos para liberar a los sirvientes, matar a los españoles, quemar sus casas y robar sus haciendas (Jones, 1989, pp. 104-105).

Todos los grupos mayas independientes del periodo de la Guerra de Castas y después de la misma estaban organizados en conjuntos “multipueblos” más o menos aliados, que reconocían a un pueblo principal con funciones políticas y militares y que, en el caso de Chan Santa Cruz, tuvo además funciones religiosas. San Pedro tenía pequeños “conjuntos” como Lochhá y Xkanhá, “cantones”, y Chan Santa Cruz en su base tenía “subtribus” (Jones 1989, pp.139, 189).

En estos procesos, las relaciones de parentesco, sobre todo las expresadas con el grupo de parientes, jugaron un papel principal en la sociedad maya. Poseer un sólido grupo de parientes masculinos fue importante en todos sus niveles. Para los macehuales significaba una ayuda mutua por la supervivencia física; para la nobleza representaba la protección y aumento de la riqueza del grupo, además del apoyo de otros principales para ser elegidos para algún cargo (administrativo, político, eclesiástico), lo cual determinaba la suerte de una familia o de un patrilinaje o ch’ibal (Farris, 1984, p. 357; Bracamonte y Solís Robleda, 1996, p. 126).

Organización social: su proyección en el espacio

Sobre la organización social territorial, nos ocupamos aquí de los mayas de la península de Yucatán,15 de su organización social en el espacio, aunque se retoman ejemplos de otros grupos mayas.

Para los grupos mayas en general, el parentesco ha jugado un papel determinante en cuanto a la propiedad y el uso de las tierras colectivas y de otras formas de tenencia. La apropiación, la propiedad o el usufructo y su herencia, se regían, como hoy, por un modelo patrilineal.

Lo que sabemos al respecto sobre los mayas de la península de Yucatán deriva de las conclusiones de Roys en la década de 1950, las cuales se enriquecieron con las investigaciones de Tsubasa (1992) y Quezada (1993), su discusión permite ver la relación entre organización territorial y parentesco (figura 1.1).

Figura 1.1. Escala de organización social territorial de los mayas, época prehispánica


Ch’ibal: Familia extensa. Grupos de varones emparentados patrilinealmente con sus mujeres e hijas solteras. Unidad económica cooperante. Grupo residencial patrilocal exogámico. Linajes agnaticios. Compartían un mismo patronímico. Ejercían dominio sobre una fracción de tierra. Podían conformar facciones políticas hacia el interior de las repúblicas de indios

Cuchteel: Barrio o parcialidad. Aldeas bajo el dominio de un ah cuch cab. Grupos de familias extensas con residencia patrilocal y filiación patrilineal. Patrilinaje exogámico. Unidad residencial identificada por un topónimo. Tenía dependientes familiares o no de un señor principal. Entidad política, administrativa, militar, de trabajo por cooperación y ayuda mutua

Cah: Administrado por un batabil. Patrilinajes exogámicos. Entidad política. Funciones administrativas. Funciones militares. Base territorial de carácter comunal.

Cuchcabal: Organización política más compleja que los españoles llamaban provincia. Regida por un halach uinic. Lugar donde residía el poder.

Fuente: Elaboración propia con base en Roys et al. (1940), Haviland (1972), Farris (1984), Okoshi (1992), Quezada (1993), Bracamonte y Sosa y Solís Robleda (1996) y Restall (1997).

Con base en la documentación española del siglo xvi, Roys propuso que había tres formas de organización política territorial, a las que denominó como diferentes estados nativos o “provincias” (Roys, 1957, p. 6) y que correspondían a las distintas agrupaciones políticas que unían a los pueblos mayas del norte de la península yucateca.

El primer tipo de organización política lo conformarían las provincias bajo el dominio centralizado de un solo señor, el halach uinic, quien ejercía el control de los pueblos sujetos a través del batab. El segundo tipo consistía en provincias confederadas, cuyo poder era ejercido por el grupo de batabes que gobernaban a los pueblos integrantes de la provincia. El tercer tipo era el más simple, ya que la provincia era un grupo de pueblos independientes entre sí que se aliaban para su defensa y cooperaban habitualmente en política exterior.

Respecto a la organización interna de los pueblos, se ha propuesto una división en “barrios” administrados por el ah cuch cab, esto es, unidades políticas de menor tamaño con cierto grado de autonomía. Cada barrio tenía su propia denominación y podía tener varios patronímicos que designaban linajes (Roys, 1957, pp. 5, 7, 74).

A la difundida y aceptada propuesta de Roys, se han agregado dos investigaciones que aportan más datos para la discusión sobre el conocimiento de la sociedad maya del siglo xvi, nos referimos a las investigaciones de Sergio Quezada y la de Tsubasa Okoshi. El primero privilegia la territorialidad en su análisis y, el segundo, las relaciones de dominio y sujeción.

Quezada aborda los tres niveles de organización territorial: el cuchteel o “barrio”, el batabil o cah o pueblo y el cuchcabal o provincia. Concibe al cuchteel como una unidad básica análoga al calpulli mexica que se integraba por grupos de familias extensas (Quezada, 1993, pp. 38, 42). En oposición a Roys, quien postula que el cuchteel fue exclusivamente una unidad político-territorial con cierta autonomía, Quezada afirma que fue una institución más compleja que se integraba por grupos de familias extensas con residencia patrilocal, es decir, los ch’ibales, los cuales, con normas de filiación y sucesión patrilineal, eran una unidad residencial identificada con un topónimo, y agrega este autor que era la pertenencia al cuchteel lo que permitía el acceso a la tierra cuya tenencia era comunal. Asimismo, por las características que asigna al cuchteel, se entiende este como una unidad administrativa, militar, de trabajo por cooperación y ayuda mutua y una entidad política. Todos estos rasgos le dan la pauta a Quezada para fundamentar su propuesta de equiparación del cuchteel con el calpulli.

En cuanto al batabil o cah o pueblo prehispánico, Quezada (1993, p. 42) toma nuevamente el espacio territorial como punto central, pues considera que era sobre este que el batab ejercía su dominio. Mientras que el cuchcabal, o tercer nivel de organización, el cual se da entre la capital donde reside el poder y el territorio gobernado, lo entiende en el sentido de lugar o idea de territorio. El sufijo al tenía la función de adjetivar el territorio (Quezada, 1993, pp. 34, 36).

 

Okoshi, en cambio, no considera que el cuchteel tenga el sentido de “barrio o parcialidad”, debido a que en su análisis lingüístico del Códice de Calkiní encuentra que esa palabra siempre alude a los funcionarios que pertenecían al grupo gubernamental de un batab o un principal, razón por la que se decanta por privilegiar las relaciones de dominio y sujeción cuando define el término cuchteel (Okoshi, 1992, p. 210).

Para el segundo nivel de organización, Okoshi plantea que el pueblo era el “lugar donde se desarrollaba la vida cotidiana” (Okoshi, 1992, pp. 253, 255) y que los gobernantes entendían el “pueblo” en tanto entidad política que implicaba la relación de gobernantes-gobernados, la cual, según los vínculos político-religiosos se cohesionaba o unía a los dirigentes de las aldeas o cuchteles sujetos o dominados. La idea de “territorio” de un pueblo se basaba en los lazos gobernantes-gobernados y no en el principio de propiedad (Okoshi, 1992, p. 259).

Para Okoshi, el pueblo prehispánico es el componente básico de la estructura del cuchcabal. Los pueblos tenían un asentamiento principal y varias aldeas llamadas cuchteel que estaban bajo el dominio de un gobernante o tzucul, como parte de una estructura político-territorial (Okoshi, 1992, p. 247).

En el tercer nivel, Okoshi privilegia las relaciones de dominio y sujeción, ya que considera que este concepto enfatiza la relación política entre los gobernantes de la capital y sus batabes sujetos. En su interpretación lingüística del término cuchcabal, señala que cuch significa “la carga que trae el oficio” o “aquello que se carga”. Y el morfema cab lo toma en su primera acepción, “para las personas que habitan un lugar”. En cuanto al sufijo al, a diferencia de Que­zada, le asigna un papel nominal y relacional (Okoshi, 1992, pp. 252, 253, 266). En la figura 1.1 se aprecia la estructura de estos niveles con las características propuestas por los diferentes autores.

Aunque ambos autores discrepan en su análisis, ya que uno se pronuncia por el sentido de territorialidad y el otro por el sentido de sujeción interpersonal, el término comprende ambos aspectos: la población o la gente y el territorio, seguramente los dos elementos constituían parte del mismo proceso de control sobre el espacio y sus pobladores.

En cuanto al nivel del cuchteel o “barrio”, Estrada (2011) da evidencia etnográfica de los mayas actuales y aporta elementos para observar la continuidad de algunos aspectos del cuchteel, tal y como lo percibe Quezada.

En la década de 1930, y para los mayas de Chan Kom, Yucatán, Robert Red­field y Alfonso Villa Rojas emplean el término de “la gran familia” para referirse a un grupo agnaticio, más o menos localizado. Con ello designan a los agrupamientos familiares formados por los padres, los hijos varones y los hermanos varones del padre que viven en una o varias casas construidas en el mismo terreno, como “organización ideal” versión de las personas de edad avanzada de cómo deben ser las cosas (Redfield y Villa Rojas, 1934, p. 89). En 1948, Redfield realizó otro estudio de Chan Kom, en el que observó que la “gran familia” seguía desempeñando un papel importante, aún más visible que en 1931 (Redfield, 1964, pp. 82-83).

Cuando Estrada (2011) habla del ch’ibal lo refiere y registra con el nombre del primer apellido paterno del grupo, y describe que estas unidades ya no se conforman con familias extensas, sino con familias nucleares integradas en agrupaciones patrilineales. De igual modo indica que en los pueblos existen aglomeraciones de varios huertos cuyos dueños están emparentados vía patrilineal, esto es, vía las patrilíneas limitadas localizadas.

En cuanto a la palabra ch’ibal, Estrada (2011, p. 56) documenta que actualmente solo la usan las personas de mayor edad para identificar un espacio productivo que la mayoría de las personas denominan inrancho o rancho, un espacio productivo que describen como: “mi semilla, mi raíz, aquí lo que se produce es de mis hijos y de los hijos de mis hijos, es mi semilla, es mi ch’ibal”.

Por su parte, Quezada (1993, pp. 38, 42) concibe al cuchteel como una unidad básica de grupos de familias extensas con residencia patrilocal y con normas de filiación y sucesión patrilineal, en tanto que los ch’ibales corresponden a una unidad residencial identificada con un topónimo. Este investigador incorpora la idea de que era la pertenencia al cuchteel lo que permitía el acceso a la tierra y que la tenencia de esta era comunal.

Sin embargo, Estrada (2011, p. 305), en el arreglo espacial de los asentamientos del ejido Xhazil Sur y Anexos en el centro de Quintana Roo, no encuentra ese uso topónimo, pero observa vecindarios o conjuntos de solares donde los grupos domésticos están emparentados por vía paterna, con base en un principio de filiación patrilineal. En las áreas del ejido con tenencia comunal, la milpa se realiza con base en los “rumbos familiares”, es decir, espacios para un grupo agnaticio. Esto significa que pertenecer a un grupo agnaticio le da el derecho del usufructo de la tierra al individuo varón.

Henri Favre (1973), en su revisión de varios trabajos sobre los tsotsiles y los tseltales de los Altos de Chiapas, destaca la presencia de una “familia patrilocal extensa” que comprende tres generaciones unidas por filiación directa en línea paterna, o sea “un hombre y una mujer, sus hijos solteros, sus hijos casados y sus esposas y los hijos de éstos. Las hijas se casan fuera del grupo familiar y residen, tras un corto periodo de uxorilocalidad posmatrimonial, en la familia patrilocal extensa de su marido” (p. 201). Señala asimismo que el que detenta todas las tierras es el jefe de familia, y este también administra las que su esposa recibe de sus padres. Los bienes raíces familiares solo se reparten a su muerte y las tierras de los miembros del grupo familiar se explotan colectivamente por el trabajo común entre hermanos, padres e hijos, tíos y sobrinos (Favre, 1973, pp. 201, 203).

En cuanto a Apas, Chiapas, es Collier (1976, p. 109) quien señala que la conformación de los grupos parentales se basa en un principio agnaticio que se manifiesta en la residencia patrilocal. Estos conjuntos se forman a medida que los hombres jóvenes casados, siguiendo una preferencia por la residencia patrilocal, fundan familias propias en sitios que proceden de las propiedades de sus padres.

Mientras que para los zinacantecos, Vogt (1979) menciona las reglas de residencia patrilocal y la herencia patrilineal que tienden a construir unidades domésticas en cada generación con esposas de otros linajes. Y al referirse a los grupos de parentesco, señala que “la mayoría de los grupos domésticos zinacantecos poseen una estructura patrilocalmente ampliada [y] están incrustados en una unidad social mayor: el linaje localizado (o sna)” (Vogt, 1979, pp. 47-48).

En tanto que para los tseltales de Bachajón, Chiapas, se han empleado los términos “linajes” o “patrilinajes” para definir los grupos designados por los patronímicos tseltales (Bretón, 1984, p. 134); este mismo investigador enumera las siguientes características:

Son grupos de parientes […] los segmentos localizados de esos linajes funcionan como grupos solidarios: es a través de su pertenencia a tal o cual grupo patronímico tzeltal que un individuo adquiere derechos sobre la tierra de sus ancestros agnados, la recibe en herencia y puede construir en ella su casa. La fragmentación y la dispersión de la propiedad tienden a disociar estos grupos en familias nucleares aisladas, pero éstos son todavía en gran medida grupos de residencia y de cooperación económica (trabajos agrícolas, construcción de casas, actividades rituales) bajo la autoridad de los hombres más ancianos de los linajes o de sus segmentos locales.

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