Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento

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Otro mueble que juega un papel importante como modificador del espacio arquitectónico son las cajoneras de las sacristías, dependencias estas que tuvieron también un gran desarrollo tras el Concilio de Trento. Las cajoneras, destinadas a guardar el vestuario y ornamentos litúrgicos, son piezas destacables del mobiliario religioso y tienen su evolución en los arcones medievales. Se encuentran en las sacristías y vestuarios de los templos, configurando con el resto del mobiliario interiores de gran armonía y magnificencia. Presentan su frente ocupado por uno o más módulos de grandes cajones para guardar las ropas litúrgicas, existiendo ejemplares que se completan con un módulo con puertas. Se adaptan por lo general a las proporciones de la estancia y, en muchos casos, se encuentran empotradas en grandes hornacinas. En ocasiones, sobre ellas y adosados a la pared, se levanta un empanelado con cajones y tacas, más una imagen del Crucificado, cobijado por dosel, o pequeños retablos, marcos y espejos, delante de los cuales el sacerdote lee las oraciones mientras se reviste de sagrado.

Ejemplos notabilísimos se encuentran repartidos por templos de toda la península, siendo por regla general obras de extraordinaria calidad artística. Entre los interiores mejor conservados hay que destacar sacristías como la del monasterio de Guadalupe, donde arquitectura, pintura y mobiliario conforman espacios plenamente barrocos. Las proporciones arquitectónicas y la calidad de las pinturas ningunean las magníficas cajoneras empotradas en los muros, trabajadas en granadillo y nogal. Otra sacristía que puede considerarse como una de las más memorables del Barroco español es la de la Cartuja de Granada. Atribuida a Francisco Hurtado Izquierdo y ejecutada por otros maestros entre 1727 y 1764, destacan las cajoneras, a juego con el portaje, ubicadas a ambos lados, talladas en caoba, con incrustaciones de ébano, concha, marfil y plata por el lego José Manuel Vázquez[10]. (Fig. 5)


Fig. 5. Sacristía de la cartuja de Granada.

El confesionario, común a todos los templos, es uno de los muebles litúrgicos que tipológicamente tiene una importante componente arquitectónica. Estos van evolucionando desde un cajón prismático hasta ricos sitiales. En las Instrucciones de la fábrica y del ajuar eclesiástico, redactadas por Carlos Borromeo, quedan fijadas las características de estos y el número que debía haber en cada templo según la categoría del mismo. Se conserva un buen número de ellos, siendo la mayoría de carácter cerrado. En otras ocasiones, son simplemente un sillón, en el que a los brazos se le ha añadido un tablero con celosías para preservar la intimidad del penitente. En la catedral de Salamanca se conserva un número interesante de confesionarios, diseñados por Alberto de Churriguera, en donde sobresale el del penitenciario, decorado con un relieve de Cristo y la Magdalena, realizado por Alejandro Carnicero.

Los más frecuentes en los templos españoles son los de forma de cátedra, que presentan en el centro una pequeña portezuela compuesta por dos batientes, disponiéndose en su interior un sillón. Los laterales del mueble suelen presentar también decoración, ya sea de carácter geométrico o de motivos vegetales, disponiéndose en los mismos una rejilla metálica para la comunicación con el confesor. Al igual que ocurre con los armarios, la evolución de los mismos se aprecia principalmente en el mayor movimiento que presenta la cornisa, abriéndose en ocasiones en grandes copetes.

Si el mobiliario litúrgico de carácter fijo ha sufrido grandes pérdidas, mucho más significativas han sido en las piezas de carácter móvil, pues al perder su función en la liturgia se han postergado, vendido o desaparecido. Facistoles, atriles, sacras, candeleros, tenebrarios, arcas, etc., son obras que presentan un valor artístico incuestionable y que siguen, en su tipología y decoración, la evolución estilística de otras piezas de las artes suntuarias o decorativas. Asimismo, son muy abundantes en los templos los muebles de asiento. Escaños, bancas, arquibancos, sillones de brazos, bancos, escabeles, taburetes, sillas, faldisterios, sitiales, reclinatorios, etc. De todos ellos, destacan la sede o cátedra, para presbíteros y obispos respectivamente, situados en el altar mayor, donde se ubican los ministros oficiantes y concelebrantes, son los de mayor riqueza y en el Barroco van a tener las mismas características que los empleados en los espacios civiles. A partir del siglo XVII, la sede pasa a estar constituida por asientos independientes, en número de tres, donde el de mayor importancia es el central, destacado por su tamaño y ornamentación, ya que era el destinado al presbítero oficiante. De menor tamaño y similitud artística eran los asientos de sus acompañantes, ocupados por el diácono y subdiácono. Hasta el Concilio Vaticano II estas sedes se situaban en el lateral del presbiterio pero actualmente se sitúan en el fondo del presbiterio tras el altar, frente a la asamblea.

De procedencia civil es también el uso de la consola, que sustituyó a las credencias o mesas auxiliares del altar, soporte para tener a mano lo necesario para la celebración de los oficios divinos. La estructura es parecida a la de una mesa estrecha y plana por detrás, con el faldón y las patas muy movidas y, por regla general, sin cajones. Aunque es un mueble eminentemente civil, pronto pasó a los altares haciendo las veces de credencias o mesas auxiliares[11]. Piezas de gran riqueza, se caracterizan por la profusión de talla dorada, decoradas con ángeles, figuras antropomórficas y rocallas. En este tipo de muebles se suele usar la pata cabriolé, rematada en garras que apoyan sobre una bola. La zona más decorada es la del faldón, apareciendo a veces calado y profusamente decorado.

En ocasiones, el mobiliario ha sufrido transformaciones considerables, unas veces más afortunadas que otras. Algunas readaptaciones han llevado al equívoco, recomponiéndose piezas de distinta procedencia “con mucho gusto”. La puesta en valor de este patrimonio se hace imprescindible y puede llevarse a cabo desde el punto de vista patrimonial, con una exposición adecuada de los mismos. Este cometido debe tener varios frentes, como son la conservación, protección, gestión y difusión del patrimonio mueble a través de las administraciones locales y de la iglesia. Es por tanto el reto que se tienen que fijar estas instituciones para un mayor conocimiento de las mismas. En ocasiones, estas intervenciones se pueden limitar a pequeñas obras de mantenimiento de las piezas y dotar a los edificios de unas medidas mínimas de seguridad. Con ello se revalorizaría y mantendría su uso y el conocimiento de su patrimonio. Se hace necesaria, como primera e imprescindible medida, una exhaustiva labor de estudio y catalogación desarrollada por especialistas. No es el cometido de estas líneas destacar las ventajas de la realización de estos inventarios, pero es importante en el campo del mobiliario religioso que la metodología de catalogación de los bienes muebles se difunda para su apreciación, tanto para la comunidad científica como para el gran público, pues propician los objetivos marcados por la ley de Patrimonio Español, tanto nacional como autonómico, como son el disfrute de los bienes culturales y el acercamiento al ciudadano, así como su respeto, garantizando su conservación.

3.EL ESPACIO Y EL AJUAR DOMÉSTICO EN EL BARROCO ESPAÑOL

Para un acercamiento al espacio doméstico en la Edad Moderna es imprescindible el estudio de los inventarios de bienes y testamentos de la época. A través del conocimiento de los mismos se puede hacer una aproximación al modo de vida de la sociedad, que cambiará radicalmente en el paso del siglo XVII al XVIII. Es obvio advertir que el rango social es el que va a marcar la riqueza de los ajuares domésticos y también es cierto que los que han sobrevivido a los avatares del tiempo suelen ser precisamente los de las clases más privilegiadas. Durante el siglo XVII, el modo de amueblar la vivienda varió relativamente poco con respecto al siglo anterior y, como regla general, en las viviendas encontramos dos zonas claramente diferenciadas: los espacios públicos y los espacios privados, bien delimitados y con una función específica en la sociedad de la época. Los primeros tienen un carácter representativo, mientras que los otros quedan relegados a lo íntimo, como los lugares de descanso o de esparcimiento. El cambio más sustancial en el amueblamiento se produjo en los primeros años del siglo XVIII, cuando nuevas influencias y cambios de vida transformarían los interiores, primero en el entorno cortesano para, poco a poco, llegar a todas las viviendas.

El mobiliario del siglo XVII sigue sin apenas cambios con respecto al de la segunda mitad siglo XVI, fechas en las que adquiere unas características propias que se consolidan en el reinado de Felipe II, con un incremento del lujo en la corte. Si bien en esas fechas, la presencia de objetos suntuarios, incluido el mobiliario, va a ser en buena parte de origen extranjero (Alemania, Países Bajos, Italia e incluso los de procedencia oriental), también se produce un mobiliario nacional donde predominan las formas arquitectónicas y la decoración a base de talla en relieve y molduración. Asimismo, por estas fechas se produce un aumento del número de muebles en las viviendas y con ello una mayor diversificación tipológica que va a culminar en la segunda mitad el siglo XVII[12].

Desde el punto de vista estilístico, el mobiliario va a evolucionar muy lentamente, y apenas se aprecian diferencias entre los muebles de finales del siglo XVI y los de los primeros años del XVII, donde se evidencian las dos tendencias que predominaron en esos años. Por un lado se da la influencia del manierismo internacional, caracterizándose los muebles por una mayor carga ornamental, como se puede apreciar en el armario del archivo del ayuntamiento de Huesca, realizado en 1593 por Juan de Berroeta. La otra tendencia es la que va a marcar el mobiliario diseñado por Juan de Herrera para la biblioteca del monasterio de El Escorial, donde lo más característico va a ser precisamente la desornamentación, destacando las formas arquitectónicas y los registros geométricos. Esta última tendencia es la que va a primar en el primer cuarto del siglo XVII, coincidiendo con el reinado de Felipe III. En los muebles más ricos se van a utilizar maderas exóticas procedentes de América, predominando los muebles de maderas oscuras con embutidos, fileteados y con taraceas de maderas más claras combinadas con el uso de plata, hueso o marfil. No obstante, en el resto de muebles, la madera más empleada va a seguir siendo el nogal con aplicaciones y herrajes de hierro forjado. Hacia mediados de siglo, en el reinado de Felipe IV, el mueble va a adquirir una mayor carga ornamental que deriva de la arquitectura y de la escultura del momento, posiblemente porque con frecuencia eran obra de los mismos artífices. A pesar de las múltiples influencias extranjeras, principalmente de Amberes y Nápoles, el mueble en el período de los Austrias se va a caracterizar por un marcado sello español, de formas más movidas y una mayor carga decorativa a base de talla, que tiende a ocultar las estructuras bajo los abundantes motivos vegetales y los dorados. De las escasas tipologías que surgen a lo largo del siglo XVII cabe destacar la del escaparate o vitrina para guardar objetos de colección, así como la proliferación de espejos, moda importada desde Italia. (Fig. 6) Los primeros fueron muy abundantes a partir de 1650, con la misma decoración que los escritorios y, al igual que estos, suelen citarse conjuntamente con el bufete donde se apoyan. También se realizaron unos de menor tamaño, utilizados para exhibir imágenes de devoción, a veces de cera, como los que se conservan en el monasterio de la Encarnación de Madrid o en las Agustinas de Salamanca.

 

Fig. 6. Escaparate. Segunda mitad del siglo XVII.

La casa señorial del siglo XVII responde a unas características comunes en todo el territorio español. En ellas pervive el estrado, espacio singular de la Península Ibérica que pasará a América y que en ocasiones va a perdurar hasta bien entrado el siglo XVIII. El Diccionario de Autoridades define el estrado como “el lugar o sala cubierta por la alfombra y demás alhajas, donde se sientan las mujeres y reciben a las visitas”. El estrado hay que considerarlo como uno de los espacios principales de la vivienda y puede indistintamente ser una habitación destinada a ello o el acotamiento de un espacio delimitado por una tarima y biombos o mamparas dentro de una sala más amplia, donde además de la alfombra y los almohadones o cojines hay una serie de muebles como escritorios, bufetes, sillas bajas, taburetes, escaparates, braseros, etc. Tanto en uno como en otro caso, siempre es la zona más noble de la vivienda. (Fig.7) En líneas generales, los muebles de estrado conforman un ajuar doméstico bien definido que presenta muy pocas variaciones compositivas a lo largo de los años. El elemento que delimita este espacio es, como se ha dicho, la tarima de madera sobreelevada y cubierta de alfombras o esteras, según la estación del año. La pared que la circunda está forrada por los arrimaderos, que pueden ser de materiales muy variados. El resto lo componen los almohadones, sobre los que se sientan las damas, braseros y toda una serie de muebles que repiten en miniatura los modelos y tipologías del resto de la vivienda, utilizándose, para diferenciarlos en la documentación, el diminutivo, como escritorillos, bufetillos, así como muebles de asiento a menor escala.


Fig. 7. Estrado. Casa Museo de Cervantes. Valladolid.

Los testimonios de los viajeros europeos en la España del siglo XVII constituyen, pese a las deformaciones y exageraciones, la mejor manera de conocer las costumbres y el amueblamiento de las casas. Uno de los textos más conocidos es el de la condesa D’Aulnoy, quien ofrece una visión un tanto exagerada, pero que puede ayudar a dar una idea de cómo vivía la nobleza madrileña. Describe las diferentes casas que visitó en 1679, con una apreciación sobre la procedencia de las piezas que decoraban los interiores. El espacio público más importante era la sala o recibidor, estancia inmediata al estrado, que pocas veces aparece descrita en las referencias literarias, mientras que la pintura de la época es parca en mostrar el mobiliario de la misma. No obstante, se conserva un testimonio gráfico de gran importancia, el grabado que abrió el pintor José García Hidalgo, donde se muestra con precisión esta estancia. En el mismo se observa el papel tan importante que tienen los escritorios, así como los espejos y sillones, completándose la decoración con grandes cuadros. (Fig.8)


Fig. 8. Interior doméstico español. José García Hidalgo.

El resto de los muebles que mejor definen los interiores de las casas acomodadas en el siglo XVII, al igual que los del estrado, van a ir asumiendo las diferentes influencias y modas. Entre ellos destacan la silla de brazos, el bufete o mesa, casi siempre cubierta por un tapete, y el escritorio, a los que habría que sumar la cama, mueble, que a partir del siglo XVII va a alcanzar un gran protagonismo. Sin lugar a dudas, el más representativo de todos fue el escritorio, mueble de prestigio, destinado a las habitaciones más destacadas e indicador de la posición social de su dueño.

El escritorio, mal llamado bargueño, fue el mueble español más típico desde fines del siglo XVI y, a pesar de su nombre, no implica su función, pues muchas de las tapas destinadas a este fin aparecían ricamente taraceadas o talladas, lo cual imposibilitaba la escritura sobre las mismas. Los términos utilizados en la documentación, además del escritorillo, para referirse al de menor tamaño, destinado al estrado de las damas, son el de contador, papelera y arquimesa, indistintamente utilizados, si bien esta última acepción quedaría reducida a los escritorios del área aragonesa. Para algunos autores, los términos contador y papelera hacen referencia a aquellos escritorios sin tapa abatible, donde los cajones han sido sustituidos por baldas. Su estructura es muy similar, por lo que se recomienda utilizar solamente el término de escritorio para los grandes y escritorillo para los pequeños. Este tipo de mueble va a tener un gran desarrollo en España, prolongándose su uso durante todo el siglo XVII, imitándose y repitiéndose los modelos, lo que a veces hace difícil su clasificación. Lo usual de estos muebles es que fueran dispuestos sobre un soporte, siendo tres tipos los más frecuentes: los denominados de pie de puente o pie abierto, taquillón o pie cerrado y bufete o mesa. Unos y otros, no tenían por qué hacer juego con el escritorio y solo muy avanzado el siglo XVII, y en muebles muy ricos, aparecen haciendo juego.

Básicamente, y con pocas variantes, el escritorio español se compone de una caja rectangular de aproximadamente un metro de ancho por la mitad de alto. La parte frontal o fachada, también llamada muestra, se organiza generalmente en tres calles, ocupada la central por un cajón normalmente decorado a modo de portada arquitectónica, mientras que en las laterales están divididas por una serie de puertecillas y gavetas que se disponen con uniformidad. Suele aparecer cerrado por una tapa abatible que sirve de soporte para escribir. A pesar de responder a una estructura bastante rígida, las tipologías que surgieron desde el siglo XVI fueron muy variadas, aunque en esta ocasión nos vamos a limitar a analizar aquellos modelos más frecuentes que se conservan en las colecciones nacionales.

Los escritorios de taracea, técnica empleada en otros muchos muebles, tuvieron un amplio desarrollo en el siglo XVI, sobre todo los de temas geométricos de tradición mudéjar, muy imitada en el siglo XIX y XX, y los de motivos platerescos, que a finales de aquel siglo van ser sustituidos por otros de influencia europea con conceptos decorativos radicalmente distintos, empleando marqueterías de complejas composiciones. Los escritorios de taracea del siglo XVI, ya sean de un tipo u otro, tienen como característica común que la decoración se extiende por toda la superficie, con el empleo sistemático del boj, no siendo muy abundantes los ejemplos que se conservan.

Desde principios del siglo XVII va a tener una gran aceptación un nuevo tipo de marquetería difundida en los llamados escritorios de Alemania, aquellos de maderas claras con ricas incrustaciones de marquetería, que rápidamente se imitarían en toda Europa, conservándose ejemplares de gran belleza en Inglaterra y Francia. Como se ha señalado, los materiales utilizados son muy variados, desde todo tipo de maderas a metales, piedras, hueso, asta, carey, marfil, nácar, etc., por citar solo los de uso más común. Las técnicas empleadas son muy variadas, pero desde el Renacimiento la más frecuente fue la denominada de elemento por elemento, generalmente utilizada para motivos pictóricos, consistente en recortar las diferentes maderas eligiendo las vetas que mejor encajan con el dibujo preparatorio[13]. Durante el siglo XVII los temas son principalmente de motivos vegetales, figuras y algún que otro animal. La misma decoración se va a repetir en el siglo siguiente, si bien los roleos vegetales empleados tienen un mayor desarrollo, apareciendo en muchos de ellos el águila bicéfala como elemento ornamental y no simbólico.

Pero, sin lugar a dudas, el escritorio más frecuente en el siglo XVII es el de carácter arquitectónico, que aunque mantiene la estructura habitual, la compartimentación de los cajones se realiza en torno a uno central, de mayores proporciones, que se rematan con frontispicios o cartelas, similares a los utilizados en la retablística o la arquitectura del momento. Dentro de este apartado también cabría citar los denominados escritorios de Salamanca, aunque se hicieron también en otras ciudades, ricamente decorados con aplicaciones de hueso y dorado. Asimismo, los de influencia flamenca y napolitana, con aplicaciones de concha, bronce, ébano y marfil, tuvieron un amplio desarrollo en España y América. (Fig.9) En el siglo XVIII se siguen ejecutando los mismos modelos, pero se diversifican las estructuras, cuya principal característica es la decoración a base de pinturas, dorado y, los menos frecuentes, decorados con laca. Este tipo de decoración vistosa y exuberante, con un fuerte carácter popular en el siglo XVIII, pasará también a decorar armarios e incluso se empleará en el mobiliario litúrgico, como se aprecia en algunos retablos, cajoneras o confesionarios. Resumiendo, se puede afirmar que el escritorio se convirtió en una pieza enormemente popular y en eso radicó, básicamente, su éxito y propagación en innumerables versiones.


Fig. 9. Escritorio. Hacia 1660.

Las mesas y bufetes fueron piezas muy abundantes, aunque no se conservan en gran número, debido principalmente al deterioro por uso. Es frecuente que las mesas, se cubran con tapetes, siguiendo la moda flamenca. Su clasificación se puede hacer por el tamaño y por la decoración. Las más abundantes son las de patas torneadas, unidas entre sí por medio de chambranas o travesaños y fiadores metálicos, soportes en forma de tornapuntas de metal que se atornillan en el centro del tablero en su cara interna. Entre las mesas de gran tamaño, se popularizó en España un modelo de amplia repercusión. Fueron conocidas desde fines del siglo XIX, cuando habitualmente se imitaron, como mesas de refectorio o de San Antonio. Las más antiguas presentan patas abalaustradas que irán evolucionando, siendo muy abundantes las de patas de lira, de origen italiano, pero que popularizó el mueble español. También estas mesas de gran tamaño iban destinadas a los espacios religiosos y en concreto a las sacristías. Estas suelen ser de gran riqueza, muchas de ellas con ricas tallas realzadas por el dorado y con tapas de mármol. Pero el mueble de apoyo más frecuente fue el bufete, que se colocaba arrimado a la pared, desplazándose al centro de la estancia cuando era necesario. Durante el siglo XVII se caracterizan por la chambrana en hache, de origen holandés, la pata de lira y los fiadores en forma de S. Las mismas características se dan en el llamado bufetillo, bufete pequeño y bajo con cajones que se utilizaba en el estrado. La decoración de unos y otros es muy amplia, empleándose marquetería, ébano y marfil, plata y materiales de lo más variados, con frecuencia preciosos, a veces a juego con los escritorios. Muy demandados en España fueron los lacados de origen oriental, imitándose con otras técnicas pero siempre con una gran riqueza decorativa.

 

Entre los muebles de asiento hay que destacar las sillas de cadera, también llamadas de tijeras o de camino. Su versátil estructura permite plegarlas para ser transportadas. Desde un principio, tuvieron un fuerte carácter representativo para, posteriormente, pasar a ser un mueble frecuente en las viviendas. Su uso corrió paralelo al de la silla de brazos, mal llamado sillón frailero, o frailera, que va a tener un amplio desarrollo, sustituyendo a la anterior en el siglo XVII y XVIII. La estructura evoluciona muy poco a lo largo de los años y se caracteriza principalmente por un alto respaldo, asiento rectangular y patas de diferentes secciones, unidas entre sí por medio de chambranas, elemento de carácter estructural pero con frecuencia ricamente tallado. Los respaldos suelen ser muy variados y aunque muchos no pierden su rigidez, los modelos de la primera mitad del siglo XVIII suelen ser más inclinados, aportando una mayor comodidad al mueble, con ricos copetes o penachos de talla, flanqueados por los largueros rematados en volutas o con perinolas de bronce dorado. Otros presentan el asiento y el respaldo forrados de terciopelo, a veces bordado y con galones y flecos o de cuero repujado, en muchas ocasiones policromado. El terciopelo y el cuero se fijan a la estructura del mueble por medio de clavos o tachas de hierro o bronce de diferentes diseños. Otros elementos que definen la evolución de este mueble son los brazos y las patas. Esta evolución se aprecia principalmente en que se sustituyen las patas prismáticas por elementos torneados o labrados y los brazos cambian su rigidez por una suave ondulación terminada en una voluta, cada vez más voluminosa.

Aunque el uso de la cama de aparato se generalizó en el siglo XVII, la mayoría de ellas no se ha conservado. La estructura de la cama está formada por un bastidor, donde se coloca el colchón, sujeto por montantes que se prolongan en forma de pilares, en número de dos o cuatro. En este último caso sirven de soporte a los doseles o cielo y en ellos se aprecian los cambios de estilo. Desde finales del XVI aparecen abalaustrados o entorchados, en muchas ocasiones hasta la mitad, tallándose el resto. Las más antiguas son las llamadas camas encajadas, colocadas sobre una tarima y cerradas por cortinas y cielo. Estas se usaron desde el siglo XV en Europa, pero debieron convivir con otros modelos en el siglo XVII, como se refleja en la pintura de la época. En la segunda mitad del siglo XVII triunfa la columna salomónica, con un amplio desarrollo de los torneados. El elemento más decorado es el cabecero, que va adquiriendo importancia a medida que avanzan los años. Durante el siglo XVII fueron muy abundantes las camas denominadas de arquillos, con varias filas superpuestas y rematadas en un amplio copete. La llegada a España de maderas americanas hizo que poco a poco se sustituyera el nogal por el granadillo, el ébano y el palosanto, maderas más usuales en la fabricación de estos muebles. En la documentación del siglo XVII se las cita como camas portuguesas, o de Portugal, a las de ébano, palosanto y bronce, mientras que las construidas con granadillo se las cita como sevillanas.

El siglo XVIII supuso un profundo cambio en la sociedad española y este repercutió en la renovación tipológica que experimentó el mobiliario en esa época. La vida doméstica sufrió una alteración muy profunda, cambiando totalmente el modo de vida y, con ello, el mobiliario. En el siglo anterior, el bufete y el escritorio fueron los muebles más importantes, mientras que el siglo XVIII va a aportar nuevas tipologías determinadas por los nuevos usos. Así, aunque muy lentamente y según las zonas geográficas, el estrado va a ser paulatinamente sustituido por el salón, surgiendo nuevos muebles como la consola, la cómoda, el canapé o sofá y el buró. En líneas generales, el mueble evolucionó hacia formas más curvadas, tanto en planta como en alzado, surgiendo así la pata cabriolé y los muebles de perfil bombé. Asimismo, se utilizan maderas de colores más claros y, cuando esto no es posible, se pintan de colores claros, triunfando en el rococó los tonos pastel, que pasarán también a emplearse en las tapicerías.

Desde mediados del siglo XVIII, el bufete pierde importancia y es sustituido por la consola, mesa arrimadera, como soporte de piezas decorativas, que se complementa con espejos dispuestos sobre las mismas. El espejo va a tener una gran importancia en los interiores dieciochescos, disponiéndose también sobre las chimeneas, constituyéndose lo que se tradujo como tremó, castellanización del francés trumeau. A veces, estos marcos iban dotados de portaluces a ambos lados y, aunque en un principio hacía alusión solo al marco, con posterioridad se usó para denominar el conjunto. Estos espejos de gran tamaño tienen su origen en Francia, en el reinado de Luis XIV, mientras que en España se introdujeron en las reformas que se llevaron a cabo en el Alcázar de Madrid, dirigidas por Robert de Cotte y que supusieron una total renovación y modernización a la francesa del vetusto palacio madrileño.

Los marcos, aunque propiamente no sean muebles, juegan un papel muy importante en la decoración de interiores. Además, en ellos se reflejan los cambios de gusto en la decoración de la talla en general. Estos se emplearon tanto para enmarcar pinturas como espejos. Los más frecuentes son dorados y tallados, donde predominan los motivos vegetales. La decoración tallada fue ganando en exuberancia y volumen a lo largo de los años, casi siempre coronados con un gran copete de madera tallada y dorada, con decoraciones y molduras pintadas. La importancia que llegaron a adquirir propició que en su ejecución trabajaran escultores de renombre[14]. En líneas generales, los marcos del siglo XVIII, ya sean los de los espejos o los de los cuadros, son muy ricos y, además de la talla y el dorado, son muy frecuentes los pintados y los que presentan incrustaciones, preferentemente carey y espejos. En la segunda mitad del siglo XVIII con el triunfo del rococó surgió una ornamentación menuda y abundante, que va a tener mucha presencia en la orfebrería y en la talla de madera en general, caracterizada por el empleo de la rocalla asociada a motivos florales.

La cómoda, también de origen francés, es la otra gran aportación del siglo XVIII al mobiliario. Su mismo nombre indica el avance que supuso con respecto al almacenamiento de la ropa en las arcas y baúles, que quedaron relegados al mundo rural. Por regla general, las cómodas presentan dos o tres cuerpos de cajones, siendo muy amplias las tipologías y denominaciones. (Fig. 10) En España tuvieron un amplio desarrollo las de perfil abombado, sobre todo en el área levantina, con notables ejemplos decorados con ricas marqueterías. Barcelona tuvo una importante producción local con piezas trabajadas en madera de nogal con marquetería de boj, aunque no fue la única técnica, siendo también abundantes las pintadas, acharoladas o chapadas con diferentes maderas, con tallas doradas encoladas y con estofados.