Adolfo Hitler

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9.

Hitler recibió el estallido de la conflagración como un regalo de lo Alto. Se había pasado todos esos años, desde su fracaso en la Academia de Arte en 1907, convencido en lo más profundo de su ser que nunca se convertiría en un gran artista. Había malgastado el tiempo acariciado por sus absurdas quimeras y ahora sólo persistía en su mente la loca creencia de que aún podía llegar a ser un arquitecto de postín. Lo que seguía sin encontrar era la fórmula para conseguirlo. Siempre había sido y seguía siendo un don nadie, un marginado sin arte ni beneficio. No tenía calificaciones que le permitieran presumir. No tenía relación personal con ninguna persona de cierta significación a la que solicitar ayuda o recomendación. Pero de la noche a la mañana el ente maligno que vivía en él se desperezó en su cerebro y se dio cuenta, ya con veinticinco años sobre sus espaldas, que en sus manos tenía una causa a la que le podía sacar partido, algo que podía llegar a ser un empleo a tiempo completo, una vía para tener camaradas y un camino para encontrarse a sí mismo a través de la disciplina y, como todo ser humano normal ser, de alguna manera, útil a la sociedad. Es cierto que en la guerra el peligro era evidente, pero él tenía el valor para afrontarlo. Fue así como iba a conseguir, en ese extraño mundo en que vivía, convertir el regimiento en el que le tocó servir, en el hogar que muchos años atrás tuvo cuando vivía Klara, su querida y añorada mamá:

“Fueron las horas de mi liberación, las que me aliviaron de la angustia que pesaba en mí desde mi juventud. No me sonrojo hoy al reconocer que me dejé llevar por el entusiasmo del momento y que caí de rodillas para dar gracias al Cielo de todo corazón por la gracia que me concedía al permitirme vivir ese instante. Hitler, Estudio de una tiranía. Alan Bullock. Versión española de Emma Ladd de Saro, Julio Luelmo y Amando Lázaro Ros. Biografías Gandesa México D.F. 1955

Pero todo ese entusiasmo, cargado de romanticismo juvenil, era una entelequia. Los odios, las fobias y la maldad habían enraizado en lo más hondo de su alma, junto con el demonio que lo tutelaba, y allí iban a seguir hasta el día de su muerte. La Gran Guerra y el regimiento sólo fueron un intermézzo que no cambió en nada lo fundamental de su modo de ser y de pensar.

El 1º de agosto de 1914, en una fotografía —Heinrich Hoffmann (1885-1957) la aprovechó años después para ganar mucho nero cuando fue fotógrafo oficial del régimen nazi— se le ve delante de la Feldherrnhalle de la Plaza del Odeón, en Múnich, fundido en la multitud que lanza vítores y entona canciones bélicas por la declaración de guerra. Sin tardanza, un par de días más tarde Hitler escribe una petición al rey Ludovico III de Baviera solicitando su admisión voluntaria en un regimiento bávaro, pese a tener la nacionalidad austriaca. ¡Y fue admitido!, quizá debido a la enorme confusión y entusiasmo del momento, pero fue admitido. El único organismo gubernamental con ese poder era el ministerio de la guerra, no una delegación cualquiera, como resultó ser la que aprobó su alistamiento. Poco más tarde estrenaba el uniforme con el que vestiría los siguientes seis años sin interrupción.

“Sin duda que la Cancillería del Gabinete tenía mucho que hacer en aquellos días; fue por eso mayor mi alegría cuando ya a la mañana siguiente me era dado recibir la noticia de mi admisión. Debía, pues, comenzar para mí, como por cierto para todo alemán, la época más sublime e inolvidable de mi vida. Ahora, ante los sucesos de la gigantesca lucha, todo lo pasado debía hundirse en el seno de la nada.” Mi lucha. Ibid. p.100

Flamante soldado del décimo sexto regimiento bávaro de infantería, en él iba a encontrarse con Rudolf Hess (1894-1987), también voluntario, y con el escribiente de la unidad, un sargento mayor de nombre Max Amann (1895-1957*) que se convertiría pocos años más tarde en el gerente administrativo del periódico oficial del partido nazi y de la casa editorial del mismo. La pandilla de la esvástica no existía todavía, pero en el horizonte se empezaba a perfilar.

*MAX Amann fue el hombre que sugirió a Hitler —siendo su editor— cambiar el largo título que había escogido para su libro de reflexiones por “Mi lucha”, muy breve, pero impactante, Él en persona, además, como Gerente de la Editora Central del Partido Nacionalsocialista Franz Eher Nachflg. G. m. b. H. sita en Múnich, dirigió la publicación de las numerosas ediciones impresas en vida del autor.

Al frente no llegó su unidad hasta muy avanzado el mes de octubre y Hitler tuvo su primera experiencia de combate cara a los ingleses y belgas en Ypres, en uno de los enfrentamientos más reñidos de toda la guerra. Fueron cuatro días con sus noches de infierno, con la tromba alemana empujando en busca del mar en el canal de La Mancha, y él lo corrobora en una carta que envió a su casero de Múnich, en la que le cuenta que cuando retiraron el regimiento de la primera línea, para descansar, de los 3.500 hombres que iniciaron el combate sólo quedaban 600, entre los que quedaban únicamente 30 oficiales aptos para reanudar la lucha. En Mein Kampf hace esta entusiasta reflexión sobre la experiencia vivida con sus camaradas:

“Este fue el comienzo. Y así continuó año tras año; lo mas, lo romántico de la guerra fue reemplazado por el horror de las batallas.”

Es muy posible que los voluntarios del Regimiento Liest aún no hubiesen aprendido a combatir, pero morir sí que sabían, y morían como viejos soldados.” Mi lucha. Ibid. p 101.

“Poco a poco decayó el entusiasmo y el temor a la muerte ahogó el júbilo exaltado de los primeros tiempos. Había llegado la época en que cada uno se debatía entre instinto de la propia conservación y el imperativo del deber. Tampoco yo debí quedar exento de esa lucha interior. Siempre que la muerte acosaba un algo indefinible pugnaba por revelarse en el individuo, presentándose la debilidad humana como la voz de la razón y no siendo en verdad más que la tentación de la cobardía que, disfrazada así, intentaba doblegar al hombre.” Mi lucha. Ibid. pág. 101.

10.

Los cuatro años de conflicto Hitler los cumplió en el frente como enlace (Meldegänger) entre la compañía a la cual pertenecía y el cuartel general de la misma, lo que entrañaba desplazarse por el campo de batalla a pie o en bicicleta sin protección contra los tiradores enemigos, que siempre estaban vigilando para cazarlos y sabotear así las comunicaciones del adversario. Estrictamente hablando nunca estuvo en las trincheras como soldado de primera línea, dada la característica de su trabajo, pero oyó silbar las balas de continuo sobre su cabeza y resultó herido por primera vez en julio de1916 durante los terribles combates en la batalla del Somme, que fue considerada por ambos contendientes como una de las más largas y sangrientas de la guerra, con un balance de más de un millón de bajas entre los dos bandos. Por primera vez en los dos años de lucha transcurridos volvió a Alemania y fue hospitalizado cerca de Berlín. Regresó al frente a principios de 1917 y combatió en Arrás y nuevamente en Ypres. La primavera siguiente su regimiento avanzó para tomar parte en la gran ofensiva que el General Erich Ludendorff lanzó en la primavera de 1918 tras la derrota definitiva de Rusia, sacrificio descomunal que puso a los ejércitos alemanes de nuevo a cuarenta kilómetros de París y a Alemania a un paso de la victoria final. Pero en el Marne fueron detenidos por segunda y última vez. La entrada de los Estados Unidos en la guerra, en abril de 1917, había cambiado la correlación de fuerzas y de equipos y el impulso alemán estaba definitivamente agotado. Todavía logró poner de rodillas, en esas mismas fechas, al Imperio ruso y a los ejércitos italianos, pero los americanos intervinieron por primera vez en el frente occidental, y el desgaste de cuatro largos años de lucha en dos frentes, las enormes pérdidas humanas y el cansancio en el frente interno pasaron irremediablemente una factura descomunal.

Hitler, entretanto, continuó siendo un bicho raro para sus camaradas y un defensor a ultranza de la contienda en la que combatía, aunque a ratos dudaba de que Alemania fuese a conseguir la victoria dados los aires de desmoralización que en el frente civil se captaban. De vez en cuando soltaba sus diatribas cargadas de odio contra los malditos judíos y los comunistas, a los que acusaba de sabotear el esfuerzo bélico, pero generalmente buscaba un lugar tranquilo y se aislaba del mundo y de sus conmilitones. Tampoco tenía contacto con el exterior. Nadie le escribía y nunca recibía paquetes ni ponía especial interés en las mujeres ni en las conversaciones sobre ellas que se entablaban a su alrededor. Odiaba los chistes verdes y evitaba las charlas obscenas, muy frecuentes en la vida del soldado. Jamás se quejaba por las penalidades en el campo de batalla. Nunca unió su voz a la de sus compañeros para maldecir la guerra, para protestar del fango ni para criticar el rancho que les daban. No eran estas, claro está, las prendas que le ayudasen en el trato diario con el resto de la tropa. Nunca le importaron las murmuraciones que a sus espaldas pudiera originar su actitud, pero siempre sostuvo que la disciplina y la camaradería en la línea de combate eran infinitamente más atractivas y mucho más reconfortantes que la lamentable insulsez y el adocenamiento de la vida en la ciudad.

En octubre su regimiento combatía en Werwick, de nuevo cerca de Ypres. Hitler extravió momentáneamente el contacto con su unidad, sufrió el efecto de los gases, que le afectaron la vista, y cuando logró escapar del cerco y llegar a la retaguardia había perdido casi por completo la visión. Fue trasladado con otros heridos al hospital militar de Pasewalk, en la Pomerania. Allí se encontraba sanando de su ceguera cuando terminó la contienda. El 28 de octubre de 1918 la marina de guerra se sublevó en la base naval de Kiel, a lo que siguieron otras insurrecciones en distintos cuerpos armados; el 9 de noviembre Guillermo II (1859-1941) abdicó y huyó a Holanda, el11 de ese mismo mes los contendientes firmaron el armisticio en el bosque de Compiègne y el pueblo alemán, atónito, no se lo pudo creer. El ejército había combatido durante más de cuatro años en territorio enemigo, había logrado inmensas victorias y el sagrado suelo de la patria alemana jamás había sido hollado por el adversario. La victoria definitiva era un hecho que no se discutía en fecha tan cercana como fue el verano de ese mismo año. ¿Cómo, entonces, se explicaba esa catástrofe? Además, cuatro grandes y poderosos imperios: el austro-húngaro de Francisco José, el ruso de los Zares Romanov, el alemán de los Hohenzollern y el otomano del poderoso Mehmet V Resad habían desaparecido sin dejar más rastro que la sangre vertida en las batallas y la anarquía creciente que amenazaba a los estados en que aquellos hombres derrocados, muy poco antes habían gobernado.

 

Hitler lo veía así y no iba descaminado:

“La misma evolución se había operado en todo el ejército alemán, experimentado y recio por virtud del eterno batallar. Ahora, después de cuatro años de lucha constante, saliendo de una batalla para entrar en otra, siempre combatiendo contra un adversario superior en número y armamento, sufriendo hambre y soportando privaciones de todo género, había llegado la hora de probar la eficacia de aquel ejército único.

“Transcurrirán milenios y jamás se podrá cantar al heroísmo sin dejar de rememorar al ejército alemán de la gran guerra. Descorriendo el velo del pasado, emergerá siempre la visión del frente férreo de los grises cascos de acero —frente inquebrantable— firme monumento de inmortalidad. Y mientras haya alemanes, nunca se olvidará que aquellos héroes fueron hijos de la patria alemana.” Mi Lucha. Ibid. p.102

“Mientras en el frente de batalla rendían el tributo de su vida los mejores elementos de la patria, lo menos que en retaguardia se debía hacer era exterminar a las sabandijas venenosas.

“Pero en lugar de eso fue el mismo Emperador Guillermo II quien tendió la mano a los criminales de siempre e hizo que esos pérfidos de la nación tuviesen la oportunidad de recapacitar y de cohesionarse.” Mi Lucha.” Ibid. p. 103

El ejército imperial alemán luchó prácticamente solo, durante cuatro años, contra Francia, Inglaterra, Italia, Rusia y los Estados Unidos (y no hago recuento de los muchos satélites que con hombres y vituallas también colaboraron contra él). Fue una coalición aquella, tan poderosa, que si en nuestros días vuelve a pergeñarse posiblemente siga siendo invencible, porque en el momento que escribo esto, cien años después, aquellos países vencedores, en su mayoría siguen en primera línea y continúan llevando la batuta sin que en el mundo actual haya a la vista ningún gobierno trasnochado que se la quiera disputar.

11.

Inmensas batallas se libraron en las verdes y hermosas campiñas de la Francia republicana, y millones de seres de todas las razas y creencias duermen el sueño eterno bajo esa tierra siempre generosa. Cayeron en la Marne (dos veces), en Verdun, en Ypres (Bélgica), en la Somme, en Chemin des Dames (con grave amotinamiento del ejército francés incluido y centenares de fusilamientos) y lo hicieron bajo el calor inclemente del verano y el martirizante frío del invierno, bajo el negro dosel tachonado de estrellas y bajo la inmensa cúpula dorada por el sol del mediodía, pero también bajo la lluvia inclemente y continua que destruía y hacía inhabitables las trincheras y cubría los caminos de aquellas ubérrimas tierras de labor con lodo intransitable y cadáveres pestilentes. Luchando sin descanso, tuvieron ante ellos, minuto a minuto, la visita inmisericorde de la muerte y oyeron los espeluznantes quejidos de los desgraciados que se desangraban sin ayuda en tierra de nadie. Fueron cuatro años de perpetua pesadilla, aspirando el pútrido ambiente de los míseros refugios y el último alarido de los que caían fulminados por la metralla. Vivieron siempre aplastados por el miedo y el horror, un miedo y un horror atroz que no los dejaba razonar.

Hitler estuvo allí, y en su historial de soldado hay cosas que no se pueden callar, aunque habrá quienes me critique por no pasarlas por alto en mi relato. Pero los hombres estamos masacrando hombres, mujeres, niños y animales todos los días desde épocas que se pierden en la bruma de los siglos. Y Hitler, entre 1889 y 1945 formó parte de la tribu humana, esa a la que tú y yo pertenecemos, y como tal horrorizó a la humanidad y eso casi nadie lo discute; pero en su condición de humano, tuvo algunas actuaciones meritorias que no tengo porque ocultar.

Como suele pasar con frecuencia en el mundo de la prensa y en los meandros de la política, ya terminada la guerra y enfrascado el futuro Führer en la lucha por el poder, un periodista cualquiera lo tildó de haber sido un cobarde durante sus años en el frente. Ese gacetillero seguramente no se documentó debidamente antes de aseverar tal cosa. También cabe que le pudiese el resquemor y la envidia del emboscado. Todo es posible, hasta su posición ideológica en aquel momento pudo haber influido. En Hitler no hubo nada reprochable en su hoja de soldado. Pasó miedo en el frente, pero ¿quién no? Derrochó valor, se adaptó como pocos a las penalidades, probó en su carne el plomo enemigo, defendió siempre la actuación de su regimiento y durante los cuatro años que estuvo en primera línea, fue un permanente ejemplo para los muchos titubeantes camaradas que servían en aquella heterogénea tropa. Ya en los primeros meses de la guerra, el que sería un día tirano de todos los alemanes prendió en su pecho la Cruz de Hierro de 2ª Clase (Eisernes Kreuz II) y no terminó la contienda sin verse premiado de nuevo, esta vez con la Cruz de Hierro de 1ª clase (Eisernes Kreuz I) por su entrega y valor. Hitler demandó al periódico que lo tildó de cobarde y su jefe en el Regimiento, teniente coronel Engelhardt, confirmó su bravura en los duros combates del comienzo. Pero ahí no termina la historia. En 1918, cuando el ejército lo volvió a condecorar, esta vez con la Cruz de Hierro de 1ª clase que vengo de mencionar, no está de más agregar que esta condecoración, que va normalmente al pecho de los oficiales valerosos, sin que importe que sea alta o baja la graduación, difícilmente se la dan en cualquier ejército a un Cabo de Lanceros por mucho valor que haya derrochado. Y otra cosa. Pudo ser ascendido de grado debido a la falta alarmante de oficiales en esas fechas: pero él no manifestó deseo alguno de que tal cosa sucediera. Temió desde siempre que un ascenso no solicitado lo alejara de su amado regimiento. Pero buscó el combate sin esconderse, desde el primer día, y nunca decayó en su esfuerzo por ser un excelente número en las filas del grupo uniformado del que fue parte. Entró en la guerra con una mano delante y otra atrás. Salió de la misma con su grado de Cabo, una Cruz de Hierro de 1ª Clase y otra de 2ª clase prendidas en la guerrera. Allí llevó una de las dos durante años y con ella en el pecho lo incineraron en 1945.

12.

Hitler seguía convaleciendo en el hospital militar de Pasewalk cuando se firmó el armisticio, y también él quedó atónito al saber que un gobierno socialdemócrata “plagado de judíos y comunistas” —como proclamaba a todo el que le quisiera escuchar— se hacía cargo del poder. Su cólera fue monumental y su amargura infinita. Desde muy temprano, afirmaba, había asociado el descontento y la intranquilidad que se apoderaba del país y también de sus fuerzas armadas, detectada sobradamente la labor subterránea de los socialdemócratas que, según pensó siempre, “estaban maduros para ser ahorcados”. Su querida guerra, su entusiasmo bélico y su apoyo a los objetivos que el combate perseguía se habían perdido y tal cosa le parecía una iniquidad que no se podía admitir. En Mein Kampf embellece esos momentos y abre una vía para que muchos piensen que fue en ese período cuando decidió entregar su vida y sus esfuerzos a la política; pero no hay pruebas fehacientes que lo confirmen. Yo me arriesgo a afirmar que fue a su regreso al Múnich revolucionario, donde la derecha política se estaba convirtiendo en una temible fuerza subversiva, donde su hado maligno lo iluminó. Sus paranoias ya asomaban a edad temprana y sus odios estaban bien alimentados desde muchos años atrás. El peligro judío y bolchevique se agigantaba día a día en su cerebro, también desde antiguo, y ya formaba parte inseparable de su personalidad. Pero todavía sus ojos sólo distinguían sombras, estaba medio ciego y en sus párpados aún se veían las legañas purulentas de la grave conjuntivitis que el gas mostaza le había provocado. Él mismo no podía afirmar, con la rotundidad que acostumbraba, si recobraría completamente la visión. El daño había cedido, es cierto, pero no lo suficiente para que pudiera sumergirse en la lectura de la avalancha de noticias que generaban los extraordinarios acontecimiento que Alemania estaba viviendo. Cuando por fin abandonó el hospital en noviembre de 1918, a ocho días de haberse firmado el catastrófico armisticio, no tenía en mente ningún futuro laboral, y como ya afirmé en otro sitio, sin familia ni contactos que lo ayudaran, y sin padrinos en la resbalosa jungla de la política de aquellos días, de nada le hubiera servido intentarlo. La desesperación y la impotencia eran sus diarias compañeras. Y aunque es verdad que los acontecimientos se sucedían en cascada y seguía estando plenamente convencido que detrás de la desintegración moral y material de Alemania se ocultaban los odiados y sus sucias ambiciones, nada podía hacer para remediarlo. Era en ese momento uno más en la riada de soldados por licenciar que, dada la altísima tasa de desempleo, veían con desesperación las negras nubes de tormenta que se cernían en el horizonte. Inevitablemente, y casi de golpe, reaparecieron ante sus ojos las imágenes de Viena y sus días de hambre diaria y espantosa miseria. Tenía que buscarse nuevamente el pan de cada día, problema siempre peliagudo en el que no era ningún experto, y que había guardado en lo más recóndito de su subconsciente durante los cuatro años que permaneció en el regimiento. Pero, adoptando una actitud que siempre fue inherente en él desde sus años escolares, y que tanto lo ayudó en su penoso periplo vienés, se encogió de hombros y archivó el problema para cuando tuviera armas y ganas para lidiar con él:

“Forzosamente tuve que burlarme de todo pensamiento concerniente a mi futuro, cosa que siempre había sido para mí un motivo de preocupación. Porque ¿no resultaba ridículo pensar en construir algo sobre semejantes cimientos?” Alan Bullock. Ibid. p. 38

Vio entre brumas el fantasma amenazante de un trabajo diario erguido ante sus ojos averiados y de un manotazo lo descartó. Para nada le interesaba agenciarse un empleo. Jamás se le había ocurrido una cosa parecida. Además, ¿de qué le iba a él todo lo que estaba sucediendo? Nada podría sacar en limpio del desorden imperante, nada interesante había para él en la confusión que se extendía como una inmensa mancha de aceite sobre el país. A menos que, por supuesto, buscara en todo aquello el provecho personal. Su instinto no estaba embotado, ni mucho menos, pero titubeaba. Sin embargo, día a día, mientras deambulaba por los pasillos del hospital, aparentemente sin oficio ni beneficio, veía en la desastrosa situación de su querida Alemania una oportunidad que su demonio le empujaba a concretar.

“En tal coyuntura innumerables planes se formaron en mi mente… Por desgracia todo proyecto fallaba ante la dura realidad de ser completamente desconocido y de no poseer, en consecuencia, ni tan siquiera el primer requisito necesario para la acción efectiva”. Aln Bullock. Ibid. p. 38

Pero también era cierto que nunca, ni en sus peores momentos del pasado, se había dejado ganar por la desesperanza. Inspirado en el aire conspirativo que azotaba a la vieja ciudad muniquesa y captando en los hombres convalecientes los comentarios tramas que se urdían a un paso de él en los corrillos, su clara inteligencia vio más claro cuál era su camino y poco a poco lo fue abrazando con la misma pasión que había puesto en su querido regimiento. Sabía que si en ello, también fracasaba, el abismo ya estaba abierto delante de sus pies y se lo tragaría sin dejar rastro: ¡Iba a dedicarse a la política! Desconocía donde estaba la llave para lograrlo, pero la encontraría costase lo que costase; no había alternativa.

 

Salió del hospital y marchó a Múnich viajando por los caminos de una Alemania moralmente hundida. Tenía muy próximos los treinta años de edad, seguía llevando con orgullo su uniforme y esa ropa era su momentánea tabla de salvación, porque con ella encima recibía su paga de soldado y tenía el rancho asegurado. Pero sudores fríos lo invadían ante el cada vez más cercano día de su desmovilización, ya su sueño de ser arquitecto definitivamente evaporado. En diciembre de 1918, próximo a la frontera austriaca ofreció sus servicios de guardián en un campo de detención de prisioneros de guerra y fue admitido, pero esto duró poco. El mes siguiente los efectivos rusos e ingleses fueron repatriados y él tuvo que continuar su camino. Llegó a Múnich, meditó, y en los meses siguientes, por fin, empezó a ver la respuesta al interrogante que aún le atormentaba.

En la capital bávara la situación era de las peores del país. La dirección de la política cambiaba de manos de un día para el otro y el propio Hitler llegó a la conclusión de que la fatiga y la desmoralización eran mucho mayores en la capital bávara que en el Norte del país. Los cuarteles estaban en manos de concejos de soldados y sólo después de forcejear y discutir pudo encontrar refugio en ellos. En enero de 1919 la violencia era insoportable. Kurt Eisner (1867-1919), un periodista judío, radical de izquierda, que encabezó al pueblo en el arranque revolucionario bávaro de noviembre de 1918, derrocó la monarquía y formó un estado independiente de corte revolucionario; fue asesinado por la espalda poco más tarde, al caer bajo las balas de sus contrincantes en enero de 1919. En abril, los comunistas de Bela Kun (1886-1919) desplazaron a los socialdemócratas del poder e impusieron una República de neto corte soviético. Los soviets comunistas, como era de esperar, aparecieron como hongos y pidieron armas e instrucciones a Moscú. Pero esta situación trajo consigo una riada de disturbios, pleitos y muertes que dejaron en el ánimo de los bávaros una huella difícil de borrar. Comenzando mayo un cuerpo armado del maltrecho ejército regular, acompañado por voluntarios de los Freikorps, aplastó a los seguidores del aventurero húngaro que los encabezaba y que pereció cuando los vencedores optaron por la aniquilación de los insurgentes y pusieron en marcha una represalia sangrienta. Durante días los fusilamientos fueron el plato cotidiano y Hoffman, el hombre apartado del poder por los comunistas reapareció al mando al desaparecer éstos; pero ya la política en Baviera, tras los sucesos de mayo no quería más aventuras y se sumó decididamente al camino que la derecha le estaba marcando. Fue entonces cuando Hitler participó por primera vez en actividades contrarrevolucionarias. Trabajó para el ejército como informador, con la misma dedicación y entusiasmo que había mostrado en otras actividades en el pasado, y obedeciendo a su instinto sacó a lucir su gran facilidad para la arenga, habilidad que de antiguo había utilizado en las discusiones callejeras a pleno aire, en las que en Viena unas cuantas veces había participado.

“Cierto día tomé parte en la discusión, refutando a uno de los concurrentes que se creyó obligado a argumentar largamente a favor de los judíos. La gran mayoría de los miembros presentes del curso aprobó mi punto de vista. El resultado fue que días después se me destinó a un regimiento de la guarnición de Múnich con el carácter de “oficial instructor.” Mi lucha. Ibid. p.125