Tensiones y transiciones en las relaciones internacionales

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Para finalizar este apartado, se revisa a partir de tres indicadores la cuestión referente al desempleo. El primero de estos es la tasa de desempleo por país —el porcentaje de la población económicamente activa que no labora. La tasa de desempleo es relevante porque se considera un indicador del bienestar de las familias debido a la estrecha relación que guarda con el ciclo económico. O, dicho de otro modo, con los aumentos o decrementos de la productividad de un país (Larraín & Sachs, 2002). De acuerdo con datos del Banco Mundial, la tasa de desempleo en China fue de 4.6% en 2014, cifra inferior a las registradas en México (4.9%) y en Brasil (6.8%) el mismo año. Pero no solo eso, el país asiático ha experimentado un crecimiento menor de la tasa de desempleo entre 1992 y 2014, al pasar de 4.4% a 4.6%; en tanto que en México el aumento fue de 1.9 puntos (de 3% a 4.9%) y en Brasil de .4 puntos (de 6.4% a 6.8%) (Banco Mundial, 2017). (14)

El segundo indicador consiste en el porcentaje de desempleo entre los jóvenes. (15) Esta medición del Banco Mundial muestra una tendencia al alza en los tres países en el periodo que va de 1991 a 2014. Sin embargo, mientras que en China el aumento fue de un punto porcentual (de 9% a 10%), en México el alza fue de 4.8 puntos en el periodo (de 5% a 9.8%) y Brasil experimenta la mayor tasa de desempleo juvenil entre los tres (alcanzando 15%) (Banco Mundial, 2017). En consecuencia, el porcentaje de personas empleadas en relación con el total de la población, reflejado en la tasa de empleo–población de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que constituye el tercer indicador, fue en 2015 mayor para China (68%) que para México y Brasil (57% y 52%, respectivamente). (16) Ahora bien, aunque ciertamente en términos absolutos el número de desempleados en China es mucho mayor que en los países revisados de América Latina, debe reconocerse la capacidad que ha mostrado el mercado chino para absorber a una fuerza laboral abundante.

El conjunto de indicadores revisados pretende ofrecer un esbozo general del avance que ha tenido lugar en China desde las reformas. Avance que, a pesar de los retos que actualmente enfrenta el país asiático (a los que se volverá líneas abajo), podría mantenerse en años próximos. Al respecto, el renombrado economista de la Universidad de Tsinghua, Hu Angang (en Cheng, 2014, p.xxviii), enfatiza cuatro factores que permiten ser optimistas sobre el futuro económico chino: 1) el ascenso de las empresas estatales; 2) el notable desarrollo de la infraestructura y del trasporte; 3) la emergente clase media; y 4) el énfasis puesto en la educación y la innovación. (17) Todo ello tendrá un papel fundamental para que China se convierta en la principal economía mundial en 2020, como vaticinan algunos (PricewaterhouseCoopers, 2015).

Dejando de lado la especulación, lo cierto es que la bonanza económica experimentada entre 1978 y 2016 ha permitido a más de 800 millones de chinos salir de la pobreza (Banco Mundial, 2016), a 90% de las familias chinas contar con su casa propia (Shepard, 2016) y al país posicionarse como un actor clave para el devenir de la economía y la política internacional (Shambaugh, 2013). Con todo lo anterior, no es de extrañar entonces que el país asiático se haya convertido en un referente obligado para estudiosos del desarrollo económico, quienes se preguntan sobre los factores determinantes de su exitoso trayecto. La búsqueda de estos factores ha alimentado la discusión en torno a la existencia de un modelo chino de desarrollo.

LA EXPERIENCIA DE DESARROLLO DE CHINA

En la literatura académica habitualmente se han empleado dos términos para nombrar la trayectoria de la RPC tras la reforma y apertura: el modelo chino (MC) y el Consenso de Beijing (CB). Sea nombrado como “modelo” o “consenso”, para varios estudiosos la experiencia de China es vista como una alternativa, un contendiente por antonomasia del Consenso de Washington (Ramo, 2004; Lee, Jee & Eun, 2011). No obstante, aterrizar claramente cualquiera de los dos conceptos ha probado ser una tarea complicada.

En la literatura y los medios, los términos se utilizan de manera intercambiable (Jiang, 2011). Chen y Goodman explican que “el modelo chino, en su contexto internacional, también se denomina a veces Consenso de Pekín” (Chen & Goodman, 2011, p.14). Aún más, al no existir una acepción ampliamente aceptada, las nociones han servido como términos paraguas para visiones disímiles, incluso contradictorias, sobre el desarrollo chino. Chen y Goodman lo ejemplifican con claridad:

[E]l modelo chino es intrínsecamente neoliberal, afirma David Harvey. El modelo chino es la antítesis del capitalismo neoliberal, declara Giovanni Arrighi. El modelo chino combina la reforma económica y la ausencia de cambio político, explica Martin Jacques. El modelo chino no habría sido sostenible, argumenta Suisheng Zhao, sin la reforma política que ha acompañado la reestructuración económica. El modelo chino se basa sobre todo en la privatización, sostiene Steven Halper [sic]. (18) El modelo… se suele confundir con la privatización, dice Barry Naughton (2011, p.20).

La confusión que envuelve los conceptos encuentra su causa, en buena medida, en la ambigüedad de la designación inicial del “Consenso de Beijing” (Hsu, 2015). Por otra parte, las contradicciones en las explicaciones vertidas sobre el desarrollo de China se relacionan con el propio proceso de reforma y apertura del país que, como observa Scott Kennedy, “ha contado con muchas etapas, cada una diferente de la otra” (2010, p.475). (19)

Fue Joshua Cooper Ramo quien introdujo el término del “Consenso de Beijing” a la academia en 2004. En ese momento, lo definió como una nueva física de poder y desarrollo con la capacidad de reconfigurar el orden internacional, mediante la puesta en marcha de tres teoremas: el desarrollo con base en la innovación, el desarrollo medido en términos de equidad y sustentabilidad, y la autodeterminación en las relaciones internacionales (Ramo, 2004). La atención a estos teoremas, sostuvo entonces Ramo, no solo facilitaría a otros gobiernos “desarrollar sus países, sino [hacerlo] siendo verdaderamente independientes”, protegiendo “su estilo de vida y sus elecciones políticas” (p.3).

Es evidente con lo anterior que la propuesta de Ramo va más allá del desarrollo económico, al aspirar a la construcción de un “orden global alternativo” (Hsu, 2015, p.1756). Aún más, sus señalamientos sobre el desarrollo son ambiguos y difícilmente útiles para su comparación con las diez políticas impulsadas por las instituciones de Bretton Woods, aun y cuando el CB prometía ser, en palabras del propio Ramo, “el reemplazo del Consenso de Washington” (Ramo, 2004, p.4). Finalmente, estudiosos como Jiang (2011) y Hsu (2015) han mostrado lo alejado de los teoremas con respecto a la experiencia del país asiático, sobre todo en tanto a innovación, sustentabilidad y equidad se refiere. Por tanto, el “Consenso de Beijing”, aunque atractivo para los medios, resulta inapropiado para explicar el desarrollo económico de China y por ello no se hará referencia al mismo.

Dicho lo anterior, es posible centrarse en la cuestión sustancial del desarrollo de China. En este sentido, la discusión clave gira en torno a si es posible considerar el caso chino como un modelo de desarrollo y si el “camino chino” constituye una alternativa al modelo neoliberal. Al respecto, quienes se oponen a la existencia de un modelo chino de desarrollo subrayan las peculiaridades del país asiático como pilares fundamentales del éxito y, por lo tanto, sostienen la imposibilidad de que la experiencia china sirva de pauta en otras latitudes.

En este orden de ideas, se afirma que el asombroso crecimiento económico experimentado en las casi cuatro décadas trascurridas desde la década de los setenta se debe, principalmente, a la mano de obra extensa en el país, a la existencia de chinos de ultramar que invierten importantes recursos en China continental en regímenes favorables para la IED, al tamaño del país y a la abundancia de recursos naturales, así como a la cultura e historia particular de China (Li, Broadsgaard & Jacobsen, 2009; Chen & Goodman, 2011). Asimismo, suele argumentarse que China no ha contado con un plan detallado de reforma y apertura (Das, 2015). No ha habido una “estrategia singular, consistente” que haya sido aplicada (Kennedy, 2010, p.475). Luego entonces, no se puede hablar de un modelo de desarrollo económico per se.

Sin duda, los aspectos destacados han sido importantes para el desarrollo del país y merecen consideración, pero el derrotero de esto no debe ser el alejamiento con respecto al estudio del desarrollo de China. (20) Es un hecho que las condiciones específicas de ese país, como las de cualquiera, hacen que su camino sea “irrepetible para cualquier otra nación” (Ramo, 2004, p.5). (21) Todavía más, tras más de medio siglo de estudios sobre desarrollo, ha quedado en claro que no existen recetas universales infalibles. William Easterly es contundente cuando explica que “las naciones que han sido las más exitosas en los últimos 40 años lo hicieron de una manera tan distinta que sería difícil argumentar” que hay una respuesta correcta. Más bien, amplia el economista, “fueron libres para experimentar con sus propios caminos” (2009).

Empero, pese a lo anterior, también es innegable que las “ideas [de China] están teniendo un gran efecto” en otros países (Ramo, 2004, p.3). Lo logrado por el régimen comunista ha dado al mundo en desarrollo “una alternativa para tratar de emular” (Colley, 2009). De ahí que estudiosos y políticos en países de África, América Latina, el sudeste asiático y Asia central hayan mostrado interés en el caso chino (Kurlantzick, 2013; China File, 2015; Foizee, 2016; Ross, 2016). Interés que podría incrementar en el mediano y largo plazos debido a la creciente desilusión con el modelo neoliberal y a las crisis económicas y financieras acaecidas en la última década (Horesh, 2016).

 

En consecuencia, la discusión acerca de la existencia de un modelo chino susceptible de ser imitado o reproducido resulta poco útil; no así el estudio del proceso de desarrollo del país. Es decir, si se acepta como meta legítima la búsqueda del desarrollo, no debe dejarse de lado el estudio de experiencias exitosas o fallidas que pueden ofrecer aprendizajes útiles para otras economías. (22) De hecho, comúnmente se afirma que las experiencias, propias o ajenas, favorecen la acumulación de conocimiento y son fuente de aprendizaje (Moon, 2005; Kilic et al, 2015). David Shambaugh (2008), al respecto, reconoce que un aspecto clave del éxito de China ha sido la capacidad de sus dirigentes para aprender de las experiencias de otros países.

En suma, no se trata de buscar un modelo chino como tal sino de estudiar la trayectoria seguida por el país para identificar, por ejemplo, las instituciones que pueden haber contribuido al éxito económico y sean provechosas para otras economías (Bresser Pereira, 2010). (23) Incluso, los principales detractores de la existencia de un modelo chino reconocen que es posible y deseable “identificar las características más distintivas de la experiencia china y evaluar su importancia para las posibilidades de desarrollo de otros” (Kennedy, 2010, p.462). ¿Cuáles son esas características que se pueden identificar en el caso chino?; y más aún, ¿constituyen realmente una alternativa loable al modelo neoliberal, al CW?

Sobre lo anterior, hay quien afirma que el “camino chino” no representa una alternativa al modelo neoliberal. Kennedy, por ejemplo, explica que China ha seguido esencialmente ocho de las diez políticas del CW: ha hecho avances para mantener la disciplina fiscal y un tipo de cambio competitivo, así como para liberalizar comercio e IED. Asimismo, avanza gradualmente en el reordenamiento del gasto público para alejarse “de las subvenciones sin méritos”, expandir la base tributaria, disminuir las “barreras de entrada al mercado” y fortalecer “los derechos de propiedad”; quedando solo pendientes la “liberalización de las tasas de interés” y la privatización (Kennedy, 2010, p.470).

Sin embargo, esta postura economicista que dirige el estudio del desarrollo a identificar las políticas económicas implementadas en un momento determinado, limita el entendimiento de la experiencia de China. Siguiendo a Xin Li, Kjeld E. Broadsgaard y Michael Jacobsen (2009), impide reconocer que el “camino chino” puede ofrecer una ruta flexible para que otros países, con sus propias formas, procesos y tiempos, alcancen la madurez económica suficiente que les permita aprovechar las ventajas de la economía global. Así pues, la experiencia china reafirma que la realidad de los países es distinta y, por lo tanto, las políticas y estrategias requeridas no pueden pensarse como universales. En este sentido, el “camino chino” sí constituye una alternativa a la “receta” neoliberal.

De esta forma, a continuación se desarrollan brevemente cinco aprendizajes que han sido destacados en la literatura especializada, pistas que parece ofrece el caso chino y que pueden ser relevantes para otras economías en desarrollo. Estos cinco aspectos dejan de lado, en la medida de lo posible, las cuestiones referentes a las características peculiares de China señaladas antes y que difícilmente pueden encontrarse en otros países.

Un primer punto tiene que ver con que los dirigentes chinos cuentan con la humildad y apertura para aprender de otros. Por ejemplo, Li, Broadsgaard y Jacobsen reconocen que los líderes chinos son conscientes de la importancia de localizar, pero también de apropiarse “de las mejores prácticas” a nivel mundial, siempre en función de las circunstancias propias (2009, p.301); elemento que puede encontrarse en el llamado por Deng Xiaoping, “pensamiento de Mao”. El desarrollo no es concebido entonces como un proceso que se construye a partir de la aplicación de recetas de carácter universal sino como el proceso de construir instituciones y llevar a cabo prácticas ventajosas para una circunstancia y un contexto específicos.

Un segundo aprendizaje obedece al papel que juega el estado en la economía. Chen y Goodman destacan que la labor del gobierno central chino “va más allá del control macroeconómico ejercido por estados–nación que actúan como reguladores” tal como supone el modelo neoliberal. En China, continúan los autores, el estado establece las condiciones necesarias para “garantizar y dirigir la competencia”, lo que tienen un impacto positivo en la productividad (Chen & Goodman, 2011, p.39). De manera similar, Li, Broadsgaard y Jacobsen coinciden en que parte del éxito económico radica en el hecho de que el estado chino no es un simple regulador sino un planificador de la actividad económica, fundamental para “fomentar la competencia entre empresas y entre industrias”, permitiendo una actualización y mejora constante de los bienes y servicios de ese país (2009, pp. 305–306). Dilip K. Das (2015) también enfatiza la importancia de la dirección estatal en la planeación, estableciendo políticas industriales claras que mejoran la interacción entre distintos actores. Así, instituciones y prácticas que fomenten la competencia, en conjunto con una planeación con metas coherentes y políticas industriales que contribuyan a ellas, han resultado esenciales para China.

El pragmatismo, como se puede inferir de lo antes dicho, es un elemento clave del éxito económico. Al respecto, Juan González García (2012) y Das (2015) sostienen que el proceso de desarrollo de China tras la reforma y apertura ha sido sumamente flexible, alejado de dogmas ideológicos y basado en el empirismo. Los dirigentes son conscientes pues de que las circunstancias y condiciones son cambiantes. No obstante, en este tercer punto lo que se quiere destacar es que la práctica del pragmatismo requiere el ejercicio de la autodeterminación; sin ella, se ve mermada la libertad de los países para elegir sus propias instituciones y prácticas de desarrollo (Li, Broadsgaard & Jacobsen, 2009).

El cuarto punto se relaciona con la construcción de un ambiente político estable. Gary H. Jefferson (2008), por ejemplo, reconoce que la estabilidad política ha sido una de las condiciones que ha facilitado la trasformación económica del gigante asiático. Igualmente, Li, Broadsgaard y Jacobsen señalan que uno de los aciertos de los dirigentes comunistas ha sido notar que “un ambiente político a nivel doméstico e internacional es una precondición para el desarrollo económico” (2009, p.304). En este sentido, a nivel interno la práctica del gradualismo en la aplicación de políticas ha resultado fundamental para evitar la agitación social que pueda minar la estabilidad (Zweig, 2010). Mientras que la idea de una China pacífica que quiere construir “relaciones internacionales harmoniosas”, así como su acercamiento a los foros internacionales, busca hacer lo propio en el nivel internacional (Mao, 2007, p.210). Ahora bien, este es uno de los retos más importante que enfrentan los dirigentes chinos. A nivel doméstico, cada vez son más las protestas y movilizaciones sociales en China. Por ejemplo, Elizabeth C. Economy señala que existen “alrededor de 90 mil protestas anuales en China” (2011, p.1; véase también Hung, 2016, p.177). Asimismo, son cada vez más evidentes las tensiones de China no solo con sus vecinos en la región (Reuters, 2017) sino también con Estados Unidos (Danzhi, 2017).

El quinto punto de aprendizaje gira en torno a la prudencia financiera. Kennedy (2010) cuestiona, como se dijo antes, que la liberalización financiera ha sido uno de los puntos en que menos ha avanzado China tras la reforma y apertura. Sin embargo, para otros autores ello ha sido uno de los principales aciertos de los dirigentes comunistas, quienes han sido capaces de reconocer, a partir de la experiencia de otros países, “el riesgo que conlleva una rápida liberalización financiera” (Li, Broadsgaard & Jacobsen, 2009, p.307). Esto ha permitido al país salir adelante, sin graves secuelas, de las crisis financieras de 1997 en Asia y la crisis global en 2009 (Bloomberg, 2016; Hsu, 2016).

Revisiones posteriores de estos cinco aspectos pueden permitir la identificación de instituciones y prácticas específicas en cada uno, que han sido detonantes del crecimiento económico de la RPC. De esta manera, el estudio del “camino chino”, pese a no tratarse de un modelo coherente, sí puede ofrecer una alternativa distinta al modelo neoliberal. Pero, ¿eso equivale a decir que este ofrece una alternativa de desarrollo loable?

Para avanzar en la respuesta es importante señalar que entre las posturas que hasta este momento se han identificado hay una tercera. Es decir, entre quienes señalan que el “camino chino” constituye una alternativa distinta al neoliberalismo y quienes afirman que no lo es, se encuentran aquellos que enfatizan que más allá de si representa o no una alternativa al modelo neoliberal, el éxito chino es insostenible en el mediano y largo plazos y, por lo tanto, no debe suponer un “camino alternativo” para otros (Hong, 2015; Hung, 2016). Desde esta postura, la discusión acerca de la trayectoria de desarrollo de China, como se ha hecho en gran parte de la literatura, resulta fútil.

Al respecto, algunos académicos suponen que la disminución de la tasa de crecimiento actual conducirá al colapso del régimen comunista debido a las disparidades y descontento sociales existentes (Bell, 2015). Otros observadores, por su parte, sugieren que las prácticas implementadas por el gobierno son difíciles de mantener en las condiciones actuales. En este sentido, sostienen que el derrotero de un estado autoritario “avasallador y corrupto”, al tiempo que se consolida una clase media demandante de mayores libertades políticas, económicas y sociales, será el fin del gobierno comunista y el cambio en la estrategia de desarrollo del país (Jiang, 2011, p.340). Para los adherentes a ambas posturas, son los altos costos sociales que ha implicado el desarrollo económico de China los que ponen en duda la alternativa china de desarrollo. Empero, en el siguiente apartado se destaca un elemento que constituye, o debería hacerlo, la principal crítica no solo a la alternativa que, para muchos, ofrece el “camino chino” sino a las reflexiones actuales sobre el desarrollo: su relación con la naturaleza.

EL LLAMADO DE LA ECOLOGÍA POLÍTICA

Resulta llamativo, quizá preocupante y también decepcionante, el hecho de que las discusiones en cuanto al desarrollo económico de China sigan girando, sobre todo, alrededor de conceptos como urbanización, industrialización y crecimiento económico. Es decir, que en los textos académicos se privilegie el estudio y análisis de las estrategias o las políticas implementadas por los gobernantes o funcionarios estatales, que han sido exitosas en términos del incremento de la productividad de bienes y servicios. La acumulación del capital, por decirlo de otro modo, sigue acaparando los esfuerzos de los estudiosos que buscan entender cómo ha ocurrido el desarrollo y cómo puede volver a ocurrir obviando, en muchos de los casos, el tema de lo ambiental.

En este sentido, es evidente que, como sugiere Maristella Svampa (2012) cuando habla de la visión “eldoradista” de los recursos naturales, en el imaginario social de las comunidades de práctica del desarrollo, los recursos naturales siguen siendo considerados como simples insumos para la actividad humana. O, en el mejor de los casos, cuando se reconocen como limitantes para dicha actividad, se convierten en elementos que deben ser trasformados o re–trabajados para que “permitan la creciente y continua expansión del capital” (Bridge, McCarthy & Perreault, 2015, p.626). Así pues, a pesar de que el tema ambiental se haya convertido en una de las mayores preocupaciones de la comunidad internacional (The Worldwatch Institute, 2015), el debate sobre el desarrollo sigue enfrascado y enfocado en temas relacionados con la mejora de la competitividad y el aumento de la producción y el consumo. Lo anterior puede explicar que, como acusa la propia Svampa (2012), sean comunes, permitidas y hasta justificadas las prácticas de extracción de recursos naturales a nivel mundial, así como las relaciones sociales de producción y de consumo que ensombrecen, por decir lo menos, el futuro de la humanidad (Bridge, McCarthy & Perreault, 2015). Todo ello, a pesar del logro relativo que significa la emergencia de narrativas acerca del desarrollo sostenible, que de poco sirven si en la práctica no tiene lugar el cambio sustancial (Naredo, 2010).

 

Ante tal panorama, la toma de conciencia sobre las consecuencias que en el mediano y largo plazos tendrá esta falta de miramiento de los asuntos ambientales con respecto a la actividad humana, debe convertirse en una de las preocupaciones centrales del sector académico. Es decir, eliminar el divorcio existente entre el desarrollo económico y el ambiente, y combatir el entendimiento que se tiene acerca de los recursos naturales y los ecosistemas como simples insumos o locaciones para la sociedad, son retos clave para encaminar el diseño de estrategias y la elaboración de políticas que devengan en una alternativa loable de desarrollo. A falta de un cambio radical en la manera en que se concibe la relación sociedad–naturaleza, el desarrollo y crecimiento económicos de China, y de cualquier otro país, están condenados al fracaso. El cambio pues es tan necesario como urgente.

Precisamente la ecología política (EP), que ha tenido un “ascenso meteórico” como campo de investigación en los últimos años, puede ofrecer pistas importantes para avanzar en la dirección señalada (Bridge, McCarthy & Perreault, 2015, p.3). Y es que, como señala uno de sus máximos exponentes en Latinoamérica, parte de la convicción de que la naturaleza ha sido subordinada a las ciencias y la producción (Leff, et al, 2002). De ahí que, como apunta Paul Robbins, la mayoría de los investigadores que se adhieren a ella aboguen “por cambios fundamentales en la gestión de la naturaleza…” que desafíen “las condiciones actuales” (2012, p.13). Pero, ¿qué es la economía política? y ¿por qué puede ser importante para el estudio del desarrollo?

Definir la EP no es una tarea fácil. Su marcado carácter interdisciplinar y la diversidad de los marcos analíticos que involucra imposibilitan definirla como una “disciplina o subdisciplina en el sentido académico convencional” (Bridge, McCarthy & Perreault, 2015, p.621). Los mismos autores afirman que se trata más bien de un término “paraguas”. Es decir, un término amplio que da cabida a diversos objetos de estudio y marcos analíticos que ven lo ambiental no solo como el resultado de procesos políticos sino también como un actor político (Bridge, McCarthy & Perreault, 2015). Siguiendo esta discusión, Robbins identifica un total de siete acepciones que se han dado desde 1979 a la EP y además cinco narrativas principales que investigan los ecologistas políticos (2012, p.15). (24)

Haciendo una revisión del trabajo de Robbins, para Rafael Calderón–Contreras la ecología política puede ser considerada como una comunidad de prácticas que busca, mediante el análisis crítico, mejorar la comprensión de la dicotomía entre el hombre y el ambiente, al correlacionar los procesos político–socioambientales en escalas que van de lo local a lo global y en los que participan una multiplicidad de actores (Calderón–Contreras, 2013). Esto, con la firme convicción, señala Robbins, de que existen mejores maneras, “menos coercitivas, menos explotadoras y más sustentables” para llevar a cabo las actividades humanas (2012, p.20). En síntesis, la EP es entonces un “modo distinto de producción de conocimiento”, un lente teórico y político por medio del cual el investigador reta “las formas dominantes” para investigar la relación entre lo político y lo ambiental (Bridge, McCarthy & Perreault, 2015, p.8). De ahí que el manejo de los recursos, el medio ambiente y el cambio climático figuren ente los tópicos que han ganado terreno entre ecologistas políticos, quienes buscan alternativas a la manera en que estados y elites corporativas manejan los “recursos y el ambiente” (Bridge, McCarthy & Perreault, 2015, p.9).

En virtud de lo anterior, se puede establecer de manera clara el vínculo entre la novel propuesta y los estudios del desarrollo. Y es que el desarrollo, entendido de la manera habitual —esto es, con el énfasis puesto en la acumulación de capital y en las relaciones sociales de consumo y de producción a las que da lugar—, ha tenido importantes consecuencias ambientales al incidir directamente en la manera en que se conciben y gestionan los recursos naturales y ecosistemas. Es decir, la dinámica de desarrollo actual ha contribuido “a la transformación, degradación y al conflicto ambiental” (Bridge, McCarthy & Perreault, 2015, p.621). Ha favorecido además a unos cuantos a costa de muchos otros, debido a que el mal manejo y la explotación desmedida de recursos naturales y ecosistemas facilitada por el “desarrollo” de los estados y por la “integración de los mercados regional y global” ha generado marginación y pobreza (Robbins, 2012, p.21). En consecuencia, se busca generar una “relación alternativa no–capitalista entre naturaleza y sociedad” para cambiar la “geografía de producción y consumo” y crear una nueva gobernanza ambiental (Bridge, McCarthy & Perreault, 2015, pp. 625–626).

Un ejemplo de lo anterior puede encontrarse en el trabajo de Svampa (2012), cuando al hablar del llamado “giro ecoterritorial” argumenta, a grandes rasgos, en favor de la construcción de una alternativa de desarrollo a partir de una nueva institucionalidad ambiental que conjugue los discursos comunitarios y ambientalistas, al tiempo que se defienda el territorio y los intereses de los grupos marginados de la sociedad. Por su parte, la propuesta ecuatoriana en torno a “Los Derechos de la Naturaleza” y la idea del “Buen Vivir” que, como proyecto colectivo han permeado de manera importante en Ecuador y Bolivia, también constituyen intentos valiosos que asumen una postura crítica a la teoría del desarrollo y buscan en la práctica nuevos modos para interactuar con la naturaleza (Escobar, 2012).

Así pues, un pequeño pero importante avance en la dirección señalada consiste en acudir al llamado que se hace desde la EP. Ahora bien, aceptar este significa reconocer, siguiendo nuevamente la revisión que hace Calderón–Contreras del trabajo de Robbins, tres principios fundamentales, a saber: (1) “que la conservación y el manejo de los recursos naturales involucran a una multiplicidad de actores con sus propias percepciones y perspectivas”; (2) que los problemas relacionados con la base material de la sociedad, y que condicionan su porvenir, tienen que ver tanto con “fallas en la implementación de políticas públicas”, como con una dinámica política y económica a nivel global que incide en éstos; y por todo lo dicho anteriormente, (3) existe una urgente necesidad de cambiar la “forma en que se concibe la economía política local y global”; o, dicho de otra forma, las instituciones y las prácticas mediante las cuales se han buscado el desarrollo local y global (Calderón–Contreras, 2013, pp. 567–568).

Partiendo de lo antes expuesto, el investigador que atiende al llamado de este novel campo de investigación requiere comprometerse teórica, metodológica y de manera política. De hecho, para Gavin Bridge, James McCarthy y Tom Perreault son estos compromisos, y no los objetos de estudio, los que dan coherencia al disconforme ámbito de la EP y a los trabajos que desde ahí se producen (2015).

En términos teóricos, la EP se asocia estrechamente con la teoría crítica y es influenciada por el postestructuralismo y el postcolonialismo, lo que tiene implicaciones importantes para el investigador. Primero, como ya se dijo, el ecologista político es, por esencia, un crítico del “establishment”. En segundo lugar, el nexo con las perspectivas “post” significa, de facto, un “rechazo de los enfoques positivistas hacia las relaciones sociales y la ciencia ambiental” (Bridge, McCarthy & Perreault, p.7), así como la no aceptación en cuanto al empleo de conceptos reificados. Se reconoce entonces que los conceptos como el desarrollo son “creaciones políticas fluidas” que no deben darse por sentado y pueden trasformarse mediante la actuación del agente que les da sentido con sus discursos y prácticas (p.623). En tercer lugar, el hecho de que la EP haya surgido del “encuentro entre el marxismo y los problemas ambientales contemporáneos”, orienta al investigador a optar por marcos analíticos que faciliten “el entendimiento estructural de las conexiones, los procesos y las relaciones” entre la política, la economía y el ambiente, lo que repercute, a su vez, en el compromiso metodológico (p.621).