Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

9 Muebles: las otras artes de la madera

Mª Mercedes Fernández Martín

1.INTRODUCCIÓN

Abordar en un manual de escultura barroca española el tema del mobiliario requiere de unas reflexiones previas para su justificación. El estudio del mobiliario ha sido con frecuencia preterido con respecto a otras creaciones artísticas, como la arquitectura o la escultura, con las que tiene una estrecha relación en cuanto a estructuras, técnicas y decoración. Por esta y otras muchas cuestiones, se hace imprescindible incluir esta materia en el contexto general de la escultura. No es fácil aplicar al estudio del mueble la misma metodología que al resto de las producciones artísticas. El escaso número conservado, si se compara con otras obras, no facilita su agrupamiento para poder llevar a cabo series o colecciones coherentes. Su propia función juega en contra pues, al caer en desuso, se modifican o se desubican de su lugar originario. Por último, salvo contadas ocasiones, no suelen ser obras excesivamente costosas, por lo que frecuentemente, y en el caso de España, carecen de marca de autor o de procedencia, estando de esta manera descontextualizadas.

En este capítulo se pretende ofrecer un esbozo de ciertos valores culturales que posee el mobiliario, cuya consideración permitirá realizar una nueva y más enriquecedora lectura del mismo, al poner de relieve aspectos que por desgracia estamos acostumbrados a pasar por alto. Aunque lo esencial de un mueble es su funcionalidad, esto no quita que aparte de cumplir su función esté dotado de unas líneas y unas proporciones que producen una respuesta estética a quien lo contempla. Pero aun considerando el mueble como una pieza artística o elemento decorativo, no podemos nunca olvidar su funcionalidad, porque si el mueble no es un objeto útil carecerá del carácter para el que fue creado. Una nueva y más correcta interpretación contribuiría sin duda a situar este tipo de producción artística en el lugar que, por méritos propios, le corresponde dentro del campo de las artes.

2.EL MOBILARIO AL SERVICIO DE LA LITURGIA

La ornamentación en el mobiliario participa de las mismas características de otras obras realizadas en madera, siendo las fuentes de inspiración las mismas. Los sorprendentes y efectistas interiores de la arquitectura religiosa barroca se deben, en buena medida, a la concatenación y acumulación de ornamentos. Sencillas y mudas estructuras resultan transformadas por medio de los estucos y pinturas de muros y bóvedas, por las imponentes máquinas ilusorias de los retablos y por un variado y colorista conjunto de carpintería y mobiliario litúrgico. Existen elocuentes testimonios en un notable conjunto de iglesias, capillas, ermitas, camarines y sagrarios, edificados de nueva planta o remodelados conforme a los nuevos postulados estéticos, a lo largo de todo el período barroco. La singularidad e importancia del mobiliario religioso viene reclamando la consideración que desde hace tiempo necesita. Y ello no solo por la evidente trascendencia de tales manifestaciones artísticas, sino por el grave peligro de desaparición que sobre ellas se cierne. Si malo fue el período del siglo XIX, con varias revoluciones y desamortizaciones, y el de la Guerra Civil española, peor fueron los años de fines de los sesenta y los años setenta del siglo pasado. De hecho, muchas de las piezas de carpintería y del ajuar litúrgico que atesoraban los templos españoles han sufrido ya las consecuencias de los cambios de gusto y de una errónea y caprichosa interpretación de las directrices del Concilio Ecuménico Vaticano II, en torno a la liturgia. Tras el mismo, la mayoría del mobiliario y ajuar litúrgico pasó a ser considerado como enseres no útiles en la práctica litúrgica actual. La idea modernizadora, en parte por una mala interpretación de las normas y recomendaciones emanadas del Concilio, significó la pérdida irremediable de buena parte del mobiliario y del ajuar litúrgico de los templos. Numerosas piezas artísticas caídas en desuso se trasladaron a almacenes o trasteros, experimentando la incuria y el olvido, hasta llegar a su destrucción. En otras ocasiones, han sufrido importantes alteraciones, como ocurre con los retablos, que constituyen elementos decisivos en la configuración y modulación de los espacios religiosos, especialmente durante el Barroco. No obstante, aún es mucho y bueno lo conservado. Hay que recordar que, desde el punto de vista patrimonial correcto y operativo, tienen la misma consideración una escultura, retablo o pintura que cualquier candelero, sacra o exvoto donde se recoja la expresividad popular. Son, precisamente, estos bienes muebles menos significativos los que tienen más riesgo de desaparecer.

Si exceptuamos los estudios sobre algunas sillerías de coro, principalmente en aquellas que intervinieron escultores de renombrado prestigio, el estudio del mobiliario litúrgico y su incidencia en los espacios a los que va destinado es prácticamente inédito y la bibliografía específica sobre el tema prácticamente nula[1]. Por lo tanto, la principal fuente de información para su estudio son las propias obras. Lo primero que asombra del mobiliario litúrgico es su riqueza y variedad tipológica, tanto por su número, como por su calidad artística y valor material. En líneas generales el mobiliario barroco mantiene las mismas estructuras de épocas anteriores cambiando, en la mayoría de las ocasiones, únicamente la decoración. No obstante, en el ámbito doméstico se incrementa el número de muebles de las viviendas, creándose piezas nuevas como sofás, consolas, cómodas, cornucopias, etc., muebles estos que también pasarían a la decoración y renovación de los interiores religiosos.

Con la Contrarreforma los templos van a ser los grandes demandantes de obras de carpintería, realizándose gran cantidad de muebles que van a decorar las nuevas dependencias eclesiásticas que se construyen en aquellos años. En los templos era frecuente tener en nómina a un carpintero, quien se encargaba por lo general de tener a punto el mobiliario y de construir aquellas piezas de uso más frecuente y, por regla general, de menor valor artístico. Así, los grandes encargos recaían en otros maestros, responsables de obras más importante y mediando un contrato de obra.

Para el estudio de estas piezas, tanto las de carácter fijo como las de carácter móvil, se ha optado por agruparlas por su forma y función. No se pretende en ningún momento elaborar un catálogo exhaustivo de todas las piezas de mobiliario, obviando a veces piezas de carpintería no menos interesantes, pero que nos apartarían del programa planteado.

Entre las piezas de carácter fijo, si exceptuamos los retablos al ser estos merecedores de un estudio individualizado, hay que citar las mesas de altar, elementos intrínsecamente relacionados con los retablos. Tras el Concilio Vaticano II, algunas operaciones de renovación fueron encaminadas a desmantelar los altares mayores para dar más claridad a los presbiterios. Menos drásticas fueron otras operaciones que afectaron fundamentalmente a los retablos colaterales y a los adosados a los muros perimetrales de las iglesias. Al perder su función litúrgica original en la celebración de las misas, muchos de ellos vieron desaparecer sus mesas de altar, eliminándose así el basamento necesario para la arquitectura del retablo, lo que también supuso la pérdida de un elemento clave del diseño. Responden por regla general a dos tipos. El más frecuente en el siglo XVIII, y de los que hay también importantes ejemplos en mármol, es la mesa de perfil ondulado y abombado, decorada con gallones y con aplicaciones de talla de temas vegetales y rocallas muy carnosas. El faldón de la encimera, o tablero, recuerda la caída del mantel que recubre el ara, imitando flecos o encajes. Menos frecuentes son las mesas rectangulares que solo presentan decorada la parte frontal, pero de las que se conservan ejemplos muy interesantes. En la actualidad, se lleva a cabo la catalogación sistemática de los frontales de altar por el peligro que comporta su olvido, máxime cuando son las mesas de altar el módulo desde el que se desarrolla el retablo, además de los diferentes valores formales que presentan.

Aunque el portaje no sea propiamente un mueble, juega un importante papel en la decoración de los interiores y es soporte de una rica decoración tallada. Dada su funcionalidad, presenta una tipología muy variada, pues incluiría desde las sencillas puertas que cierran cualquier vano, ya sea ventana o puerta, a los grandes canceles que protegen del ruido exterior las puertas principales de los templos. La variedad de técnicas utilizadas es muy amplia y se pasa de sencillas puertas de paneles lisos, a aquellas realizadas por medio de casetones o peinazos, las más frecuentes, a las de rica talla sobrepuesta y las de paneles policromados. En muchas ocasiones, el portaje se hacía en consonancia con el mobiliario de la habitación al que iba destinada, creando interiores perfectamente armonizados como sacristías, salas de tacas, etc.

El tipo más común de puertas de interior es el que está decorado por sencillos casetones, que se irán complicando según el período. Estos suelen ser de distinto tamaño y forman en el centro registros cruciformes, que se enriquecen con fondos ocupados por menuda talla de motivos vegetales y ricos copetes, que incluso albergan pinturas como las puertas situadas a ambos lados del crucero de la iglesia de San Gil de Écija (Sevilla), donde el marco se abre en un esbelto copete que enmarcan sendas pinturas de Alejo Fernández sobre la vida de san Gil. Las puertas son obra de Juan Guerrero, quien en noviembre de 1770 daba recibo de 957 reales por el valor de las mismas[2]. (Fig. 1) Otras veces, los peinazos y molduras se distribuyen de forma más complicada, pero lo que realmente las diferencia es el marco que rodea la puerta, decorado con ricos copetes o “caprichos”. Lo más frecuente es que se abran en los ángulos en pequeñas orejetas que pueden ser cuadradas, triangulares, de oreja de cerdo, curvas o mixtilíneas. Es frecuente encontrar también batientes decorados con temas que recuerdan la labor de los yeseros, con temas clásicos, e incluso aquellas que organizan la decoración con temas estrellados entrelazados, que recuerdan los motivos de lacería de tradición mudéjar. Otro tipo es el de las puertas que presentan tableros tallados, donde predomina la rocalla como único motivo ornamental, denominándose en la época a la chinesca. Menos frecuentes son las puertas de paneles lisos policromados con temas figurativos, destinados frecuentemente a puertas de sagrario o al ámbito doméstico. Unas y otras enriquecen su decoración con temas de talla figurativos, como escudos o anagramas religiosos.

 

Fig. 1. Puerta. San Gil. Écija.

En el mismo apartado y con las mismas características ornamentales que el portaje, habría que incluir las puertas de las tacas, elemento imprescindible en algunas dependencias y capillas. En las Instrucciones, redactadas por Carlos Borromeo tras el Concilio de Trento[3], se presta especial atención a las tacas que debían colocarse en las capillas bautismales, donde además de la pila debía haber un armario para guardar el crisma o Santos Óleos. Sobre las mismas es frecuente que aparezca una inscripción en latín alusiva a su función (Sacrarium seupiscina y Olea Sacra). Las tacas aparecen también en las capillas sacramentales, por regla general más ricas, talladas y doradas, destinadas a guardar los vasos litúrgicos. También son frecuentes en las sacristías y en los vestuarios destinados a los beneficiados de las iglesias, así como en otras muchas dependencias.

Con la misma función de cerrar un vano se encuentran los canceles, concebidos a manera de contrapuerta, por regla general de tres frentes, dos laterales y uno central, cubiertos y adosados a las jambas de la puerta. Sirven para establecer un ámbito de transición entre exterior e interior y su misión es la de aislar el templo de las inclemencias del tiempo y de los ruidos callejeros. Su estructura es muy variada y en muchas ocasiones se asemejan a las grandes obras arquitectónicas, pudiendo presentar plantas muy variadas, rectangulares, trapezoidales, semicirculares —cubriéndose a veces con soluciones cupuliformes—, e incluso planos, a modo de grandes fachadas de madera. Las más frecuentes son las rectangulares y trapezoidales, mientras que las planas suelen ser más tardías en el tiempo. En unos y en otros, el frontal del cancel aparece dividido en dos hojas donde, a veces, en el tercio superior, se abren unos vanos cerrados por vidrieras. Por lo común, estas quedan siempre cerradas a excepción de celebrarse en el templo grandes manifestaciones o para sacar los pasos procesionales de Semana Santa, mientras que el acceso cotidiano se hace a través de unas puertas batientes, localizadas en los laterales.

Por su función de separar y conformar espacios cabría incluir también las rejas que, al igual que las barandas, es frecuente que se construyan en hierro o bronce. Sin embargo, en algunas ocasiones se realizan en madera, principalmente aquellas destinadas a cerrar el coro. Dentro de este apartado abría que citar también las rejas reglares de los conventos femeninos si bien, en la mayoría de los casos, se limitan a un marco de madera sencillamente decorado.

Otro mueble que comienza a tener una presencia importante en los templos a principios del siglo XVII es el armario-archivo, con la creación de una dependencia parroquial destinada ex profeso para su colocación. Fue en el Concilio de Trento cuando se ordenó a los párrocos la confección y custodia de los libros de registro bautismales, de defunciones y matrimoniales, que de hecho fueron en España y en los demás países católicos de Europa el único registro hasta la organización del registro civil en el siglo XIX. La estancia destinada a tal fin, además del armario propiamente dicho, se completaba con una mesa o bufete, un sillón, alguna taca y, en ocasiones, un banco corrido de fábrica adosado a la pared. Estructuralmente, estos muebles responden a modelos civiles y lo que cambia es su función, la de custodiar en ellos la documentación que se genera en el templo. Así aparecen divididos con puertas, destinadas a albergar los distintos libros parroquiales. Este tipo de muebles aparece también en las comunidades religiosas, normalmente de menor tamaño pero con la misma función, si bien en vez de los libros parroquiales se guardan los que emanan de la comunidad.

Estos muebles pueden ser exentos o empotrados pero, por regla general, responden a un mismo esquema, basado en su funcionalidad de estructura rectangular, donde se abren diferentes puertas. La decoración va a ir evolucionando a una mayor carga decorativa. A mediados del siglo XVIII van a alcanzar mayores proporciones y la decoración se va a hacer más abundante. Los más sencillos son aquellos que decoran sus puertas con motivos geométricos de casetones, que recuerdan las labores de lacería, mientras otros presentan los fondos tallados con temas florales. Lo más sobresaliente son los remates, en forma de crestería y con copetes en la parte central para albergar el anagrama del templo o alguna imagen devocional.

Entre el mobiliario religioso que ha experimentado más deterioro es aquel que ha perdido su funcionalidad, como es el caso de las sillerías de coro, consideradas las estructuras más importantes dentro del mobiliario religioso, dadas sus proporciones y valor artístico. En muchas ocasiones, han sufrido lamentables alteraciones, cuando no han sido definitivamente erradicadas de los templos. En el Barroco, los artistas creadores de estas obras fueron tanto escultores de gran renombre como entalladores, ensambladores y carpinteros de lo primo, quienes continuaron con el modelo de sillería trazada por Juan de Herrera para El Escorial.

La sillería coral hay que considerarla una evolución del banco y su razón de ser estriba en la necesidad de resaltar y separar del resto de los fieles a los canónigos, beneficiados, prebendados o frailes, acotando en el templo el espacio destinado a los rezos y los cantos del estamento clerical. La estructura de las sillerías se mantiene prácticamente constante, sin sufrir apenas variaciones a lo largo de los siglos. La planta, normalmente es rectangular, con tres frentes ocupados por sillas que forman una U, cerrándose el cuarto lado mediante una reja. Lo que sí varía es su ubicación en el templo, existiendo tres localizaciones básicas: el presbiterio, la nave central en su intersección con el crucero y la zona de los pies de la iglesia. En España, el lugar preferente para su instalación es el centro de la nave mayor —con un frente abierto hacia el altar—, aunque en los edificios monásticos también pueden ocupar la tribuna o coro alto y, en ocasiones, el presbiterio.

Lo habitual es que las sillerías tengan dos órdenes de asientos, siendo el segundo más elevado y, por tanto, reservado para los más altos dignatarios. No obstante, en pequeñas iglesias y monasterios es frecuente encontrarlas de un solo orden de asientos. Ya sean de dos órdenes o de uno solo, en el centro se coloca la silla episcopal, prioral o presidencial, a veces independiente y con dosel. Los asientos son abatibles y tienen en la parte posterior una pequeña ménsula o repisa llamada misericordia o paciencia, que sirve para descansar el cuerpo levemente cuando hay que seguir la liturgia de pie. Normalmente, este elemento estructural alberga una recargada decoración, muchas veces de carácter fantástico, con interesantes ejemplares de mascarones. El resto de la decoración se reparte por los respaldos, recodaderos, doseles y cresterías.

A pesar de estar en desuso, se conservan magníficos ejemplos barrocos de gran interés, destacando por su importancia el de algunas catedrales. Como se ha señalado anteriormente, en el primer tercio del siglo siguen el modelo escurialiense, como la sillería de San Pablo de Valladolid, hoy en la catedral, de maderas ricas pero totalmente desornamentada. Más decoración presentan las sillerías de la iglesia de San Pedro Martir de Toledo y la de la catedral de Lugo. La primera fue concertada en 1609 con el escultor Giraldo de Merlo, aunque probablemente la traza se deba a Monegro. Los tableros de la misma están decorados con relieves de santos dominicos. También decorada con magníficos relieves es la sillería de la catedral de Lugo, obra de Francisco de Moure, ejecutada a partir de 1621, que se puede considerar como una de las mejores sillerías españolas de la primera mitad del siglo XVII[4]. De dos órdenes de sillas ejecutados en madera de nogal, el inferior presenta respaldares con medallones, mientras que el superior presenta tableros con temas de santos. El conjunto se remata con adornos de tarjas y pirámides terminadas en bolas, de clara influencia herreriana. (Fig. 2)


Fig. 2. Sillería de coro. Detalle del panel de San Froilán. Catedral de Lugo.

En el ámbito gallego hay que señalar también la sillería de San Martín Pinario, en Santiago de Compostela, obra del escultor Mateo de Prado, comenzada en 1639. Para la sillería baja se eligieron temas de la vida de la Virgen, mientras que en el superior los tableros se decoran con figuras de santos y el friso presenta registros cuadrados con temas de la vida de san Benito. La ejecución se prolongó varios años y a ello se debe una mayor carga decorativa a base de cartelas, florones y ricas misericordias. Posteriormente, en 1673, el ensamblador Diego de Romay le añadiría la crestería que remata el conjunto[5].

En la segunda mitad del siglo XVII, la ornamentación se hizo cada vez más abundante, como se aprecia en la magnífica sillería de la catedral de Málaga. Aunque trazada en 1633 por Luis Ortiz de Vargas, su participación quedó limitada a la talla de algunos tableros y a la silla episcopal, decorada con un relieve de la Virgen con el Niño, donde se aprecia la influencia de Juan de Mesa. Tras la intervención de Vargas, la obra recayó en José Micael y Alfaro, quien realizó el Apostolado, pero tras su muerte la obra sufrió un parón hasta que se hizo cargo de la misma Pedro de Mena. El escultor granadino se encargó de ejecutar los cuarenta tableros que faltaban con temas de santos y los remates de la sillería. Todos los santos son de gran calidad, pero los dos apóstoles Lucas y Marcos, piezas de muestra previas a su contratación, son piezas excepcionales, con fuertes caracterizaciones y de una gran variedad de poses.

El siglo XVIII va a aportar un importante grupo de sillerías, repartidas por todo el ámbito peninsular. Así, en Galicia destacan las de la catedral de Tuy y la del monasterio de Celanova, en las que participó el escultor Francisco de Castro Canseco, quien intervino también en la ejecución, en 1693, de la sillería del monasterio de Sobrado de los Monjes, hoy desaparecida. En 1699 se establece en Tuy para realizar el importante encargo de la sillería de la catedral de esa ciudad. Con dos órdenes de sillas, la baja está dedicada a la vida de san Telmo, santo que preside también la silla central. En la sillería alta, los tableros representan a santos gallegos o vinculados con la diócesis de Tuy. Pero realmente donde el Barroco triunfa es en el coronamiento de la misma con un guardapolvo con relieves de la vida de la Virgen. Aunque el valor de la talla es discreto, el conjunto destaca por el valor iconográfico, hecho que se refleja igualmente en la del monasterio de Celanova, donde la sillería baja narra escenas de la vida de san Benito y san Rosendo. La sillería alta recoge los mismos temas iconográficos, pero el tratamiento de los relieves, con actitudes más movidas, parecen de autoría diferente.

En el ámbito castellano hay que destacar la sillería de la catedral de Salamanca, obra de Alberto de Churriguera, que servirá de modelo a otras muchas, destacando entre ellas la del monasterio de Guadalupe. Alberto de Churriguera sustituyó a su hermano Joaquín en la ejecución de la sillería desde 1725. Consta de sillería baja y alta, conservándose un diseño donde, a pesar de haber intervenido los dos hermanos, se aprecia una perfecta coherencia entre una mano y otra. Los sitiales están articulados por medio de estípites en la sillería alta, donde los tableros están decorados con figuras de santos de cuerpo entero, mientras que en la baja están decorados con relieves de medias figuras. El conjunto se remata con una potente cornisa, donde alternan figuras de ángeles y florones. Tanto en una como en otra intervinieron muchos discípulos de Churriguera. Entre estos cabe destacar a sus sobrinos Manuel y José de Larra y Churriguera. Este último fue el encargado de diseñar y ejecutar la sillería de monasterio de Guadalupe, con la obligación de concluirla en 1744 y en donde repite el modelo salmantino de Churriguera.

 

Un foco muy interesante es el de Andalucía, con un número considerable de sillerías de gran calidad artística, no solo las destinadas a las catedrales o importantes monasterios como el de la Cartuja de Sevilla, sino también en el de iglesias parroquiales de población media como la de la iglesia parroquial de San Juan de Marchena, donde interviene Jerónimo Balbás y Juan de Valencia[6]. Pero sin lugar a dudas, la más plenamente barroca es la de la catedral de Córdoba. En 1747 Pedro Duque Cornejo contrata los laterales de la sillería de la catedral y, cinco años más tarde, en 1752 el frente de la misma. La ejecución, obra de gran envergadura, contó con la colaboración de sus hijos José y Margarita[7]. Por su riqueza ornamental puede considerarse la sillería más suntuosa del siglo XVIII. Los relieves representan un amplio repertorio iconográfico, disponiéndose en los tableros de la sillería alta escenas del Nuevo Testamento y en otros más pequeños del Antiguo, mientras que en la baja se representan santos mártires cordobeses en figuras de cuerpo entero. Además de la calidad de estos temas destaca la rica ornamentación, que no deja resquicio sin cubrir, extendiéndose por brazos, cornisas, columnas, etc. Espectacular es también el frontal de la sillería, contratado como se señaló anteriormente en 1752, donde destacan las tres sillas presidenciales cobijadas por doseles, rematados por un relieve con la Asunción. (Fig. 3)


Fig. 3. Sillería de coro. Duque Cornejo. Catedral de Córdoba.

En relación con el coro hay un amplio mobiliario —facistoles, tintinábulos, atriles, cancelas, etc.— pero, entre los de carácter fijo, hay que citar las fachadas o cajas de órgano, obra de ebanistería tras la que se encierra el mecanismo del instrumento. Su estudio se puede abordar desde dos aspectos: el mecánico, como instrumento musical, y el artístico, en cuanto al mueble que lo contiene. Estos muebles, en el caso de las catedrales, suelen ir dispuestos a los lados de la sillería en la nave central, ofreciendo dos fachadas: hacia el interior de la nave central y hacia los laterales. Estas cajas de órgano, profusamente decoradas, conforman en su disposición verdaderas fachadas, comparables a retablos por sus dimensiones, estructurándose en varios cuerpos y calles, en donde se dispone la tubería, mientras que el teclado hace las veces de banco[8]. La música de órgano, introducida en la liturgia desde el siglo XI, va a tener su máximo desarrollo a partir del siglo XVI, cuando la mayor parte de las iglesias y monasterios de cierta importancia contarán con este instrumento como elemento indispensable de su ornato, al ocupar un amplio espacio en los paramentos de los templos, fundiéndose con la arquitectura. A pesar del papel tan importante que jugó en la configuración de los espacios en el interior de los templos, su estudio ha pasado casi desapercibido, rara vez descrito en inventarios y guías artísticas.

En muchas ocasiones, las cajas de los órganos eran diseñadas por los mismos artistas que habían intervenido en la ejecución de la sillería, como ocurrió en los realizados en el monasterio de Guadalupe, obra de Manuel Larra Churriguera, quien había participado con otros maestros en la construcción de la sillería[9]. Muchos son los órganos que se reparten por la geografía peninsular, aunque en distinto estado de conservación debido a los avatares socioeconómicos e históricos vividos durante la primera mitad del siglo XX, que provocaron el total abandono de la mayoría de los órganos actualmente conservados. Recientemente, en Andalucía, dentro del proyecto Andalucía Barroca 2007, se han recuperado algunas piezas de singular riqueza decorativa, como la de la iglesia de los Santos Justo y Pastor de Granada, obra de Salvador Pavón Valdés, realizada entre 1762 y 1764. Presenta tres castillos, que se asientan sobre una repisa dorada y tallada, rematados por un gran penacho mixtilíneo coronado por angelotes. El de la iglesia de la Concepción de Écija, de carmelitas descalzos, también recuperado en el proyecto andaluz, es de autor anónimo de la segunda mitad del siglo XVIII, y junto con el rico mobiliario del templo, representa uno de los interiores más importantes del Barroco andaluz. La caja es de estilo rococó, formada por un primer cuerpo liso a modo de alto basamento, sobre el que se disponen los tres castillos. Destacan las cornisas curvas con elementos de rocalla, a modo de penachos, poco frecuentes en la decoración de las cajas de órgano. El mueble fue diseñado como parte integrante del coro, junto con la tribuna de celosía y balaustrada.

Pero sin lugar a dudas, los grandes órganos barrocos son los de las catedrales como las de Salamanca, Toledo, Segovia o Sevilla. Los de la catedral hispalense son obras realizadas en 1725 por el ensamblador Luis de Vilches, quien hizo el diseño arquitectónico y dirigió la construcción de las cajas y tribunas de los mismos. La labor escultórica se debe a Pedro Duque Cornejo. (Fig. 4) Es frecuente que existan dos órganos enfrentados, que suelen ser de diferentes autores y épocas. La excepción está en los órganos de las catedrales de Granada, Almería y Málaga, donde los órganos son gemelos del mismo autor e idéntico diseño. Este último, realizado entre 1778 y 1782 por Julián de la Órden, es uno de los ejemplos más significativos del desarrollo máximo del órgano barroco español.


Fig. 4. Cajas de órgano. Luis de Vilches. Catedral de Sevilla.

En cuanto a los púlpitos, aunque sin uso desde el Concilio Vaticano II, su presencia en los templos es habitual, conservándose interesantes ejemplos en la mayoría de los templos. Evolución de los primitivos ambones —antiguas bemas—, con los que se confunden a veces, estos suelen ir situados a ambos lados de la nave mayor, no lejos del presbiterio en las parroquias y adosados a los muros del evangelio en los conventos. Están realizados en mármol, hierro o madera. Tanto los de mármol como los de madera cuentan con una decoración esculpida importante. En unos y en otros el tornavoz es de madera, decorándose en la parte interna con una paloma, símbolo del Espíritu Santo, para indicar que las enseñanzas que se realizan desde el púlpito eran inspiradas por la gracia divina. Ofrecen en su organización soluciones dependientes de la arquitectura y, sobre todo, de la orfebrería, pues reproducen a menor escala cálices y copones. La tipología es muy variada, de forma circular, poligonal o cuadrada, se levantan sobre un pedestal y están cubiertos por el tornavoz o sombrero. Se accede a ellos por una pequeña escalera, a veces cerrada por medio de una puerta, que en la mayoría de los casos ha desaparecido.

Los mejor conservados son los realizados en mármoles como los de las catedrales de Granada y Córdoba, en los que intervinieron en su diseño grandes arquitectos y escultores. En el caso de la catedral de Granada, realizado con mármoles de colores, se dio la feliz combinación entre Hurtado Izquierdo y Duque Cornejo. Este escultor probablemente, también diseñó los púlpitos de la catedral de Córdoba, aunque no llevara a cabo su ejecución. Los púlpitos, situados en el arco toral, fueron realizados en caoba y mármol, terminados en 1779 por el escultor francés Juan Miguel Verdiguier. En el de la izquierda, aparecen los símbolos de los evangelistas Lucas y Juan, y en el de la derecha los de san Mateo y san Marcos, labrados todos ellos en mármol. Los tornavoces se adornan con cortinajes tallados y rematan en figuras alegóricas de las virtudes. En los relieves de la tribuna se admite la colaboración de Alonso Gómez de Sandoval. Construido exclusivamente en madera es el magnífico púlpito de la iglesia de La Concepción de La Laguna, obra probable de Jerónimo de San Guillermo, escultor activo en esa ciudad en la primera mitad del siglo XVIII, donde su autor muestra un gran dominio de la talla.