SGAE: el monopolio en decadencia

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INTRODUCCIÓN

TRATANDO DE ENCAJAR LAS PIEZAS DEL PUZLE

¿Qué entidad puede presumir de haber tenido en su seno a compositores de ópera, directores de cine porno, dramaturgos, guionistas, mimos y punks? La Sociedad General de Autores y Editores (SGAE).

Este libro sobre SGAE es un espacio de reflexión que hemos creído necesario habilitar en torno a estas siglas y a la gestión de derechos de propiedad intelectual. Este es un tema que nos afecta. Que afecta, en mayor o menor medida, a toda la ciudadanía. Que ha afectado al pasado y que afecta al presente y al futuro de la producción artística y, por tanto, también al compromiso y la responsabilidad adquiridos cuando creamos algo y lo ponemos a disposición de los demás para su uso y disfrute. Hablar de SGAE no es un asunto local, ya que en todos los países donde existen industrias culturales desarrolladas y donde se cumplen los acuerdos de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), organismo dependiente de la ONU, surgen cuestiones en torno a la propiedad intelectual. Este es un tema que, creemos, hasta ahora ha sido tratado dentro de un marco muy estrecho, sin escalas de grises. En el Estado español, al margen de la bibliografía jurídica existente, en general encontramos publicaciones muy sesgadas. Se produce una falta de entendimiento entre aquellos que retratan la piratería en tonos casi apocalípticos y quienes defienden la abolición de la propiedad intelectual como un fin en sí mismo. Encontramos la necesidad de abandonar clichés y alumbrar ángulos muertos.

Sea como fuere, y a pesar de que se ha deshinchado el entusiamo por la cultura libre como alternativa práctica más allá de un planteamiento simbólico, podríamos decir que la propiedad intelectual está de plena actualidad. Esta es una buena noticia en la medida en que puede acercar el debate a la calle, fuera de las esferas de los expertos. Pero el diálogo de sordos se agrava debido al colonialismo cultural que sufrimos: la mayoría de publicaciones críticas provienen de Estados Unidos y se reciben descontextualizadas, cuando no de manera totalmente irreflexiva (y muchas veces con pésimas traducciones). Para empeorar las cosas, textos históricos escritos hace ya una década, con el reseñable Copia este libro de David Bravo a la cabeza, han quedado inevitablemente desactualizados. Copyleft. Manual de uso, editado por Traficantes de Sueños, es otra de las guías que durante mucho tiempo se ha tomado como referencia, pero arrastra una serie de inexactitudes que apuntalan una visión muy deformada de lo que son realmente los derechos de autor y las posibilidades en torno a su gestión. Afortunadamente, la bibliografía en castellano va aumentando con ensayos que nos descubren muchos aspectos que habían pasado desapercibidos hasta el momento.

En ese sentido, ha habido varias lecturas que nos han marcado durante el desarrollo de este libro. Gracias a Régimen público de la gestión colectiva de derechos de autor, que Juan Antonio Ureña Salcedo (profesor de Derecho Administrativo en la Universidad de Valencia) firmó en 2011, hemos descubierto algunas particularidades de los modelos actuales de gestión. En ese manual se explican y detallan los grandes privilegios y “poderes exorbitantes” de los que disfrutan las entidades gestoras y el papel de estas en “un sector económico cada vez más importante”. También, la necesidad de transparencia, fiscalización y controles públicos por parte de las instituciones. Conversando con el profesor acerca de la exigua bibliografía rubricada por parte de investigadores y autores españoles, Ureña Salcedo comenta: “La situación, según creo, está cambiando estos últimos años en que, si bien no se han publicado muchos libros, sí que existen algunos sesudos artículos doctrinales. En los años sesenta y setenta, incluso más, si me apuras, no había una gran industria cultural en España. No era una cuestión, por tanto, ni problemática ni que afectase a un sector económico relevante. Esto, en mi opinión, podría explicar algunas cosas como la falta de interés”. Ureña, en su libro, toma referencias en su mayor parte europeas (principalmente francesas), por lo que su trabajo viene a compensar una balanza aún muy inclinada hacia las fuentes anglosajonas.

Libros muy recientes como #Gorrones. Cómo nuestro insaciable apetito de contenidos gratis en Internet empobrece la creatividad de Chris Ruen y Cómo dejamos de pagar por la música. El fin de una industria, el cambio de siglo y el paciente cero de la piratería de Stephen Witt, adoptan un tono periodístico y se mantienen en esa escala de grises que hasta ahora tanto echábamos de menos.

La honestidad de los entrevistados en #Gorrones se refleja en declaraciones como la de Kyp Malone (del grupo TV On The Radio), que resume a la perfección el espíritu del libro:

No creo que nadie se merezca una mamada eterna en la parte de atrás de la limusina más larga que exista. Pero ciertamente tampoco creo que currar “gratis como un cabrón” sea lo que merezco, ni yo ni nadie. Y la idea de que cuantos más artistas pasen hambre mejorará la música es ridícula. La idea de que la falta de recursos es el principal acicate para la calidad es un argumento muy oportuno para la explotación capitalista.

Ruen reivindica una nueva narración sobre el contexto social y tecnológico en el que nos encontramos, manejando los conceptos relacionados con la propiedad intelectual de manera muy rigurosa. Otorga una gran importancia al lenguaje a la hora de hablar de derechos de autor, afirmando que los términos “descarga” o “descarga gratuita” resultan demasiado generales o imprecisos. “La descarga no tiene nada intrínsecamente malo y la descarga gratuita es fantástica en tanto se realice con el consentimiento del creador”. Estamos de acuerdo en que esa es la clave: respetar las decisiones de los autores. Un respeto que ha de provenir no solo de los usuarios, sino, y tal vez de manera más manifiesta y ejemplarizante, de las entidades de gestión. Estas afirman que algunos usuarios no respetan la voluntad de los autores y vulneran sus derechos. Pero ¿no hacen ellas lo mismo al imponer sus modelos inflexibles en los que los creadores han perdido la capacidad de decidir sobre aspectos esenciales de sus obras? Desarrollaremos esta cuestión con varios ejemplos a lo largo de las páginas de este libro y volveremos sobre el trabajo de Ureña Salcedo para tratar de esclarecer quién vigila a los vigilantes.

Si en #Gorrones de Ruen se narraba la pulsión de grupos organizados en la red por filtrar lanzamientos discográficos antes de su salida al mercado, en Cómo dejamos de pagar por la música se disecciona el origen de esta subcultura y las funestas consecuencias para la industria musical. Witt entrecruza varias historias relacionadas con la difusión no autorizada de discos, protagonizadas por diversos personajes, con una trama que bien podría haber servido para crear una magnífica novela negra con trasfondo tecnológico. Su tesis se basa en que la llamada piratería no fue algo intrínseco a la arquitectura de la red. Esta idea supone un contrapunto necesario a los numerosos y manidos retratos que se han hecho de internet, donde se ha llegado a un extraño consenso sobre la inevitabilidad casi ontológica de la gratuidad en los contenidos. El autor realiza además una divertida semblanza de los debates en torno al fenómeno de la piratería:

El economista clásico veía que las ventajas de que el consumidor pudiera descargar de manera ilimitada superaban a los inconvenientes del costo […] y del riesgo de que te pillaran. El economista conductual veía una base de usuarios acostumbrada a consumir música gratis y que habitualmente no tenía ninguna predisposición a pagar. El político teórico veía una base de disidentes activos que combatían el “segundo cercamiento de tierras comunales” e intentaba proteger internet del control corporativo. Los sociólogos veían gente aficionada a los cenáculos […].

Witt nos hace recapacitar sobre a quién beneficia la manera en que se distribuye la música en la actualidad: la propiedad industrial del MP3 hizo que la propiedad intelectual de las obras de los creadores musicales saltara por los aires, sin que hasta el momento se haya podido dar con una solución a la remuneración de los autores.

ESPACIOS PARA EL DIÁLOGO:

TIEMPOS NUEVOS, TIEMPOS SALVAJES1

En los últimos años estamos asistiendo a un cambio de actitud: los artistas se interesan más tanto por los temas que atañen a los derechos que generan sus composiciones e interpretaciones como por su responsabilidad en el proceso creativo. Pero también la ciudadanía se preocupa por todo aquello concerniente a sus derechos y deberes en torno al acceso a la cultura. Últimamente se percibe un interés mayor por conocer el significado de la letra pequeña (y no tan pequeña) de los contratos, así como un cuestionamiento más profundo sobre los modelos de gestión de derechos. Para poder sobrevivir en esta jungla que es la industria cultural, donde impera (y siempre lo hará) la ley del más fuerte, dicen que no hace falta ser experto en propiedad intelectual… pero casi. Al menos, se hace imprescindible el manejo de ciertas herramientas: el machete y la navaja suiza de la propiedad intelectual.

Ainara LeGardon es socia de SGAE desde hace veinte años. La decisión de adherirse a la entidad no fue demasiado meditada, como no lo es la de la inmensa mayoría de autores al inicio de sus carreras. No contaba con la información suficiente ni con la madurez necesaria para cuestionarse si aquella era la única posibilidad para alguien que empezaba a tocar en salas y festivales, y cuyas composiciones ya sonaban en Radio 3. En 1994 estaba a punto de firmar su primer contrato discográfico y alguien le dijo que para poder cobrar sus derechos de autor debía asociarse a SGAE.

 

¿Derechos de autor? Algo había oído de eso, pero se trataba de un asunto del que muy pocos sabían. Desde luego no era un tema que surgiera habitualmente en conversaciones casuales con otros músicos, en los camerinos o en los locales de ensayo. Estamos hablando de una época en la que la imagen pública de SGAE y las entidades de gestión colectiva en general no estaba tan quebrantada como actualmente. Su presencia y funcionamiento eran aspectos casi desconocidos entre la comunidad creativa, y no digamos para el público general. Hace dos décadas, su amiga Violeta, que además de ser música acababa de licenciarse en Derecho y estaba realizando un Máster en Gestión Cultural, le habló por primera vez de algo llamado propiedad intelectual. Así despertó en Ainara la curiosidad por este tema a veces tan complejo, curiosidad alimentada poco después por la más pura de las necesidades.

David García Aristegui es socio de SGAE desde que falleció su abuelo Fernando García Morcillo en el año 2002. Fernando fue uno de los pioneros del jazz en el Estado español y, después de la Guerra Civil, se convertiría en un compositor todoterreno. Además de crear la música de éxitos que todavía muchas orquestas interpretan regularmente, como “Mi vaca lechera”, “La tuna compostelana”, “Viajera” o “María Dolores”, trabajó con realizadores de cine tan dispares como Antonio del Amo (director de las películas de Joselito), Jesús Franco o Eloy de la Iglesia. Al morir su abuelo, David recibió junto al resto de nietos los derechos de autor en herencia, y posteriormente la familia acordó designarlo como representante legal de los herederos.

Todo esto sucedía justo cuando el llamado movimiento antiglobalización comenzaba su declive: las mediáticas contracumbres ya no sorprendían a nadie y la violencia policial desplegada en Génova, con sucesos como el asesinato de Carlo Giuliani o las torturas en la Escuela Díaz, marcaron un punto de inflexión. De su etapa como activista antiglobalización David sacó claras varias cosas: lo impunes que suelen quedar las agresiones policiales (algo que sufrió en primera persona en okupaciones, acciones y huelgas) y la importancia de un nuevo movimiento social surgido de la crítica a la propiedad intelectual, el software libre y la filosofía del copyleft2. El intento de debatir y explicar a los colectivos activistas las enormes diferencias entre el copyright anglosajón y los derechos de autor europeos, fuente de enormes malentendidos, y la posibilidad de reivindicar los derechos de autor desde la izquierda, hicieron que David profundizara en el estudio de la propiedad intelectual.

En el mismo año en que David se asociaba a SGAE, Ainara comenzaba a gestar la idea de montar su propio sello tras varias malas experiencias con discográficas y productoras. La sensación de haber perdido el control sobre algunas de sus decisiones artísticas y personales llevó a Ainara a abandonar los mecanismos del negocio musical establecido y labrar una trayectoria propia, al margen de la industria, siguiendo la filosofía del “hazlo tú mismo” (o DIY por “do it yourself”). Ha autoeditado cinco discos desde 2003. Todos sus errores y experiencia acumulada desde el boom del mal llamado indie en los años noventa, hasta nuestros días, se estructuran ahora como la columna vertebral de los talleres que ofrece a músicos, artistas, gestores culturales y juristas.

Mientras tanto, David renunciaba a tener su propia banda de punk-rock y abandonaba para siempre los locales de ensayo. Comenzó entonces a barajar la posibilidad de crear espacios críticos tanto con el entramado de industria/entidades de gestión como con las posturas simplistas que pedían (y piden) la abolición de la propiedad intelectual. Fue uno de los creadores de Comunes (Radio Círculo), uno de los pocos programas de radio dedicados en exclusiva a la propiedad intelectual, y publicó en 2014 el libro ¿Por qué Marx no habló de copyright? (Enclave de libros).

Fue en esos espacios para la reflexión donde nuestros caminos se cruzaron. El primer encuentro se produjo virtualmente, a través de mensajes en una lista de correo relacionada con las licencias Creative Commons (CC) 3. En enero de 2014 decidimos romper el hielo y dirigirnos personalmente el uno al otro, agradeciendo toda la información que compartíamos. Encontrar a un cómplice con quien participar en reflexiones comunes y entablar un debate sincero sobre el áspero mundo de la propiedad intelectual no es fácil. Y allí estábamos nosotros, cada uno desde su ordenador, desde su experiencia, lanzando pistas al otro sobre cómo poder encajar las piezas de este gran puzle. Finalmente nos pusimos cara aquel mismo verano a través de Servando Rocha, un buen amigo común, que nos hizo coincidir como ponentes en un curso de propiedad intelectual en el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid.

A finales de ese mismo año Ainara hizo público su trabajo académico Otro modelo es posible4, en el que reflexiona sobre la gestión de derechos en el ámbito musical, valorando la necesidad y viabilidad de un cambio de paradigma. David sigue a día de hoy colaborando en Barrio Canino, realizado desde Ágora Sol Radio (emisora surgida de la Acampada de Sol creadora del movimiento 15M) e impulsando el sindicalismo5 en el ámbito cultural, a través de los colectivos Ciencia para el Pueblo y la Unión de Sindicatos de Músicos, Intérpretes y Compositoras.

Un heredero de derechos y una creadora. Un escritor todavía deslumbrado por la subcultura rock y una artista autogestionada que alterna actuaciones en gaztetxes con instalaciones en museos y espacios de arte contemporáneo. Un pinchadiscos ocasional que hace años malvendió su guitarra eléctrica y que maltrata sus vinilos y CDs, y una cuidadosa coleccionista de música e instrumentos antiguos. Uno de los irreductibles galos que aún pueblan la Malasaña punk y otra que hizo las maletas para no volver al barrio. Teníamos todas las papeletas para, en una realidad paralela, habernos convertido en enemigos acérrimos, pero en esta dimensión ambos pedimos el café con leche fría y nuestros cerebros funcionan mejor juntos.

SIGUIENDO EL RASTRO DEL DINERO

Este libro es la continuación del trabajo de Ainara Otro modelo es posible y el libro de David ¿Por qué Marx no habló de copyright?, una investigación que ha durado dos años, pero que en realidad comenzó hace más tiempo. En este periodo hemos entrevistado a más de treinta personas. Algunas de ellas no aparecen en el libro ya que sus declaraciones, siempre interesantes y útiles, no encajaban en la narración. Otras nos pidieron explícitamente permanecer en el anonimato. También nos hubiese gustado realizar alguna entrevista más, por ejemplo a Eduardo Bautista (más conocido como Teddy Bautista): nos consta que le llegó nuestra invitación por al menos dos vías, pero fue imposible contactar con él directamente.

Pensamos que todo lo que rodea a la industria musical se explica de manera bastante satisfactoria siguiendo el rastro del dinero. En este negocio el objetivo final de compañías discográficas, editoriales, portales de streaming, promotores, salas y festivales es siempre el mismo: obtener un beneficio económico. SGAE es una entidad sin ánimo de lucro, pero su funcionamiento se ve enormemente distorsionado por la presencia de las editoriales musicales dentro de la sociedad y de los fuertes intereses económicos que se dirimen en la entidad.

Los autores de a pie muchas veces no tienen claro a qué obedecen esos intereses. Las tensiones y luchas que se producen en las asambleas se convierten en dinámicas muy poco transparentes para la mayoría de los socios y directamente incomprensibles para el resto de la ciudadanía. Esto es especialmente grave debido a la posición de monopolio que ostenta SGAE. La prensa y medios de comunicación intentan, normalmente al calor de algún escándalo y sin demasiado éxito, explicar la enorme complejidad inherente a una SGAE dividida en cuatro colegios y sometida a intereses contrapuestos. La sociedad de autores, por su parte, parece sentirse cómoda con el hecho de que los temas más críticos relacionados con su funcionamiento estén solo al alcance de un reducido número de personas.

Para arrojar un poco de luz sobre todo esto, hemos realizado infinidad de viajes, reuniones, e incluso tenido inevitables discusiones. Hemos entrevistado a los últimos tres presidentes de SGAE; a autores que han ostentado cargos en la Junta, Consejo y Fundación SGAE; a cargos de otras entidades de gestión, tanto consolidadas como emergentes, competencia de SGAE; a abogados expertos en propiedad intelectual y profesionales de editoriales, distribuidoras, promotoras de conciertos y compañías de discos; y, por supuesto, a muchos autores, precisamente el sector donde hemos notado más miedo a aparecer con nombre y apellidos en esta publicación. En varias ocasiones, tras la esperanza de encontrar a creadores formados, comprometidos y que nos pudieran ofrecer razones bien fundamentadas a la hora de explicar sus decisiones en materia de gestión de derechos, nos hemos topado con el silencio, la duda, la delegación de poderes en alguien de quien realmente se desconfía, el recelo y, en última instancia, el miedo. Han sido ocasiones puntuales, pero para nosotros muy significativas.

Este libro no está dirigido tan solo a músicos y a la comunidad creativa, tampoco únicamente a juristas, aunque esperamos que más de uno disfrute de su lectura con interés. Está dirigido a la ciudadanía en general, que inevitablemente también tiene relación con las entidades de gestión.

Nuestra perspectiva ha cambiado a medida que el libro se desarrollaba. En un principio no pensábamos plasmar un punto de vista tan crítico, pero sencillamente, a medida que la investigación tomaba forma, nos volvíamos más suspicaces. Las piezas no encajaban teniendo en cuenta solo las explicaciones “oficiales”. Han sido necesarias grandes dosis de escepticismo y reflexión, posicionándonos como afectados.

La imagen que entidades como SGAE y empresas gigantes como Google/YouTube quieren proyectar ya se difunde a través de sus canales, y tienen muchos y muy poderosos. Lo que las grandes corporaciones quieren transmitir ya se apresuran a comunicarlo a través de sus notas de prensa y sus power points. Pero la visión de los titulares de derechos, desde la trinchera, nunca se había puesto negro sobre blanco. Un libro como este no existía hasta ahora.

“¿Derechos de autor…?” Esa pregunta que se hizo Ainara cuando le hablaron de SGAE por primera vez sigue estando en el aire para la mayoría de los creadores y del público. La formación, por tanto, es esencial.

Si a 100 músicos se les preguntara si saben cómo registrar el nombre de un dominio en internet para promocionarse, entre un 80 y un 90 por ciento dirían que sí. Sin embargo, si se les preguntara cómo inscribir su música en el Registro de la Propiedad Intelectual, o en una sociedad de autores, muchos menos responderían a la pregunta correctamente, y un porcentaje aún menor sería incapaz de describir, por ejemplo, cómo fluye el dinero en las plataformas de streaming.

Esta cita es un extracto del estudio realizado en 2015 por el Instituto para el Emprendimiento Creativo, dependiente de Berklee College of Music (Estados Unidos), con el objetivo de “aumentar la transparencia, reducir la fricción y promover la justicia en la industria musical”. Entre sus conclusiones se encontraban importantes iniciativas educativas: talleres globales relacionados con los flujos de pago, la transparencia y las operaciones de la industria musical.

Esa transparencia parece que no interesa a los agentes que ostentan la posición más fuerte en la industria de la música: ni a discográficas, ni a mánagers, ni mucho menos a las editoriales. Tampoco a las entidades gestoras ni a otros intermediarios. La manida expresión “la información es poder” cobra todo su sentido en este contexto. Esta situación no conoce fronteras, e incluso la Relatora Especial de las Naciones Unidas sobre los derechos culturales, Farida Shaheed, informaba en 2014:

Dado el desequilibrio de conocimientos jurídicos y capacidad negociadora entre los artistas y sus editores y distribuidores, los Estados deben proteger a los artistas de la explotación en el contexto de la concesión de licencias de derechos de autor y el cobro por esos derechos.

Los creadores se encuentran en una situación vulnerable, con habituales posiciones de negociación muy débiles, lo que provoca que acaben firmando contratos de larga vigencia y en condiciones muy desfavorables para ellos. En efecto, así lo remarca la Doctora en Derecho Mª Asunción Esteve Pardo:

El autor individual no cuenta con el apoyo económico ni con el respaldo institucional que tienen las empresas [...] con las que celebra habitualmente sus contratos. Esta y no otra es la razón por la que tales contratos presentan cláusulas abusivas o fraudes de ley. La Ley de Propiedad Intelectual ofrece al autor más que suficiente tutela jurídica al ceder los derechos sobre sus obras. El problema es que la realidad del mercado se impone al negociar y el autor individual no tiene poder para exigir los límites y condiciones que la propia ley impone a sus cesiones de derechos. Caben dos soluciones: la denuncia reiterada ante los tribunales de contratos de derechos de autor que incumplen la LPI [Ley de Propiedad Intelectual] o presentan condiciones abusivas (solución más que utópica por los propios riesgos que ello genera al autor de cara a celebrar futuros contratos) o bien el recurso a las asociaciones de autores o a la gestión colectiva para lograr el ya viejo lema de que “la unión hace la fuerza” a la hora de negociar6.