DeMente 2: Dos cabezas piensan más que una

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Dime lo que comes y te diré qué tan inteligente eresJorge González

Las fotos dieron la vuelta al mundo en 2015. Era una secuencia de imágenes que mostraban a una gorila salvaje en el bosque Mbeli Bai, en el Congo. Un equipo de expertos alemanes y norteamericanos se maravilló al ver a la gorila utilizar un palo para cruzar un río de aguas turbias. Pudieron verla entrar al agua y devolverse a tierra firme tras advertir que se hundía. Una vez en la orilla, tomó una rama que utilizó como apoyo para entrar de nuevo al agua e ir tanteando la profundidad del cauce. Pese a verse asustada, logró caminar cerca de 10 metros… siempre con cautela y calculando cada uno de sus pasos. Como este, hay una infinidad de registros que dan cuenta de la asombrosa inteligencia de los primates. Gorilas y chimpancés, por ejemplo, elaboran herramientas para cazar y obtener alimentos. Bonobos y orangutanes pueden expresar amor, pena y rabia, emociones que pensábamos que eran exclusivas del ser humano. Y ellos mismos son capaces de transmitir tradiciones de madres a hijos.

¿Por qué los primates han desarrollado cerebros tan complejos y otras especies no? Todos sabemos que el ser humano es el animal más inteligente en la Tierra. Esta capacidad intelectual nos permitió llegar a ser la especie dominante, capaz de construir objetos inimaginables, dominar tierras inhóspitas e idear complejas teorías que explican la naturaleza de aquello que nos rodea. Pero, ¿qué determina la inteligencia de un ser vivo?

Hasta ahora la hipótesis más aceptada por la comunidad científica indicaba que la vida en sociedad había sido el factor determinante en el desarrollo de facultades cognitivas superiores. Según esta teoría, los cerebros más grandes fueron el resultado de la necesidad de convivir y reproducirse en grupos sociales cada vez más complejos. En términos evolutivos, los cerebros mejor adaptados han sido capaces de avanzar de manera progresiva en pensamientos más elaborados y en construcciones mentales de alto requerimiento intelectual. En definitiva, es la vida en sociedad la que nos ha obligado a desarrollar nuevas y siempre crecientes capacidades cognitivas.

Sin embargo, esta idea de la evolución resultó algo dudosa para algunos estudiosos del tema. Su crítica apuntaba a señalar que las investigaciones realizadas hasta ese momento consideraban muestras muy pequeñas donde no era posible observar de forma global el enorme y complejo árbol que es la evolución.

Esta misma inquietud rondaba en la cabeza de Alex R. DeCasien, quien junto a su equipo del departamento de antropología en la Universidad de New York, Estados Unidos, analizó el comportamiento y la alimentación de más de 140 especies distintas de primates. En concreto, estudiaron las estructuras sociales de sus manadas, el tipo de alimentación que llevaban, los esfuerzos cognitivos que se requerían para encontrar dicho alimento y, por último, el grado de desarrollo cerebral que mostraban.

Los resultados mostraron una interesante relación entre el tipo de alimentación que tenían dichas especies y su inteligencia.

Por ejemplo, el análisis determinó que las especies que consumían hojas (folívoros) tenían un comportamiento social más simple en comparación de aquellas que consumían frutas (frugívoros). En tanto, aquellas especias que comían hojas y frutas exhibían aún más complejidad intelectual y social.

¿Cómo se justifican estas diferencias? La primera explicación podría tener relación con el mayor aporte nutricional de la fruta en comparación con las hojas. Pero hay más. Según el equipo investigador, la búsqueda de fruta requiere un esfuerzo cognitivo mayor. El animal debe saber y recordar dónde y cuándo encontrar los mejores frutos para su alimentación; debe saber, además, cómo pelar un fruto e incluso elaborar una herramienta para conseguir ese objetivo. Los primates que se alimentan de hojas, en contraparte, no enfrentan mayores obstáculos para conseguir sus alimentos. Las hojas son abundantes y su búsqueda no implica grandes desafíos. Distinta es la situación de los primates omnívoros, que de manera ocasional comen carne, como el chimpancé africano, que caza en manada elaborando complicados planes para capturar presas y cuya inteligencia es comparada con la de los humanos.

En paralelo, el equipo determinó que dichos comportamientos estaban directamente relacionados al crecimiento de la neocorteza cerebral, una estructura clave para el pensamiento racional, y que es el último sector en desarrollarse en los primates. Por otro lado, esta idea también puede relacionarse con aquellas que hablan sobre adaptaciones ecológicas, debido a la necesidad de almacenamiento y recuperación de información espacial en el cerebro, a las demandas cognitivas del forrajeo extractivo de frutos y semillas, y a una mejor calidad de la energía que es necesaria para el crecimiento del cerebro fetal. En conjunto, parece ser que el frugivorismo no solo proporciona una mayor presión selectiva sobre el procesamiento cognitivo, sino que también compensa los costos de un cerebro demandante desde el punto de vista metabólico, al facilitar una menor asignación de energía para realizar la digestión (muy alta en el consumo de hojas). Esta idea puede extrapolarse a especies que no son primates pero que poseen una capacidad cognitiva desarrollada, como cetáceos, otros mamíferos carnívoros y aves.

Entonces, nuestra inteligencia también se tendría que deber en gran parte a nuestras estructuras sociales. Bueno, según este estudio, no tanto… Se ha descubierto que comportamientos sociales complejos, como por ejemplo las coaliciones o la reciprocidad, que se suponía que eran únicos para los primates, están presentes en otras familias de especies que no poseen cerebros grandes, como las hienas manchadas. Por lo tanto, la premisa que afirma que la complejidad social requiere una complejidad cognitiva, no necesariamente es cierta. De este modo, los desafíos de la vida social podrían no requerir soluciones cognitivas elaboradas, sino que podrían resolverse usando reglas evolutivas bastante simplificadas.

Diversos estudios observacionales y de simulación han sugerido que simples reglas de asociación pueden explicar patrones complejos de comportamiento. Ahora, la idea de que grupos más grandes de individuos requieren de una mayor capacidad cognitiva puede ser fácilmente malinterpretada, ya que los individuos dentro de un grupo no necesariamente tendrán la obligación ni el deseo de relacionarse con todo el resto de los individuos que lo conforman (solo es cosa de ver a nuestra propia especie).

Todos estos antecedentes relevan la importancia de la alimentación en el desarrollo de la inteligencia, lo que deja abiertas una serie de preguntas no menores: ¿Cómo te afecta a ti lo que comes?, ¿qué alimentos debes consumir y en qué cantidad?, ¿cuál es el impacto de la alimentación en el desarrollo intelectual de las futuras generaciones? La respuesta está a un bocado de distancia.

GLOSARIO:

Neocorteza cerebral: el neocórtex o neocorteza es la estructura del cerebro de mamíferos que se ha desarrollado más recientemente en la evolución. En humanos, se le atribuyen capacidades que son únicas entre las especies como la abstracción, el lenguaje y el razonamiento.

Las neuronas de la sedDaniela De Giorgis

¿Por qué si tomamos un vaso de agua sentimos al instante que se “apaga” la sed… si en la práctica se necesitan varios minutos para que esa agua hidrate nuestro cuerpo?, ¿por qué preferimos una cerveza bien helada en lugar de una a temperatura ambiente?, ¿por qué muchos enfermos sienten calmada su sed solo con mojarse la boca?, ¿cómo funciona el mecanismo que nos impulsa a beber?

¿Te ha pasado que después de comer una gran porción de papas fritas sientes la necesidad imperiosa de tomar agua? Todas estas sensaciones ocurren porque tras la alta ingesta de sodio y otras sales, o luego de una pérdida de líquidos por parte del organismo, hay un desbalance en nuestra homeostasis corporal, vale decir, una pérdida del equilibrio en la relación entre el agua y las sales en nuestro organismo. Este desbalance nos genera una necesidad evidente de ingerir agua. Pero ¿cómo sabemos que algo anda mal en nuestro organismo si no tenemos un mecanismo que nos permita mantener constante la adecuada concentración de sales, agua y otros componentes, dentro y fuera de manera constante (equilibrio osmótico)?

Al parecer, la respuesta podría estar en nuestro cerebro. Trabajando con ratones, investigadores de la Universidad de California, Estados Unidos, descubrieron en 2016 un grupo de neuronas que son las encargadas de manifestar esta necesidad de ingerir agua que también podrían estar presentes en nuestros cerebros.

Las “neuronas de la sed” conforman una estructura neuronal conocida como el órgano subfornical, el que tiene la capacidad de activarse cuando se hace necesaria la ingesta de agua, operando como un “sensor osmótico”, que sorprendentemente se anticipa a la sed antes de que aparezca.

Para poder estudiar el comportamiento de las neuronas del órgano subfornical, los investigadores utilizaron una herramienta conocida como optogenética. Gracias a esta técnica pudieron observar y medir, “en vivo y en directo”, la actividad de las neuronas modificadas genéticamente de un ratón. Cuando dichas neuronas estudiadas tienen algún tipo de actividad, emiten una fluorescencia que es detectada por una fibra óptica instalada sobre el órgano subfornical del ratón.

Con el fin de determinar cuán rápido los ratones experimentaron la sensación de saciedad (inhibición de la actividad neuronal), les restringieron el acceso al agua durante un periodo de tiempo. ¿Qué ocurrió? Se observó un incremento del registro eléctrico de este grupo de neuronas, situación que cambió cuando se les permitió beber agua, ya que la señal bajó con rapidez, llegando a la inactividad total.

 

A los investigadores también les interesaba conocer si la temperatura del agua tenía algún impacto en las neuronas de la sed. Comprobaron que existe una notable disminución en la actividad del órgano subfornical cuando el agua estaba más fría, lo que explicaría por qué preferimos una cerveza helada en lugar de una a temperatura ambiente. En esta misma línea, el equipo de científicos probó los efectos de sustancias líquidas de características alcohólicas (Isoproterenol y Manitol) sobre las neuronas de la sed, observándose el efecto opuesto: deshidratación y un incremento importante de su actividad. Es decir, se generaba una mayor sensación de sed.

Por último, quisieron determinar el efecto de la comida en las neuronas en estudio, ¿era cierto que la comida estimula la ingesta de agua? Para comprobar su supuesto, dejaron a los ratones durante toda una noche sin comida, hasta la mañana siguiente, cuando fueron alimentados, pero sin agua. Las neuronas de la sed tuvieron una actividad creciente y sostenida en el tiempo. Luego de 15 minutos, se les permitió el acceso al agua, lo cual volvió a inhibir la actividad neural rápidamente. Este experimento permite establecer un mecanismo que explica por qué cada vez que comemos, ingerimos alguna bebida.

Resulta muy interesante descubrir que existen neuronas tan especializadas que pueden generar esta alarma de manera autónoma y con un sistema de retroalimentación dinámico respondiendo incluso antes de que la homeostasis sea afectada. El hallazgo de estas neuronas nos permite saber y entender cómo es que se regula nuestra fisiología.

Sin embargo, no deja de ser interesante preguntarse ¿cómo funcionan dichas neuronas en las personas que están obsesionadas con beber agua?

GLOSARIO

Homeostasis corporal: conjunto de fenómenos de autorregulación que conducen al mantenimiento de una relativa constancia en la composición y las propiedades del medio interno de un organismo.

Equilibrio osmótico: es la relación que hay entre los líquidos que hay dentro de la célula (intracelular) y su medio externo (extracelular).

Neurodebate al rojo: ¿Nacen nuevas neuronas en el cerebro adulto?Scarlett Delgado y Tania Dib

Muchas personas recuerdan que durante su infancia los mayores solían advertirles que se cuidaran de los golpes en la cabeza porque “las neuronas que se pierden no se recuperan”. Frases de ese tipo pasaron a engrosar la lista de los mitos que la ciencia está demostrando ser falsos.

Diversas investigaciones han revelado que en el cerebro sí se crean nuevas neuronas a través de un proceso que se llama “neurogénesis”. Este se realiza a partir de un grupo de células “madre” que son capaces de dividirse y dar origen a una nueva célula que, posteriormente se transformará en una neurona.

La neurogénesis ha sido probada en varios modelos animales, como ratas y monos. Pero las pruebas en humanos han sido escasas y polémicas. Mientras la piel, los músculos y la sangre están en permanente renovación, no ocurre lo mismo con el cerebro, pues la gran mayoría de las neuronas tiene su origen en el desarrollo fetal y se mantienen hasta la muerte. Sin embargo, hace cerca de un siglo sabemos que no todas las células cerebrales tienen ese mismo comportamiento. Hay evidencia de que, en animales, existe un grupo de células “madre” capaces de generar nuevas neuronas, que se mantiene hasta la adultez.

Los primeros trabajos que dan cuenta de esto datan de 1901. Desde entonces, han surgido decenas de investigaciones que indagan en esta materia. ¿Por qué tanto interés en ellas? Simplemente porque muchos neurocientíficos consideran la capacidad neurogénica como una de las herramientas por las cuales el cerebro puede mantenerse sano y en constante aprendizaje durante la vejez. Entender los factores que mejoran o deterioran esta posibilidad de renovar neuronas puede contribuir a mejorar la calidad de vida.

La neurogénesis ocurre sobre todo en las fases tempranas del desarrollo prenatal, pero puede tener lugar, en menor medida, en la etapa adulta. Conocer ese proceso es importante porque, en modelos animales, se ha visto que se relaciona con la mantención de las capacidades cognitivas y de aprendizaje. Por eso, la llamada “neurogénesis adulta” puede ser un factor importante para que una persona pueda ser autosuficiente en edades avanzadas de su vida.

En abril de 2018, la prestigiosa revista Nature publicó un artículo que, de inmediato, prendió las alarmas. Era un trabajo de un grupo liderado por el neurobiólogo mexicano Arturo Álvarez-Buylla, quien aseguraba que la neurogénesis adulta era casi inexistente en el cerebro de los primates, grupo al que pertenecen los humanos. Sin embargo, un mes después, un estudio de investigadores del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Columbia afirmó haber encontrado, en humanos sanos, células capaces de proliferar y mantener su número dentro de un área del cerebro, ligada al hipocampo, llamada “giro dentado anterior”.

Esta discrepancia entre dos resultados no es nueva en esta materia. En 1901, la doctora Alice Hamilton –la primera profesora mujer de la Universidad de Harvard– reportó el hallazgo de procesos de mitosis o división de células en los cerebros de ratas adultas. Ella mencionó que, con los métodos con que contaba entonces, no podía saber de qué tipo de células cerebrales se trataba –si neuronas o glías– pero sí podía dar cuenta del proceso y de que este decrecía con la edad.

Pocos años después, en 1914, el premio nobel de Medicina Santiago Ramón y Cajal –considerado el “padre” de la neurociencia– publicó el segundo volumen de su libro Estudios sobre la degeneración y regeneración del sistema nervioso, en el cual señala que no se puede asegurar la presencia de neurogénesis o regeneración espontánea en el sistema nervioso de mamíferos adultos, a diferencia de lo que ocurre en los reptiles y los anfibios. Él atribuía esta pérdida de la capacidad de regeneración neuronal a la historia evolutiva de las especies mamíferas. Sin embargo, llamó a los científicos a estudiar sus causas.

No fue sino hasta 1962 que se llegó a las primeras pruebas de neurogénesis adulta. Joseph Altman, un investigador del Massachusetts Institute of Technology (MIT), inyectó marcadores que se incorporan al ADN durante la división celular y encontró células que se habían replicado. Lo interesante es que, por su ubicación, estas podían corresponder a neuronas y no a glías, como se pensó sobre el trabajo de Alice Hamilton, 61 años antes. Y casi cuarenta años después del trabajo de Altman, en 1999, Elizabeth Gould, investigadora de la Universidad de Princeton, encontró las mismas señales en la corteza cerebral de macacos, dando cuenta de que este proceso de neurogénesis adulta podría estar relacionado con mejores habilidades cognitivas en los animales.

Desde hace casi treinta años que los científicos cuentan con mejores técnicas para detectar la neurogénesis adulta, por lo que ya es considerada como un hecho para algunos animales. ¿Por qué entonces este punto sigue provocando polémica? ¿Por qué el estudio de Arturo Álvarez-Buylla concluyó que la neurogénesis en el cerebro de primates adultos era casi inexistente? En su investigación publicada en abril de 2018 se consignó que la neurogénesis en humanos va disminuyendo a lo largo de la vida. Esta baja es bastante notoria a partir de los trece años de edad, por lo que podemos relacionar este descubrimiento con que los niños aprenden mucho más rápido y con que, a medida que envejecemos, nos cuesta más adquirir nuevos conocimientos.

Un mes después de la publicación de Álvarez-Buylla en la revista Nature, el grupo del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Columbia, Estados Unidos, liderado por J. John Mann, analizó 1.400 cerebros de personas fallecidas, descartando aquellos de quienes tenían antecedentes cardíacos o que consumían ciertos medicamentos o drogas, eliminando así el efecto que estas condiciones podrían tener para la neurogénesis. Tras este riguroso análisis, se seleccionó veintiocho cerebros de personas de entre 14 y 81 años de edad. En ese trabajo, se observó que la neurogénesis y la angiogénesis (capacidad de regenerar vasos sanguíneos) solo se encontraron en un área específica del cerebro: la parte anterior del giro dentado. Según ese hallazgo, esta corresponde a la zona donde se observa mayor nacimiento de neuronas y a la única que se mantendría activa a lo largo de la vida humana.

Por su parte, el estudio de Álvarez-Buylla indica que la neurogénesis se reduce a “casi imperceptible” en la adultez humana, ya que trabaja con un criterio muy estricto para evitar considerar como precursor algo que podría no serlo. Frente a los trabajos que han dado cuenta de neurogénesis en el giro dentado del hipocampo, manifiesta cautela. “Se han encontrado neuronas con marcadores asociados a células nuevas, pero estos marcadores también pueden permanecer en las células por muchos años”. Alude a que estas pueden ser neuronas de “lenta maduración”. Para él, aún no está claro si en los mayores se siguen generando nuevas neuronas. Pero, agrega, esto no es un tema zanjado y aún “queda mucho cerebro en humanos por estudiar”.

Un punto en común entre el estudio de Álvarez-Buylla y el de J. John Mann es que ambos muestran que la neurogénesis se reduce con la edad. Si nos centramos en el segundo trabajo, veremos que los seres humanos sí tenemos neurogénesis adulta pero que los efectos ambientales podrían afectarla, como ciertos medicamentos, drogas, alcohol o tabaco.

GLOSARIO

Células gliales o glías: son células del sistema nervioso que colaboran con las neuronas; les proporcionan los nutrientes necesarios para su funcionamiento; producen mielina, sustancia que aísla y protege a las fibras nerviosas; regulan la neurotransmisión y limpian los desechos, entre otras cosas.

Descubren la fábrica de sueñosFelipe Tapia

La Biblia está llena de pasajes en los que Dios se comunica con los hombres a través de los sueños. José de Egipto pudo salvar de la hambruna a ese país al interpretar los sueños con vacas gordas y flacas del Faraón. Y otro José, el de Nazaret, recibió mientras dormía un mensaje del ángel Gabriel: María, su mujer, esperaba un hijo del Espíritu Santo. Varios siglos después, Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis, dio otro sentido a los sueños: son mensajes del inconsciente de cada persona; y, a través de su análisis, pudo llegar al diagnóstico y la cura de distintas patologías mentales.

Los sueños han intrigado, e inspirado, a la humanidad desde siempre. Y el mundo de la ciencia no escapa a la atracción que provoca este misterio de la mente. Desde la neurociencia, por ejemplo, se han realizado cientos de estudios que buscan explicar su origen y su función.

En los años cincuenta hubo un hallazgo muy importante que definió el correlato cerebral del sueño. Se realizó midiendo la actividad eléctrica del cerebro de personas dormidas a través de un electroencefalograma. Así, se descubrió que había dos etapas durante este proceso de descanso: el “sueño no-REM” y el “sueño REM”. Estos nombres vienen de la expresión “movimiento ocular rápido”, cuya sigla en inglés es REM. En el primero, la persona dormida está inmóvil, desconectada del ambiente y no tiene ningún tipo de experiencia consciente; en el segundo, la persona está igualmente inmóvil y sin experiencia consciente, pero tiene movimientos rápidos de los ojos, aunque estén cerrados, y una actividad cerebral similar a la de alguien que esté despierto.

Luego, se observó que, si una persona era despertada durante la etapa REM, ella reportaba que había estado soñando hasta ese momento. Esto permitió concluir que entrar en esa fase equivalía a estar soñando.

Sin embargo, hoy se sabe que esto no siempre es así y que hasta un setenta por ciento de las personas despertadas durante la etapa no-REM sí reporta sueños. Y, aunque en menor proporción, hay individuos que no los informan durante la fase REM. Es por esto que un equipo de científicos liderados por Francesca Siclari, del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Wisconsin, Estados Unidos, investigó en detalle la actividad eléctrica cerebral durante el sueño, utilizando un electroencefalograma de alta densidad que permite identificar las zonas activas con mayor precisión.

 

Se despertó a los participantes del estudio varias veces durante la noche, lo que permitió clasificarlos en tres grupos: lo que soñaron algo y lo recuerdan; los que soñaron, pero no recuerdan los detalles; y los que no soñaron. A los que soñaron se les pidió que describieran el tipo de sueño, si incluía experiencias sensoriales o no; y su contenido, si había interacción con otras personas, lugares, sensaciones o emociones. El siguiente paso fue relacionar esa información con los datos obtenidos por el electroencefalograma. Para ello, se clasificó la actividad cerebral en dos tipos: una de alta y otra de baja frecuencia.

La actividad de baja frecuencia, que corresponde a ondas amplias y lentas en el electroencefalograma, se relaciona con disminución de la actividad y la capacidad de comunicarse entre distintas áreas cerebrales, siendo este el tipo de onda que se observa, por ejemplo, en personas inconscientes. Por eso, era esperable que este tipo de registro disminuyera en áreas que estuvieran haciendo algún tipo de trabajo activo, en especial si requería intercomunicación entre distintas áreas cerebrales.

Cuando se hizo una comparación entre las personas que reportaron sueños y las que no, se descubrió que una diferencia constante era la disminución de las ondas amplias y de baja frecuencia en una “zona activa”, ubicada en una parte superior lateral y posterior de ambos lados del cerebro. Por eso, se pensó que esta zona estaría realizando un mayor trabajo en todas las personas que soñaron algo, independiente de si recordaban el sueño o no y de si había ocurrido durante las etapas REM o no-REM.

Por otro lado, la actividad de alta frecuencia, que corresponde a ondas rápidas y de corta duración en el electroencefalograma, está relacionada al aumento de la actividad neuronal y es el tipo de onda que se observa en las personas despiertas, en especial en áreas que realizan mucho trabajo, como las que procesan la información visual. Cuando se comparó esta actividad en los dos grupos de personas, se constató que quienes soñaron tuvieron un aumento de trabajo en la “zona activa” del cerebro, pero también que este se extendía a otras zonas de la corteza cerebral, hacia arriba y hacia adelante.

Para comprender el funcionamiento de estas “zonas extra”, los investigadores se fijaron en los contenidos de los sueños de los participantes. Y constataron que estas áreas “extra” tenían una directa relación con lo soñado. Por ejemplo, un sueño que incluía rostros de personas se asociaba a la actividad de la zona llamada “facial fusiforme”, que es la encargada del reconocimiento de las caras; o, si el sueño involucraba movimiento, se activaba el surco temporal posterior, a cargo de la percepción del movimiento corporal.

Este trabajo permitió determinar la existencia de un área principal, en la zona parieto-occipital del cerebro que, al activarse, produce el inicio del sueño; y que el resto de las regiones involucradas dependerá del contenido del sueño.

Tomando en cuenta estos resultados, los científicos generaron un algoritmo predictivo que, según los niveles de alta y baja frecuencia de la “zona activa”, pretendía determinar si la persona estaba soñando o no. Tras conocer la respuesta de los participantes al ser despertados, se advirtió que el algoritmo acertó en el 87 por ciento de los casos, siendo mejor para predecir la presencia de un sueño que su ausencia.

Este estudio nos acerca un poco más a la comprensión de este misterioso fenómeno, ya que nos muestra los procesos cerebrales involucrados en él. Pero aún queda un largo camino para entender el sentido de los sueños y si es verdad que nos quieren decir algo.

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