Diario de la pandemia

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Viruses, marzo 31

Martín Caparrós

Campiña madrileña, 5 de abril— Nevó.

Esta mañana al levantarme veo las copas blancas de los árboles: en mi sierra ayer noche nevó, y es primavera. Esta mañana al levantarme las copas blancas de los árboles me regalaron ese placer idiota que la nieve te trae: volverte nene, disfrutar de algo que te da igual. Nadie, (digo nadie porque quiero decir nadie) podía prever que nevaría pero anoche nevó. Ahora ya nadie puede prever. Es primavera.

Prever es lo que hacemos. Prever nos hace humanos. Prever es lo que nos deshace.

Ahora no sabemos. De verdad no sabemos. Siempre decimos que sabemos que no sabemos pero creeemos que sabemos. Ahora no sabemos. Es vertiginoso no saber. El vértigo es mirar y prever y cerrar fuerte los ojos ante eso que prevés: cerrar los ojos.

Pero ahora ni siquiera: no sabemos. Está la nieve y está, faltaba más, el miedo.

Los ojos bien cerrados, bien cerrados.

Ahora no sabemos. El futuro se fue. Quedan el miedo, la nieve, la certeza de que ya no sabemos. En la vida aquella que teníamos teníamos la osadía de prever. Sabemos que pueden pasar cosas, que aquello que prevemos puede no suceder. Que puede haber fallos, suspensiones, infartos, un olvido pero somos buenos para olvidarlo, buenos para creer que haremos eso que prevemos: somos buenos.

Para cerrar los ojos.

La nieve es como un bálsamo que cambia los colores. Nada más cambia los colores: cambiarlos es la prerrogativa de la nieve. Cambiarlos: demostrar que no son siempre lo que son, que ya eran otros.

Hay nieve: es decir que nevó. Ahora no prevemos. Estamos encerrados, sabemos –casi con certeza– donde estaremos, sabemos –casi con certeza– qué haremos mañana y pasado mañana como nunca supimos –casi con certeza y en el casi se esconde todo el miedo–, sabemos lo que haremos porque no podemos hacer nada: cuando más claro está lo que haremos día a día más oscuro está qué haremos cuándo, más adelante, cuando todo vuelva si es que vuelve. Porque ahora vivimos en el presente pleno como nunca sin futuro, sin prever, pendientes de un animal desconocido –que somos y la nieve.

El presente por fin nos atrapó. Nos atrapó el presente, y atrapar es un verbo que suena.

Prever en cambio es un deporte: puro esfuerzo que sólo sirve para gritar los goles que sólo sirven para gritar los goles. Prever es un deporte suspendido. Hay nieve o sea que ahora sabemos (dolorosamente lo sabemos, Sócrates es un huevón, con la filosofía poco se goza) que no sabemos nada.

Y hoy mañana pasado mañana deberán ser, deberían ser iguales, casi iguales.

Que todo pasa cuando quiere como quiere, que todo pasa, que no sabemos nada. Lo hemos dicho veces, tantas veces y recién ahora sabemos que no sabemos nada. Que todo puede no ser lo que había sido, lo que era. Prever es un deporte de interiores.

Afuera, allá lejos, afuera las copas blancas de los árboles. Nada, casi nada. Nieva allá lejos, nieva como todo: afuera.

La plaga número 11

Gina Zabludovsky Kuper

México, 6 de abril— En un intento por negar la realidad abordamos una nave que ilusamente nos promete cumplir con las reglas para que nuestro viaje sea seguro. Bien sabemos que, ahora, todos los trayectos son inciertos. Tanto las embarcaciones marítimas como las terrestres y las aéreas son portadoras del virus mortal.

Es de noche y observamos las constelaciones. Desearíamos confiar en los astros. Extenderles una plegaria como si fueran dioses, pensar que no sólo tienen aptitudes para iluminar el cielo sino también para cambiar nuestro mundo.

Quisiéramos creer que tenemos una funda neumática que nos permite avanzar rápidamente a otros planetas, pero bien sabemos que nos resulta imposible. Las únicas fundas que usamos son las que cubren la mitad inferior del rostro para tratar de protegernos. La Tierra está infectada y la posibilidad de huir a otros mundos es sólo una quimera.

El corazón nos golpea el pecho. Imposible cambiar nuestro rumbo. Sabemos que se aproxima una lluvia tóxica interminable que caerá sobre nosotros. Los caminos de partida están todos cancelados. Sólo hay rutas de regreso al país de residencia. El retorno es una odisea con amenazas mucho mayores que las sorteadas por Ulises. A diferencia de las sirenas, el nuevo enemigo es silencioso y no basta taparse los oídos para evitar ser atrapados.

En la actualidad las únicas naves que operan con eficiencia son las virtuales, de las que cada vez nos hacemos más dependientes. Aunque también son atacadas por los virus que habitan en sus propios sistemas, éstos todavía no alcanzan a introducirse en nuestras mucosas por lo que resultan menos letales.

Es la época de distopías y no de viajes fantásticos. Somos habitantes del cosmos de El último hombre, de Mary Shelley, de La peste, de Albert Camus, de Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago y de los universos literarios de Margaret Atwood. Por profético que haya sido el genial Julio Verne, ahora cuestionamos si será nuevamente posible que alguien se transporte De la Tierra a la Luna y menos aún si sea posible dar La vuelta al mundo en 80 días.

Simbad el marino ya no puede emprender aventuras ni confundir islas con ballenas. Tiene que quedarse en Bagdad donde los grandes lujos ya no representan nada y el harén está lleno de mujeres y de eunucos contagiados. Tampoco Aladino puede volar; a su alfombra se le acabó la magia y permanece aferrada a la tierra.

El Principito no entiende por qué los dibujos del nuevo enemigo se parecen tanto a los que él hizo de su mundo, y lamenta que para mostrar los peligros actuales los seres humanos sigan aferrados a los números y a las frías estadísticas. Caperucita Roja está muy triste porque tiene prohibido visitar a su abuela y, enclaustrada, se da cuenta que todos los caminos están repletos de minúsculos bichos invisibles que son mucho más peligrosos que un lobo. El pobre de Peter Pan llora sin cesar. Está frustrado por no poder visitar el país de Nunca Jamás. Cuando ejercita sus dotes diariamente, cuando se eleva sobre las camas del cuarto de los niños, se suele golpear con el techo por lo que hoy sufre de varias heridas en la cabeza.

La única que puede viajar de forma clandestina es Alicia. La madriguera desde la cual desciende al País de las Maravillas está cerca de un árbol en el jardín de su propia casa y todos los días se escapa unos momentos para visitar al conejo blanco y sus amigos. Los otros integrantes de su familia, que viven el aislamiento con una intensa angustia, no pueden entender por qué ella permanece alegre y están convencidos de que es una lunática.

Con desesperanza, Dante se da cuenta de que ya no podrá dejarse conducir por Virgilio ni ascender al Paraíso acompañado de Beatriz. Quisiera cambiar el infierno que ahora se vive en la Tierra por aquel que él mismo ideó y, así, pasar la cuarentena conviviendo con filósofos y poetas. Robert Louis Stevenson añora visitar nuevamente La isla del tesoro y Mark Twain no entiende por qué le restringieron nuevamente sus viajes al Mississippi ya que la última vez que lo habían hecho fue durante la Guerra Civil. Después de visitar varios lugares remotos de su natal Verona, la condición psíquica de Emilio Salgari es especialmente delicada: está a punto del suicidio ya que no logra entender cómo esta epidemia le pegó con especial rudeza a su país, y no a los lugares exóticos y llenos de aventuras que él había visitado. Por su frágil salud y padecimiento asmático, Marcel Proust tiene que tomar cuidados especiales y evitar las visitas a la falsa aristocracia parisina. Sin embargo, su encierro será más llevadero. Está harto del esnobismo de los salones y finalmente sabe que el verdadero mundo está en la memoria. Para sentirse complacido, le basta recordar la magdalena que una noche le dio su madre.

Los únicos escritores que están rebasados de trabajo son Daniel Defoe y Giovanni Boccaccio. El primero tiene que aprender rápidamente a comunicarse por internet para enseñar a los humanos cuáles fueron las capacidades de Robinson Crusoe para sobrevivir en aislamiento. El segundo debe cumplir con los encargos de los residentes de Manhattan que se han ido a vivir de forma temporal a los suburbios y esperan, con avidez, un nuevo Decamerón que les permita inyectar cierta picardía al retiro forzoso de la gran urbe.

Pero los más alterados por la situación son los personajes del más popular de los textos fantásticos. Ahí Noé apela a la comprensión de Adonai ya que le es imposible cumplir adecuadamente con la tarea que le ha encomendado. A falta de pruebas médicas, le resulta imposible seleccionar aquella pareja de especies que no esté contagiada.

Moisés está especialmente desconcertado. Frente a la próxima celebración de Pésaj no logra explicarse cómo esta onceava plaga inesperada extiende sus daños a toda la población cuando Dios le prometió que los castigos sólo estaban planeados como venganza hacia los egipcios que esclavizaron a su pueblo.

El único que entiende lo que está pasando es Poncio Pilatos… por eso no cesa de lavarse las manos.

El Poble Sec vacío y límpido

Robert Juan-Cantavella

Barcelona, 7 de abril— Asomado a la ventana de mi casa en Barcelona veo cómo los árboles desmochados por el invierno empiezan poco a poco a recuperar sus hojas: diminutos brotes de un verde intenso que, bajo la lluvia de este cielo empañado por nubes bajas, resplandecen aún con mayor vivacidad. Ni yo ni mi hija de cinco años vemos a un solo ser humano en esta calle del barrio del Poble Sec. Ella, que ayer por Skype le decía a una amiga del cole “Tengo ganas de verte entera”, ha resuelto la falta de compañeros de su tamaño inventando identidades nuevas. Los últimos días hemos convivido con una tortuga parlante llamada Marta. Hoy, al despertar, me ha informado que Marta se fue, pero ha venido Martina, una perrita que, en esta ocasión, no habla, ladra.

 

No sólo son las hojas primaverales de los árboles. Dice el periódico que en Barcelona el aire es ahora más puro de lo que lo ha sido en el último siglo. Ha hecho falta que el virus nos confine en nuestras casas para que, fuera de ellas, se pueda vivir con cierta higiene. Parece que es necesario que no hagamos uso pleno de nuestras ciudades para que éstas resulten habitables, como en una película de zombies; como si los Homo sapiens fuéramos el virus de nuestras propias madrigueras. Un virus arrinconado por otro virus. La crisis de un virus contra otro virus.

Durante los últimos 20 años ésta es la quinta o la sexta casa en la que vivo en Barcelona. Mi estancia más larga duró siete años, puede que ocho, y fue aquí al lado, a tres calles. De modo que mudarme no hace mucho a este piso del Poble Sec ha sido un poco como volver a casa.

Al poco de llegar, me vinieron a la mente algunas películas que en su momento se llamaron sinfonías urbanas, como El hombre de la cámara, de Vertov, Berlín, sinfonía de una gran ciudad, de Ruttmann o A propósito de Niza, de Vigo; otras como Smoke, de Wayne Wang, donde el personaje de Harvey Keitel hace una foto de la misma esquina todos los días a la misma hora, o el diario de Hackney que durante años filmó Ian Sinclair (un diario en Súper 8 sobre el que escribe en algunos de sus textos y que yo sólo conozco a través de esas palabras). Todas ellas películas que retratan la ciudad, toman a sus habitantes como un elemento más, como una especie de textura moviente, les niegan el protagonismo que suele serles propio, crean una especie de imagen del tiempo urbano. Y decidí tratar de hacer algo parecido, coger mi camarita del tres al cuarto e ir grabando clips de distintos rincones del Poble Sec para dentro de unos años ponerlos todos juntos y ver qué sale.

Ahora, con el confinamiento, me doy cuenta de que el barrio desierto ofrece una imagen muy distinta y que, si sigo adelante con el proyecto de diario, esa imagen tan singular e inaudita no figurará en él. La gente que tiene perro sí puede salir a la calle a pasearlo. Miro a mi hija aquí al lado, junto a la ventana, y fantaseo con la idea de bajar a pasear a Martina, su última identidad, precisamente canina, y aprovechar para hacer algún video de esta crisis del barrio.

Últimamente, cuando los Homo sapiens le ponemos a algo el nombre de crisis no estamos señalando el problema, sino desvelando por anticipado la solución que le daremos. Cuando los bancos y las entidades financieras decidieron quedarse con los ahorros de los ciudadanos, le pusimos el nombre de crisis y dejamos meridianamente claro que la culpa la tenían ellos, los ciudadanos, y que eran ellos los que iban a pagar la cuenta, prescindiendo de derechos laborales y capacidad adquisitiva para pagarle a sus verdugos el rescate bancario. Cuando a la cuestión del clima y los recursos le pusimos el nombre de crisis organizamos diversas reuniones llamadas cumbres donde nuestros líderes, convenientemente endomingados, firmaron con gesto grave y pose adusta toda una serie de papeles debidamente timbrados con el firme compromiso de no volverlos a leer en la vida, y mucho menos respetar los acuerdos que en ellos, a modo de filigrana, de adorno vano, figuraban por escrito. Cuando el Mediterráneo empezó a llenarse de cadáveres de gente que huía de guerras, hambre y dictaduras, nuestras autoridades, siempre despiertas, tomaron las medidas necesarias para que esos cuerpos sin vida no mancillaran nuestras playas: el nombre que le pusimos en esa ocasión, claro, fue el de crisis, crisis de los migrantes.

No alcanzo a adivinar cuál será la solución que le daremos a esta pandemia, cómo saldremos de ella, pero la sanidad privada no colabora con la pública, las comunidades autónomas no comparten recursos entre ellas, la oposición ha decidido hacer campaña electoral contra el gobierno (total, sólo quedan casi cuatro años para las elecciones, y a quien madruga Dios le ayuda), los países de la Comunidad Europea siguen demostrando su sofisticada capacidad para alejarse de cualquier cosa que se parezca a una respuesta coordinada, tan ordinario y pedestre como eso resultaría. Así que todo marcha según lo previsto, el orden de los homínidos sigue imperturbable. Cuando en lugar de pandemia le llamemos crisis, supongo que quemaremos algunos hospitales en unánime señal de rechazo al virus, la historia del sapiens seguirá su curso y los que queden volverán a salir a la calle e infectar la ciudad.

Así que miro a mi hija y me digo que no. Que no bajaremos a pasear por el barrio a su amiga Martina. Que si alguna vez terminamos el diario en cuestión será sin las imágenes que hoy mostrarían un barrio vacío y silencioso. Que de todo ese aire límpido que ahora lo inunda, precisamente porque no estamos nosotros, mejor nos conformamos con el que entra por esta ventana. Que dejaremos que el Poble Sec disfrute mientras pueda de nuestra ausencia.

Del verbo tocar:
Las manos de la pandemia

y las preguntas inescapables

Cristina Rivera Garza

Freno de emergencia

Houston, 8 de abril— La frase es de Walter Benjamin:

Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Quizá las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, acciona el freno de emergencia.

Y viene a colación porque todo en estos días de pandemia parece llevarse a cabo en ese tiempo inédito inaugurado por la activación de la palanca de freno: la des-aceleración. No se trata, por supuesto, de la lentitud romántica de la que han escrito novelistas y activistas varios, sino de un impasse sin asideros en el que predomina la hipervigilancia y la ansiedad. La pandemia no es un remanso. Mucho menos de paz. Nos hemos detenido en seco, ciertamente, y aunque es claro que la mano que jaló el freno es una mano humana —el cambio climático y la alteración de ecologías terrestres son la forma misma del capitaloceno salvaje— es menos claro si ese freno será suficiente para transformar un sistema económico que, en su afán de producir la mayor ganancia posible, ha devastado sistemáticamente la Tierra. La así llamada normalidad, se dice mucho en estos días y con verdad, está en la raíz del problema que condujo a la pandemia. Y mucho se reitera la imposibilidad de regresar a ella, incluso si algunos así lo quisieran. Como lo comentaban vehementemente Angela Davis o Rita Segato, se abre ahora una posibilidad de reemplazar esa vieja normalidad con un mundo de solidaridades extendidas donde la conciencia de nuestra mutua interdependencia material y afectiva incluya de manera central a la Tierra.

Una mera aproximación

No pasamos por una revolución, pero sí por un cambio tan radical, tan diseminado por todas las esquinas del planeta, como para llamarlo un cambio estructural. No sabemos cuánto durará la transformación, ni cómo serán ni cuánto durarán sus consecuencias, pero vivimos estos días de pandemia con la ansiedad y la curiosidad del que ve fenómenos para los cuales todavía no existe lenguaje preciso. Vivimos con el botón de la hipervigilancia encendido. Somos la extranjera que, arrojada sin maletas en una ciudad extraña, se esfuerza por crear analogías para poder visualizar —entender es mucho más complicado— lo que sucede frente a sus ojos. Esto se parece a. Bien podría tratarse de. El proceso de traducción, que incluye a la experiencia y al lenguaje en que esa experiencia es enunciada, es trabajoso, a menudo francamente intransitable. En cada esfuerzo se nota que el lenguaje no acaba de embonar con los contextos inéditos y los fenómenos que, ya de maneras obvias o ya de maneras sutiles, obedecen a reglas que todavía no quedan claras. Cada esfuerzo es sólo una aproximación.

Del verbo tocar

Como el contagio se lleva cabo por cercanía, especialmente a través del sistema respiratorio y el tacto, tenemos que ser conscientes de que somos cuerpos. Parece una operación sencilla. No lo es. La máquina de producir mercancías nos ha acostumbrado a vivir bajo la ilusión de que somos incorpóreos. Podemos trabajar sin cesar. Podemos consumir sin cesar. Si estuviéramos en un cuento de la escritora salvadoreña Claudia Hernández seríamos esos personajes que, incluso muertos, incluso vueltos ya cadáveres, continúan checando la tarjeta de entrada al trabajo o sacando la tarjeta de crédito frente a las máquinas registradoras de los comercios. El capitalismo al estilo USA es así: literalmente descarnado.

La ilusión de no tener cuerpo, a la que contribuyen pastillas y medicamentos varios, conduce a la ilusión de no tener otra conexión con el mundo que no sea la conexión electrónica. Del hechizo de la abstracción cuelga la falta de solidaridad con nuestro entorno y, a fin de cuentas, la indolencia. No nos duele lo que no nos toca —lo que no sabemos que nos toca—. Pero ahora que estamos detenidos, ahora que sabemos que nuestras manos son armas mortíferas y no sólo, como quería Kant, lo que nos diferencia de los animales, no podemos no pensarlo. La rematerialización de nuestros mundos en tiempos de la desaceleración obliga a preguntas que son políticas en su mera raíz: ¿quién ha tocado esto que toco yo? Que es otra manera de preguntar: de dónde viene, quién lo produce, en qué condiciones de explotación o sanidad se fragua esto que viene hacia mis manos, con qué cantidad de virus. A la antropóloga Anna Lowenhaupt Tsing le llevó años y bastantes páginas contestarse esas preguntas respecto al matsutake, el hongo reverenciado en Japón que crece en zonas boscosas del mundo que han sobrevivido a un proceso de devastación. En efecto, hay un montón de manos en The Mushroom at the End of the World: On the Possibility of Life in Capitalist Ruins, las de los trabajadores migrantes, las de los comerciantes, las de los guardabosques, las de los policías, las de los agentes de inmigración. Manos callosas y manos suaves. Manos acostumbradas a la caricia o manos que nunca han conocido la crema humectante. Rastrear el quehacer de las manos en los procesos de producción y reproducción del mundo en que vivimos es una tarea eminentemente política. Y, justo ahora, es una tarea inescapable. Nuestras vidas dependen, de hecho, de hacer esas preguntas, y de poner justa atención a las respuestas. Todo lo que tenemos cerca —y justo ahora sabemos que siempre estamos, que siempre hemos estado, cerca de tantas manos— nos afecta porque nos compete. Este bien podría abrirle la puerta al fin de la indolencia.

La rematerialización del espacio doméstico

Despojados de rutinas que daban la impresión de ser inamovibles, expulsados de la prisa que hacía funcionar a tiempo las fábricas y los bancos y las universidades, condenados a un sedentarismo hogareño sin la seguridad de una presunta estabilidad económica, el covid-19 nos ha puesto cara a cara con la desaceleración. Aquí vamos todos, hacia el inicio del día, checando cifras que resultan cada vez más alarmantes, poniendo atención a las nuevas medidas de seguridad. Mientras tanto, habitamos un hogar que antes, con alarmante frecuencia, sólo utilizábamos para parar unas cuantas horas, casi siempre en la noche, durmiendo con algo de dificultad. De repente, ese espacio que denominábamos como casa, como nuestra casa, se despliega en esquinas inéditas y cosas fuera de lugar. Es un ente extraño, desasido de sí, al que hay acostumbrarse poco a poco. Barrer, trapear, lavar los trastos, tender las camas, poner la ropa en la lavadora, sacudir —todas esas actividades cotidianas que, al menos en esta casa, siempre hemos llevado a cabo nosotros mismos—, muy a menudo recaen en los hombros de las mujeres, y usualmente pasan desapercibidas. La imposibilidad de salir, es decir, la imposibilidad de no verlas, las vuelve monumentales. De hecho, las transforma en el esqueleto del día, la única estructura que pervive cuando todo lo demás ha tomado rumbos desconocidos.

El tiempo que antes consumíamos en trasladarnos de un lado a otro, incluso para ir a comer, ahora lo ocupamos en seleccionar bien los insumos para cocinar a diario. Hay que lavar bien cada verdura o fruta. Hay que poner a remojar los frijoles con una noche de anticipación. Hay que calcular para cuántos días nos dura el arroz. Entre una cosa y otra hay que lavarnos las manos una y otra vez, en intermedios de 20 segundos que, bien mirados, constituyen una buena parte del día. En Houston la cuarentena nos obliga a estar en casa, pero todavía no nos prohíbe salir al supermercado a hacernos de provisiones o sacar a caminar al perro (siempre y cuando se respete la sana distancia con los otros paseantes). Los restaurantes, que han cerrado, todavía producen alimentos para llevar. Pero en estos tiempos, cuando tenemos que pensar en todas las manos involucradas en la preparación del alimento, es mejor dejar pasar esa oportunidad. Quisiéramos hacerlo, sobre todo para apoyar a los restaurantes del barrio, que la están pasando mal, pero todavía no podemos persuadirnos a nosotros mismos. Cocinar, por lo demás, no es una actividad que se preste a la velocidad. Las cosas no se apuran o se detienen a capricho del que cocina. Todo tiene su tiempo. Las verduras, los granos, las frutas. Y parte de la rematerialización del hogar consiste en encontrar el ritmo de las cosas, su propio estar en el tiempo.

 

Los que entre nosotros no estamos detenidos en el afuera de la cárcel o el manicomio o la calle, sino adentro, nos enfrentamos a muebles, cucharas, espejos, que la cotidianeidad había vuelto invisibles y que, ahora, recuperan su presencia. Tratar a alguien como un mueble, recordaba la teórica Sara Ahmed en Queer Phenomenology: Orientations, Objects, Others, quiere decir que se le trata como si no existiese de verdad. Quiere decir que se le ignora. En un medio descorporalizado el lugar natural del mueble es el de la discreción, si no es que el de la invisibilidad más artera. Muy por el contrario, los objetos queer —esa silla incómoda, la mesa que de repente brilla por su presencia— no se desvanecen en el trasfondo. Los objetos queer se resisten a fusionarse en el segundo plano de las cosas. La pandemia, que no nos ha dejado olvidar el límite material de nuestra experiencia, también ha obligado a la mirada, a todos nuestros sentidos, a reconocer los objetos de los que dependemos en su valor de uso (y no en su valor de cambio). Los sartenes, despostillados, ya casi sin teflón. El matamoscas. El sofá, que se ha movido de la sala donde nadie lo utilizaba hacia la barra de la cocina, donde es posible recostarse a leer algo mientras hierve el agua. La suela de los zapatos, con las huellas del afuera que dejamos a la entrada. La materialidad del hogar nos circunda, nos cerca, a algunos hasta los asfixia, pero al final del día está aquí, físico y sólido, contra las borrascas de la información y el miedo, en un tú a tú contra la abstracción del Estado y el capital, incitándolos o conminándolos a saberse cuerpo de nuestro cuerpo.

La soledad es real

En Estados Unidos es común invitar a fiestas con horarios ceñidos: de 5:00 a 7:00 pm por ejemplo; de 6:00 a 9:00 pm, cuando hay ganas de echar relajo. Las manifestaciones callejeras precisan de un permiso, que no sólo incluye horarios sino también rutas específicas. Estudiantes y empleados comen ensaladas en contenedores de plástico frente a sus computadoras o teléfonos mientras checan sus mensajes o ven un video. A las puertas de las oficinas que se alinean en pasillos estrechos, siempre iluminados, no llega nadie sin antes avisar. Tampoco a los hogares. Decía Truman Capote que a Nueva York se iba para estar solo; pero yo no sería tan provincial. Ahora que la teleexistencia se ha vuelto el modo diario del trabajo y de la interacción es imposible no verlo: vivimos a través de ausencias estrictamente reguladas. Nos rodea una profunda soledad. Los ritmos de producción del imperio sólo son posibles a través de cuerpos aislados, cuyos deseos o necesidades son satisfechos de manera inmediata o automática con tal de no detener la marcha de las cosas. La pandemia también ha rematerializado esta ausencia primordial, dejando en claro que nos cercan por todos lados espacios vacíos. Los profesores de la pandemia se han percatado de que salen más agotados de una hora de clase por Zoom que de cinco horas presenciales. La razón es sencilla pero sepulcral: parece que estamos ahí, todos juntos, hablando y discurriendo, viéndonos, pero el cuerpo sabe que no estamos ahí. Esa disonancia agota. Esa disonancia nos deja con la boca abierta. La distancia, que precede en mucho a la pandemia, se vuelve intolerable con ella. Resentimos ahora la separación de estos días sólo porque no podemos dejar de verla. No podemos hacer tonto al cuerpo de tantas maneras. Acaso por eso hemos regresado a la llamada por teléfono: nos quejábamos de que el sonido de la voz desconectado de los gestos del rostro o del movimiento del cuerpo era incapaz de producir cercanía. Pero nos queda claro ahora que el mecanismo de la voz, cuando va acompañado de la coreografía bastante estipulada del Skype o Zoom, es todavía más pobre. Ahora que hablo por teléfono todos los días con mis padres, que están viejos y en otra ciudad, su voz en sí, su voz llana y llena, con sus inflexiones y titubeos, con esos tonos que nos reconocemos bien, produce una intimidad densa, capaz de desatar la imaginación de los otros sentidos.

Todo es distinto a través de una ventana

La frontera de un hogar es su puerta, pero las operaciones más interesantes pasan por las ventanas. Ahí está lo que se percibe, pero no se alcanza. Deseo es su otro nombre. Una ventana es un pasadizo, con frecuencia secreto. Vislumbrar es un verbo que ocurre a través de un vidrio. Aunque muchos se imaginan Houston como un lugar seco por su asociación con la aridez texana, este sitio es, como bien lo dijera alguna vez Gabriela Wiener, el Amazonas mismo. La humedad y el bochorno lo vuelven propicio para la proliferación de encinos y magnolias, enredaderas y helechos, buganvillas y bambús. Estaban ahí antes, por supuesto, pero se notan más ahora que los jardineros han dejado de venir y las plantas crecen a su modo. La variedad de sus verdes explota en camellones y jardines, lotes baldíos y patios traseros. Las sombras que producen las ramas de los árboles se recortan, precisas, sobre las imperfecciones del pavimento. Acaba de pasar, ruidoso, un escarabajo enorme con sus alas extendidas. Las mariposas, que se persiguen la una a la otra, chocan contra la malla en un acto de mera distracción. La disminución de los ruidos de la ciudad veloz, los de los autos sobre todo, ha permitido que otros sonidos se acerquen a nuestros oídos como si fueran nuevos. Rematerializados también pasan con su inédito estruendo los pájaros que, vistos de lejos, parecen variados y magníficos. Los maullidos de los gatos. Los ladridos de los perros. El zurear de las palomas. El zumbido de los insectos. Estas dos, tres, cuatro, cinco, seis gallinas que, orondas, caminan por la calle como si se tratara de un gran corral. ¿Es esto el canto de un gallo a media tarde? Lo que quiero decir es que nunca como en estos días ha sido tan visible esa interconexión entre animales y plantas, y los vericuetos de la ciudad, que es urbana sólo a medias. O cuya urbanidad es una compleja red de negociaciones con la naturaleza que, al menor descuido, muestra la cara o regresa. Si la ventana es frontera, fronterizo es también lo que acontece frente a ella.

Recuperar los pies

Hay una escena que retrata el mundo hiperconsumista de Estados Unidos en Wall-E, la película de ciencia ficción animada que se estrenó en el 2008. Si se acuerdan, en un contexto postapocalíptico una buena parte de la humanidad vive en el Axiom, donde sus deseos y necesidades son satisfechos de manera automática e inmediata. Esos humanos ven tanta televisión, y permanecen sentados por tanto tiempo, que han perdido el uso de las piernas. Así, una conducta específica (ser un coach potato) ha reconfigurado el cuerpo humano, mutilándolo de alguna manera. Frankensteins del capitaloceno. En ciudades como Houston, dominadas por un paisaje de numerosas carreteras de más de seis carriles, es fácil vivir sin caminar. De hecho, lo más difícil en una ciudad diseñada para la circulación de vehículos automatizados es caminar. Después de las 5:00 de la tarde, es decir, después del horario de trabajo, el centro de Houston es y ha sido un territorio desolado por el que sólo pasan, y eso a veces, vagabundos y despistados. Es el paisaje después de la batalla diaria: un cascarón de edificios deshabitados donde nunca deja de brillar la chispa ambarina de la electricidad.