Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española

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6.3.4.Otras obras de Narciso Tomé

Para la catedral de Toledo Narciso Tomé realizará una amplia serie de trabajos fruto de su versatilidad como artista: los retablos-estación de la sede[286], una bellísima peana para la custodia de Enrique de Arfe, la sillería del coro de la capilla de San Pedro, la lámpara del Transparente, los bronces del Ochavo, o algunos proyectos para el retablo mayor de la capilla de San Ildefonso, aparte de la malograda reforma del trascoro[287]. Se añaden otra serie de obras existentes en la ciudad, y que Nicolau Castro le adjudica a él o a su círculo[288], si bien, y en lo que respecta a las esculturas, no son obras de una extraordinaria calidad. Citemos el Nazareno que se conserva en la iglesia parroquial de Orgaz, en Toledo. Terminado en 1733, fue ejecutado con la ayuda de su hermano Andrés y algún otro discípulo. Añadamos las dos hermosas esculturas que, firmadas por Narciso Tomé, se conservan en la Fundación Selgas-Fagalde de Cudillero, en Asturias, y que debieron realizarse en Toledo. Se trata de una Virgen y un san José procedentes de un Nacimiento, del que falta el Niño. La calidad de ambas obras es plausible y se pone de manifiesto en la relación que Nicolau advierte en la imagen de la Virgen con Luis Salvador Carmona, casi contemporáneo de nuestro artista, y con el que debió coincidir en algún momento[289].

Narciso también hizo otra serie de retablos fuera del entorno toledano[290]. Destaca el mayor de la catedral de León, que se encargó de trazar en 1737, ejecutó materialmente su primo Simón Gabilán Tomé —según veremos— y actualmente se conserva en la iglesia de San Francisco de León.

6.3.5.Simón Gabilán Tomé (1708-1781)

Simón Gabilán Tomé nació en Toro en 1708, fruto del matrimonio formado entre Juana Tomé y Antonio Gabilán —como ya hemos visto—. Al quedar huérfano de padre a los seis años, es lógico pensar que ingresara en el taller de su tío Antonio Tomé para recibir una primera formación artística en compañía de sus primos Andrés, Narciso y Diego, junto a los que aprende a desenvolverse bien en las labores de arquitectura y escultura, faceta esta última en la que estará capacitado para trabajar tanto la piedra como la madera.

En 1729 contrajo matrimonio en primeras nupcias con Águeda de Sierra en la localidad vallisoletana de Medina de Rioseco. Águeda era hija del también escultor José y nieta del célebre Tomás de Sierra, patriarca de esta importante dinastía, cuyo oficio continuarán dos de los cinco hijos de la joven pareja, Fernando y Lesmes, que alternará también, y al igual que su padre, los trabajos de arquitectura y escultura. Llamazares Rodríguez ha llamado la atención sobre las buenas relaciones que tuvieron yerno y suegro, Simón y José de Sierra, cuyos hijos se incorporarán al activo taller del toresano, y quien a su vez se verá beneficiado económicamente por la familia de su esposa[291]. A partir de ese momento, el artista empieza a desarrollar una amplia actividad, sobre todo de carácter escultórico, atendiendo encargos por toda la mitad occidental de Castilla y León.

De todo lo expuesto se derivan dos circunstancias que habrá que valorar en su trayectoria: la relación familiar que tiene con dos importantes dinastías de artistas del siglo XVIII, los Tomé y los Sierra, y el carácter itinerante —podríamos decir— de su taller en determinadas etapas y al igual que su primo Narciso Tomé, a quien ayudará en la elaboración del conocido Transparente toledano[292].

Sus inicios como escultor radican en Toro, donde debió instalar un taller cuya actividad ya se documenta en 1731, año en que envía cinco esculturas para la iglesia de San Miguel Arcángel de Villavendimio, en Zamora. Para Navarro Talegón, son cinco esculturas barrocas —san Juan Bautista, san Joaquín y santa Ana, san Jerónimo y Ntra. Sra. de Egipto— muy dinámicas, llenas de nervio, en las que se aprecia la capacidad del artista con la gubia ya a la edad de 23 años[293]. Coincidiendo con la marcha de Alejandro Carnicero a Valladolid en 1733, Simón Gabilán se traslada a Salamanca ese mismo año para concertar el relieve marmóreo con el tema de los Desposorios místicos de Santa Catalina, destinado al retablo que Agustín de Vargas había fabricado en la iglesia de la Compañía de Jesús (Fig.27); aquí supo mostrar su temprana experiencia en la talla del mármol, que había adquirido en San Ildefonso de la Granja y en el Transparente de la catedral de Toledo y que era excepcional en Castilla, de ahí que se acudiera al artista. La factura del relieve no presenta grandes excesos barrocos, razón por la cual Gómez Moreno asignó su autoría al escultor neoclásico Juan Adán[294]. La obra es una de las mejores de su producción, junto a las figuras de los evangelistas y los relieves que hará para el retablo mayor de la catedral de León.


Fig. 27. Simón Gabilán Tomé, Desposorios místicos de Santa Catalina, 1733. Salamanca, iglesia de la Compañía de Jesús.

La actividad que Simón Gabilán desarrolló en Salamanca, y el consecuente prestigio que logró adquirir, le hizo ampliar su taller con la admisión en 1735 de José Francisco Fernández y Manuel Álvarez como aprendices, y quienes permanecieron a su lado hasta 1737 en que el maestro marchó a León, a raíz de lo cual se vieron obligados a entrar en el obrador de Alejandro Carnicero —en 1738 regresaba a la ciudad del Tormes procedente de Valladolid—. El segundo de los citados llegará a ser director de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, como ya veíamos[295]. Y es posible que en la ciudad de Salamanca Simón Gabilán aprendiera del maestro Lorenzo de Montamán los rudimentos de la técnica calcográfica que ocasionalmente practicó[296], como se puede ejemplificar con el grabado dedicado a san Juan de Sahagún de 1745[297].

En marzo de 1738 Simón Gabilán dejaba atrás Salamanca para trasladarse a León con el objetivo de hacerse cargo del retablo catedralicio que había trazado su primo Narciso Tomé el año anterior. Al igual que había hecho este en Toledo, entre 1738 y 1739 Simón se encargó de supervisar el trabajo de la madera, los mármoles y otros materiales que iban llegando, para luego ocuparse de la parte escultórica entre 1741 y 1744, haciendo los relieves marianos repartidos por las calles laterales del conjunto —de los que solo perduran dos, la Presentación de María en el templo y los Desposorios—, las figuras de los evangelistas, el nutrido grupo de ángeles que poblaba la estructura y el grupo de la Trinidad del remate. A su primo Andrés Tomé le correspondió la ejecución del Colegio Apostólico, cuyos miembros contemplaban en la calle central la Asunción de María, una imagen tal vez de finales del siglo XVII según Prados García. Andrés envío las imágenes desde Toledo, y en ellas es evidente la calidad y el recuerdo del Transparente toledano. Con respecto a la obra de Simón Gabilán, se ha dicho acertadamente que es de lo mejor de su producción. La delicadeza de los rostros en los dos citados relieves marianos que aún perduran, el plegado ajustándose a las formas anatómicas y manifestando su dinamismo, o la composición de las escenas, son características que coadyuvan a confirmar la calidad de su gubia. De gran suavidad son los rostros de san Joaquín y santa Ana en la Presentación, propia ya de la estética rococó en la que nos encontramos. Lo mismo cabe decir de las cabezas de serafines con alas adventicias que decoran la típicas columnas propagadas por los Tomé. Para la ejecución de esta serie de trabajos, Simón Gabilán contó con la colaboración de un equipo en el que se cita con insistencia la participación de su suegro José de Sierra[298]; sin embargo, y frente a estos, que desdeñan el detalle en favor del efecto de conjunto, la gracia del movimiento y la fluidez de planos son notas que caracterizan las realizaciones de Gabilán.

A finales del siglo XIX, con motivo de las obras de restauración que se emprenden en la catedral, el cabildo acordó en 1880 seguir la recomendación que hizo el arquitecto Demetrio de los Ríos (1827-1892) para poder encimbrar la cabecera del templo y restaurarla, abatiendo y desmontando el retablo, que fue trasladado a la iglesia de San Francisco de Padres Capuchinos, donde hoy se conserva de forma fragmentaria. No obstante, hoy conocemos con bastante exactitud cómo era el conjunto gracias al lienzo que se conserva con su representación en el convento de monjas Clarisas de Villalpando (Zamora), y que realizó el propio Simón Gabilán Tomé en su faceta de pintor, más esporádica[299].

Cuando estaba a punto de concluir el retablo leonés, en agosto de 1744 surgieron algunos problemas para la realización completa de la traza, por lo que el cabildo decidió su cese como maestro de la catedral y recurrir a Giacomo Pavía (1699-1750), escenógrafo, arquitecto y pintor, que en realidad había acudido a la sede para solventar el problema surgido con la capilla del Carmen, cuya amenaza de ruina no había logrado solventar el toresano ante sus limitaciones en el campo de la arquitectura. Pese a todo, Simón Gabilán compaginaría su labor escultórica con intervenciones cada vez más frecuentes en aquel terreno.

En 1750 se encuentra de nuevo en Salamanca. Recordemos que Alejandro Carnicero se había marchado a Madrid a trabajar en la obra escultórica del nuevo Palacio Real, y que en esa fecha nuestro artista había ganado la plaza de arquitecto del salmantino Colegio de Oviedo, por orden de la Real Academia de San Fernando y mediando informe del arquitecto Juan Bautista Sacchetti (1690-1764)[300]. Entre las esculturas que ejecuta a partir de entonces, citemos las imágenes que contrata en 1754 para la iglesia de Santa María de la Hiniesta (Zamora) —santa Bárbara, san Antonio de Padua, san Antonio Abad, san Roque y san Sebastián—, y que debieron hacerse, según afirman Ceballos y Nieto, de un modo estandarizado en el taller[301]. Y la escultura de santa Águeda que hizo en 1774 para la parroquia de Castilblanco en Ávila, en la que también se documenta un retablo de su hijo Fernando Gabilán Sierra[302].

 

6.4.El siglo XVIII en Valladolid y Medina de Rioseco
6.4.1.Introducción

Los obradores de Valladolid ven reducido su ámbito de influencia a partir del siglo XVIII dada la pujanza que empiezan a tener otros focos, como Medina de Rioseco, o la corte. Esta se caracteriza por la arrolladora capacidad de trabajo de sus obradores, desde los que Luis Salvador Carmona suministra mucha obra escultórica a Castilla, tierra además de la que era oriundo. En Medina de Rioseco tiene gran predicamento la familia de los Sierra, que consigue una notable clientela y gran proyección. Sin embargo, Valladolid logra notoriedad con el modelo de retablos que crean Juan y su hijo Pedro Correas o el escultor y ensamblador Pedro de Bahamonde.

6.4.2.Los talleres vallisoletanos

El tránsito entre las centurias está protagonizado por el escultor José de Rozas (1662-1725), a quien ya nos hemos referido brevemente, si bien es interesante retomarlo para constatar el cambio que se produce en la forma de trabajar de los escultores. En este caso, cabe recordar los pliegues cortantes en aristas pronunciadas por los que se caracteriza su obra, los cuales entran de pleno en la evolución que será característica en el plegado durante la centuria de mil setecientos; citemos la Virgen de los Dolores de la iglesia Astorgana de San Bartolomé (1706).

6.4.2.1.Pedro de Ávila (1678- m. d. 1742) y la expansión de su obra

Pedro de Ávila es uno de los escultores más interesantes de la escuela vallisoletana en la primera mitad del siglo XVIII. Hijo del también escultor Pedro de Ávila —como ya veíamos— y de Francisca de Ezquerra, tiene un estilo diferente al de su padre tras superar con creces las influencias de Gregorio Fernández, todavía presentes no obstante en su primer estilo. En 1700 contrajo matrimonio con María Lorenzana de la Peña, hija del escultor Juan Antonio de la Peña, en cuyo entorno realiza sus primeros encargos —en 1702 hace una Piedad para el colegio de Ingleses de Valladolid— y a cuyas formas se adapta al menos en sus inicios. La diferente sensibilidad de nuestro artista pronto le conducirá a un concepto plástico más refinado, y hasta elegante, en plena sintonía con el inicio de la nueva centuria. Su hermano Manuel de Ávila (†1733) también fue escultor, y en su obra conocida siguió muy de cerca el estilo de Juan[303].

En la producción de Pedro de Ávila destaca el Cristo Resucitado que realiza hacia 1714 y se conserva en la iglesia-museo de San Francisco, en Ampudia (Palencia) (Fig.28). En la obra destacan sobre todo los pliegues a cuchillo ya propios del siglo XVIII, que combina con los ondulados para restar quietud a la representación de Cristo triunfante sobre la muerte. Es obra de sobresaliente factura, concebida en forma de desnudo de bulto y resuelta en un canon de armoniosa y serena elegancia[304]. En ella se materializa el cambio de estilo que desarrolla el maestro en su etapa de madurez tras fijarlo en 1714 con la espléndida figura de san Miguel que hizo para la iglesia de Castil de Vela en Palencia[305].


Fig. 28. Pedro de Ávila, Cristo Resucitado, c. 1714. Ampudia (Palencia), iglesia-museo de San Francisco. Foto Fundación Edades del Hombre.

Nuestro artista se caracteriza por la difusión en la zona del típico plegado barroco de borde cortante, que maneja con alarde en la que tal vez sea su obra maestra, la bella Inmaculada de la iglesia de San Felipe de Neri, en Valladolid. La imagen data de 1720, y en ella el escultor ha logrado depurar su forma de trabajar. Estiliza las líneas, el rostro adopta una disposición ovalada, pero sobre todo descuella el ropaje, que presenta un tipo de pliegues de cortante arista y hondas concavidades que acentúa e intensifica aún más el claroscuro; la obra parece inspirada en imágenes pictóricas. La figura se inclina hacia un lado, moviéndose los brazos en sentido opuesto. Los colores son planos, azul y blanco, y la encarnación es brillante, a pulimento. La modestia con la que concibe la imagen hace conmover al fiel. La Virgen se mantiene recogida, con los ojos bajos. Y en el trono, las tres figuras de serafines tan frecuentes[306]. De esta obra se conserva una réplica en el convento de Franciscanas Descalzas de Fuensaldaña, lo que prueba la difusión del modelo[307].

La citada Inmaculada de San Felipe de Neri formaba parte del conjunto de esculturas que le encargaron en 1720 para diferentes retablos: las imágenes de san Pedro y san Pablo situadas en las calles laterales del mayor; el Cristo del Olvido, de modelado natural y paño de pureza volandero; o la escultura de María Magdalena —depositada en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid— contemplando el Crucifijo, que concibe vestida con túnica y manto, absorta en su diálogo con Cristo y dotada de un movimiento de gran elegancia[308]. El tipo lo repite en la imagen que hace para la catedral de Valladolid, aunque cambia el Crucifijo por la calavera y añade el tarro de los perfumes. Hará una tercera versión para la iglesia de Matapozuelos (Valladolid) con ligeras diferencias, ya que la imagen de la Magdalena es muy joven, casi una niña, de ahí que sus facciones sean más redondeadas; el pañuelo que lleva en la mano es símbolo del sufrimiento que padeció para redimir sus culpas en penitente soledad, dentro de la iconografía más difundida por la Contrarreforma; y aunque los ropajes adolecen de cierta rigidez, también en ellos son evidentes los típicos pliegues del artista[309].

En Valladolid prospera un tipo de busto prolongado con brazos que responde al modelo de Pedro de Mena, al menos formalmente. Del taller de Pedro de Ávila proceden los del Ecce-Homo y la Dolorosa del convento vallisoletano de Santa Brígida. La imagen de María lleva la espada que atraviesa su corazón, explayando las manos, y la cabeza del Ecce-Homo aún tiene su correspondencia con el quehacer de Gregorio Fernández, pese a la distancia temporal[310].

6.4.2.2.Felipe de Espinabete (1719-1799) y las cabezas de santos degollados

Felipe de Espinabete fue el último gran escultor barroco del foco vallisoletano. Nació en Tordesillas en mayo de 1719, como ha demostrado el profesor Urrea, quien señala además que su familia era originaria de Aragón, si bien llevaba asentada en esa localidad vallisoletana varias generaciones, en el barrio de Santa María. Nuestro artista se casó en su pueblo natal con María Tejero en 1744, cuando contaba 24 años de edad, unión de la que nacieron cinco hijos, los dos mayores en Tordesillas. Sabemos que la familia se trasladó a Valladolid después de 1747, ciudad en la que terminarían instalando su residencia en el céntrico barrio de Santiago. Empero, la muerte de su esposa, ocurrida en 1786, y sus raíces familiares son razones que explican la decisión que tomó nuestro escultor de abandonar Valladolid en 1790 para instalarse nuevamente en Tordesillas, buscando el amparo de su hijo Félix, cura párroco de San Antolín —entre otros títulos—, y cuya muerte, no obstante, en 1798 obligó a que el anciano escultor regresara de nuevo a Valladolid para albergarse en casa de su otro hijo Blas, que había abandonado el ejercicio de la escultura para dedicarse al cargo de fiel registro de la Puerta Real de Tudela; y fue allí donde murió el día 29 de agosto de 1799[311].

El aprendizaje de Felipe de Espinabete debió desarrollarse en Tordesillas. A su llegada a Valladolid el escultor Pedro de Ávila ya había fallecido, de modo que el nuevo taller que ahora se abría debió ocupar el vacío artístico que este había dejado tras su muerte, sobre todo si tenemos en cuenta que Felipe de Espinabete contaba ya entonces con cierto prestigio, de ahí que en el censo del marqués de la Ensenada (1752) le regulen diez reales como ingresos diarios. En la ciudad del Pisuerga entró en contacto con la obra de los Sierra, que sin duda le influyen, y que por esas fechas se encontraban concluyendo la sillería coral del convento de San Francisco[312]. Espinabete es además un artista ejemplar al representar el tipo de escultor, pues en 1784 fue elegido miembro de la Real Academia de la Purísima Concepción de Valladolid, en la que desempeñó el cargo de teniente en la especialidad de dibujo.

La fama de Felipe de Espinabete ha estado cimentada por el modelo de cabeza de santo degollado en el que se especializó, y materializó, entre otras, en las de san Pablo (1760) y san Juan Bautista (1774)[313], conservada la primera en el Museo Nacional de Escultura (Fig.29) y la segunda en la iglesia parroquial de Santibáñez del Val (Burgos). El tipo responde a la predilección que hubo durante el Barroco por el tema de las cabezas degolladas; la vía del dolor estaba muy impuesta, y ese sangriento corte y la expresión dolorosa del rostro era sin duda un atractivo para mover a los fieles hacia la piedad y compasión. Martín González ha señalado en varias ocasiones que el escultor debió quedar sorprendido por la cabeza degollada de san Pablo, de Villabrille y Ron, que se hallaba en el convento vallisoletano de la misma titularidad, y hoy se expone en el Museo Nacional de Escultura[314]. Un rasgo característico de todas las testas que realizó está en el hecho de llevar incorporada una cartela o papel adherido con su firma. Otra serie de obras de este mismo tipo podemos añadir con la cabeza de san Juan Bautista procedente de la iglesia vallisoletana de San Andrés, de 1773[315], o la que se conserva de este profeta en el monasterio de la Santa Espina, de Valladolid, fechada en 1779[316], un año antes que las cabezas de san Pablo y el Bautista del convento vallisoletano de Las Lauras, procedentes tal vez de una donación, pues en esta casa profesó la hija de Espinabete, llamada Narcisa[317]; el cierre de este cenobio hace ya algunos años deparó la dispersión de su patrimonio, razón por la cual la citada cabeza de san Pablo se conserva actualmente en el convento de madres dominicas de San Pedro, en Mayorga de Campos[318].


Fig. 29. Felipe de Espinabete, cabeza degollada de San Pablo, 1760. Valladolid, Museo Nacional de Escultura.

Su obra más considerable son las dos sillerías de coro que realizó. Una de ellas la hizo para el convento de la Espina en Valladolid (Fig.30), que, tras la exclaustración, se vendió a la parroquia de Villavendimio (Zamora); se le encargó en 1766, y Espinabete se obligaba a esculpir escenas de la vida de san Benito y san Bernardo. En ellas se puede ver cómo el escultor gusta de desplegar los mantos formando grandes ondulaciones. La segunda sillería fue la que estuvo en el coro alto del convento vallisoletano de San Benito, de 1764, hoy repartida entre el Museo Diocesano y Catedralicio y el Museo Nacional de Escultura, e identificada a partir de las relaciones estilísticas que guarda con la anterior[319].


Fig. 30. Felipe de Espinabete, tableros de la sillería coral realizada para el monasterio de La Espina en Valladolid, hoy en la iglesia parroquial de San Miguel, Villavendimio (Zamora). 1766.

También ejecutó un buen número de imágenes para diversas iglesias. Entre las que envió para Ávila, llama la atención la escultura de san Miguel conservada en la parroquia de Solana de Rioalmar, que aparece documentada en las cuentas de fábrica libradas entre 1778 y 1780. Tiene gran parecido con la obra del mismo tema que existía en la iglesia vallisoletana de San Nicolás antes de su venta —hoy en paradero desconocido—, si bien la abulense es obra más floja[320]. Del año 1787 es el San Francisco de Asís procedente del Museo de San Antolín de Tordesillas[321]. Y destaquemos la soberbia talla de san Antonio Abad, de la segunda mitad del siglo XVIII, procedente de la iglesia del hospital vallisoletano de San Antonio Abad, y hoy en la iglesia de la Asunción de Ntra. Sra. del monasterio vallisoletano de Santa María de Valbuena. Se trata de una magnífica imagen barroca del santo, que se yergue sobre un dragón cubierto de escamas verdosas y cabezas en forma de serpientes, que hacen muecas sarcásticas y burlescas, símbolo de los siete pecados capitales y reflejo de las tribulaciones del santo cuando anduvo por el desierto atormentado por los demonios. Descuella el rostro de san Antonio, transmisor de una vigorosa energía, cubierto de un amplio manto y hábito de arremolinadas telas agitadas al viento, cíngulo y escapulario donde lleva la tau. En la ejecución de la talla destacan los pliegues en arista, muy profundos, que le confieren un claroscuro potente[322].

 

En el convento de Santa María Magdalena de MM. Agustinas, en Medina del Campo, Arias Martínez, Hernández Redondo y Sánchez del Barrio han catalogado una interesante serie de piezas que atribuyen al artista y a su taller, con una calidad evidente aunque variable, pero que sin duda alguna son exponentes del último gran taller del barroco vallisoletano. La hechura de las piezas se sitúa en torno a 1777, y su iconografía gira en torno a la Orden de San Agustín; se añade una bonita imagen de santa María Magdalena (c.1775), que sigue el tipo iconográfico de Pedro de Mena, y la Inmaculada Concepción que se exhibe en su retablo (1777), dotada de un impetuoso dinamismo y un plegado muy plástico, jugoso y menudo[323].

Espinabete también fue autor de varios pasos procesionales. Podemos decir que hizo los últimos antes de la diáspora de la desamortización. Es autor de los pasos nuevos del Azotamiento (1766) y de Jesús Nazareno (1768) que se conservan en Tordesillas; en el primero, la figura de Cristo va rodeada de los que le flagelan[324]. Para Toro hizo varios pasos, uno de ellos dedicado a la Soledad, que pereció en un incendio en 1957. Y también se conservan en Santa María de Nieva, Segovia, dos pasos de 1792 dedicados a Jesús atado a la columna y al Ecce-Homo[325].

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Otro de los escultores que es necesario citar dentro de los talleres que laboran en el siglo XVIII en Valladolid, dada la calidad que presenta su producción, aún no muy conocida, es Fernando González (1725-?), a quien ha documentado Jesús Urrea y a cuya gubia debemos las bellísimas imágenes del retablo mayor de la iglesia parroquial de El Salvador en Valladolid, cuyas labores de dorado se ultimaban en 1756[326].