Diario de la pandemia

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Wounda

Eduardo Halfon

París, 18 de abril— Han sido ya cuatro semanas de confinamiento en París. Afuera, a través de mi ventana, la calle parece más pequeña y vacía, como si los parisinos tuviesen cada vez más miedo de salir, ya sea a dar un breve paseo o a comprar comida. El gobierno francés recientemente anunció regulaciones aún más estrictas: sólo se permite una salida por día, durante un máximo de una hora, y en un radio de no más de un kilómetro de casa. El mundo, a través de mi ventana, sí se está volviendo más pequeño.

En estas últimas cuatro semanas he sido casi exclusivamente un padre. Siento que ya no soy un escritor. Escribir ya no me importa, o me importa poco, o me importa menos que asegurarme de que mi hijo de tres años esté viviendo su nueva realidad como si fuese una aventura.

Salimos una vez al día, por las tardes, a hacer una caminata o a que él pueda dar una vuelta por el barrio en su patineta, sin tocar nada y manteniéndonos lo más lejos posible de los pocos peatones y corredores. Y el resto del día, en casa, nos inventamos juegos: arrancarle los tallos a las hojas de espinaca, aprender a recoger pedacitos de papel con unas pinzas, crear diseños complejos en el suelo con su colección de boletos de metro ya usados, hacer una familia entera de puercoespines de plastilina y espagueti seco. Entiendo que ahora mi oficio principal es mantener a mi hijo aislado de todo lo que está sucediendo allá afuera: el confinamiento, el virus, la incertidumbre, la sensación de pánico, el número creciente de enfermos y muertos. Y en gran medida lo había conseguido. O eso creía.

Hace unos días le mostré a mi hijo un video corto de una chimpancé abrazando a Jane Goodall, en lo que parece ser un gesto de agradecimiento. Le expliqué que la chimpancé se llamaba Wounda, y que Goodall y su equipo la estaban liberando en la selva del Congo tras haberla rescatado y rehabilitado. Y mi hijo, en cuanto terminó el video, se soltó a llorar.

Al inicio, me sentí casi orgulloso de sus lágrimas, que interpreté como empatía o inteligencia emocional. Y quizás lo fueron, al menos en parte. Pero luego no pude evitar preguntarme cuánta frustración acumulada estaba soltando en ese llanto profundo e inconsolable, cuánta tristeza había estado almacenando durante estas últimas semanas, y escondiendo de su padre.

Sé que de algún modo, y pese a nuestros mejores esfuerzos, mi hijo percibe lo que está pasando. Siente que algo en su mundo se ha quebrado, acaso para siempre. Lo primero que aún pregunta cada mañana, en su cama, es si hoy por fin podrá volver a la escuela, ver a sus profesoras, ir al Jardín de Luxemburgo a correr y a montar su patineta y a jugar con sus amigos en el arenero. Mi hijo, lo sé, empieza a echar de menos ser un niño.

Han pasado ya algunos días desde que miró el video, pero todavía habla todo el tiempo de la doctora Goodall —la llama Jane— y de Wounda. Hoy en la tarde, acostados en su cama mientras él intentaba hacer una siesta, logré grabarlo contando la historia de Wounda en sus propias palabras. Y yo, escuchándolo, me puse a pensar en una mujer y su equipo sanando a una chimpancé, y en una chimpancé sanando a un hijo, y en un hijo sanando a un padre.

A una niña le duele el costado

Ximena Ramírez Torres

México, 19 de abril— “Qué bueno que esta pandemia no llegó cuando ustedes eran niñas”, me escribe mi mamá en un mensaje en el contexto de las tantas tareas que los niños tienen ahora pues toman clases virtuales y los padres están obligados a ser sus maestros, aunque no sepan cómo hacerlo ni entiendan el tema a exponer. Somos tres hermanas, mujeres, distanciadas en edad por apenas unos cuantos años. Y sí, qué bueno que la pandemia no llegó cuando éramos niñas.

Es lunes y amanece, pero desde que abro los ojos me doy cuenta de que algo no anda bien. Él no se ha levantado y ya es tarde. Veo el bulto envuelto en una cobija y me levanto para ir a la escuela. Regreso y ahí está, en shorts viendo la televisión. Es martes, y lo mismo. Todas nos preguntamos qué está pasando, ¿por qué no fue al trabajo? ¿Será que ya llegó esa época del año? Es miércoles, y lo mismo. Sí, ya está de vacaciones, es evidente. Nos esperan dos semanas, quizás tres, a veces son tres, de una angustia y un desconsuelo infinitos. Vivimos con el enemigo.

En la conferencia vespertina todos los días invitan a quedarse en casa, es lo más seguro, dicen los que saben. “Quédate en casa. Quédate en casa”. Escucho esa frase varias veces en mi cabeza, con eco; en parte por la popularidad que ha cobrado el personaje que la emite lo cual me ha expuesto a un sin fin de videos con diversos fondos musicales donde se repite la frase una y otra vez, y en parte porque es casi hipnótica, el mantra de toda la humanidad en este momento. Circula mucho la idea de que no todos pueden quedarse en casa, muchos tienen que salir a trabajar; pero qué hay de quienes no quieren quedarse en casa porque no es un lugar seguro. ¿Qué hay de las mujeres que viven con el enemigo? ¿Cómo se le hace entender al mundo que si se quedan en casa corren un riesgo más letal que el del contagio?

Dadas las condiciones, todas sabemos, las cuatro, que durante dos o tres semanas tenemos que ser fuertes, tenemos que aguantar. Nos sentamos alrededor de la minúscula mesa a la hora de la comida, apenas si caben los platos y los vasos. Mi hermana, inconforme, mueve su plato, no cabe, no se acomoda, lo mueve, lo mueve, empuja el mío, hasta que éste se cae en mi regazo. Un golpe fuerte en la cara, en mi cara, un fondo negro con estrellas brillantes. Un mareo. Unos gritos, insultos. Un temblor de manos y rodillas. El ruido de las demás que corren a limpiar y restablecer el orden (¿cuál orden?). Aquí las lágrimas están prohibidas so pena de más regaños y golpes así que mejor callada y a seguir comiendo, aunque el nudo en la garganta no me deje pasar el bocado.

Según los medios nacionales e internaciones, la violencia de género ha aumentado considerablemente a raíz de la cuarentena, acción totalmente necesaria para controlar los brotes en todo el mundo. Los números de atención para denunciar violencia doméstica permanecen ocupados, las búsquedas en internet para encontrar ayuda ante este tipo de abusos son cosa de todos los días y van en aumento. En Francia el aumento es del 32%, en Australia del 75%, en Argentina del 60%, en México las cifras disponibles dicen que el aumento va del 30% al 100%. ¿Qué hacemos con la otra pandemia, la de la violencia contra las mujeres? ¿Qué hacemos con las mujeres que no tiene un lugar seguro donde pasar la cuarentena? Sinceramente no sé cómo ayudarlas ahora, no tengo respuesta a nada, sólo muchas más preguntas y una preocupación constante por ellas porque las entiendo, porque he estado en su lugar. ¿Habríamos sobrevivido mi madre, mis hermanas y yo a una pandemia de esta magnitud encerradas con nuestro agresor y padre? Tengo miedo de responder.

Los días de sus vacaciones pasan tan lento. Sin ponernos de acuerdo, todas dormimos hasta tarde, muy tarde. No queremos levantarnos, queremos que el día se acabe ya, pero apenas son las 12 pm. Pocas veces salimos a la calle, por el dinero y porque él no quiere que nadie nos vea. La mayor parte del día nos la pasamos en la cocina, escuchando esa música de rock ensordecedora y molesta que hasta el día de hoy oímos y nos causa ansiedad. Son las 11 de la noche, mi hermana menor se cae de sueño, se duerme en una silla, pero todavía no podemos irnos a la cama, él todavía no termina de jodernos los oídos y el corazón. Siento una presión tan grande en el pecho, todo mi cuerpo es un temblor de rodillas. Quiero llorar, quiero gritar, le pido a dios (¿cuál dios?) que esto ya se acabe, que el lunes sí regrese al trabajo, pero no. Apenas llevamos una semana.

Es más peligroso y mortal el machismo que el covid-19. El machismo te destruye poco a poco desde el momento en el que naces en una familia con un padre golpeador, abusivo y que no te hizo el favor de abandonarte; con una madre sometida que te abraza y te consuela después de los golpes y los insultos pero que poco puede hacer para salir de ese círculo de violencia. El machismo te hace creer que no hay nada ni nadie que pueda salvarte, eso fue lo que te tocó vivir. Esa es tu familia. El machismo hace creer a amigos y familiares que ese hombre “tiene el carácter muy fuerte”, lo han visto golpearte, que es “muy estricto con sus hijas” y que “si la madre no lo deja es porque ella no quiere”.

Me acerco para darle un beso antes de dormir, pase lo que pase, así haya recibido un golpe segundos antes, tengo que hacerlo siempre: “ya me voy a dormir, papá”. Él se aleja y no me permite despedirme. Vuelvo al pie de la cama que está muy pegada al suelo a seguir viendo la televisión. Estoy muy cansada, pero finjo que me intereso en la película. Son casi las 12 am, hace hora y media del intento de despedida, no sé si ya sea el momento correcto para intentarlo otra vez. La película ya terminó, mi ansiedad está a tope. ¿Qué hago? Tengo nueve, diez años. Él sale de la habitación, va a cepillarse los dientes. Regresa. Me grita: dejé algo en el baño que no debí haber dejado. Lo miro desde abajo. Me tira una patada en el costado izquierdo. Me tiro del dolor. El dolor más fuerte que he sentido en mi vida (hasta ese momento). Me quejo. Él me mira, no dice nada, no hace ningún gesto. Se hace el silencio. Me incorporo y vuelvo a sentarme sin voltear a verlo. Mi madre se arma de valor y dice: “Ya vete a dormir, hija”. Me levanto adolorida y lo beso en la mejilla: “ya me voy a dormir, papá”. Esta vez sí acepta el beso.

Soy una mujer adulta de 31 años, vivo sola en un departamento en Tlalpan. Mi casa es mi lugar seguro, ahora sí lo es. La cuarentena ha sido, relativamente (muy relativamente), fácil para mí en comparación con otras personas cercanas. Me gusta estar en mi casa, aquí me siento bien, nunca me aburro. Me hago de comer, tomo café, trabajo. Como todos, estoy asustada, no sé qué va a pasar con la humanidad ni conmigo ni con mi trabajo en el futuro, pero tengo la tranquilidad de estar en un hogar acogedor que he decorado a mi gusto. Mis pocos muebles y yo somos felices aquí y, además, por la cuarentena, mi hermana menor ha venido a quedarse conmigo. Durante varios momentos del día pienso en ellas. En las cuatro mujeres: tres niñas y una madre que ahora están en cuarentena con su agresor. Pienso en que a alguien le duele el costado después de una patada y aun así ha tenido que besar la mejilla del golpeador. Llevo 23 días de cuarentena con altibajos emocionales, pero estoy libre dentro de mi departamento. Nadie me somete, nadie me dice qué hacer. A una niña allá afuera le duele el costado y así tendrá que vivir quizás todavía más de un mes: entre dolor y golpes por la pandemia de violencia de género.

 

Leve memoria

Margo Glantz

México, 20 de abril— Desde mi ventana veo pasar un camión tan desvencijado y tan descolorido como la patria. Al otro día veo dos pajaritos, una mariposa amarilla, un señor obeso caminando, va vestido con una camiseta anaranjada, cachucha, camiseta sin mangas, shorts y carga un enorme bulto de comida para perro sobre la espalda, de la cual no alcancé a ver la marca, una pareja de jóvenes con jeans y sin cubrebocas, algunos coches estacionados; los cables de electricidad entreverados como los que me asombraba ver en la India, olvidaba que justo enfrente de mi casa los cables se enredaban y se enredan de la misma manera o aún más caótica que en las calles de Delhi o de Calcuta.

Mi perro Fideo ladra, orina, corre, caga y brinca en el patio, durante este encierro. Quisiera, como yo, estar en situación de calle, quisiera poder correr a su antojo por las banquetas, conducido con otros cinco perros por Mauricio, su paseador, por esos barrios de la antigua delegación, hoy alcaldía, de Coyoacán, cada vez más sucia y descuidada. Por eso Fideo, encerrado como yo en esta casa, sólo piensa en salir a deambular por las calles para poder orinar y cagar a su antojo: todos los días tenemos que regar vinagre y lavar el patio con cloro para neutralizar el olor. Ese olor a orines de perro, nunca tan penetrante para mi olfato como el de otros animales, me recuerda la casa de Amparito Dávila, quien esta mañana 18 de abril murió; a Amparo le gustaba escribir cuentos de terror y también, y mucho, le gustaban los gatos. Tenía varios, en un hermoso departamento que en mi recuerdo cuando lo visité estaba espesamente alfombrado, por allí paseaban y orinaban los felinos, convivían con sus hijas y sus libros y alguna vez también con su primer marido, el gran pintor Pedro Coronel, hombre corpulento (Amparo menudita), muy amigo de mi papá, a quien llamaba Jacobito y a quien visitaba muy seguido cuando mis padres tenían el restorán Carmel en la calle de Génova en la Zona Rosa, allá por los bellos años 60 del siglo pasado. Ese olor me hace recordar también el de la casa de Carlos Monsiváis, adorador irrestricto de sus más de nueve gatos, los únicos seres que le producían mayor respeto que los seres humanos y que corrían y orinaban en su amplia biblioteca de Portales. Lo visitábamos con Sergio Pitol (quien prefería a los perros), Luis Prieto y Luz del Amo para compartir esas sesiones de cine que Monsi ofrecía en una hermosa sala con enormes pantallas de la cual era imposible erradicar el terrible hedor: los gatos se orinaban sobre los libros de los grandes caricaturistas o autores mexicanos del siglo xix que a Monsi le gustaba coleccionar y que iba a comprar todas las semanas a la Lagunilla o al bazar del Ángel en la antigua Zona Rosa. En cambio, y por razones que ya no puedo explicar, cuando visitábamos en su casa de Alberto Zamora en Coyoacán a Juan García Ponce (pues también él obviamente ya falleció), los gatos convivían (hasta una de sus novelas se llamaba El gato) y casi compartían con nosotros la bebida que Juan en su silla de paralítico tomaba religiosamente todas las noches: allí nunca se sentía el hedor…

Ese olor me sigue trayendo a la memoria a mis queridos amigos ya fallecidos pertenecientes a esta generación que se está extinguiendo y de la que sólo quedamos algunos nonagenarios u octogenarios, esta generación nuestra que se acaba como las abejas, los elefantes o las mariposas amarillas, las mariposas que casi ya no me visitan y que todas las mañanas trato de saludar desde la ventana por donde me asomo todos los días para percatarme de cómo transcurre la vida cuando se interrumpe y se vive todos los días como si fuera domingo.

La ociosidad.

Mientras, se hunde la realidad.

El 28 de enero cumplí 90 años y el 17 de abril sor Juana Inés de la Cruz cumplió 325 de haber muerto en una epidemia de tifo en el convento de San Jerónimo.

La cuarentena de mi madre
y el virus de la impunidad

Javier García Bustos

Santiago, 21 de abril— Se llama Rosa Bustos y a fines de abril cumple 75 años. Durante la dictadura de Pinochet estuvo secuestrada dos semanas de septiembre de 1974. La fueron a buscar cuatro días después que a su hermana Sonia, detenida desaparecida, quien era miembro del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el mir. Luego de todos estos años, en el actual encierro, hemos recibido la sentencia judicial sobre el caso de mi mamá. En el contexto de la pandemia, el gobierno de Sebastián Piñera pretende indultar a reos que han violado los derechos humanos, incluyendo a un exteniente de Carabineros condenado por la desaparición de mi tía.

Su rutina cambió, como la de todos. Producto del coronavirus, mi madre, actualmente jubilada, quien a fines de abril cumple 75 años, no pudo asistir a los tres cursos a los que se había inscrito en la Municipalidad de Santiago, comuna donde reside en Chile. De los cursos para el “Adulto mayor” mi mamá, Rosa Bustos, había seleccionado yoga, memoria y tejido.

Sin embargo, en estos días, mi madre, quien fue empleada pública durante 36 años en la Tesorería, se comunica con sus amigas y excompañeras de curso por WhatsApp, ya que lleva varios años participando en los cursos de la municipalidad. “Las busquillas” y “Cocinando nuestros sueños” se llaman esos grupos. No sólo se saludan cada mañana, sino que también se envían “memes” y videos con bromas. Desde que estamos en cuarentena, mi madre le ha enseñado a usar la máquina de coser a mi hijo Bruno (de siete años), han hecho juntos pan y elaborado algunas recetas. Mi mamá, en estos días de encierro, ha leído Amuleto, de Roberto Bolaño; Canción de tumba, de Julián Herbert y El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. Por las tardes, ve una teleserie turca y luego las comenta con sus amigas por WhatsApp.

Pero hay un fantasma que vuelve y que ha rondado su vida desde que a los 29 años se la llevaron a la fuerza desde su casa dos carabineros y cuatro agentes de la Dirección de Inteligencia Nacional (Dina), la policía secreta de la dictadura que lideró Augusto Pinochet. El fantasma de su detención y de la tortura que vivió durante dos semanas en septiembre de 1974.

Todo comenzó con la detención de mi tía Sonia Bustos, de 30 años, quien era secretaria de la Policía de Investigaciones. En secreto y en paralelo a su trabajo oficial realizaba labores como miembro del mir que fue prácticamente eliminado por la Dina y perseguido desde el inicio de la dictadura hasta el asesinato de su líder, Miguel Enríquez, en octubre de 1974.

Mi tía fue parte de una célula, junto a Teobaldo Antonio Tello (fotógrafo del mir y detective de Investigaciones) y Mónica Llanca (funcionaria del Registro Civil), quienes efectuaban dos labores: con la información que ellos manejaban ayudaban a las personas que la Dina iba a detener y elaboraban identificaciones falsas para los dirigentes clandestinos.

Así fue como el jueves 5 de septiembre de 1974, dos carabineros y tres agentes de la Dina, armados con metralletas, llegaron al hogar familiar y se llevaron a mi tía, quien estuvo en los centros de detención y tortura Londres 38, José Domingo Cañas y Cuatro Álamos. Sonia, Teobaldo y Mónica son parte de los mil 210 detenidos desaparecidos que dejó la dictadura militar en Chile.

En marzo pasado terminé un libro titulado El rostro de una desaparecida, donde recreo esta historia familiar y social. El recuerdo de la desaparecida sin tumba: la biografía de la mujer que no tiene biografía. El libro lo comencé a escribir en 2017 cuando recibí el fallo judicial sobre la desaparición de mi tía por “Delitos de secuestro calificado y aplicación de tormento”.

Entre los culpables, como autores, son nombrados Manuel Contreras, ex general del Ejército y Marcelo Moren Brito, ex coronel del Ejército, ambos fallecidos. Además, en calidad de coautores: César Manríquez, general del Ejército; Ciro Torré Sáez, teniente coronel de Carabineros y Orlando Manzo, oficial de gendarmería, quienes cumplen condenas por violación a Derechos Humanos en el Centro Penitenciario Punta Peuco.

El recinto, ubicado en Tiltil, fue creado en 1995 para que cumplieran condena Manuel Contreras y Pedro Espinoza, responsables en el asesinato de Orlando Letelier. Con piezas individuales, cocina y living, el lugar está lejos de parecerse a una cárcel común.

Durante estos días, el sitio ha vuelto a estar en la noticia, ya que la Octava Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago resolvió absolver a ocho condenados. Además, rebajó la pena en tres años y un día a otros nueve reos, a quienes también se les otorgó el beneficio de libertad vigilada.

Entre ellos está Ciro Torré, condenado por el secuestro de mi tía Sonia. Mientras ocurren estos hechos, el abogado de mi madre, Nelson Caucoto, me hizo llegar la sentencia judicial, emitida el 2 de abril, en el Primer Juzgado Civil de Santiago ante su caso, que es de “Prisión política y tortura”.

Mi madre fue detenida el lunes 9 de septiembre de 1974, cuatro días después de que secuestraron a mi tía. Todo ocurrió en el mismo hogar familiar, una casa ubicada en calle Catedral 3119. Hoy, a una cuadra, se encuentra el Museo de la Memoria. Entre los agentes de la Dina que llegaron a la casa estaba Osvaldo Romo Mena, más conocido como “Guatón” Romo, un cruel torturador, quien reconoció las violaciones a los Derechos Humanos.

Mi madre, quien hoy cocinó merluza con ensaladas, estuvo detenida dos semanas en Londres 38 y Cuatro Álamos. Allí fue torturada por el “Guatón” Romo, quien la golpeó en varias ocasiones. En una de las sesiones de tortura le soltó la dentadura. En los interrogatorios a ella le preguntaban sobre la labor de mi tía Sonia en el mir. Pero resulta que la familia sólo se enteró de que mi tía era integrante de aquel grupo subversivo cuando desapareció.

La vida cambia deprisa

Enviada a mi email, la sentencia judicial sobre mi madre, ante los hechos ocurridos hace 45 años, señala que fue “brutalmente torturada frente a su hermana” además de recibir “múltiples golpes” y de estar en “privación de sueño y comida”; también “se le colocó corriente en el cuerpo”.

Esto último yo no lo sabía. Mediante este fallo me entero. Sí sabía que a mi tía la torturaron con electricidad, tanto por el fallo judicial de 2017, como por los múltiples informes disponibles en la Vicaría de la Solidaridad.

Incluso hay una obra del artista Carlos Altamirano, donde mi tía Sonia es protagonista, expuesta en la muestra Retratos, en el Museo Nacional de Bellas Artes, en 2007. Conmueve mirar ese cuadro. El rostro de mi tía está apoyado en una pared de ladrillos blancos. A unos pocos centímetros hay un enchufe con un cable y es inevitable no pensar en las sesiones de tortura con electricidad a las que fue sometida. En el cuadro de Altamirano, en el suelo, hay luces que se proyectan.

El domingo 22 de septiembre de 1974, le dijeron a mi madre que la trasladarían a Arica para matarla. Eso se lo dijo Miguel Krassnoff Martchenko, ex brigadier del Ejército y miembro de la cúpula de la Dina. Estaba en Cuatro Álamos y Krassnoff obligó a mi madre a firmar un documento que señalaba que no había sufrido ningún tipo de acción violenta ni maltrato. Además, tuvo que firmar seis declaraciones con los ojos vendados.

Luego se la llevaron con la vista cubierta en una camioneta y la arrojaron cerca del Mercado Matadero Franklin.

 

El resto de la historia yo me la sé: mi madre se fue caminando hasta su casa cerca de la Quinta Normal. Era joven, pero ese día y para siempre un fantasma también la acompañó, sigue caminando por la ciudad que hoy está semivacía. Nunca más volvió a ver a su hermana. Nunca fue al psicólogo, dice, debía seguir trabajando y sacar adelante sola a sus tres hijos. La madre que ahora observa cómo la impunidad también es un virus. Mientras, vive su encierro de cuarentena, porque como escribió Joan Didion al inicio de El año del pensamiento mágico: “La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante”.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?