Diario de la pandemia

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El reino ermitaño

Verónica González Laporte

Seúl, 29 de marzo— En Seúl, en este momento, todas las alarmas de todos los teléfonos celulares suenan al mismo tiempo. Varias veces por hora. El corazón se acelera y las pupilas se dilatan. Todos los seulitas se precipitan para consultar sus pantallas luminosas. Los mensajes repiten las consignas de seguridad para contener la propagación del coronavirus, informan sobre el número de enfermos. Hay diversas apps disponibles. Emergency Ready chilla sin cesar, alimentando la psicosis general y el frenesí de los metiches: se basa tanto en las cifras oficiales como en la denuncia ciudadana. Por el pasillo A del mercado de Dongdaemun pasó un hombre de unos veinticinco años tosiendo, la vendedora del puesto de verduras del pasillo D del mercado de Gyeongdong dio positivo en las pruebas del covid-19, quien haya estado en contacto con ella favor de llamar al 1339. Que no, que el hombre de 25 años tose, pero no está infectado. Otra app informa en tiempo real la cantidad de casos actuales: 7755 enfermos, 288 recuperados, 60 muertos. Varios miles en cuarentena.

Mientras escribo esto, la reglita de mi pantalla se va moviendo constantemente, caen los enfermos como los granos de arena en un reloj. Mientras escribo esto, en México se lucha contra la violencia de género. Miles de mujeres marchan bajo el sol de la cercana primavera, cuando las flores de jacaranda entintan de morado la capital, con el mismo sentimiento de rabia en el pecho, pero con la semilla del cambio en las manos. Hermanas, ¡cuánto me hubiera gustado estar a su lado!

Hace unas semanas, cuando la enfermedad se declaró en Wuhan, los coreanos observaron. Claro que se enferman, si los chinos se comen todo, se decía en la calle. Todo lo que tenga alas menos los aviones y todo lo que tenga patas menos las mesas. Que si el virus proviene del murciélago. Animal asociado con la buena salud, con sus alas se hacen sopas. Que si el virus se originó en los mercados donde lo mismo venden víboras que perros desollados. La verdad es que aún sabemos poco.

Corea estableció, desde que se originó el primer caso en su territorio, un eficaz protocolo sanitario. Hasta mediados de febrero sólo contaba 30 casos: un número insignificante para sus 53 millones de habitantes. Pero todo se salió de control a causa de la secta Iglesia de Jesús Shincheonji, Templo del Tabernáculo del Testimonio, en la ciudad de Daegu. Sin tomar en cuenta medidas higiénicas, su líder Lee Man-hee, quien jura haber sido elegido por Jesús en persona, reunió, según su costumbre, a miles de seguidores cada tarde. Los resultados de aquellos funestos convivios se traducen en cifras alarmantes: 60 % de los infectados hoy son producto del contacto con los miembros de la secta. La primera reacción de los seguidores de Lee fue declarar que la gente era castigada por su falta de compromiso con Dios y que sólo los buenos se salvarían. Sodoma y Gomorra, en suma. Omitieron declarar que habían hecho exactamente lo contrario de lo recomendado: permanecer confinados más de una hora en espacios cerrados, llorar y cantar juntos, por lo tanto, intercambiar gotitas de fluidos. Las redes sociales y la prensa vituperaron al líder con tanto ahínco que hace unos días se vio a Lee pedir perdón de rodillas a todo el país. Entretanto, falleció de coronavirus el propio hermano del mismísimo interlocutor de Jesús y las listas con los nombres de los miembros de la secta se entregaban incompletas para esconder las identidades de sus seguidores. La mentira pesó más en la conciencia colectiva que la propia enfermedad.

En los últimos días, dos mujeres, madres de niños pequeños, se aventaron de los balcones de sus departamentos, otra se cortó las venas. Sin dejar notas o dar explicaciones. Los constantes reproches de sus maridos por haber contribuido a la propagación del virus desde la sede de su secta las llevaron al suicido. La cuarentena ha suscitado un incremento en los niveles de violencia doméstica. En China se dispararon las violaciones.

En Corea pululan las sectas, importadas por los predicadores protestantes que llegaron con los soldados estadounidenses durante la guerra entre las dos Coreas. En primer lugar, porque no pagan impuestos, y ése es un argumento de peso en un país en el que el gravamen puede llegar a representar la mitad de un ingreso. De noche, cuando la ciudad se convierte en un océano de luces, se yerguen incontables cruces de neón de diversos colores. En segundo lugar, porque desde niños los coreanos aprenden a moverse como una masa compacta. Se piensa y se actúa en función de la comunidad, para el bien de todos. Herencia del confucianismo y de las dictaduras de la posguerra. ¿Sientes que tu existencia no tiene ningún sentido y has pensado varias veces en suicidarte? ¿Que no eres nadie? Acude a una secta. ¿Buscas un marido bueno que no te maltrate? Acude a una secta; un hombre religioso es tu mejor garantía. Desde el final de la guerra 120 hombres se han autoproclamado mesías, el único, y fundado iglesias. Pero no se llaman sectas, qué digo, son religiones, aunque tengan nombres estrafalarios y prácticas inverosímiles.

Hace unas semanas se llevó a cabo un encuentro internacional entre los seguidores del líder Sun Myung Moon, comerciante de armas en sus ratos libres y fundador de la Asociación del Espíritu Santo para la Unificación del Cristianismo Mundial, o para hacerlo más corto, la Iglesia de la Unificación. Como él ya murió, ahora su viuda es la encarnación del “Principio Divino”. Moon solía reunir a cientos de hombres en una fila y otro número igual de mujeres frente a frente y los casaba, sin que ellos se hubieran visto nunca. Con la idea de fundar una nueva raza, más pura (¿dónde hemos escuchado eso antes?), con la idea de terminar lo que Jesús (también se le apareció a Moon en la adolescencia) no supo hacer bien. Mamá Moon, última esposa del líder, con un inmenso prendedor de diamantes y esmeraldas en la solapa, y una sonrisa de empresaria, lleva hoy el mando con mano firme y asegura que su movimiento logrará cerrar el botón mal abrochado de Dios.

Creencias y prácticas religiosas aparte, el gobierno ha puesto en marcha un severo protocolo de prevención. Si uno presenta síntomas, nada de acudir a la clínica: un paciente infectado podría provocar el cierre inmediato del edificio en cuestión. Quien se sienta enfermo será llevado a hospitales especiales en ambulancia. Cada prueba, gratuita para la población coreana (un kit cuesta en Estados Unidos más de mil dólares) toma alrededor de una hora. Los doctores deben usar ropa especial desechable para examinar al paciente. Cada vez que un doctor termina con un paciente, se cambia la ropa. Ésta será quemada al final del día. En total, son miles de atuendos especiales necesarios, miles de camas requeridas, cientos de médicos y enfermeros solicitados. Para evitar tanto gasto, la más reciente innovación es el autoservicio: un temeroso ciudadano se presenta en su coche y hace cola ante una caseta médica donde le harán la prueba del coronavirus a través de una ventanilla. No hay contacto físico y la operación dura 10 minutos.

A diario se ven en las portadas de los periódicos las morgues chinas saturadas de cadáveres enfundados en sus bolsas de plástico, comandos enteros fumigando las calles comerciales de los barrios de Seúl, tanques blindados circulando en Daegu, colas interminables frente a los almacenes.

El presidente Moon Jae-in, quien aparece frente a los medios con cubrebocas y guantes, se disculpa por la falta de mascarillas (producidas en China). Empezarán hoy a llegar a las farmacias y su venta estará limitada a dos por persona: los datos del cliente se guardan en una base de datos para asegurarse de que el mismo cliente no vaya después a otra tienda o busque lucrar con ellas. Dicha restricción ya está causando problemas a los extranjeros: sólo se venderán mascarillas a quien muestre una identificación coreana.

El impacto económico más evidente es la ausencia de turistas chinos en las calles de Seúl, ciudad de más de 20 millones de habitantes convertida de pronto en un pueblo fantasma. Los pequeños comercios, los grandes almacenes de lujo, están cerrados. Se cancelaron todos los conciertos, las fiestas, los partidos, las conferencias, las misas, las escuelas, las manifestaciones. Antes de entrar a cualquier edificio, detrás de cada puerta, una persona se encarga de tomar la temperatura de los demás con un termómetro frontal.

Una emergencia sanitaria internacional de este calibre invita a reflexionar sobre la dependencia del planeta entero de la manufactura de un solo país, nuestros hábitos sociales y nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Desde hace cuatro semanas el cerco se ha ido cerrando, primero en los hogares, luego en las calles y al final las fronteras. El aislamiento es lo único que logrará contener el contagio, aseguran los expertos. Corea ha vuelto a ser lo que era antes, en siglos pretéritos: un reino ermitaño.

No hay nadie en casa

Santiago Roncagliolo

Barcelona, 30 de marzo— Este es el contestador de la familia Roncagliolo. Ahora mismo, no podemos atender a su llamada. No hay nadie en casa.

Mi hijo dirige al equipo profesional del Atlético de Madrid. Mañana jugará los cuartos de final de la Champions contra el Barcelona, y va a intentar fichar a Neymar a tiempo. Mi hija está en el cine con cuatro de sus amigas. No paran de comentar la película mientras la ven. Pero nadie se queja. Mi esposa trabaja en el ayuntamiento de una ciudad vecina. Y yo me encuentro en la Lima del siglo xvii, entre brujas paganas, inquisidores y virreyes.

En los días del confinamiento, recuerdo con piedad a todas las personas bienintencionadas que me advirtieron que no me enajene con la computadora. Que vigile el tiempo de los niños frente a la Playstation. Que prevenga la adicción a las redes sociales. Pienso incluso en los que no tienen televisión, porque son demasiado inteligentes para perder el tiempo con ella. Imagino a esas buenas personas llenando las 24 horas diarias y los siete días semanales con sus hijos en casa, jugando con soldados de plomo y camioncitos de madera.

 

A veces tienes grandes ideales y la vida te hace una putada, de verdad.

Para no pasarnos el día enchufados en mundos irreales, en casa hemos incorporado un programa de ejercicios. Empezamos bailando con Just Dance, hasta que me lesioné la espalda, porque el calipso en la sala de mi casa es un deporte de riesgo demasiado salvaje. Desde entonces, jugamos ping pong en la mesa del comedor. Hemos armado la red con una fila de cajas de Kleenex, y la bola a veces rebota encima de ella, creando efectos inesperados. Si pudiéramos salir de casa, la patentaríamos.

Cuando les pregunto, los chicos quieren quedarse aquí para siempre. O al menos, hasta que se acaben los capítulos de Merlí, que vemos juntos por las noches. Es una serie muy extraña, sobre adolescentes que van por la calle sin que los detenga la policía, y se reúnen en un lugar llamado “instituto” donde, al parecer, están permitidas las aglomeraciones. Nadie lleva mascarilla ni guantes, y estoy seguro de que su grado de contagio se volverá exponencial en cualquier momento. Irresponsables.

Acostumbrado a la soledad de la escritura, trato de reservar algunos momentos para estar conmigo mismo: mientras cocino, me sirvo un vaso de vino y me pongo música en los audífonos. Es como estar en una discoteca.

El virus nos obliga a vivir con lo indispensable: la gente que amas. El espacio preciso. La comida que puedes hacer con tus propias manos. Y resulta que la cultura forma parte de ello. El juego, la música y los libros hacen la vida soportable. Como contador de historias, siempre me he sentido mucho menos útil para la vida real que un agricultor o un basurero. Ahora, ya no tanto. Por otro lado, muchos escritores viven convencidos de su propia importancia. Yo todos los días, a las ocho, salgo a la ventana a aplaudir a los médicos y enfermeros que enfrentan al virus. Y ya nunca olvidaré quiénes son los héroes de verdad.

En fin, también la gente que frecuentamos se ha limitado al mínimo. Hacemos más videollamadas que nunca, pero con menos personas: mi madre, mi padre, los amigos más cercanos. Ni siquiera es posible hablar con alguien más ¿Qué podríamos contarle? Tu familia es esa gente con la que no hace falta hablar de cosas interesantes. Y nuestra aventura más salvaje de esta semana ha sido desatascar el fregadero de la cocina.

Así que, si no hemos contestado esta llamada, por favor, vuelve a intentar.

Nos gusta que nos cuenten cosas. Cosas que no sean cifras de muertos y mascarillas.

Estamos ansiosos por saber de ti.

El baile de los
que sobran

Alejandra Costamagna

Santiago, 31 de marzo— Habíamos aprendido a encontrarnos. Por fin, habíamos recuperado el abrazo colectivo. Habíamos aprendido a salir de la burbuja del sálvese quien pueda para encontrarnos con el vecino en el caceroleo del balcón, en el pasillo del edificio, en la fila del negocio para comprar el pan, en la calle codo a codo, mano a mano, cuerpo a cuerpo. Habíamos vuelto a cantar “El derecho de vivir en paz” o “El baile de los que sobran” desde nuestras ventanas durante el toque de queda impuesto por Piñera. Ver a los milicos custodiando la ciudad nos traía los peores recuerdos de la dictadura. Nos parecía una pesadilla de la que queríamos despertar con urgencia. Pero estábamos juntos y tomábamos las calles. Rebautizamos la Plaza Baquedano como Plaza de la Dignidad y métale marcha, métale caceroleo. Llenábamos nuestros rociadores de agua con bicarbonato para humedecer los pañuelos y las caras de los manifestantes cuando las bombas lacrimógenas o el gas pimienta arrojados por la policía nos ahogaban. Coreábamos y saltábamos en perfecto desorden, confundidos entre la multitud. Las calles se llenaban de grafitis y consignas, los muros hablaban por nosotros. “Salud digna”, “Pensiones justas”, “Educación pública de calidad”, rezaban nuestros lienzos. Pero también: “Me hace falta pancarta para toda la rabia que tengo”, “No a la Constitución pinochetista”, “Chile despertó” o “Hasta que la dignidad se haga costumbre”. La policía nos golpeaba, nos abusaba y nos sacaba los ojos, pero la rabia y la conciencia de la precariedad eran drogas que nos animaban para seguir en la calle. Proyectábamos un proceso constitucional que tenía muchísimas imperfecciones y estábamos discutiéndolas, porque nos movía ante todo la idea de que al fin cambiaríamos ese instrumento heredado de la dictadura, el texto legal que no garantiza los derechos sociales sino que los fija como mercancías. Íbamos a cumplir cinco meses en ese despertar colectivo cuando llegó la pandemia y nos recluyó. Adiós abrazos, manos, besos. Cambiamos las capuchas por las mascarillas, pensamos que si nos cuidamos individualmente estamos cuidando a los demás. Llenamos los rociadores de agua con cloro para desinfectar las bolsas de basura y mitigar el riesgo que corren los trabajadores del aseo. Queremos pensar que el confinamiento nos llega con el chip de lo colectivo ya incorporado. Algo aprendimos durante estos meses, nos decimos. La rebelión de octubre fue una suerte de adiestramiento, nos repetimos. Porque sabemos que lo que está en juego acá, justamente, es la precarización de los más de dos millones de trabajadores informales que no tienen seguridad social, de los migrantes, de los presos que son tratados como desechos (hay contagiados en algunos centros penitenciarios y sabemos de un centenar de jóvenes detenidos durante la revuelta, que no han sido procesados y hoy cumplen prisión preventiva), de las personas que viven en la calle, de los ancianos que reciben pensiones de miseria, de los trabajadores de la cultura que siempre han sido ninguneados por un sistema que sólo mide logros productivos. De un orden que todo lo mercantiliza, incluida la enfermedad. Ver al ministro de Salud, que durante el estallido social dijo que Chile tenía “el mejor sistema de salud del planeta”; el mismo que en la administración anterior de Piñera manipuló las abultadas listas de espera de los hospitales para presentar un falso avance en la salud pública; ver a ese personaje anunciando ahora que el gobierno arrendará hoteles y centros de convenciones del sistema privado para enfrentar la crisis; verlo decir que quizás el virus pueda mutar y convertirse en “buena persona” es una burla que acrecienta la rabia previa al estallido. Ver el dictamen de la Dirección del Trabajo estos días, que establece que en casos de fuerza mayor —como la cuarentena decretada en algunas comunas del país—, los empleadores no estarán obligados a pagar las remuneraciones de sus trabajadores es otra bofetada, otro punto para la indignación. Ver que el presidente anuncia un bono único de 58 dólares para las familias más vulnerables y la postergación de las deudas por los servicios básicos, pero que en ningún caso elimina ni subvenciona estos cobros ni garantiza un ingreso digno para quienes quedarán cesantes o verán disminuidos sus ingresos es una evidencia más de un sistema indolente, uno que prio / riza el negocio sobre la solidaridad. Éste es el baile de los que sobran en su versión más cruel. La Plaza de la Dignidad fue enrejada por los militares durante los primeros días de toque de queda sanitario, los grafitis fueron borrados y sólo persiste en el cemento una enorme pintada de la marcha del 8 de marzo que dice “históricas”. Tenemos la sensación —o el deseo o la fantasía— de que apenas pase la emergencia sanitaria, volveremos con todo. Estaremos más golpeados, aún más precarizados, aturdidos y dolidos por estos días extraños. Quizás nos costará volver a abrazarnos. Pero seguiremos despiertos, listos para retomar lo que empezamos el 18 de octubre.

Funámbulo sin cable de protección

Mario Bellatin

México, 1 de abril—




Ministros, comisionistas y vagabundos

Marcos Giralt Torrente

Madrid, 2 de abril— Madrid, la ciudad donde vivo, parece desierta. La transitan casi en exclusiva coches de policía, ambulancias y —hasta hoy— fantasmales autobuses urbanos con el único pasaje de su conductor. Apenas hay peatones salvo los privilegiados dueños de perros o los solitarios que acuden a guardar distanciada cola a las puertas de los supermercados. Si desconociéramos las causas, nos regocijaríamos. Es posible escuchar el rumor del agua en las fuentes; el aire ha recuperado su frescor; nadie te roza. La ciudad, toda la ciudad, se muestra de una forma nunca vista: infinitamente menos agresiva pero también más frágil. Lo más similar —un mero reflejo costumbrista—, ese único minuto de algunas madrugadas de vuelta a casa, cuando el alcohol y las prisas por la mañana incipiente se conjuraban para convertir en demasiado fugaz cualquier epifanía.

Mi barrio, Justicia, está en el centro más centro y mi casa, a unos pocos metros de la Gran Vía. Hasta hace dos semanas no tenía más que doblar un par de esquinas para toparme allí con una amalgama de coches atascados y de multitudes humanas entrando y saliendo de oficinas, de restaurantes de comida rápida, de cines y de grandes tiendas de multinacionales textiles. Esta mañana he cruzado esa frontera que me aleja de los aledaños de los tres comercios en los que normalmente me aprovisiono porque, tras varias intentonas fallidas de hacerme con mascarillas protectoras, a través de una app de ayuda mutua vecinal he sabido de una farmacia en la que subsiste un stock agonizante. Adivinaba lo que me encontraría y todos los pensamientos estereotipados que cabía esperar —el decorado vacío, el hormiguero despoblado— han hecho aparición. Temeroso de ser interceptado por la policía, no me he atrevido a más. He llegado a la farmacia, he pagado por un par de mascarillas seis veces su precio real y he emprendido el regreso más calmado, con el salvoconducto que éstas me proporcionaban.

La mañana era fría pero luminosa, sin nubes, con un sol venturoso que iluminaba hasta el más extravagante rincón. Distinguía cada jardinera, cada banco, cada farola y, más arriba, cada marquesina, cada ventana, cada cornisa. El espacio se asemejaba a una realidad aumentada en la que los edificios, restituida su escala real, parecían sobredimensionados. Un escenario demasiado grandioso para los pocos enmascarados que lo mancillábamos. En 15 minutos de paseo no creo que me cruzara con más de cuatro. Ensimismados, apresurados, obedientes, con la mirada baja reacia a concederse el privilegio de la curiosidad. Luego, de pronto, he empezado a fijarme en los homeless, en los clochards, en los vagabundos que han rehuido el confinamiento en el albergue habilitado para ellos. Tampoco eran muchos, los suficientes para que haya llamado mi atención su resiliencia. Quietos en sus oteros, alucinados, con esa indefensión contemplativa de quien concede a los asuntos de los hombres la misma inexorabilidad que a los fenómenos naturales, me han hecho pensar en estatuas trágicas y de inmediato no he podido evitar sentir que todos lo somos.

El otro día Alain Touraine decía en una entrevista que lo que más le impresiona del momento actual es el vacío, la ausencia de actores, el desgobierno. Por encima de los ciudadanos no parece haber nadie. Nuestros dirigentes es- tán tan perdidos como nosotros, sin respuesta ante los retos contemporáneos. Lo único que habría hecho esta crisis sanitaria, así como la económica que se avizora, es ponerlo más a la vista. Y con celeridad se suceden los pronósticos. Proliferan en los periódicos, en las televisiones, en las radios, en el interior de las casas repletas. Los vagos vaticinios de quienes sostienen que todo va a cambiar pero no se atreven a señalar cómo, los apocalípticos que auguran desgracias sin fin, los esperanzados que fantasean con la defunción del neoliberalismo culpable, los flemáticos para quienes el drama prometido se diluirá más pronto que tarde en una especie de gigantesco efecto 2000.

 

Al parecer uno de los principales inconvenientes con los que se están topando los países que intentan en estos días comprar respiradores mecánicos es que la producción proveniente de China la acaparan comisionistas que los retienen para hacer subir su valor. Mientras tanto, el ministro de finanzas de un país tan civilizado como Holanda, un paraíso fiscal encubierto, nos regaña a españoles e italianos por no haber hecho más con el superávit de los últimos años, olvidándose de que una parte fundamental de éste se fue en pagar los rescates diseñados en la última crisis para que nuestros bancos no dejaran de bombear los intereses con los que otros financiaban su confort. ¿De quién es el futuro? ¿De ellos o de los miles de sanitarios que arriesgan su salud para salvar la de otros?