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No obstante, no debe suponerse que este proceso produjo (como anunciaban los manifiestos inaugurales de Hora Zero) un corte que modificó raigalmente el discurso y los registros poéticos que se venían desarrollando. Como es conocido, la poesía de los años sesenta consolidó, sobre todo hacia la mitad de la década, una serie de posibilidades discursivas que pueden verse, como apuntó Alberto Escobar en su Antología de la poesía peruana de 1973, como el inicio “de un nuevo ciclo en la evolución de nuestra poesía” (1973: 7). Nos referimos a las correspondientes al registro narrativo-conversacional que, como parte de los procesos de transformación social y de la inquietud renovadora e incluso revolucionaria juvenil, se afirmó en todo el continente.46 La obra de los poetas de la Generación del 70, con su rostro más visible en Hora Zero, no inauguró en ese sentido, una nueva veta discursiva, sino que radicalizó —desde una perspectiva vinculada con las posibilidades de un lenguaje más arriesgadamente coloquial y en contacto más cercano con los pulsos de una urbe en proceso de transformación, de una mirada más atenta a lo nacional y de una ruptura de ciertos marcos de formalidad— caminos que poetas como Antonio Cisneros, Luis Hernández, Rodolfo Hinostroza, Marco Martos o Mirko Lauer venían desarrollando, aunque sin la beligerancia rupturista y parricida que caracterizó a los más jóvenes.47

Fue en ese proceso que —aunque la opinión de algunos de los miembros del movimiento Hora Zero insistan, incluso en la actualidad, en su ubicación antiinstitucional o al margen de la oficialidad literaria— ellos pasaron a formar la parte central del campo literario, como se demuestra por la atención brindada en los medios de prensa, en primer lugar a sus declaraciones y rápidamente a sus primeras entregas poéticas, y por lo revelador de la inclusión de varios de sus miembros en el volumen Estos 13 (publicado en 1973 por José Miguel Oviedo, uno de los críticos más reconocidos del momento) y, en ese mismo año, en el tomo II de la citada Antología de la poesía peruana de Alberto Escobar, que apareció en la Biblioteca Peruana de Peisa, colección de voluminoso tiraje auspiciada por el gobierno de Velasco. A estos hechos se les puede sumar la evidencia de que la propuesta poética de Hora Zero, que en líneas generales se puede ampliar a varios otros de los integrantes de la llamada Generación del 70 (sin desconocer la realidad de que las obras de todos ellos presentan a la vez importantes elementos que las distinguen entre sí, incluso desde sus primeros momentos) pasaron a configurar lo central del metatexto48 del que bebió la mayor parte de los jóvenes poetas que aparecieron a lo largo de toda esa década, y siguió siendo pieza fundamental en la formación de los poetas de las promociones posteriores.

Durante los años ochenta puede reconocerse aún con claridad la preeminencia del registro conversacional. En esta década, resultado del proceso iniciado, consolidado y radicalizado en las anteriores, se observan tres líneas, como ya se señaló en el apartado dedicado a las antologías.49 Una de ellas se aleja de las agudizaciones del coloquialismo setentero, regresando a una poesía más cuidada, claramente culturalista antes que vitalista y de muy marcada y explícita vocación intertextual. Otra corresponde con la presencia inédita en nuestra tradición de un importante contingente de poetas mujeres que aparecidas simultáneamente en la escena literaria, con obras que, en general dentro del marco conversacional, colocaban acentos particulares vinculados con la reivindicación del sujeto femenino como hablante de los textos, y a la vez portando una mirada que otorgaba protagonismo a lo corporal, erótico o tanático. La tercera es la vía representada fundamentalmente por el movimiento Kloaka, que extrema la apuesta vanguardista y callejera de Hora Zero, pero, al beber intensamente del clima de caos, desestructuración y violencia de esos años, se aleja del exteriorismo más característico de estos para sumergirse en un discurso que incorpora la fractura del mundo que se experimenta; el lenguaje, entonces, se disloca y fragmenta hasta el punto de constituir un registro aún conversacional, pero estallado y hasta colindante con el hermetismo.50

Aunque pueden registrarse diferencias valorativas en la evaluación de estas tres vertientes, que tendía, en general, por esos años, a un aval mayor por parte de la institucionalidad literaria a las dos primeras, se puede afirmar que las tres, a pesar de las discrepancias, descalificaciones y polémicas, pasaron igualmente a configurar inevitablemente el sentido común de las posibilidades de la poesía peruana y a ser reconocidas como voces y caminos infaltables en cualquier panorama medianamente serio de nuestra poesía. Debe señalarse también que en el panorama desarrollado en las líneas anteriores, que ha tratado de presentar someramente la fuerza de lo conversacional en nuestra tradición a partir de los años sesenta, hasta el punto de poder considerar esta línea como hegemónica, no debería perderse de vista que entre los dos momentos reseñados (inicios de los setenta e inicios de los ochenta, respectivamente), varios otros poetas y procesos resultan fundamentales. Nos referimos, por ejemplo, a los ocurridos en 1977: la formación del colectivo La Sagrada Familia, la rearticulación de Hora Zero o las actividades iniciales de la movida arequipeño-limeña Ómnibus/Macho Cabrío. Asimismo, al trabajo individual de poetas como Mario Montalbetti, cuyo primer libro, Perro negro (1978), es un hito importante para entender la mayor pluralidad de desarrollos dentro del registro conversacional a partir de 1980.

Al llegar la década de 1990, los años iniciales presentan semejanzas frente a lo visto en los ochenta; es decir, es posible reconocer aún la hegemonía conversacional en el desarrollo de varias de sus dimensiones: la culturalista, la callejera, la que representa el discurso malditista e incluso, aunque en menor medida, la que corresponde a las coordenadas propuestas por el llamado boom de la poesía escrita por mujeres. Incluso aparecen colectivos como Neón o Noble Katerba, de signos semejantes a los de los ochenta. Este proceso de consolidación y auge de lo conversacional hizo difícil que otras vetas que se desarrollaron paralelamente pudieran ser visibilizadas con la misma nitidez o valoradas sin sesgos que las tacharan frecuentemente de “pasatistas” o cuando menos las relegaran al casillero, de cierto prestigio pero de poco impacto, de lo insular. Entre otros ejemplos que pueden citarse está el de los libros iniciales de José Morales Saravia, hoy reconocidos como textos precursores del neobarroco local; el de Vladimir Herrera, sobre todo de su obra posterior a Mate de cedrón, o los de Alfonso Cisneros Cox, Carlos López Degregori y Magdalena Chocano. Todos ellos debieron esperar a que, entre mediados y finales de los años noventa, al lado de un proceso de mayor dispersión discursiva en los actores más jóvenes de la escena literaria —que va muy de la mano del discurso posmodernista de la caída de los grandes relatos y del desconcierto ante la violencia agudizada en los primeros años de la década y el surgimiento de un nuevo gobierno dictatorial, paradójicamente apoyado mayoritariamente—, se mirara de otro modo no solo la pluralidad de posibilidades recorridas en esos años por ellos mismos, sino también la algo ocultada complejidad de la poesía de las décadas anteriores. Incluso, con estas nuevas revisiones cobra mayor importancia la propia diversidad dentro del registro conversacional, que se percibe entonces incluso más variado y abierto.51 Casi todos estos poetas han sido reconocidos por esta consulta.

El panorama esbozado en las páginas anteriores estuvo atravesado por dos aspectos que volvieron aún más complejas su configuración y su dinámica. Uno es la correspondencia con momentos muy agitados de transformaciones sociales y de luchas políticas e ideológicas, cuando menos durante las décadas de 1970 y 1980. En ese contexto, las batallas por la legitimidad y representatividad poética —el “capital simbólico” de los involucrados— no correspondían únicamente a las conocidas batallas entre viejos consagrados y nuevos poetas en busca de reconocimiento, sino que estas se entremezclaron con agudas discusiones y conflictos vinculados con la procedencia social de los actores en las luchas literarias, su posición ideológica y las consideraciones sobre el papel que debe cumplir o no la poesía en la sociedad. Ejemplos evidentes de esto se pueden observar en prácticamente todos los manifiestos de los grupos mencionados en las páginas precedentes. En los años noventa, y no solo en los poetas que comenzaron a publicar en este periodo, se puede reconocer una disminución de los acentos políticos en las discusiones literarias.

El otro aspecto por mencionar corresponde a la disminución progresiva de espacios dedicados a la poesía en los medios de difusión masiva. Si bien, incluso durante las primeras décadas del periodo abordado por esta muestra, la poesía peruana gozaba de una destacada presencia en los medios de prensa diaria y suplementos o revistas culturales de amplia difusión, al llegar los años noventa, y sobre todo a partir de la consolidación del modelo neoliberal en la economía peruana, la atención dada a la literatura se ha visto considerablemente mermada, a la vez que casi ha desaparecido la que se brindaba a la poesía. Lo que queda, o se limita a notas y recensiones reducidas a su mínima expresión, o se dedica a nombres habitualmente conocidos, sin que se observe un riesgo ni una vocación en los medios de prensa por indagar acerca de lo que ocurre poéticamente en el país y asumir, de ese modo, su responsabilidad en la construcción de una imagen, discutible pero al menos cabal, de la poesía peruana. Hay, por supuesto, excepciones, pero que no alcanzan para significar una contraparte necesaria frente a la dinámica producción poética de nuestro país. Ante tal vacío, son varios los espacios de internet que han aparecido en los últimos años y permiten un cierto nivel de información y discusión, sobre todo blogs, Facebook y diversas publicaciones en la red, pero sin lograr constituir, aún, una escena suficientemente sólida y plural que signifique una clara referencia para aquellos interesados en seguir los derroteros de la poesía peruana.

 

Estas últimas observaciones nos devuelven al problema que referíamos en páginas anteriores acerca del desconocimiento de muchos opinantes respecto de los nombres de la lista referencial. Por razones obvias, entonces, nombres como el de Chrystian Zegarra —que ha publicado ya tres poemarios de gran interés, uno de ellos ganador de un premio Copé de poesía, pero que no solo vive fuera del Perú sino que tampoco se ha interesado por una difusión más amplia de su obra posterior a su etapa como miembro de Inmanencia, uno de los grupos poéticos de los noventa— no ha sido referido por suficientes autores como para integrar la muestra que ofrecemos. El alejamiento del Perú podría explicar, también, la ausencia de Reynaldo Jiménez, cuyos textos han sido recogidos en las más importantes muestras de poesía neobarroca latinoamericana. Razones vinculadas con la poca circulación en nuestro medio de los libros más recientes de Maurizio Medo, todos escritos en Arequipa, podrían explicar su ausencia en esta muestra, mientras paralelamente viene concitando creciente atención en el ámbito latinoamericano. Está también el caso de Odi González, a quien ya mencionamos, o el de Josemári Recalde, que dejó un solo libro, valioso e innovador en varias de sus propuestas, pero que tal vez por su corta trayectoria pública no llegó a llamar la atención sobre su obra, quizá opacada por su trágica muerte. Tal vez más comprensible resulte el caso de Enriqueta Beleván, que luego de sus Poemas de la bella pájara hornera (1984) no ha publicado otro poemario y se encuentra voluntariamente alejada de los espacios habituales de circulación de poesía. Todos estos autores (al igual que Enrique Sánchez Hernani y Alfonso Cisneros Cox, entre otros) merecerían haber integrado nuestra antología, tanto como varios que sí fueron mencionados de modo suficiente.

Podemos concluir estas páginas reconociendo que el campo literario percibe en la actualidad el fin de un gran ciclo narrativo-conversacional hegemónico. No es que este haya desaparecido o no entregue ya hallazgos consistentes. Ocurre que es solo un sector en el seno de una totalidad de tensiones que evidencian un panorama complejo y en constante ebullición en el que están cobrando importancia registros neoexpresionistas, neovanguardistas o neobarrocos. El hecho de que en esta muestra aparezcan autores como Chirinos Cúneo, Vladimir Herrera, Morales Saravia, Chocano o Rafael Espinosa, que han tenido una presencia casi secreta en los recuentos citados, indica el cambio en la mirada y la valoración de nuestros lectores. Lo mismo se puede decir de la importancia, ya mencionada, de poetas cuyas voces están marcadas por la hibridez cultural. Por otro lado, llama la atención que varios de los poetas que más menciones obtuvieron no sean los más representativos de la poética urbana y del registro narrativo conversacional. Watanabe se diferencia de la mayor parte de sus contemporáneos y propone una obra mucho más reflexiva, parabólica y con una preocupación por la palabra exacta y contenida. Verástegui es mucho más experimental y sintoniza con las rupturas del vanguardismo y la experimentación formal; Ollé, que por edad corresponde al mismo periodo, ensaya una propuesta que cuestiona las convenciones sobre las identidades genéricas textuales y sexuales e inaugura la irrupción de voces femeninas de los ochenta. Igualmente, la aparición, entre otras, de las obras de Montalbetti, Santiváñez, De Ramos, Di Paolo, Chirinos o López Degregori, todos con una escritura que recorre caminos distintos, muestran la pluralidad en la poesía peruana que se produce en este momento. Y con esto no estamos refiriéndonos a un supuesto canon estrecho e inamovible, sino a un espectro más amplio y mutable, y por ello mismo provisional, que refleja, eso sí, un reconocimiento dentro del campo literario peruano. Todo esto demuestra que el consenso relativo alcanzado por nuestra consulta dista mucho de cualquier visión tradicional de la poesía peruana.

Los cuatro autores que firmamos este libro estamos convencidos de la importancia de nuestra propuesta aunque alguna vez pensamos que hubiera sido más cómodo atender los versos de Paladas de Alejandría citados al inicio de este prólogo. Creemos que este volumen se convertirá en una referencia importante para observar el proceso de la poesía peruana contemporánea. El lector tiene la palabra.

Lima, marzo del 2011

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