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Se entregó con entusiasmo a su nuevo trabajo, y al cabo de un mes organizó una asamblea a la que asistieron más de cien personas. Estimulado por este triunfo, en febrero de 1920 logró congregar a casi doscientas en la Hofbräuhaus de Múnich, una de las más famosas cervecerías de la ciudad. En la reunión, además de hacer frente a las protestas de un público alborotador, rebautizó la organización como Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores3 (NSDAP) y presentó un plan con veinticinco puntos para remediar los males del país. Fue en ese momento cuando comprendió, según recordaría más tarde, que su destino era el de político y orador. Unos meses después fue licenciado del ejército y emprendió el camino que le llevaría a la cancillería en 1933, y luego a los horrores del Tercer Reich.

La retórica de Hitler tocó de forma automática la fibra sensible de muchos en la Baviera de la inmediata posguerra, seduciendo no solo a los excombatientes y los matones de barrio que integraron en un primer momento la militancia del NSDAP, sino a un público más amplio. Un buen número de antiguos compañeros de armas coincidían sin reservas con él en que el ejército no había sido derrotado, sino más bien traicionado por socialistas, bolcheviques, judíos, capitalistas y especuladores, que luego habían intentado hacerse con el poder mientras los héroes de las fuerzas armadas seguían atrapados en el frente. (Este discurso olvidaba, naturalmente, que muchos de los revolucionarios también eran soldados). Los alemanes sufrieron grandes privaciones durante la guerra, y los gobernantes los engañaron sistemáticamente haciéndoles creer que la situación militar y estratégica era mucho mejor de lo que en realidad era, lo que explica en parte que la derrota final del ejército conmocionara por igual a civiles y militares, convencidos como estaban de que la victoria era inminente.

Desde mediados del siglo XIX se venía abriendo una brecha cada vez mayor en la clase media alemana. Por un lado, la clase media alta, formada por profesionales liberales, empresarios de éxito y funcionarios de rango superior, se había vuelto casi indistinguible, en el plano económico y en el social, de la aristocracia y la élite dirigente tradicional; a fin de cuentas, sus actividades habían aportado al incipiente Reich el poderío industrial e intelectual necesario para ocupar un lugar destacado en el concierto mundial. Por otro lado, la clase media baja, constituida por pequeños granjeros y empresarios, tenderos y, ante todo, por el enorme ejército de los oficinistas, funcionarios de grado inferior, profesores, empleados públicos y administradores subalternos, estaba sometida a la doble presión de las grandes empresas (desde arriba) y los sindicatos (desde abajo), lo que la había llevado, aun antes de que estallara la Primera Guerra Mundial, a abrazar ideas de extrema derecha con ingredientes nacionalistas y antisemitas. La derrota de Alemania, el desplome del viejo orden y demás convulsiones políticas acrecentaron no poco el malestar de esta clase social; quebraban los pequeños negocios y la inflación desbocada hacía esfumarse los ahorros de toda una vida. Estos desastres eran culpa, según el discurso nacionalsocialista, de los judíos y los comunistas –para Hitler venían a ser lo mismo–, y no el resultado inevitable del nacionalismo expansionista alemán. Esta idea atrajo por igual a una clase media baja que luchaba por sobrevivir y a unos excombatientes desconcertados por lo sucedido en la guerra.

Hitler era la figura sobresaliente del NSDAP, y ya en 1921 se convirtió en su líder. En los dos años siguientes, y bajo su dirección, el partido fue aumentando su peso en la política local. Existía entonces, en casi todo el país, un clima de efervescencia social, que en el caso de Baviera estaba teñido de un fuerte sentimiento separatista: la población, en su mayor parte católica, se consideraba ajena al norte protestante, y a multitud de bávaros les disgustaba ser gobernados desde Berlín. Por lo demás, la izquierda y la derecha estaban ferozmente enfrentadas, y a la efímera república de los comunistas se la recordaba generalmente como un “régimen de terror”.5 Las facciones que habían chocado entonces se dedicaban ahora a reventar los mítines del adversario, lo que a menudo acababa en violencia.

No pocos miembros de los Freikorps habían mantenido escaramuzas fronterizas con los vecinos orientales; al principio con el apoyo tácito del gobierno central, que, ante la presión de los aliados victoriosos, se vio, sin embargo, obligado a disolver e intentar desarmar a aquel grupo paramilitar y otras milicias en el verano de 1921. Se entregaron o requisaron armas, pero muchas siguieron en manos de organizaciones extremistas de izquierda y de derecha. Si el gobierno y el alto mando militar toleraron esta situación, de consecuencias imprevisibles, fue por una buena razón: de acuerdo con el Tratado de Versalles, el ejército regular no podía contar con más de cien mil soldados, lo que, sin duda, hacía a Alemania vulnerable ante un eventual ataque. Las milicias, en cambio, podían movilizar de inmediato a decenas de miles de hombres bien armados y adiestrados para defender el país, así que no era extraño que las autoridades se resistieran a desarmarlas.

Fue alrededor de esta época cuando Hitler selló una alianza con un oficial en activo, el coronel Ernst Röhm. Este militar de carrera había servido como comandante de compañía en la guerra; monárquico acérrimo, había participado más tarde en la represión del gobierno revolucionario de Baviera y organizado una Einwohnerwehr [milicia ciudadana] anticomunista, suministrándole cuantioso armamento de procedencia diversa. Este grupo fue ilegalizado cuando el gobierno central tomó medidas drásticas contra los Freikorps, pero Röhm mantuvo el control sobre su enorme arsenal, además de contactos con las diversas organizaciones de derechas que le habían provisto de hombres.

La aspiración política de Röhm era bastante clara: devolver al país su poderío militar con un ejército reformado. Vio en Hitler la persona idónea para lograrlo, por lo que ingresó en el NSDAP y enseguida comenzó a adiestrar a los escoltas contratados por la organización para mantener el orden en las asambleas y proteger a los oradores. La instrucción se llevó a cabo en la eufemísticamente llamada “Sección de Gimnasia y Deportes” del partido,6 y corrió a cargo de un grupo de antiguos oficiales del ejército –muchos de ellos con experiencia en los Freikorps– que Röhm había reclutado expresamente para la tarea. En agosto de 1921, la nueva unidad recibió el nombre oficial de Sturmabteilung Hitler [Sección de Asalto Hitler], o SA, que pretendía evocar las tropas de asalto de élite que habían combatido en las trincheras.

Hitler y Röhm discrepaban sobre el papel de la SA. El líder del partido tenía a los miembros de la unidad por soldados políticos, “una fuerza encargada de pegar carteles electorales, utilizar sus puños de hierro en las peleas que se desataran en los mítines, e impresionar a los alemanes, amantes de la disciplina, con marchas propagandísticas”.7 Röhm y sus subordinados se consideraban, en cambio, una verdadera fuerza militar; eran conscientes de formar parte de los planes secretos de movilización del ejército y habían recibido instrucción militar de la guarnición de Múnich. Las diferencias con Röhm llevaron a Hitler, en enero de 1923, a situar al frente de la SA al capitán Hermann Göring, encargando a Röhm la misión de organizar una milicia al margen del NSPD (siguió siendo, sin embargo, un colaborador estrecho del líder del partido). Göring, que había sido condecorado con un Max Azul4 por sus servicios como comandante del escuadrón de combate Richthofen durante la guerra, era atractivo y poseía notables aptitudes militares. Como líder de la SA, estableció un cuartel general desde el que coordinar las acciones de los diversos grupos que la formaban; pero Hitler siguió, con todo, sospechando de las intenciones de sus miembros, por lo que decidió encomendar su protección personal y la de sus colaboradores más estrechos a una pequeña cuadrilla que bautizó Stabswache [guardia del estado mayor], y cuyos integrantes eran todos de la máxima confianza del líder: excombatientes de clase obrera y matones como Emil Maurice (nacido en 1897, había sido relojero y más tarde soldado de artillería en la guerra), Ulrich Graf (que había organizado el primer escuadrón de Saalschutz [protección de sala], una pequeña escolta informal al servicio de los nacionalsocialistas que intervenían en los mítines) y Christian Weber. Estos hombres profesaban una lealtad incondicional a Hitler como líder político y como persona.8

La Stabswache duró apenas unos meses; en mayo de 1923 la sustituyó un grupo algo más numeroso y mejor organizado, la Stosstrupp [tropa de choque] Adolf Hitler, dirigida por otro miembro de la SA y acompañante de Hitler, Julius Schreck, y un antiguo oficial del ejército convertido en vendedor de artículos de papelería, Joseph Berchtold. No obstante, Weber, Maurice, Graf y otros “viejos combatientes” de la Stabswache seguían formando el equipo más próximo al líder,9 al que también pertenecía el futuro diplomático Walther Hewel, que ejercería de enlace entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y el cuartel general de Hitler durante la guerra.10

 

La SA y la Stosstrupp se enfrentaron a su primera prueba en noviembre de 1923. El intrigante Röhm había unido aquella con otros grupos paramilitares de derechas para constituir la Kampfbund [Liga de Combate], capaz de movilizar a unos quince mil hombres bien armados. Mientras tanto, y tras regresar del exilio en 1920, el general Ludendorff había comenzado a manifestar su simpatía por la extrema derecha; en organizaciones como el NSDAP veía el instrumento necesario para emprender la regeneración del país. A todos estos grupos les indignaba la ocupación francesa del Ruhr, que se había producido en enero de 1923, como represalia por el impago de las reparaciones de guerra impuestas a Alemania. La pérdida de esta región, centro de la industria pesada alemana, paralizó una economía ya de por sí renqueante. El gobierno del canciller Gustav Stresemann fomentó una política de resistencia pasiva –mediante huelgas y pequeños actos de sabotaje, y negándose, en general, a cooperar con los ocupantes–, lo que llevaría al hundimiento económico del país y a un gran malestar social. La hiperinflación, ocasionada por la gigantesca deuda y, en particular, por las indemnizaciones a los vencedores, no hizo sino agravar la situación. El NSDAP, entre otros muchos grupos, defendió una oposición radical a la ocupación, y Hitler quiso sacar provecho de este estado de cosas proyectando el partido hacia la política nacional. En el caso de que consiguiera movilizar a las masas, pensaba, el gobierno sería incapaz de enfrentarse a ellas, y el ejército no estaría dispuesto a hacerlo.

El 26 de septiembre, y en vista de la ruina económica, se suspendió la campaña de resistencia pasiva. En previsión de los disturbios que pudiera causar la extrema derecha, que ahora actuaba bajo los auspicios de Ludendorff, el gobierno central declaró el estado de emergencia en Baviera y puso el poder en manos de un triunvirato formado por Gustav Ritter von Kahr (comisario del Estado), el coronel Hans Ritter von Seisser (jefe de la policía) y el general Otto von Lossow (comandante del ejército bávaro). Los triunviros perseguían más o menos el mismo objetivo que Hitler, a saber, la instauración en Berlín, mediante un golpe de estado, de un gobierno sostenido por los militares; pero, a diferencia de él, no consideraban que el líder del NSDAP debiera desempeñar un papel destacado. De poco sirvieron las negociaciones que mantuvo la Kampfbund con el triunvirato a lo largo del mes de octubre, principalmente por la desconfianza entre las partes: a primeros de noviembre, exasperados por el impasse, Hitler y la Liga decidieron pasar a la acción.

El día 8 de ese mes, Hitler y un grupo de militantes del NSDAP rodearon la Bürgerbräukeller, una cervecería de Múnich donde se celebraba un mitin para conmemorar el quinto aniversario de la Revolución de Noviembre. Kahr era el orador, y Von Seisser y Von Lossow estaban entre los asistentes. La Kampfbund comandada por Berchtold disparó con una ametralladora contra la puerta principal, y Hitler irrumpió en la sala blandiendo una pistola y gritando a voz en cuello. Se encaramó de un salto a una silla, disparó al techo para hacerse oír y anunció, con todas las miradas fijas en él, que había comenzado una revolución nacional y que seiscientos hombres armados rodeaban la cervecería. Acto seguido, condujo a los triunviros a una sala próxima, encargándole a Göring la tarea de apaciguar a la multitud.

El putsch tenía un objetivo similar al de la Marcha sobre Roma de Mussolini: se trataba de que la extrema derecha en todo el país siguiera la estela de los bávaros y acabara derribando el régimen democrático. Pero el plan empezó pronto a desbaratarse: apenas liberados, los triunviros se desdijeron de las promesas que los nacionalsocialistas les habían arrancado a punta de pistola; y, mientras Hitler y sus seguidores recorrían atolondradamente las calles, tratando de hacerse con los resortes del poder estatal en Baviera, el gobierno, la policía y el ejército se aprestaban a defender la ciudad. A la mañana siguiente, las autoridades habían recuperado la iniciativa y, en una última acción desesperada, Hitler organizó una marcha por las calles de Múnich con la esperanza de ganar apoyo popular. Al desembocar en la céntrica Odeonsplatz desde Residenzstrasse, los rebeldes se encontraron con un cordón policial y se produjo un tiroteo en el que murieron dieciséis manifestantes y otros muchos resultaron heridos. Mientras la sangre corría por los adoquines hacia las alcantarillas, Hitler huyó. Su proyecto de revolución nacional había fracasado de manera irrisoria, al menos de momento.11

II
EL RESURGIR DEL NACIONALSOCIALISMO Y LA CREACIÓN DE LAS SS

Lo lógico habría sido que, como consecuencia última del putsch, Hitler y el NSDAP hubieran caído en el olvido. Habían muerto cuatro policías en el enfrentamiento callejero y, a fin de cuentas, la insurrección había sido un claro acto de alta traición, delito que en teoría se castigaba con la pena capital. Además, lo sucedido había demostrado que Hitler no contaba, en realidad, con el apoyo de los círculos militares que habían espoleado a los nacionalistas y armado clandestinamente a las milicias; proyectaban un golpe de estado, desde luego, pero ya no había duda de que lo darían a su manera y no como lo deseaba el líder del NSDAP.

Inmediatamente después del tiroteo de la Residenzstrasse, Hitler fue atendido por un médico de la SA, Walter Schultze, por una dislocación de hombro. Más tarde fue trasladado en coche a la casa de campo que poseía en Uffing am Staffelsee, al sur de Múnich, un seguidor suyo, Ernst “Putzi” Hanfstängl, hombre acaudalado y muy conocido en los ambientes mundanos. Dos días después, la policía lo encontró allí y lo condujo a la fortaleza penitenciaria de Landsberg. El prisionero estaba “deprimido pero tranquilo, vestido con una bata blanca, con el brazo izquierdo en cabestrillo”.1 En Baviera existía un apoyo residual al putsch,2 como lo demostraban las manifestaciones en contra de los triunviros, que, en todo caso, no durarían mucho. En suma, la revolución había fracasado, su líder estaba preso y la población, en general, no estaba a favor de una reanudación de las hostilidades. Esto debería haber significado el fin del movimiento nacionalsocialista y el de Hitler como político.

Que no sucediera así se explica por los vínculos estrechos entre el intento de golpe de estado y el gobierno y el ejército bávaros. En la revolución fallida, que había sido típicamente hitleriana, es decir, un ejemplo de “planificación imprecisa, diletantismo, improvisación y descuido de los detalles”,3 se habían involucrado varios miembros de la clase dirigente de Baviera, que, una vez fracasada la operación, necesitaban una cabeza de turco. Hitler aceptó de buen grado este papel, pues un proceso por alta traición le ofrecía una oportunidad extraordinaria para hacer propaganda de sus ideas a nivel nacional y presentarse como el potencial salvador de Alemania. Por lo demás, y en vista de la hostilidad de los triunviros hacia el gobierno de Berlín, y del apoyo que el ejército bávaro había prestado al golpe, armando a los paramilitares, casi podía contar con la indulgencia del tribunal.4

Y así fue. Según parece, Von Kahr ofreció un pacto a los procesados para asegurarse de que no hablaran más de la cuenta; y no cabe duda de que fue la presión del gobierno bávaro la que motivó la decisión de trasladar el juicio del Tribunal del Reich, en Leipzig, al Tribunal Popular de Múnich, cuyo presidente, el magistrado Georg Neithardt, iba a mostrarse escandalosamente predispuesto a favor de Hitler y los demás acusados.5 El proceso fue una farsa política. Ludendorff, que, pese a haber respaldado el golpe, no había participado en su planificación ni ejecución (sí, en cambio, en la marcha del 9 de noviembre), llegaba todos los días al tribunal en limusina, vestido con el uniforme militar y luciendo todas sus medallas; y a Hitler se le permitió llevar su propia ropa –y la Cruz de Hierro– en lugar del uniforme carcelario, así como interrogar a los testigos y sermonear al tribunal con una libertad inaudita.6

Dadas las circunstancias, el desenlace del juicio no sorprendió a casi nadie, si bien “el proceso fue un escándalo, incluso para un poder judicial tan tendencioso como el de Weimar”.7 Ludendorff, para su disgusto, resultó absuelto. Hitler fue condenado, junto con otras tres personas, a tres años de reclusión en una fortaleza, una modalidad de encarcelamiento poco severa, y reservada, por lo general, a los reos que habían actuado guiados por motivaciones supuestamente honorables.8 El veredicto indignó a la derecha conservadora casi tanto como a la izquierda. Era fácil, en efecto, mirar con suspicacia a un tribunal que atribuía a los acusados “un patriotismo puro y la voluntad más noble”;9 no quedaba duda de que el proceso había estado amañado.

Hitler fue enviado de vuelta a Landsberg, donde le correspondería una celda cómoda, luminosa y bien ventilada; la que hasta entonces había ocupado el conde Arco auf Valley, asesino de Eisner. Había aproximadamente otros cuarenta presos, algunos de los cuales se habían ofrecido a compartir reclusión con él. Disfrutaban en pleno de “casi todas las comodidades de la vida normal”,10 y recibían regalos y mensajes de ánimo.

La condena a Hitler puso fin a la primera etapa del nacionalsocialismo. En algunos aspectos, el movimiento parecía desmantelado: el partido había sido ilegalizado, lo mismo que la SA, que además había sido desarmada en gran parte; y la alianza de nacionalistas y racistas se estaba deshaciendo. Pero la estancia en Landsberg le dio a Hitler la oportunidad de reflexionar sobre su futuro y concretar sus postulados políticos. Ya era un antisemita furibundo y un vehemente partidario de anular el Tratado de Versalles; pero, aparte de eso, su doctrina era todavía demasiado vaga. Así que, a instancias de Max Amann, su sargento durante la guerra, y con la ayuda de Rudolf Hess y Emil Maurice, se dedicó por primera vez a exponer por escrito y en detalle su pensamiento. El texto, que acabaría publicándose con el título de Mein Kampf [Mi lucha], no era en modo alguno un manifiesto, ni tampoco una descripción preliminar de las medidas que tomaría como dictador de Alemania; pero sí un esquema de la filosofía que iba a inspirarlas.11 No tenía el menor valor literario y estaba escrito con un lenguaje ampuloso que lo hacía casi ilegible, pero desvelaba la personalidad de un autor obsesionado con la cuestión racial e imbuido de un antisemitismo alarmantemente visceral y homicida en potencia, combinado con el deseo ferviente de obtener “espacio vital” para la raza alemana en el este. La posterior actividad de las SS vendría determinada, sin duda, por estas obsesiones.

La cárcel también le dio a Hitler la oportunidad de tramar su ascenso al poder. Estaba claro que la vía paramilitar ya no era una opción realista para un movimiento relativamente reducido cuyo centro de gravedad seguía estando en Baviera. Mientras el NSDAP se consolidaba como el partido político de los veteranos de la Gran Guerra, Hitler fue comprendiendo que la conquista del poder le exigiría movilizar a las masas, por lo que haría falta una organización más compacta y disciplinada. Llegó, en fin, a la conclusión de que tendría que hacerse con el control total del movimiento nacionalsocialista, en lugar de ejercer de simple propagandista o “tamborilero”, como se le había descrito anteriormente.12 Su destino no estaba en llevar al poder a un personaje como Ludendorff, sino en gobernar Alemania.

Antes de su detención había cedido el control del ilegalizado NSDAP a Alfred Rosenberg, alemán de origen estonio que había servido en el ejército del zar en la Primera Guerra Mundial. Educado en Estonia, Letonia y Rusia, Rosenberg había emigrado a Alemania tras el golpe de estado bolchevique de 1917. Había, sin duda, cierta dosis de maquiavelismo en la elección de un hombre tan impopular y falto de carisma; Hitler no quería que nadie le disputara el liderazgo del partido cuando saliera en libertad, así que escogió como jefe interino a alguien detestado por todos. Por lo demás, casi todos los candidatos al cargo estaban en la cárcel.13

 

Rosenberg resultó un líder funesto. Como el NSDAP y la SA eran provisionalmente ilegales, creó en enero de 1924 la Grossdeutsche Volksgemeinschaft [gran comunidad racial alemana], o GVG, a la que confiaba atraer a los antiguos miembros de aquellas organizaciones. Sin embargo, el jefe en funciones de la SA, Walter Buch, rechazó la autoridad de Rosenberg y de la GVG sobre la SA, mientras que una serie de antiguos miembros destacados del NSDAP, entre ellos el carismático Gregor Strasser, optaron por incorporarse a facciones desgajadas del partido. Las escisiones y las rivalidades continuaron a lo largo de la primera mitad del año; pero, a pesar de ello, los partidos nacionalistas-racistas obtuvieron el 6,5% de los votos en toda Alemania en las elecciones al Reichstag del 4 de mayo, con resultados especialmente favorables en Baviera y en la región septentrional de Meckleburg. Esto puso de relieve el debate que venía produciéndose en las formaciones völkisch (de corte nacionalista-racista) entre los defensores de una estrategia parlamentaria, respetuosa de la legalidad, y quienes pretendían tomar el poder por la fuerza.

Los supervivientes del NSDAP, que formaban un grupo minoritario entre los treinta y dos diputados völkisch del Reichstag, se coligaron poco después con sus adversarios. Para muchos seguidores del antiguo partido esta decisión hedía a parlamentarismo y a claudicación, por lo que la pugna entre rupturistas y defensores de la vía legal continuó a lo largo del verano. La tensión se vio agravada por las evasivas de Hitler, reacio a manifestar su apoyo a una u otra estrategia, así como por el aparente interés de Ludendorff en asumir el liderazgo de todos los grupos nacionalistas, la conducta de Hermann Esser y Julius Streicher, que apartaron a Rosenberg de la jefatura de la GVG, y el intento de Röhm de aglutinar a los militantes völkisch y los paramilitares en una única organización, denominada Frontbann.

Hitler se alejó de la política en junio de 1924 para dedicarse de lleno a la redacción de Mein Kampf: seguramente se sabía incapaz de controlar el curso de los acontecimientos desde dentro de la fortaleza, pero es probable que también le indujera a ello la esperanza de conseguir la libertad condicional e incluso la puesta en libertad anticipada. Estaba convencido –tal era su confianza en sí mismo– de poder volver a la política nacionalista más tarde, cuando estuviese en mejores condiciones de participar en ella.14

En diciembre se celebraron nuevas elecciones al Reichstag. La unión de los grupos nacionalistas apenas obtuvo el 3% de los votos, y su representación en el parlamento se redujo a catorce escaños. El descalabro electoral causó una gran satisfacción a Hitler: que los nacionalistas-racistas hubiesen estado a punto de desaparecer como fuerza parlamentaria en su ausencia le brindaba un buen argumento para reclamar el liderazgo, y posiblemente indicaba que el gobierno bávaro daba por acabada a la extrema derecha; tras abandonar Landsberg tendría, por tanto, plena libertad para reconstruir el movimiento.15

Salió en libertad condicional el 20 de diciembre de 1924, habiendo cumplido poco más de trece meses de una condena de cinco años. Hubo quienes propusieron su deportación a Austria, pero el gobierno de este país se negó a aceptarlo; de este modo pudo regresar enseguida a la política bávara. Las condiciones de la libertad condicional le impedían hablar en público en la mayor parte del territorio alemán hasta 1927 (prohibición que se prolongaba hasta 1928 en el caso de Prusia), pero su ascendiente sobre ciertos cargos del gobierno bávaro llevaría a la legalización, en febrero de 1925, del NSDAP y de su periódico.16

Aparte de la disgregación del partido en los diversos grupos völkisch, Hitler tuvo que enfrentarse a otro problema importante: el del futuro de la SA, que además de estar prohibida, se había ido fragmentando bajo sus sucesivos líderes. Antes del putsch, Hitler y Röhm habían estado más o menos de acuerdo sobre la finalidad de la organización y de las fuerzas aliadas de carácter paramilitar: estas milicias armadas serían necesarias para doblegar al Estado y a los enemigos políticos, facilitando así la conquista del poder por parte de los nacionalsocialistas. Sin embargo, el desastre del 9 de noviembre de 1923 convenció a Hitler de lo absurdo de esta idea: la SA y demás grupos paramilitares ni siquiera habían conseguido tomar Múnich; los había derrotado la policía local. Reconocía la posible utilidad de la SA u otro cuerpo similar, pero ahora solo como uno de los muchos instrumentos que podrían llevarlo al poder. Röhm, por el contrario, seguía insistiendo en la primacía del elemento militar, y abogaba activamente por intentar un nuevo golpe. Expulsado finalmente del ejército por su implicación en el putsch, había gozado, sin embargo, de la libertad suficiente para crear una nueva organización a partir de los restos de la SA y de otros grupos paramilitares. En la primavera y el verano de 1924, mientras Hitler cumplía condena en Landsberg, el Frontsbann de Röhm había crecido hasta alcanzar los treinta mil miembros,17 provenientes de la SA, el Reichskriegsflagge [bandera de guerra del Reich], el Stahlhelm [cascos de acero] –grupo formado por veteranos de la Primera Guerra Mundial– y otros Freikorps y ligas de combate. Las fuerzas integradas en esta coalición seguían siendo, en la mayoría de los casos, leales a sus antiguos jefes –generalmente militares carismáticos que habían servido como oficiales subalternos en la guerra, entre ellos Edmund Heines, Gerd Rossbach y Graf Wolf von Helldorf–, y no acababan, por tanto, de aceptar a Röhm ni al promotor del grupo, Ludendorff, como su comandante. Con todo, el Frontsbann pasaba por ser una organización importante y peligrosa.

Röhm, que tenía amistad con Hitler –era casi la única persona que lo tuteaba–, no comprendió que este se consideraba ahora el líder y estratega de todo el movimiento, no un mero aliado y colaborador; es decir, una figura del mismo rango que el jefe del Frontsbann. Tras abandonar Landsberg, Hitler le encargó transformar la SA en un conjunto de “tropas con una misión propagandística, y dispuestas a obedecer a los dirigentes del partido”,18 a lo que puso reparos Röhm. En febrero de 1925, cuando fue legalizada junto con el resto del NSDAP (ya no tenía, por tanto, que organizarse clandestinamente), todavía no existía un consenso sobre la función que había de desempeñar. Hitler había comprendido, con una lucidez de la que carecía Röhm, que para conquistar el poder sería necesario seguir, en general, la vía de la legalidad, y que la voluntad de someterse al orden constitucional tendría que reflejarse en el partido y en los grupos secundarios asociados a él. Había que emprender de inmediato la reorganización de estos cuerpos, aunque Röhm no estuviese dispuesto a llevarla a cabo.

Hitler y sus colaboradores habían confiado en el éxito del golpe de Múnich, en vista del derrumbe económico, la hiperinflación y el subsiguiente malestar social, agravado por la ocupación francesa del Ruhr en enero de 1923. Se habían equivocado. La ocupación, en cualquier caso, había suscitado la repulsa de gran parte del mundo, así como una oleada de simpatía hacia Alemania. Poco después se constituyó un comité internacional encargado de revisar la cuestión de las reparaciones de guerra, cuya labor daría como resultado el Plan Dawes, aprobado en agosto de 1924. Se acordó reducir las indemnizaciones, refundar el banco central alemán y ofrecer al país créditos estadounidenses. Por lo demás, se exigió a las tropas francesas que abandonaran el territorio alemán, retirada que se produciría casi un año después.

El Plan Dawes supuso un estímulo inmediato para la economía. Desapareció la hiperinflación, aumentó la inversión extranjera y despegaron las exportaciones, lo que trajo un periodo de relativa estabilidad política. No obstante, la violencia siguió siendo un elemento central de la vida política en Baviera y muchas otras regiones del país. En marzo de 1925, y al estar expuesto, como otros dirigentes del NSDAP, a agresiones por parte de la izquierda y de sus adversarios de la extrema derecha, Hitler ordenó a Julius Schreck crear un nuevo cuerpo de seguridad personal. “Cuando salí de Landsberg –recordaría más tarde–, todo [el movimiento] estaba roto, fragmentado en diferentes grupos, a menudo enfrentados entre sí. Me dije que necesitaba una escolta, aunque fuese muy reducida, un puñado de hombres dispuestos a servirme sin condiciones, a enfrentarse con sus hermanos si fuese preciso. Apenas veinte hombres por cada ciudad (en los que uno pudiese confiar por completo), en lugar de una masa sospechosa”.19 Schreck, hombre bajo y fornido, de facciones rudas y con un bigote como el de Hitler, había formado parte de una unidad “revolucionaria” en 1919 e ingresado en el NSDAP en 1921 a través de los Freikorps.20 Había sido uno de los primeros en incorporarse a la SA y pertenecía al pequeño círculo de exsoldados que constituían el séquito personal de Hitler, tipos duros que ejercían de chóferes y guardaespaldas, e incluso le servían al líder de público para sus monólogos. Además era miembro de la Stabswache y uno de los organizadores de la Stosstrupp Adolf Hitler, que había desempeñado un papel destacado en el putsch.