La ruralidad que viene y lo urbano

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Sari: Economía
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capítulo I

el cambio de paradigma

“Es decisivo que el Hombre esté orientado hacia el infinito, es el problema esencial de su vida. Cuanto más un Hombre corre detrás de falsos bienes, y cuanto menos sensible es a todo lo que es esencial, tanto menos satisfactoria será su vida; se sentirá limitado, porque limitados serán también sus fines”.

—Carl G. Young. Psicología analítica.

1. El fracaso de nuestra modernidad

Con el actual nivel de conciencia, observamos que Colombia presenta muchos contrastes. Se debate entre el atraso y una modernidad incompleta e insatisfactoria, la cual llegó a los grandes centros urbanos, mas no a la ruralidad. La urbanización y la modernización han ido invadiendo lo rural, no para darle la oportunidad de avanzar hacia su propio desarrollo, sino para imponerle un modo de vida diferente, dejándolo sin oxígeno para sobrevivir con dignidad e identidad. Ese proceso es diferenciado y desigual territorialmente y configura islas avanzadas de producción, especialmente de los productos de exportación con ventajas comparativas y competitivas, y en algunos productos destinados al consumo interno. Esos islotes coexisten de manera asimétrica y conflictiva entre grupos de habitantes que viven a la defensiva frente a esa transformación o no pueden acceder a ella ni encontrar un camino propio para su desarrollo sostenible y digno.

Vivimos en una encrucijada y no hemos hallado la forma de salir de ella. Si bien el modelo adoptado deja buenos dividendos a las élites y sectores de altos ingresos (clases hegemónicas), mantiene en la desesperanza al grueso de la población que vive y trabaja en la ruralidad, y a aquellos que por diversas razones han debido abandonar el campo ubicándose en las ciudades en medio de las frustraciones y sin posibilidades certeras de progreso (clases subalternas).

Ante este panorama, es necesario reinventarlo casi todo: lo urbano, lo rural y sus relaciones. Por ello, le apostamos a una propuesta que se ocupe de la ruralidad y sus relaciones con lo urbano, como la punta de lanza de un proceso más comprehensivo que abarque paulatinamente diversos ámbitos de la sociedad. Una aproximación similar deberá hacerse sobre la realidad urbana, donde hay avances con propuestas como las generadas en Colombia por la Misión Sistema de Ciudades (Dirección Nacional de Planeación [DNP] y Banco Mundial, 2014), que fue complementada con las propuestas de la Misión para la Transformación del Campo (2015) y las más generales originadas en el marco de la Nueva Agenda Urbana Hábitat III de las Naciones Unidas.

El sector campesino de los pequeños productores pobres del campo se encuentra amenazado por cuatro grandes tendencias: la acelerada urbanización y la metropolización, el desarrollo inequitativo de los mercados y el consumismo, la ineficacia e inadecuación de las políticas públicas y los procesos de modernización productiva, sin contar el cambio climático. Estas tendencias arrinconan y sacan de sus parcelas y proyectos de vida a muchos productores a medida que la competitividad se torna el rasero para permanecer en el mercado.

El país ha ensayado diversos tipos de políticas para resolver el problema agrario y rural. La mayoría de ellas pueden considerarse un fracaso, como por ejemplo, el modelo de desarrollo emprendido para la agricultura y el desarrollo urbano. Programas como el Plan Nacional de Rehabilitación, el Desarrollo Rural Integrado y la Reforma agraria, entre otros tuvieron impactos marginales en la solución de la pobreza rural y no generaron las condiciones necesarias para iniciar el cambio frente a un modelo que acentúa los desequilibrios rurales-urbanos. En ese sentido, es previsible que el nuevo esquema de desarrollo rural con enfoque territorial enunciado, el cual se encuentra en marcha en varios países de América Latina, produzca resultados parecidos. Esto se debe a la forma como están diseñados los programas y proyectos, buena parte de ellos son concebidos por una burocracia pública alejada de la realidad, y también a los métodos adoptados por los gestores y ejecutores para adelantar programas y proyectos sin una coordinación real y efectiva, los cuales además operan en el marco de una institucionalidad desarticulada que todavía maneja criterios sectoriales y carece de integralidad.

La Reforma agraria colombiana, formulada en 1961, propuso la reestructuración del minifundio y la desconcentración de la propiedad rural, pero el Estado hizo muy poco y mal hecho, para resolver los problemas generados por la desigualdad. No tuvo la intención política de eliminar los factores conducentes a tal situación. El profesor Albert Berry en su último libro, Avance y fracaso en el agro colombiano, siglos XX y XXI (2017), indica que lo perdido por las malas políticas agrícolas, practicadas en Colombia desde los años 60, ha sido demasiado.

Las propuestas del Informe Nacional de Desarrollo Humano, Colombia rural (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2011), el acuerdo agrario y sobre cultivos ilícitos de la Habana (Mesa de Conversaciones, 2016), las recomendaciones de la Misión para la Transformación del Campo (2015) en El campo colombiano: un camino hacia el bienestar y la paz, las provenientes de la Banca multilateral, la FAO y otros organismos internacionales son muy valiosas, pese a que enfocan las políticas públicas en muchos lugares comunes. Se sitúan más cerca de la estabilización de un modelo de desarrollo, que imita los implementados en países más industrializados con algunas adaptaciones, pero lejos de visualizar una ruralidad estructuralmente diferente. Aunque no todo en ellas es descartable, resultan insuficientes por sus enfoques: la falta de miradas hacia un mayor largo plazo, una contextualización regional más precisa y la poca consideración que hacen de las relaciones rural-urbanas.

El Informe nacional de desarrollo humano para Colombia, Colombia rural, (PNUD, 2011) indicó que el modelo de desarrollo seguido por el país:

1. No promueve el desarrollo humano y hace más vulnerable la población rural.

2. Es inequitativo y no favorece la convergencia.

3. Invisibiliza las diferencias de género y discrimina a las mujeres.

4. Es excluyente.

5. No promueve la sostenibilidad.

6. Concentra la propiedad rural y crea condiciones para el surgimiento de conflictos.

7. Es poco democrático.

8. No afianza la institucionalidad rural.

9. Genera un proceso de destrucción de lo rural debido al seguimiento de las reglas del mercado y la forma como lo urbano invade la ruralidad.

Esto produce una migración perversa, que causa un despoblamiento innecesario de la ruralidad, y concentra la población en centros urbanos cada vez menos sostenibles y más caóticos. Adicionalmente, estimula el uso de insumos y tecnologías que conllevan serios conflictos con el medio ambiente; no involucra oportunidades para que todos los habitantes disfruten un mejor bienestar; reafirma la idea de que los pequeños productores son ineficientes y no pueden competir en los mercados y que, por lo tanto, no tiene sentido implementar políticas públicas para buscar mejoras en su competitividad. Este constituye un modelo de acumulación codiciosa y egoísta, fundamentado en buena medida en el ejercicio de la violencia y el desconocimiento de los derechos humanos fundamentales.

En un plano más general, el modelo de desarrollo económico y social, que ha orientado el rumbo del país, ha conducido a varias encrucijadas y serias dificultades para transformar los factores estructurales que impiden el desarrollo y el avance de la democracia en la sociedad. Colombia es un país relativamente estancado a pesar de contar con una dotación privilegiada de recursos naturales y una población con grandes capacidades. Las élites, que se han alternado el ejercicio del poder (clase dirigente), no han tenido una visión de país y actúan más en favor de la satisfacción de sus intereses personales y los de pequeños grupos en el corto plazo. Así pues, una porción significativa de la población no ha tenido la oportunidad de incorporarse al desarrollo y lograr el disfrute de los beneficios de una modernidad incluyente.

Colombia ha asistido, desde los años 50 del siglo pasado, a un proceso intenso de colonización desordenada de los territorios existentes en zonas donde la calidad de los suelos es pobre y el Estado no ejerce los controles que le corresponden, ni ha establecido una institucionalidad adecuada para atender a los migrantes o colonos y garantizar los derechos humanos. Allí, se ha asentado la producción de cultivos de uso ilícito como la coca, materia prima del narcotráfico y las mafias derivadas. Esto genera múltiples problemas, conflictos, ilegalidad, conductas criminales, violaciones contra los derechos humanos, corrupción, violencia y sojuzgamiento de las poblaciones por parte de actores en la ilegalidad. Esos cultivos, la colonización, el narcotráfico, la violencia, la pobreza rural y la carencia de una reforma agraria y rural constituyen fenómenos altamente interrelacionados con la problemática social y rural colombiana.

En los últimos sesenta años, el país vivió un conflicto armado interno donde participaron varios grupos al margen de la institucionalidad, especialmente las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (Farc-EP) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). El primer grupo se encuentra hoy desmovilizado en buena parte gracias a la firma del Acuerdo de Paz en la Habana y luego en una ceremonia en el Teatro Colón en Bogotá. Se ha discutido mucho sobre los orígenes de esta confrontación armada y sus diversos géneros y modalidades. Ese debate fue notorio durante la negociación en la Habana y aún persiste con visiones y enfoques diversos, sin que exista en el país un acuerdo al respecto. La diversidad de opiniones y concepciones sobre las causas del conflicto quedó expresada en los doce documentos escritos por expertos durante las discusiones (Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, 2015).

 

El gobierno de Iván Duque apoya la tesis de que en Colombia no existió un conflicto armado, sino terrorismo y debilidad del Estado para controlarlo, así como el accionar de grupos criminales al margen de la ley (Ministerio de Defensa Nacional, 2019). En esa vía, sostiene que:

Si bien no existen causas que justifiquen la criminalidad y la violencia, sí condiciones que favorecen su surgimiento y perpetuación, lo cual obliga al Estado a combinar todos los recursos que la Constitución otorga para garantizar la vigencia de la legalidad. (Ibídem, p. 5).

También, agrega que “la principal amenaza a la seguridad interna son los espacios vacíos de institucionalidad o con precaria institucionalidad, no simplemente los grupos ilegales o las economías ilícitas” (Ibídem, p. 6). Por lo tanto, no acepta acuerdos de paz que introduzcan reformas sustantivas a las instituciones básicas del Estado y la sociedad. Se negocia con los grupos armados solo para obtener su desmovilización. Esta es una doctrina contraria a la aplicada durante los dos gobiernos de Juan Manuel Santos en la década del 2010.

Sin embargo, no todo es negativo en el sector rural y no se le puede apreciar como un cuerpo totalmente imperfecto según nuestras visiones. Se han logrado avances en muchas áreas, pero aún falta bastante camino por recorrer: las coberturas de educación y salud han crecido de manera importante, aunque la calidad de los servicios está lejos de cumplir los requisitos mínimos aceptables; la seguridad social ha avanzado, pero sigue siendo precaria en comparación con la de las áreas urbanas; la tecnología digital hace presencia en el campo, aunque la infraestructura para facilitar un mayor acceso a ella es aún deficiente. Varios cultivos se han desarrollado creando islas de modernidad productiva, pero no se han podido diversificar las exportaciones de manera significativa y consistente, configurando un patrón primario-exportador. En general, los niveles de calidad de vida han aumentado y las tasas de crecimiento demográfico se han reducido. Es indudable que los indicadores de calidad de vida y desarrollo aún pueden mejorarse significativamente.

Asimismo, existen atrasos notorios en la asistencia técnica, el uso del riego, el acceso al crédito y la tierra, en vías terciarias, movilidad y en las capacidades de negociación de los agricultores pequeños y medianos. Adicionalmente, las brechas rurales-urbanas en términos del nivel de vida e ingresos en lugar de disminuir han crecido en los últimos años. Las estadísticas muestran que las desigualdades existentes son enormes y las condiciones de seguridad de los pobladores y líderes sociales resultan muy preocupantes. Además, buena parte del capital social que se venía generando espontáneamente en la ruralidad fue destruido por el conflicto y hoy las organizaciones sociales se encuentran desarticuladas, son frágiles y el asesinato de líderes sociales en la ruralidad es un fenómeno persistente. La situación de los indígenas y afrodescendientes también es bastante precaria y los factores de discriminación social y política se mantienen elevados.

Este contexto nos ha llevado a creer que estamos llegando, si no es que ya lo hicimos, a un punto de bifurcación como el descrito por Ervin Laszlo en su libro El cambio cuántico (2010), conforme al cual la sociedad se ve obligada a tomar una decisión sobre dos opciones o rutas que le quedan: la continuidad en sus acciones, lo cual la llevará con una alta probabilidad a la catástrofe y la desaparición de la vida humana, o asumir el reto de seguir la ruta de la sostenibilidad manteniendo los equilibrios con la naturaleza, bajo la óptica de una nueva conciencia. Colombia, como la mayoría de los países, se enfrenta a una decisión de esas características, pues el camino actual la conduciría inevitablemente a un caos incontrolable3. Esto aplica para la mayoría de los países, sean desarrollados o en vías de desarrollo.

Es aquí donde debe hacerse una reflexión sobre el estado de cosas que nos acostumbramos a rechazar porque no coinciden con nuestros ideales y conceptos, si queremos hacer cambios. No aceptar la realidad como es nos genera siempre sufrimiento, como señala la Escuela de Magia del Amor4. Ese sufrimiento se deriva de la lucha de cada cual para acomodar la vida a sus propios ideales, lo cual pensamos nos generará satisfacción, felicidad y paz; sin entender cuál es la función de la realidad presente, como indica Schmedling. La Escuela mencionada anota que ese propósito nunca se cumple satisfactoriamente ya que siempre existirán fenómenos como la desigualdad, los desequilibrios, la pobreza, las injusticias, la codicia, etc.

La realidad, tal cual debe aceptarse, constituye el instrumento perfecto para nuestro proceso de aprendizaje y la evolución de nuestra conciencia. Rechazarla es anular sus abordajes. Los problemas y dificultades existentes forman parte de nuestra experiencia y están relacionados con nuestro yo. Por eso, para que la realidad cambie, debemos empezar por hacerlo cada uno de nosotros en nuestro ser interior. Esto implica aumentar el nivel de conciencia a partir de la aceptación de la realidad para evitar el sufrimiento y valorar más lo interno (nuestro ser) que el exterior de la materialidad que nos rodea. Los problemas que encontramos en el proceso de desarrollo de la economía y la sociedad son connaturales a nuestro proceso de aprendizaje y perfección, por lo cual debemos perseguir la comprensión de cómo está organizado el universo y el papel que en él desempeñamos.

Aquello que observamos en la realidad y concebimos como imperfecto, que no nos gusta y queremos cambiar, es el resultado de los ideales que han aplicado personas, gobiernos, partidos políticos, funcionarios, técnicos, organizaciones diversas, etc. No obstante, esto forma parte del proceso de evolución de la humanidad, la cual vemos aún en una etapa temprana. Sin embargo, si lo que hacemos hoy se acomoda en el futuro a una concepción y sabiduría regida por las leyes del universo, entonces cobra sentido proponer transformaciones de la realidad a sabiendas de que no se darán de inmediato, sino después cuando la humanidad avance en su proceso evolutivo. Esas propuestas deben hacerse ya y empezar a realizarse en la medida que aumente el nivel de conciencia de los ciudadanos.

El hecho de que aceptemos la realidad tal cual es, considerando que cumple un propósito específico en el proceso de evolución, no quiere decir que pasemos a la inacción, pues dependiendo del nivel alcanzado por nuestra conciencia podremos hacer propuestas. “Cuando se llegue al nivel de comprensión tal que ya nada más tenemos que aprender de la realidad presente, entonces y solo entonces, se producirá el fenómeno mágico de que la realidad pareciera transformarse totalmente” (Schmedling, 2014, p. 7).

Existen, sin embargo, individuos cuya misión consiste en cambiar el entorno que ya no guarda correspondencia con las expectativas de las personas que allí viven. Si se reconoce que cambiar la realidad presente es nuestra misión en este proceso de aprendizaje, estamos en el lugar correcto para proponer cambios en ella en un horizonte que definirá el futuro. Eso es lo que este libro plantea. Estamos en ese nivel intermedio entre el atraso espiritual de unos y aquellos que ya han logrado modificar su propia conciencia, alcanzando un alto nivel de ella, a través de la aceptación de la realidad presente como una maravillosa oportunidad para trascender sin limitaciones internas. Si se reconoce y considera que tenemos la misión de cambiar algo como lo dicta nuestra conciencia, será necesario disponer de las herramientas y medios para lograrlo.

En consecuencia, la propuesta desarrollada en los próximos capítulos forma parte del cumplimiento de esa misión, la evolución de nuestra propia conciencia. Constituye un proceso de aprendizaje y una misión. Por esas y otras razones, se propone un cambio de paradigma y un proceso de transformación de la ruralidad y sus relaciones con lo urbano a la luz de la idea de que los cambios imperceptibles y continuos terminan por transformar la realidad al estilo de la gran transformación que Karl Polanyi describió para Inglaterra y el mundo occidental en un periodo de largo plazo. Se trata de promover cambios a pequeña escala que permitan generar acumulados constructivos y que devengan en una modificación de las características del modelo actual de desarrollo. En ese sentido, este libro es una invitación a soñar a partir de una lectura diferente de la vida rural y urbana, y de sus relaciones.

2. El paradigma insostenible: el modelo dicotómico rural-urbano

La visión de la modernidad que pone en cabeza de la ciudad y el desarrollo urbano el único centro posible de progreso, dejando al campo o lo rural por fuera y considerándolo como subsidiario del desarrollo urbano-industrial y financiero, se ha cuestionado desde hace mucho tiempo. Así ocurre desde que el desarrollo urbano, siguiendo las pautas de la modernidad, empezó a crear desequilibrios regionales, sectoriales, poblacionales y sociales que situaron a buena parte de la población en la marginalidad, la informalidad y la desesperanza.

Ese modelo se fortaleció después de la Segunda Guerra Mundial cuando el mundo académico norteamericano, especialmente, definió a través del emblemático artículo de Johnston y Mellor las funciones y el destino del sector agropecuario como subsidiario. Su función consistía en aportar al proceso de industrialización urbano y la modernización de la sociedad mediante el aprovisionamiento de alimentos, mano de obra y materias primas baratas y excedentes agropecuarios de carácter primario para las exportaciones y la generación de divisas. De este modo, se sistematizó el modelo generado desde el comienzo de la Revolución Industrial en Inglaterra, Estados Unidos y los países europeos, con lo cual se impulsó la era del antropocentrismo y el consumismo, grandes depredadores de los recursos naturales.

La subsidiaridad mencionada consolidó un modelo de desarrollo desigual, inequitativo y asimétrico que devino en serios desequilibrios sociales y un tratamiento sectorial diferenciado. Este último orientó las principales inversiones estatales hacia las ciudades y dio paso a un abandono secular de lo rural. Además, fortaleció la idea del papel de las naciones en vías de desarrollo, especialmente en América Latina, África y parte de Asia, como productores de materias primas que solo podían procesarse en los países más industrializados, poseedores de las tecnologías, el capital y las capacidades para esos procesos. A esto, lo denominamos el paradigma rural-urbano dicotómico del atraso rural, la desigualdad y los desequilibrios.

Un aspecto fundamental de esa visión tradicional se encuentra en la consideración de lo rural y lo urbano como constituyentes de una dicotomía, la cual se manifiesta en las políticas públicas que han privilegiado el desarrollo urbano frente al rural. Esa concepción desconoce una realidad contundente: lo rural y lo urbano integran una totalidad, un mismo cuerpo social que se expresa en una realidad territorial.

En Colombia, el modelo ha tenido expresiones perversas, reflejadas en procesos como el despojo masivo de tierras, el desplazamiento forzado de los pobladores rurales y el desconocimiento de los acuerdos que se han emitido en defensa del reconocimiento de los derechos y posibilidades de desarrollo de las sociedades campesinas en sus diversas manifestaciones. En el ámbito internacional, esto se ha evidenciado recientemente en decisiones como la negación de Colombia, a finales del año 2018, para firmar la Resolución de las Naciones Unidas sobre los derechos de los campesinos. Esos actos políticos e institucionales son coherentes con la concepción vigente bajo la cual se desprecia, desvaloriza y no se reconoce lo rural como un escenario estratégico para el desarrollo.

La ruralidad actual en Colombia está cooptada por el mercado y los diferentes grupos ilegales y de agentes concentradores de recursos y poder (Revéiz, 2016). Está ahogada por una cooptación perversa que no la deja respirar y no les permite a sus habitantes y sus actividades ser valorados y reconocidos por el resto de la sociedad. Pero además, el Estado la ha mantenido subvalorada en las políticas públicas y las consideraciones sobre el desarrollo. Existen así muchas razones para emprender un proceso de cambio en lo rural y sus relaciones con lo urbano. Entre las principales, podemos señalar:

 

1. La ruralidad actual está diseñada de manera inapropiada, no coincide con las expectativas de sus habitantes. Han sido el mercado, las malas políticas y los intereses políticos de grupos que no trabajan por el bienestar colectivo, quienes la configuraron. Ese diseño se hizo sin la participación y consulta a sus pobladores.

2. La ruralidad está subdimensionada y es débil, mientras las ciudades están sobredimensionadas y se han convertido en espacios problemáticos para los ciudadanos.

3. La sociedad y especialmente los habitantes de las grandes ciudades desvalorizan la ruralidad. La reconocen como atrasada, pobre, conflictiva y como un receptáculo de todo tipo de criminalidades e ilegalidades, violencias, narcotráfico, informalidades; pero olvidan que las ciudades también presentan esas y otras características indeseables.

4. La ruralidad existente y las políticas que la han orientado, no han garantizado un mejor nivel de vida e ingresos para sus pobladores, ni han permitido que ellos construyan y disfruten de un estilo de vida propio. Sus habitantes están desamparados, se enfrentan a un Estado ausente y no disponen de gobernabilidad en los territorios.

5. Nuestra ruralidad no es sostenible, estable ni resiliente; se encuentra en una situación de gran vulnerabilidad.

6. El desarrollo rural y urbano están en conflicto. Compiten por obtener recursos del presupuesto público, pero la tajada grande se la lleva siempre lo urbano. Además, no existe convergencia ni coherencia entre ellos.

7. La sociedad rural es objeto de extracción de excedentes económicos, expulsa población hacia los centros urbanos y aporta bienes esenciales a la vida urbana (alimentos, aire, agua y paisaje). Entrega mucho más de lo que recibe y esto produce brechas en los niveles de ingresos y la calidad de vida de sus habitantes.

8. La ruralidad la administra y gobierna una institución débil (el municipio), sin la capacidad para promover el desarrollo. Así, se halla sometida a múltiples reglamentaciones y se enfrenta a la manipulación de intereses políticos individuales y oscuros.

9. Los pobladores rurales viven en la desesperanza, han perdido la confianza en el Estado y sus instituciones. Actúan a la defensiva frente los actores violentos y se sienten desprotegidos. La ruralidad no tiene una gobernanza confiable ni democrática.

10.La ruralidad es objeto de codicia por parte de muchos actores, nacionales e internacionales, urbanos y rurales en razón a los valiosos recursos que poseen en el suelo y el subsuelo.

Existen igualmente razones de peso para reafirmar la idea de que tenemos un desarrollo urbano incompatible con un mundo sostenible, amable, ambientalmente sano y saludable, donde el mejor vivir sea el bien más apreciado por todos los ciudadanos sin distinción. El modelo de desarrollo urbano, que imita el establecido en los países industrializados, puede considerarse hoy más que un éxito, un fracaso por razones diversas, algunas de las cuales se exponen parcialmente en los capítulos siguientes.

El rediseño de la ruralidad se fundamenta en el postulado de que el problema no es lo rural en sí, los campesinos pobres y desvalidos o una agricultura que no puede competir en los mercados internacionales y no cambia su modelo extractivista. El problema radica más en nosotros, en la manera como concebimos la ruralidad, como la tratamos con nuestra mentalidad urbana, en las actitudes que asumimos frente a ella y la forma como se ha administrado lo rural. Se la concibe desde lo urbano y se considera que los pobladores rurales deben adoptar ese estilo de vida. Todo ello surge de la ideología que implantó el viejo paradigma del desarrollo. Así pues, no se trata solamente de resolver problemas como lo hace la política pública, sino de gestar procesos que contribuyan a transformar la realidad a largo plazo. La sociedad, con sus visiones y actitudes, ha visto lo rural como un problema y no como parte de una solución.

3. De la utopía a la eutopía: una invitación a soñar

Con la propuesta desarrollada en este libro, no nos ubicamos en el campo de la utopía. Contrario a esto, asumimos el concepto de eutopía sugerido por Lewis Mumford (2015). La eutopía se diferencia considerablemente de los ideales clásicos sobre la utopía desarrollados por Platón en la República y luego por Tomás Moro en 1516 (Moro, 2000) y otros renacentistas. Por supuesto, se aleja también de la visión de utopía del neoliberalismo, que busca un mercado puro y perfecto como lo indica Bourdieu.

Bertrand Russell, citado por Bregman (2017, p. 29), señaló en una oportunidad que: “No es una utopía acabada lo que deberíamos desear, sino un mundo donde la imaginación y la esperanza estén vivos y activos”. Es a partir de esa esperanza y la utilización de nuestra imaginación que se puede ejercer el poder de soñar y visualizar otros futuros más deseables para asegurar la supervivencia de nuestras sociedades. Lo que se busca es un camino donde nadie nos quite la esperanza de vivir mejor y “donde todos los hombres se tornen hermanos”, según reza el Himno a la alegría escrito por el poeta alemán Friedrich von Schiller, que Beethoven inmortalizó en su novena sinfonía; es decir, un mundo más humano y para todos.

Para el propósito de este libro, nos alejamos un poco de las propuestas elaboradas por Rutger Bregman en Una utopía para realistas (2017). Su propuesta busca obtener una renta básica universal, una semana laboral de quince horas y un mundo sin fronteras, saliéndole al paso a las tendencias actuales del capitalismo, aunque no se descartan algunas de esas posibilidades. Su propuesta se ubica en el campo global de la economía, la sociedad y la globalización, sin llegar a establecer una distinción entre lo urbano y lo rural. Acá, adoptamos una ruta diferente para inducir transformaciones en el actual modelo de desarrollo con una propuesta situada entre los sueños de Tomas Moro y otros, y la realidad actual.

El concepto de eutopía resulta adecuado para proponer un proceso de transformación centrado en el rediseño de la ruralidad y de las relaciones rural-urbanas actuales. Esto conlleva finalmente a estructurar una serie de procesos encadenados y acumulativos que en el largo plazo conducirán a la implementación de un modelo alternativo de desarrollo. Según Mumford, hay dos clases de utopías5: las de escape, que dejan el mundo tal como es, pues procede a través de la construcción de castillos en el aire, y las de reconstrucción, las cuales buscan cambiarlo de manera que pueda actuarse con él en nuestros propios términos. La primera es un relato sin rumbo, mientras la segunda es intencional y pretende reconstruir lo existente; es la eutopía. Este es el camino mejor adaptado a nuestra realidad, posibilidades y propósitos.

En este sentido, se puede aceptar la afirmación de Bregman de que “es hora de regresar al pensamiento utópico” (2017, p. 28) y buscar “horizontes alternativos que activen la imaginación” (Ibídem) para alcanzar un orden social imaginado mediante la transformación de lo existente para un mejor vivir. Sin embargo, el camino no es necesariamente el de la utopía como tradicionalmente se ha concebido, resulta preferible una senda de transformación que no termine en un mero idealismo.