Tensiones y transiciones en las relaciones internacionales

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EN TORNO A GLOBALIZACIÓN Y HEGEMONÍA

Brzezinski: una globalización estadunidense

Zbigniew Brzezinski (2005) plantea una hipótesis sugerente sobre la relación entre el proceso de intensificación de vínculos e intercambios entre un creciente número de actores supra y subnacionales —que hemos denominado globalización— y la hegemonía estadunidense. Este autor argumenta que los procesos de globalización adquieren su patente de legitimidad a través de esa imagen idealizada de una concurrencia comercial y financiera sin restricciones, a escala ampliada, y de una estructura en red que democratiza vínculos e intercambios; aunque tal imagen optimista no coincida por fuerza con la persistente realidad geopolítica de las fronteras y disparidades del poder económico, técnico, militar y mediático.

Como señala Brzezinski, la libre concurrencia de unidades políticas y la extensión de las redes de intercambio no pueden ocultar el hecho de que “algunos estados son obviamente más ‘iguales’ que otros” (2005). En el caso de Estados Unidos, esta obviedad se sintetiza en una serie de ventajas que, en conjunto, configuran una capacidad única para formular la agenda internacional (es decir, establecer el terreno y las reglas del juego) e intervenir en prácticamente todas las áreas geográfico–políticas donde la defensa de su entramado de intereses así lo demanda: dominio ideológico y funcional de las instituciones y los organismos internacionales, dimensiones del mercado interno, capacidad de innovación (y de comercialización de esta) y acervo mayor de activos productivos al de cualquier otro país.

En síntesis, Brzezinski plantea que la globalización no solo intensifica la presencia multidimensional estadunidense y sus capacidades para establecer las reglas y los límites del juego de poder internacional sino que ella misma posee una impronta inequívocamente norteamericana, con su énfasis en la innovación comunicacional y la circulación intensificada a través de las redes virtuales y tradicionales, de valores, bienes y promesas simbólicas originadas en la matriz industrial–cultural de aquel país (2005, pp. 172–175).

Agnew, Khanna, Haass: el fin de la hegemonía

Frente al enfoque anterior, que da por establecida una hegemonía estadunidense entreverada con las dinámicas globales, e interpreta la actuación internacional de dicho país como primus inter pares en un “liderazgo consensuado” con sociedades y estados afines (Brzezinski, 2005, 239–240), John Agnew avizora tres grandes escenarios, entendidos como pautas organizadoras de la política global, donde globalización y hegemonía son procesos opuestos.

El primer escenario, el régimen de acceso a los mercados, proviene de las nuevas prácticas y representaciones de una economía global trasnacional y desterritorializada; el segundo contempla (y acepta como inevitable) la perspectiva de guerras culturales entre distintas “civilizaciones”, aunque el precedente del S–11 —y sus hoy mismo vigentes consecuencias en el Medio Oriente— lleva a pensar, casi de manera automática, en una confrontación entre el islam y Occidente; el tercero es la confirmación de una hegemonía global acrecentada, “dado que no hay alternativas relevantes al ejercicio del poder estadounidense” (Agnew, 2005, pp. 137–150).

Si bien apunta que hay condiciones de posibilidad para los tres escenarios, Agnew (2005, pp. 141–150) considera que el primero se corresponde en mayor medida con las orientaciones que siguen los nuevos procesos local–globales de producción e intercambio, y por tanto permite atisbar en el horizonte una historia geopolítica cualitativamente distinta a la vigente desde los inicios de la expansión europea; esta geopolítica, ya desestatalizada y no geocéntrica (no eurocéntrica, no geoatlántica), desplazaría a los anteriores esquemas de poder internacional, organizados en sistemas jerárquicos cerrados. En consecuencia, plantea Agnew, los procesos de globalización limitan o incluso contribuyen a erosionar los fundamentos de un poder global estadunidense capaz de imponer por la persuasión o fuerza sus visiones e intereses, si bien señala también —y en este argumento coincide con Brzezinski—que dicho poder y dicha influencia mundiales serán verdaderamente confrontados y acotados si Estados Unidos sigue un camino geopolítico “unilateral y coactivo” (2005).

Parag Khanna (2008, pp. 30–34) reivindica la idea de un mundo multipolar dominado por “tres centros de influencia relativamente equivalentes: Washington, Bruselas y Pekín”, cuyo frente de batalla sería el de la disputa por la influencia en los países del Segundo Mundo, aquellos que están en condiciones de emerger de la marginalidad económica y política para constituirse en interlocutores del Primer Mundo sin haber abandonado totalmente el ámbito del Tercero; (7) esta línea de pensamiento hace recordar, aunque con matices significativos, el esquema de interpretación propuesto por Immanuel Wallerstein sobre un centro y una periferia cuya interconexión estructural constituye el espacio de la economía–mundo. Pero esta relación centro–periferia, de “complementariedad conflictiva” entre dos modos de organizar económica y técnicamente los procesos productivos, se integra con otra dimensión espacio–temporal, la semiperiferia, un espacio móvil donde el ejercicio de la política —la gestión más o menos institucionalizada del conflicto—, relativamente autónomo respecto de las estructuras económicas vigentes, desempeña un papel crucial; este espacio ambiguo es para Wallerstein el ámbito dinámico donde suceden, pueden suceder a través del conflicto, las trasformaciones que hacen posible el cambio social, histórico (Taylor & Flint, 2002, pp. 16–21).

El esquema interpretativo de Khanna delinea, como se anotó, un mundo donde tres polos fundamentales organizan el espacio mundial y definen la supremacía mediante la influencia ejercida sobre los países del Segundo Mundo —semiperiféricos, en la terminología de Wallerstein—, que a su vez procuran establecer alianzas privilegiadas con algunos de los polos o imperios. Sin embargo, esta rivalidad tripolar, señala Khanna, se aleja del ámbito característico de las disputas entre potencias de similar magnitud por el dominio de zonas de influencia, pues al darse en un contexto delimitado por los procesos de integración globalizada neutraliza la reactivación de disputas geopolíticas como las del gran juego europeo del siglo XIX (Nieto sobre Khanna, 2010, pp. 259–261).

En contraste con los esquemas planteados: de unipolaridad en la globalización (Brzezinski); de intensificación creciente de procesos e intercambios en la red global, con acotamiento de la hegemonía estadounidense (Agnew); y de tripolaridad dominante, en un esquema centro–periferia, en el cual la hegemonía se disputa en el ámbito de las relaciones con el Segundo Mundo (Khanna), Richard N. Haass considera que las relaciones internacionales y globales del presente esbozan una era de no polaridad, descentralizada y difusa, con hegemonías provisionales (la estadunidense en lugar destacado) y delimitadas por contrapoderes políticos, culturales y económicos con diversa escala y objetivos, entre los cuales destacan las organizaciones suprarregionales, así como los grupos organizados con fines altruistas, comerciales, delincuenciales: “El poder ahora se encuentra en muchas manos y en muchos sitios” (2008, pp. 66–77).

¿Qué papel desempeña Estados Unidos en la no–polaridad? Según Haass (2008, pp. 71–72), pese a su predominio manifiesto en las magnitudes del PIB y el gasto militar, cada vez se hará más evidente la distancia entre poder e influencia, esto es, entre las magnitudes económicas, políticas y militares que Estados Unidos puede exhibir, y las consecuencias efectivas de ejercer ese poder mediante la definición de agendas y el cumplimiento de objetivos estratégicos. En este contexto, Haass (2008) propone tres causas para el tránsito de la unipolaridad a la no–polaridad: a) una histórica: la aparición de nuevos actores estatales, sociales y empresariales con posibilidades de ejercer diversos tipos de influencia gracias a la combinación cada vez más eficaz de sus recursos humanos, tecnológicos y financieros; b) una específicamente estadunidense: el debilitamiento de su posición económica relativa por una política energética consumista, cuya principal consecuencia es la trasferencia de recursos a otras sociedades; y c) el proceso multiforme e intensificado de la globalización, con sus intercambios y circuitos cada vez más autónomos respecto de las políticas estatales.

Por eso, advierte que la combinación de estas tres causas hará más difícil diseñar y aplicar acciones internacionales concertadas, tanto de cooperación como de seguridad, dada la proliferación de actores estatales y no estatales con posibilidad de intervenir y tomar decisiones, no necesariamente colaborativas, en sus respectivos ámbitos de influencia. En este contexto impredecible, heterogéneo y abierto, la opción multilateral “será esencial para hacerle frente al mundo no polar” (Haas, 2008) a través de una refuncionalización de órganos claramente desfasados de las realidades contemporáneas, como el Consejo de Seguridad y el Grupo de los Siete + Rusia. (8) “Multilateralismo cooperativo” denomina este autor al conjunto de iniciativas y alianzas que, potenciadas por las redes integradoras que operan globalmente, permitirían establecer relaciones de cooperación entre grupos de naciones con intereses y perspectivas afines, en un esquema que promovería una estabilidad descentralizada, por así decir, obteniéndose un orden móvil (y necesariamente provisional) de “no polaridad concertada” que contribuiría a disminuir “la probabilidad de que el sistema internacional se deteriore o se desintegre” (Haass, 2008, pp. 73, 77–78).

GLOBALIZACIÓN Y GEOPOLÍTICA, ¿UNA RELACIÓN CONTRADICTORIA? ALGUNAS CONCLUSIONES

 

La permanencia de la geopolítica como referente de las relaciones entre los estados ha de situarse y analizarse en un mundo cuyas dinámicas técnicas, económicas y culturales parecen provenir de la articulación entre dos tendencias: 1. hacia una mayor integración a través de los crecientes vínculos reales o virtuales entre sociedades y estados; y 2. hacia la ampliación de los factores que definen la medición del “poder disponible”, político–militar, económico y técnico, pero también cultural y simbólico (centrado en las capacidades para trasmitir imágenes convincentes de formas de vida y consumo), considerando asimismo la influencia de los polos regionales, nacionales o supranacionales sobre la agenda internacional.

Agnew (2005) y Haass (2008) han planteado, desde distintas perspectivas, que la coexistencia compleja entre la geopolítica y la globalización supone un límite definitivo de la influencia estadunidense tal como esta se ha manifestado desde fines de los años cuarenta del siglo XX; mediatizada gradualmente por un conjunto de procesos que se expresan, desde hace tres o cuatro decenios, en la amplitud y la variedad de las agendas de las relaciones internacionales contemporáneas, ya no solo vinculadas a cuestiones “clásicas” como la seguridad y los sistemas de alianzas sino de manera cada vez más significativa a formas de cooperación que relativizan, sin anularlo, el valor de la hegemonía político–militar como eje de la supremacía.

Khanna, por su parte, afirma la vigencia de la geopolítica a través del conflicto, que juzga inevitable entre los tres grandes “imperios” que concentran la capacidad de influencia mundial. Únicamente los procesos asociados a la globalización y coexistencia —cooperativa o competitiva— entre sociedades y organismos políticos pueden moderar o neutralizar esa ominosa certidumbre geopolítica sobre la inevitabilidad de la guerra mundial (Khanna, 2008, pp. 37–38).

En esta perspectiva, donde globalización y hegemonía estadunidense dejan de ser entendidas como realidades equivalentes y recíprocas (Brzezinski, 2005), donde los móviles estratégicos o coyunturales de los actores internacionales se traducen en complejos procesos de conflicto y cooperación (que el caso actual de las relaciones entre Estados Unidos y China ilustra con claridad), es importante considerar, por sus consecuencias previstas e imprevistas, lo que supondría el fin del largo periodo de hegemonía estadunidense en el sistema internacional: ¿multipolaridad o no polaridad garantizarían un orden internacional previsible, capaz de procesar mediante políticas de prevención y cooperación sostenidas en la ayuda mutua los conflictos coyunturales o sistémicos? ¿Qué instancia con suficiente poder e influencia podría establecer los criterios de lo permitido, lo tolerado y lo prohibido en la acción internacional de grupos y estados? O, en ausencia de una clara “hegemonía global”, ¿nos dirigiríamos a una balcanización de la política mundial? El camino aún por recorrer en este siglo XXI permitirá ofrecer, a la luz de los hechos, respuestas a esas y otras preguntas.

EL GOBIERNO DE TRUMP

El viernes 20 de enero de 2017, Donald John Trump juró como cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos. Si bien no puede desestimarse un cambio de rumbo en las estrategias y orientaciones de la política exterior estadunidense —siguiendo las erráticas declaraciones del presidente sobre el replanteamiento de las relaciones con estados como China y Rusia, y con organizaciones como la Unión Europea y la Organización del Tratado del Atlántico Norte, declaraciones que parecen esbozar una actualización del aislacionismo—, la administración republicana habrá de tomar nota de los equilibrios actuales, de las correlaciones de fuerza y las macrotendencias que de múltiples maneras están afectando el papel y la jerarquía estadunidense. El voluntarismo y la ideología no impedirán que los nuevos responsables hayan de responder a los dilemas de cooperación o confrontación en un marco internacional globalizado, donde la indudable potencia económica, técnica y militar estadunidense encuentra o ha de encontrar límites y respuestas que la acoten, obligándola a tomar en consideración las realidades inevitables y el margen de maniobra de su poder relativo.

REFERENCIAS

Agnew, J. (2005). Geopolítica. Una re–visión de la política mundial. Madrid: Trama Editorial

Brzezinski, Z. (1998). El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos. Barcelona / Buenos Aires: Paidós.

Brzezinski, Z. (2005). El dilema de EE.UU. ¿Dominación global o liderazgo global? Barcelona: Paidós.

Fukuyama, F. (1992). El fin de la historia y el último hombre. México: Planeta.

Haass, R. N. (2008). La era de la no polaridad. Lo que seguirá al dominio de Estados Unidos. Foreign Affairs Latinoamérica, 8(3), 66–77.

Keohane, R.O. (1984). After hegemony: cooperation and discord in the world political economy. Nueva Jersey: Princeton University.

Keohane, R.O. & J.S. Nye (2009). Interdependencia, cooperación y globalismo. En A.B. Tamayo (Comp.), Ensayos escogidos de Robert O. Keohane. México: CIDE.

Khanna, P. (2008). El segundo mundo. Imperios e influencia en el nuevo orden mundial. Barcelona: Paidós.

Nieto, N. (2010). El segundo mundo: imperios e influencias en el nuevo orden global. Espiral, 17(49), 255–262.

Taylor, P.J. & Flint, C. (2002). Geografía política. Economía–mundo, estado–nación y localidad. Madrid: Trama.

Thurow, L. (1992). La guerra del siglo XXI. Buenos Aires: Javier Vergara Editor.

1- Véase el ya clásico After hegemony, de Keohane (1984). Lo incluyo en las referencias, así como una compilación de sus artículos, algunos de ellos en colaboración con Joseph S. Nye.

2- Véase al respecto El fin de la historia y el último hombre, de Francis Fukuyama, especialmente el capítulo 4, “La revolución liberal mundial” (pp. 75–90), donde el repaso histórico que hace este autor por diferentes regímenes políticos desemboca en su célebre “entonces hemos de tomar también en consideración la posibilidad de que la historia misma pueda llegar a su fin”, precisamente con la universalización de la democracia liberal y de sus valores, y el supuesto fin de los conflictos sustentados en filosofías políticas antagónicas.

3- El 7 de febrero de 1992, se firmó el Tratado de la Unión Europea en Maastricht, Holanda, que formalizaba la voluntad europea de recorrer el camino hacia la plena integración, si bien a la fecha —abril de 2015— la crisis financiera y productiva global ofrece renovado vigor al euroescepticismo, al no parecer ya tan claro que ese recorrido hacia la plena y definitiva integración sea ineluctable o siquiera necesario.

4- El PIB de Estados Unidos ascendió en 2013 a 16,768 billones de dólares, aproximadamente la cuarta parte del mundial, con un PIB per cápita de 53,470 dólares, superior al de todos los países europeos, con excepción de Liechtenstein, Mónaco y Noruega (http://data.worldbank.org/indicator).

5- 13.68 nacimientos por cada mil habitantes, superior a la de buena parte de los países europeos y en general una de las más altas para los países de renta y nivel de vida equiparables (http://www.indexmundi.com/g/r.aspx?c=us&v=25&I=es).

6- En La democracia en América y La república imperial, respectivamente.

7- Para Khanna, los “países menos adelantados” son aquellos que “presentan los índices más bajos de desarrollo socioeconómico y de poder estatal”, es decir, unos 100 países con la mayoría de la población mundial (2008, pp. 40–41).

8- El Grupo de los Siete + Rusia excluyó a la Federación Rusa de dicho organismo informal en el contexto de la crisis suscitada por la adhesión —o anexión— de la península de Crimea y Sebastopol en marzo de 2014, en medio del conflicto entre partidarios del gobierno ucraniano y sectores afines a Rusia. El organismo vuelve a adquirir su nombre original, Grupo de los Siete, hasta nuevo aviso.

¿Un “camino chino” de desarrollo? Una primera reflexión desde la ecología política (*)

SANTIAGO ACEVES VILLALVAZO

El desarrollo está en crisis. De manera más puntual, la estrategia de desarrollo asociada a las políticas del llamado “Consenso de Washington” (CW) (1) ha sido ampliamente cuestionada (Stiglitz, 2002; Rodrik, 2006; Van Apeldoorn & Overbeek, 2012) o incluso declarada muerta (Wolfensohn, 2005; Gardels, 2008; Gowan, 2009). (2) En este sentido, las voces que demandan y buscan modelos o estrategias alternativas de desarrollo surgen de frentes diversos. (3) De ahí que sean cada vez más los estudiosos e interesados en el tema del desarrollo que han dirigido su mirada hacia el Lejano Oriente, en particular hacia la República Popular China (RPC) (Jefferson, 2008; Das, 2015; Hsu, 2015).

La atención puesta en años recientes en China obedece al espectacular crecimiento económico que ha experimentado ese país desde fines de la década de los setenta, a partir de las olas de reforma y apertura (gaige y kaifang) impulsadas, en principio, por Deng Xiaoping, pero continuadas por las siguientes generaciones de líderes del Partido Comunista de China (PCC). (4) El éxito económico alcanzado por la RPC sugiere, como apuntan Minglu Chen y David S.G. Goodman, la existencia de un modelo de desarrollo que pudiera ser “especialmente útil” para otras economías en desarrollo (Chen & Goodman, 2011, p.13).

Sin embargo, no hay consenso entre especialistas con respecto a la existencia de dicho modelo ni acerca de las alternativas o los aprendizajes que puede ofrecer el caso chino para el resto del mundo. Pero, más allá de la existencia o no de consenso, es importante destacar que la discusión que ha tenido lugar, si bien ha sido estimulante, ha resultado en gran medida trivial en tanto a la búsqueda de una alternativa viable de desarrollo. La reflexión en torno a lo anterior, con la finalidad de aportar al vigente, pero sobre todo urgente debate sobre el desarrollo, constituye el objetivo central del presente trabajo.

Con esa intención, el texto se divide en cuatro apartados. En el primero se revisan una serie de indicadores con la finalidad de ofrecer al lector un esbozo general que sirva para dimensionar el notable avance logrado por el país asiático en el periodo posterior a la reforma y la apertura. En seguida, se aborda la discusión en torno a la existencia o no de un “modelo chino” de desarrollo (Zhongguo mushi) o del multicitado “Consenso de Beijing” (Beijing gonshi), para posteriormente identificar algunos de los aprendizajes que arroja la experiencia de China que pudieran ser relevantes para otras economías en desarrollo. Entre tanto, en el tercer apartado se lleva a cabo un primer acercamiento a la ecología política, cuya perspectiva puede ofrecer un encuadre distinto para reflexionar con respecto al estudio del caso chino, en lo particular, y el desarrollo, en lo general. Finalmente, se exponen las conclusiones del trabajo.

CHINA TRAS LAS REFORMAS: UN ESBOZO DEL ÉXITO

A fines de la década de los setenta del siglo pasado, el régimen comunista encabezado por Deng Xiaoping dio un vuelco radical a la estrategia de desarrollo económico de China. En este sentido, el sustento ideológico que durante la etapa maoísta (1949–1976) había conducido al país a la búsqueda de la autarquía, al establecimiento de una economía centralmente planificada y un mercado controlado, a la construcción de un sector público extenso y la eliminación del sector privado y al aislamiento internacional en términos de comercio e inversión, comenzó a debilitarse ante un contexto, interno y externo que demandaban un mayor crecimiento económico (MacFarquhar & Schoenhals, 2014).

Es decir, la segunda generación de líderes comunistas enfrentó un contexto doméstico e internacional complicado que urgía la necesidad de importantes cambios. Por un lado, en el ámbito interno, la muerte de Mao Zedong en 1976 trajo consigo la intensificación de la lucha entre grupos rivales por el control del PCC, lo que puso en entredicho no solo la estabilidad del régimen sino la de un país entero que se encontraba dividido y sufría aún los estragos de las políticas maoístas más radicales, pero, sobre todo, de la Revolución Cultural (1966–1976) (Anguiano, 2001; Zweig, 2010). Por otro lado, el escenario internacional se había trasformado. En el marco de la llamada fase de tripolaridad de la Guerra Fría en Asia Pacífico (1971–1989), la Unión Soviética, otrora importante aliado de China, se había convertido en su principal enemigo, al tiempo que otras economías rivales en la región —Japón, Corea del Sur y Taiwán— experimentaban tasas de crecimiento muy por encima de las alcanzadas por China, lo que suponía una seria amenaza para la continuidad de los comunistas (Yahuda, 2011). En consecuencia, una nueva estrategia de desarrollo económico se convirtió en la condición sine qua non para avanzar en el proyecto de nación que, desde tiempos del propio Mao Zedong, consistía en la construcción de un país socialista, próspero y poderoso (White, 1993). La reforma y la apertura eran pues impostergables.

 

Más de seis lustros han pasado desde entonces y los resultados del cambio de viraje han sido asombrosos. Cifras del Banco Mundial, por ejemplo, muestran que el producto interno bruto (PIB) de China creció de $148 mil millones de dólares (MMDD) en 1978 a $10.3 billones de dólares en 2014; posicionando al país como la segunda economía del orbe, solo detrás de los $17.3 billones alcanzados por Estados Unidos en ese año. (5) Entre tanto, de 1990 a 2014, la tasa de crecimiento promedio del PIB per cápita fue de 8.7% y, en términos absolutos, el ingreso per cápita alcanzó $13 mil dólares en 2014 (13.5 veces más que el ingreso registrado en 1990). De acuerdo con Hu Angang, Yang Yilong y Wei Xing, durante el punto álgido del crecimiento económico estadunidense, el PIB per cápita aumentó a más del doble en una generación; mientras que, en el caso de China, ese incremento ocurrió en tan sólo ocho años (2014, p.23).

Para dimensionar lo anterior, sirva decir que en el mismo periodo (1978 y 2014) el PIB de México pasó de $138 MMDD a $1.2 billones, según datos del mismo organismo internacional, y el ingreso per cápita se incrementó en 2.8 veces de 1990 y 2014, pasando de $6 mil a $17 mil dólares anuales. En Brasil, por otra parte, el PIB fue de $200 MMDD en 1978 a $2.4 billones en 2014; mientras que el ingreso per cápita casi se triplicó entre 1990 y 2014: de $6 mil a $15 mil dólares anuales.

Los datos de inversión extranjera directa (IED) y del comercio internacional, por su parte, dan prueba de la exitosa “estrategia de salida” que ha hecho de China, uno de los principales beneficiados de la economía global (Zweig, 2010). De acuerdo con cifras de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), (6) el flujo de capitales procedentes del exterior en el país, inexistente en 1978, llegó a $128 MMDD en 2013 (lo que representa 10.4% del total de la IED en el mundo ese año), (7) colocando al gigante asiático como el principal receptor de IED en el mundo, por encima de Hong Kong (8.4%) y Estados Unidos (7.5%). De igual manera, la inversión china en el mundo ha aumentado significativamente. En 2014, por ejemplo, China aportó 8.5% del total de la inversión en el mundo, siendo el tercer principal inversionista a nivel mundial: Estados Unidos fue el primero (24.8%) y Hong Kong el segundo (10.5%). (8)

En cuanto al intercambio de bienes y servicios, China es hoy “el principal socio comercial de la mitad de los países del mundo” (Chen & Goodman, 2011, p.18). Datos de la UNCTAD revelan que el total de comercio de bienes y servicios de la RPC —el total de las exportaciones sumado al total de las importaciones— se ha incrementado de $42 MMDD en 1982 a $4.5 billones en 2013. (9) Este sustancial crecimiento de la inversión y el comercio ha contribuido al mejoramiento de la competitividad internacional de ese país. De ahí que, en 2015, China ocupó la posición número 29 entre 144 países considerados en el índice de competitividad global del Foro Económico Mundial. (10) Un avance notable si se tiene en cuenta que en 2001 se ubicaba en la posición 47 (Foro Económico Mundial, 2002). Para finalizar, el índice de globalización de KOF (11) refuerza el argumento en torno a la exitosa integración de China en la economía global, pues entre 1978 y 2016, el indicador de la RPC subió casi 40 unidades: de 21.94 a 60.73 puntos.

Para continuar con la comparación, en términos de IED captada, según datos de UNCTAD, México obtuvo 1.8% del total de los flujos en 2013, lo que se traduce en un aproximado de $22 MMDD. Brasil, por su parte, recibió 5% en el mismo año ($62 MMDD). La suma alcanzada por ambas economías, otrora principales receptores de IED entre los países en desarrollo, es de $84 MMDD, lo que representa 65% de la IED que llegó a China en 2013. Aún más, la inversión que México y Brasil realizaron en el exterior en 2013 no representó ni 1% del total anual mundial (los recursos chinos, como se dijo antes, fueron 8.5%).

En cuanto al comercio internacional, tanto México como Brasil han agrandado su volumen total. No obstante, sus números se mantienen bastante alejados de las cifras alcanzadas por China. Por ejemplo, en México el comercio total creció 16.28 veces entre 1980 y 2013, yendo de $50 MMDD a $814 MMDD. En Brasil, el aumento fue de $49 MMDD a $607 MMDD, lo que refleja un aumento de 12.3 veces en ese periodo. Entre tanto, el comercio chino se incrementó en 107 veces en el mismo número de años, tal como se vio anteriormente.

Aún más, el panorama no mejora para los países latinoamericanos en términos de competitividad y globalización con respecto al país asiático. Antes se señaló que China escaló 18 escaños entre 2001 y 2015 en cuanto a su nivel de competitividad global, llegando al lugar 47; al mismo tiempo, México y Brasil experimentaron importantes retrocesos. México fue de la posición 51 a la 61, mientras que Brasil fue desplazado del puesto 30 al 57 en el mismo periodo. (12) Por último, México ocupa actualmente la posición 71 en el ranking de KOF respecto al índice de globalización; Brasil el lugar 75. No obstante, entre 1978 y 2016, el puntaje de México y Brasil aumentó en aproximadamente 20 unidades; el de China lo hizo en 40 unidades.

Ahora bien, además de los indicadores económicos que comúnmente se destacan en la literatura cuando se habla del éxito de China, el resultado de las reformas puede verse también en indicadores de corte más social, como los presentados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). De acuerdo con este, en 2014 el índice de desarrollo humano (IDH) de China —que contempla además de la dimensión económica, la educación y la salud— fue de 0.728, ubicando al país en la posición 90 de los 166 países enlistados por el organismo internacional. En el renglón de la educación, por ejemplo, los años promedio de escolaridad en China, que en 1980 era de 3.9 años, llegaron a 7.5 años en 2014, lo que ha contribuido a que 95.5 % de los adultos sepan leer y escribir. En relación con la salud, la expectativa de vida al nacer pasó de 66 a 75.8 años en el mismo periodo (PNUD, 2017). (13)

Al otro lado del Pacífico, México se colocó en 2014 en el lugar 74 con un IDH de 0.756 y Brasil un escaño por debajo con un índice de 0.755. En este sentido, tanto México como Brasil cuentan con un IDH superior al de China. Sin embargo, la diferencia es mínima y el PNUD considera a los tres como países con un nivel de desarrollo humano medio alto. No obstante, en el periodo que va de 1990 a 2014, el crecimiento experimentado por los países latinoamericanos ha sido menor que el que ha tenido lugar en el país asiático. En México, el IDH aumentó en 0.148, en Brasil en 0.147 y en China el incremento fue de 0.298 (PNUD, 2017).

Los indicadores de educación y salud reflejan tendencias similares. Es decir, diferencias mínimas entre los tres países, pero con mayores progresos para China. Por ejemplo, en 2014, los años de escolaridad promedio en México fueron de 8.5 años, en Brasil de 7.7 años y en China, como se muestra líneas arriba, de 7.5 años. Pero, en lo que refiere a los porcentajes de alfabetización entre adultos, China, con 95%, supera a los dos países latinoamericanos: México alcanza 94% y Brasil 91%. Por otro lado, a partir de la expectativa de años de vida al nacer, se establece el siguiente orden: México 76.8 años, China 75.8 años y Brasil 74.5 años.