Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento

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Fig. 4. Juan Martínez Montañés. Cristo de la Clemencia. 1603. Catedral de Sevilla.


Fig. 5. José Gabriel Martín Simón. Jesús Cautivo. 1938. Iglesia de San Pablo. Málaga. La Imagen de Jesús Cautivo, en un período relativamente corto, si lo comparamos con iconos devocionales con siglos de tradición, se ha convertido en un producto mass media, que arrastra legiones de seguidores y fieles.

Tenía razón Ramseyer cuando decía que era necesario —en el arte sacro— que la realidad del mundo invisible se perciba a través de la imagen visible. Que, como en un fanal, la mala imagen atrae sobre sí misma la atención sin remitir a lo que trasciende[22] (Fig. 6). Pero, ¿qué es, o cuál es, una mala imagen en la escultura religiosa? ¿Hablamos desde el punto de vista estético o del religioso?


Fig. 6. La familia de los Gutiérrez de León hicieron pervivir la estética barroca de la Dolorosa sufriente a lo largo del siglo XIX. En la imagen, una Dolorosa de Antonio Gutiérrez de León.

Cuando ambos se aúnan, la ecuación se resuelve.

Permítanme que vuelva sobre Montañés y el Cristo de la Clemencia. En 1971, la Dirección General de Bellas Artes, a través de su Comisaría de Exposiciones, organizó la exposición: Martínez Montañés y la escultura andaluza de su tiempo. En el catálogo, Camón Aznar comentaba: “(hay en ella) una serena idealidad, la de una paz que sólo pueden sugerirla las imágenes en las que hay un tránsito de la eternidad. En este caso, de la eterna belleza. Es esta dimensión sacra la que nos sobrecoge ante estas tallas […] Se condensan las expresiones, se retrae a la intimidad el interés artístico, y el proceso evolutivo es más bien hacia una visión centrípeta que aquilate todas las intenciones espirituales”[23].

Todo se comprende ante la imagen y la lectura de estos versos:

No me mueve, mi Dios, para quererte

el Cielo que me tienes prometido;

ni me mueve el infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte

clavado en una cruz encarnecido;

muéveme al ver tu cuerpo tan herido;

muéveme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin tu Amor, y en tal manera

que aunque no hubiera cielo yo te amara,

y aunque no hubiese infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera:

pero si aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.

Esta suprema eficacia fue difícil de superar. Del XVII en adelante se empeñaron en retorcer el gesto para proclamar la emoción, y tanto fue, que la Ilustración abominó de ello. Pero no le echemos toda la culpa a la inflación del desgarro, del gesto.

2.LOS DISCURSOS DECIMONÓNICOS

Ya en el XIX, de Federico de Madrazo a Mariano Benlliure se desgrana una serie de textos, especialmente escritos por escultores pero también por pintores y críticos en revistas especializadas, que nos visualizan la existencia de un debate, de una preocupación y conciencia, sobre la realidad decimonónica de la escultura religiosa. Esta gira en torno a su falta de eficacia, a una carencia de los artistas por encontrar ese equilibrio entre lo artístico/estético y lo devocional y cada cual da sus razones y los medios para subsanar los errores, porque de error se va a tratar siempre el resultado del producto religioso.

Lo primero que tenemos que determinar es el contexto en el que se va a mover el encargo. Ya se ha visto cómo el final del XVIII, con todos sus componentes ideológicos, origina un escenario de inestabilidad para el escultor, en el sentido de que se ve en la obligación, o en la necesidad, de adaptarse a los nuevos postulados estéticos y continuar atendiendo unas necesidades devocionales. Y en esta situación se introduce el XIX, teniendo en cuenta que nuestro Romanticismo entró mucho más tarde que en el resto de Europa, casi cuando en Francia ya estaba funcionando el realismo, de ahí, también, la ambigüedad de planteamientos del Romanticismo español.

Es en este punto cuando Federico o/y Pedro de Madrazo llaman la atención sobre el tema, aunque lo hagan en referencia a la pintura, pero sus reflexiones son extrapolables a la escultura.

Por orden cronológico, citamos en primer lugar a Pedro de Madrazo, quien dirá:

“[…] Pero en los asuntos místicos y sagrados especialmente, debe sacrificarse al pensamiento religioso la forma y el naturalismo. La idealización, el espiritualismo, deben prestar a la forma en estos cuadros cierto sello sobrenatural, cierto carácter misterioso y fuera del contacto de la vida material y ordinaria que eleve el alma a la contemplación de cosas más sublimes que las de la tierra: de lo contrario, no conduce a su objeto este género de pintura [...] la pintura religiosa no debe apartarse de ciertas máximas tradicionales con las cuales se ha perpetuado [...] la devoción a las imágenes del catolicismo”[24].

” […] en el arte cristiano el origen es la Inspiración, el medio la Belleza, y el objeto final el Bien”[25].

Por su parte, Federico de Madrazo nos facilita en 1846, en el marco de una conferencia pronunciada el 23 de mayo de ese año en la Academia de San Fernando, el “ambiente” existente sobre la religiosidad trasladada al arte.

En ese año, a los académicos les preocupaba la falta de rigor “ambiental” que se daba en las obras con temática religiosa que se producían en España, la falta de “veracidad arqueológica”, en palabras del autor que “rescata” las seis inéditas cuartillas de Madrazo[26], que no es otro que Miguel Herrero García, catedrático de Latín y Literatura española en la primera mitad del siglo XX y muy vinculado al desarrollo de la cultura durante la época de Franco.

Una serie de frases del discurso de Madrazo nos van a ir dando el pie para plantear el estado de la cuestión en la España del XIX:

“1.- ¿Por qué desde los últimos años del XVI siglo acá no se han representado los asuntos religiosos tan convenientemente como se representaban antes?

”2.- La Pintura, así como la Poesía y la Literatura, de nada sirven siempre que no tienden a despertar en nuestra alma sublimes y benéficos sentimientos. Para conseguir este resultado, y concretándome a las Bellas Artes, es necesario, entre otras cosas, que las obras estén expresadas en la forma más conveniente.

”3.- Y la forma o el estilo, ¿quién ha de darlo? ¿El artista o el asunto que ha de tratar?[27]

”4.- Creo que el artista no ha de tener un estilo para emplearle en todas sus obras indistintamente, y que los asuntos son los que deben exigir el que mejor les sirva y corresponda.

”5.- Existe una gran diferencia entre las obras de arte donde no se descubre más que la mano, la facilidad, el magisterio, y aquellas que, hechas en tiempos remotos, si bien no pueden tener esas dotes, llenan en cambio las altas condiciones del Arte Cristiano, en las que la idea domina a la materia y no está subordinada a ella, como en muchas buenas, pero no cristianas, obras se ve”.

Para don Federico, la pintura (como la literatura o la poesía) de nada sirven si no tienden a “[…] despertar en nuestra alma sublimes y benéficos sentimientos”.

Para ello, se exige que las obras estén expresadas de la forma más conveniente, preguntándose si la forma o el estilo las aportan el autor o el asunto. Su razonamiento le lleva a concluir que el artista no debe tener un estilo homogéneo, sino adaptable a las exigencias del asunto, una idea muy acorde con ese principio de libertad que propugnaba el Romanticismo. Piensa que en lo que respecta al Arte Cristiano, la“idea debe dominar la materia […] como en muy buenas obras, pero no cristianas, se ve”.

En la primera parte del discurso, el autor hace una defensa del contenido por encima de la forma. Está claro que es un debate a la academia, al encorsetamiento clasicista y formalista de esta que mantiene tendencias Ilustradas y exige cientifismo y arqueologismo en los relatos y descripciones. Para un romántico, la importancia de lo artístico, no radicaba en la fórmula sino en el sentimiento, en la manifestación plástica de lo emocional, y en lo tocante al arte religioso, el fin era el transmitir principios y sentimientos de religiosidad con unos recursos que a veces no se ajustaban a la rigidez formal del academicismo. Pero a lo que está dando pie Federico de Madrazo es a esa diversidad de opciones, a esa adaptabilidad del escultor al estilo/forma según le tema, lo que nos hace entender que, ante la falta de un criterio de un programa estético con convencimiento, los artistas deambulaban en un territorio de lo oportunista, no pensando en lo que tenían que definir sino en cómo lo decían, y eso llevaba a no saber plasmar la esencia del objeto, el sentimiento religioso, la fe, que era la que podía capacitar para realizar un relato esencial del tema.

Me explico utilizando dos ejemplos: una Dolorosa de Pedro Mena (Fig. 7) y otra de Antonio Gutiérrez de León (Fig. 8). Mena, ferviente católico, al tallar la cara de la Virgen no tiene ni que pensar que es la Madre de Dios, lo sabe y basta, que en su dolor infinito de madre, se contiene también la serenidad de saber que su Hijo es Dios, eterno, y que la muerte y el dolor es un tránsito para el Bien supremo. Eso se refleja en un rostro lacerado por el dolor pero contenido, sereno, en donde la dulzura se superpone al desgarro. Para ello, realiza todo un despliegue técnico de maestro, de dominar la gubia. Hace sobresalir los pómulos, insiste en los perfiles agudos para marcar dureza por dolor, tiene en cuenta que el acabado de la policromía suavizará esos contrastes volumétricos, por lo que la base es más agresiva, para después, redondear el ideal de lo divino; por último, hace derramar sobre las mejillas unas puntuales lágrimas de cristal que, en su recorrer, suaviza la dureza del modelado al promover la musicalidad de la curva[28].

 

Fig. 7. Pedro de Mena. Dolorosa. La figura de Pedro de Mena siguió influyendo a lo largo del siglo XIX, donde sus modelos fueron una constante a tener en cuenta.


Fig. 8. Antonio Gutiérrez de León (atribuida). Virgen de la Amargura. Siglo XIX, conocida popularmente como la Virgen de Zamarrilla, supone la extrapolación de los modelos de Pedro de Mena, en clave decimonónica.

No vive la fe de igual manera Antonio Gutiérrez de León. No es el momento. Vive en el mundo de la ciencia, la razón y el conocimiento, la opción de la fe es personal y casi individual, porque lo progre es ser descreído, por científico y moderno. Cuando talla sus Dolorosas no penetra en la esencialidad del sentimiento en el plano de lo divino, sino que la inercia naturalista, aún postromántica, lo deja en el límite del desgarro, por creerlo más veraz, pero la imagen de la Virgen se nos caricaturiza en rictus estereotipado que no inspira fervor.

En función de esto, se comprende el razonamiento de Caveda cuando nos dice:

“Cuando la indiferencia sustituye al misticismo, y a los consuelos del cielo se quieren anteponer los de la tierra, ¿cómo alcanzaríamos hoy a expresar el santo pudor, la celestial belleza, la resignación consoladora, el sufrimiento sublime, la esperanza mística, el incontrastable poderío de la fe, que supieron eternizar en sus lienzos nuestros pintores de los siglos XVI y XVII”[29].

Casi a final de siglo, en 1890, Luis Alfonso, en una serie de artículos publicados en La Ilustración Española y American, vuelve sobre la falta de ideal para conseguir producir arte. Abomina del naturalismo, y se pronuncia:

“El artista de hoy se cree naturalista por excelencia, o sea adorador de la Naturaleza cual ninguno. Y esto ¿por qué? Porque no siente la fe cristiana ni el culto pagano: porque no cree en Dios ni en los dioses. Su arte, múltiple y complejo, pero falto de ideal, sea el que fuere, lo ha tanteado todo en breve plazo; […] ”El error del día consiste en no dar fe sino a lo real […] olvidando que el sentido popular, más sabio siempre que los sabios, opina lo contrario y sostiene que la fe es, cabalmente, ‘creer lo que no se ve’.

”Sin fe […] no puede vivir el arte; cree en Júpiter o cree en Cristo, pero cree en algo. Si la escultura es hoy todavía el arte más noble y […] el más bello, débese a que, si no con la fe de la razón, con la del sentimiento, cree aún en la mitología”[30].

Cuando veamos el sentir de los autores comprobaremos que se mantienen en esta misma línea. Y es que debemos distinguir, especialmente en escultura, lo que se necesitaba, o entendía, para contar un episodio religioso. La Historia Sagrada requería un sistema diferente del empleado en una imagen concebida para cubrir necesidades devocionales.

Ya hemos dicho que, pese a la idea general de que en España se rechaza la temática religiosa, esta se practica profusamente, en la medida en que hay menos demanda de esculturas que de pinturas —y de esto hablaremos, también, más adelante—, pero se critica especialmente por su falta de eficacia. Y es que a la escultura, se exigía naturalismo y la academia, Roma, el Clasicismo y el Neoclasicismo, habían cincelado en los artistas, escultores específicamente, una situación de dependencia con la norma y el academicismo que habían aprendido en España, en la Academia de San Fernando, y en Roma, a donde sistemáticamente iban. Si se salían de estos preceptos, ni aprobaban oposiciones, ni obtenían becas, ni medallas en las exposiciones y todos aspiraban al funcionariado, ya que el mercado privado era inconsistente, caprichoso e inseguro.

Luego ese naturalismo, demasiado extremista de herencia barroca, era rechazado, elemento que al faltarle al contenido espiritualista de la obra la hacia caer en el decontenidismo y la ineficacia.

No es comparable la problemática de la pintura religiosa con la de la escultura, ya que se mueven en horizontes diferentes. En pintura se hacía tanto Historia Sagrada como Política o incluso el Género, fundamentadas en el rigor narrativo y en la ambientación (Fig. 9), en el grado de lo verisímil por erudito, pero la escultura demandaba otras causas, como hemos visto en los comentarios seleccionados sobre este aspecto más arriba.


Fig. 9. Enrique Simonet Lombardo. La decapitación de San Pablo. 1887. Catedral de Málaga.

Tenemos que leer a los autores para entender qué pensaban al respecto. Una buena atalaya son los discursos de ingreso como académicos, concretamente a la Academia de San Fernando de Madrid. Hemos seleccionado los de José Pagniucci Zumel, Elías Martín Riesco, Jerónimo Suñol, Sabino de Medina, Juan Samsó y Mariano Benlliure, que ingresaron como académicos por la sección de escultura desde mediados del siglo XIX hasta muy principios del siglo XX.

José Pagniucci Zumel[31] (Fig. 10) dedicaba su discurso de entrada a la de San Fernando al “Concepto de la escultura antigua y moderna”. En él dirá:


Fig. 10. José Pagniucci Zumel dedicaba su discurso de entrada a la Academia de San Fernando al “Concepto de la escultura antigua y moderna”.

“El artista, pues, no debe en mi concepto concretarse a la imitación minuciosa de los modelos que le ofrece el mundo exterior, ni tampoco a la de aquellos que, legados por la antigüedad a la generaciones posteriores, y habiendo, por decirlo así, recibido la consagración de una admiración constante de parte de éstas, han venido a formar autoridad, que muchos siguen ciegamente; negando no solo que pueda darse obra mas perfecta, lo cual no seria maravilla, sino que pueda tener merito alguno obra que se aparte de los caracteres peculiares de aquellas clásicas y aplaudidas producciones[…].

”En el arte, la belleza suprema es resultado a un tiempo de la idealización y de la imitación propiamente esthética (sic); de tal manera, que prescindir de una de las dos condiciones fundamentales, es exponerse, o a producir una forma sin vida, o a faltar voluntariamente a las reglas y proporciones inmutables de la naturaleza. Estas consideraciones son aplicables también a todas las artes; pero concretándome ahora a la escultura, ¿quién duda de que, si bien la severidad, la elegancia y la armonía de las líneas son de inmensa importancia para este arte sublime, pide también con absoluto imperio, que se concilien y aparezcan en cierto modo subordinados a la expresión de la vida?

” […] No basta, no, un buen modelo para producir una buena obra: es necesario mucho más. Es necesario un ideal […]”[32].

Para el autor “la idea”, en el arte cristiano, en la escultura cristiana, radicaba en la representación de las pasiones humanas, la idea de padecer.

Elías Martín Riesco[33], (Fig. 11) en 1872, al ingresar en la academia titula su discurso “Consideraciones generales sobre la escultura”, y en él considera que la escultura influyó de forma poderosísima en el desarrollo y prosperidad de la fe religiosa:


Fig. 11. Diferentes teóricos reflexionaron sobre el uso y funciones de la escultura religiosa de su época en sus discursos de entrada a la Academia de San Fernando. En la imagen, una pieza de Elías Martín Riesco.

“A la escultura le toca revelar el carácter físico, los hábitos morales y las creencias religiosas de cada pueblo”[34].

Y también:

“Desde finales del siglo XVII, época a que me refiero hasta nuestros días, han florecido eminentes escultores en Italia, España y Alemania, pero careciendo ya la escultura de carácter privativo y particular. Cierto es que se lucha, que se hacen grandes esfuerzos por adelantarla e imprimir en ella un sello de vida propia, pero también lo es por desgracia que no llegarán a conseguirse tan altos fines en la edad presente, ni mucho menos ascenderá a su apogeo mientras la forma no sea verdadera revelación del espíritu, y sobre todo, mientras reanimada la fe religiosa no disipe con su viva luz las invasoras tinieblas de una falsa filosofía. Algunos, o mas bien la mayor parte, sustituyen el sentimiento individual a la autoridad del ejemplo, y lo que con esto se gana en independencia se pierde en precisión y carácter. El árido positivismo, la esterilizadora incredulidad de nuestros días, ejercen en las artes su funesta influencia, habiendo solo veneraciones a las ideas que inspira el culto servil de las formas; ideas que si conducen a la verdad real, alejan al arte del camino que pudiera reconducirlo al engrandecimiento de que gozó en épocas anteriores. Mirad, señores, la mayor parte de las obras modernas, existentes en Monumentos Públicos, en Palacios, Templos y Cementerios, y veréis que apenas se encuentra alguna que otra que encierre en sí, o que traiga a la memoria, un pensamiento filosófico elevado, una idea cristiana consoladora. Cada uno inventa, o copia a capricho, sin tener en cuenta el carácter peculiar de la obra que ejecuta. ¿Es este el camino del arte?

”Además, tampoco tiene hoy la Escultura una esfera grande en que desarrollarse; porque, decidme; ¿dónde están los Gobiernos que la protegen para ensalzarla a mayor altura[…]

”[…] quise probaros que se necesita el imperio de la vivificadora fe religiosa y la protección ilustrada y decidida de los Gobiernos para el engrandecimiento del arte en general y de la escultura en particular[…]”[35].

Estos razonamientos fueron contestados por el también escultor Sabino de Medina[36] (Fig. 12), quien de la escultura en su tiempo aseverará:


Fig. 12. Sabino de Medina. Ninfa mordida por una víbora. 1865. Museo del Prado. Madrid.

¡Esta se halla en crisis inminente, pero de término fatal¡[37]

En esa concepción de la decadencia de la temática religiosa, el crítico Manuel Tubino, en 1877, asevera sobre la escultura contemporánea:

“[…] nuestro siglo no conoce el arte litúrgico como institución, ahora la escultura, como la pintura, son puramente seculares”[38].

Y da como receta, para la revitalización de la escultura, que los escultores se plieguen a la vida moderna y a los nuevos intereses de la sociedad:

“Equivócanse, en resumen, los que hablan de decadencia de la escultura. Lejos de mostrársenos en pobre y mísero estado crece con señales que anuncia una muy brillante esflorescencia en cercano periodo. Secularización y difusión, he ahí sus dos grandes anhelos. Secularización, esto es compenetración por las corrientes mas legitimas de la existensia, difusión, dilatación y crecimiento de sus ventajas bajo la doble relación social y geográfica.

”Fuera del Romanticismo, y por ello entiendo la cultura occidental fecundada por el cristianismo [...]”.

Jerónimo Suñol[39], (Fig. 13) en 1882, resume sus conclusiones sobre el estado actual de la escultura con la sentencia:


Fig. 13. Diferentes posturas se revelaron a lo largo del ochocientos sobre la tradición escultórica española. Una de los críticos más destacados fue Jerónimo Suñol, quien en 1882 afirma que en España escultóricamente solo se habían realizado “santos para los altares”.

 

“Santos para los altares’, he aquí en frase sobre todo lo que ha producido en España la escultura”[40].

Y reclama al gobierno protección y apoyo para el desarrollo y prosperidad de la escultura en España.

Casi terminando el siglo, Juan Samsó[41], (Fig. 14) en su discurso de ingreso en la academia dictamina que el arte es capaz de traducir el dogma religioso en forma plástica, pugnando por poner lo suprasensible al alcance de los sentidos[42] y que la escultura, sobre todo, necesitaba de Cristo[43]. Se queja de que:


Fig. 14. Juan Sansó. Nuestra Señora de Covadonga. Basílica. Fotografía: José Luis Montamarta.

“La escultura cristiana no tiene que personificar los fenómenos de la naturaleza plástica. Su ideal es la belleza moral y divina […] Viste sus imágenes y sus estatuas, y al velar el cuerpo de ellas, obedece, no solo a un precepto de castidad, sino además a una razón estética, porque concentra la atención sobre el semblante, e impide que se distraiga en la contemplación de la belleza desnuda del resto de la figura”.

Y se lamenta de que en su época apenas se realice escultura religiosa:

“La escultura cristiana no puede ser labrada mas que por el cincel de un creyente”.

Entiende que el artista busque en la naturaleza la similitud de las formas, y en los maestros de otras épocas, modelos para expresarse, pero el ideal verdadero debe beber de la fuente eterna:

“Creyendo en Cristo, viviendo en Él, amando en Él”.

Más adelante, se queja de las malas obras muy devocionales pero artísticamente deleznables que se acumulan en iglesias y ermitas.

“No es como mercadería como ha de tratarse la escultura religiosa, no es oficio o industria, es misión elevadísima, casi un sacerdocio”.

En su respuesta, Salvador Amós hace referencia al auge que estaba experimentando la escultura en esos años y anota que en las nacionales se premian con primera y segundas medallas las esculturas religiosas que se trabajaban en mármol y policromía indistintamente.

Por último, recogemos las palabras de Mariano Benlliure[44] (Fig. 15) de 1901, que promueve el renacer de la talla:


Fig. 15. Escultores como Mariano Benlliure promovieron un necesario renacer de la escultura religiosa, amén de una sustitución de obras de baja calidad.

“No seria escasa ni poco estimada gloria la que conquistarían los escultores que con su discreción volviéranse a llevar a los altares imágenes dignas de culto y verberación, sustituyendo algunas, y no en corto numero, que, lejos de representar lo mas sagrado, lejos de inspirar recogimiento y respeto, nos distraen y nos provocan risas. No es posible inspirar ideas grandes por medios pequeños y raquíticos”.

Y es que durante todo el siglo se insiste en que la eficacia de la escultura religiosa pasa por la fe, por traducir la oración en imágenes. Después de todo, es lo que siempre se había exigido.

Si nos volvemos a los orígenes, es oportuno recordar las opiniones de Francisco Pacheco al respecto. Como teórico del momento, recogió en su tratado la doctrina que la Iglesia había desarrollado desde Trento para el modelo representativo de los valores espirituales y cristianos. Plegándose a estas directrices, defendía que, por encima de los valores puramente estéticos de la obra, estaban los religiosos, expresados debidamente mediante la ajustada interpretación iconográfica del tema a tratar:

“Pero considerando el fin del pintor como de artífice cristiano (que es con quien hablamos), puede tener dos objetos o fines: el uno principalmente y el otro secundario o consecuente. Este, menos importante, será exercitar su arte por la ganancia y opinión y por otros respetos (que ya dixe arriba) pero regulados con las debidas circunstancias de la persona, lugar, tiempo y modo; de tal manera, que por ninguna parte se le pueda argüir que exercita reprehensiblemente esta facultad, ni obra contra el supremo fin. El más principal será, por medio del estudio y fatiga desta profesión, y estando en gracia, alcanzar la bienaventuranza; porque el cristiano, criado para cosas santas, no se contenta en sus operaciones con mirar tan baxamente, atendiendo sólo al premio de los hombres y comodidad temporal, antes, levantando los ojos al cielo, se propone otro fin mucho mayor y más excelente, librado en cosas eternas”[45].

Estamos, con el cripticísmo propio del Barroco, en un entendimiento de lo que debe ser la representación del asunto religioso similar al que siglos después determinara Romano Guardini, como ya hemos hecho referencia.

Como decíamos al principio, es un tópico insistir en la des-religiosidad del XIX. España, aún en la Ilustración fue un pueblo con fe, una de las marcas de diferencia con el resto de países europeos que adoptaron la nueva filosofía. Nunca el pueblo mandó tanto para mantener sus tradiciones y creencias y la escultura religiosa siguió necesitándose como en siglos anteriores. Pero fíjense que digo que se necesitaba; otra cosa fue que mantuviera el ritmo de encargos y producciones.

De hecho, la escultura sufrió un importante descenso en cuanto a encargos, tanto particulares como oficiales y ello se aprecia en el número de artistas dedicados a este arte y su participación en los eventos oficiales, tanto nacionales como internacionales. Un buen barómetro para pulsar estas circunstancias será la participación de los escultores en las exposiciones nacionales e internacionales. En cuanto a las primeras, nos encontramos que de 1856 a 1900 obtuvieron recompensas 109 escultores, frente a 621 pintores, donde ya se nos está marcando la diferencia de ejercicio ente una y otra arte. Después, que no hay primeras medallas hasta la de 1864, pero con temática no religiosa. La primera obra premiada con un tema religioso fue en 1856, otorgada a E. Martín Riesco, que consiguió una 3º medalla. La 1ª medalla llegó en 1871 a Aleu, con un san Jorge (Fig. 16). En 1876, consiguió una 2ª medalla con Vallmitjana con Cristo Muerto (Fig. 17), del que la crítica dijo:


Fig. 16. Andreu Aleu. San Jorge. 1860. Palacio de la Generalidad de Cataluña. Barcelona.


Fig. 17. Agapito Vallmitjana. Cristo Muerto. 1872. Museo Nacional del Prado.

“El Cristo yacente del escultor catalán está perfectamente modelado: se observa en su ejecución el esmero con que el autor ha procurado sujetar su obra al ideal humano, pero no ha conseguido reflejar á la divinidad; no ha puesto en su obra ese algo sobre humano que ha hecho inmortales las rarísimas creaciones sublimes de este género, realizadas por los grandes escultores; pero se observa en ella un deseo sincero de ponerse á la altura del asunto, un propósito levantado de reanudar las grandes tradiciones, y un resultado positivo en la clásica interpretación del natural”.

Añade con recto criterio el ilustrado crítico que:

“[…] el Cristo yacente del Sr. Vallmitjana no es la muerte de la Divinidad, no es la inercia en que se trasluce una resurrección; es un hombre, es un modelo: un modelo graciosamente interpretado, un estudio plástico de mérito innegable, pero en el que no se ve realizado el alto ideal que se ha propuesto el escultor”.

Y presenta como causa legítima el hecho de que el sentimiento religioso está muy lejos de ser una fuente de inspiración en nuestro siglo escéptico y positivista:

“[…] la estatua es bella por la pureza del contorno, por estar inspirada en la belleza clásica; pero nada dice al espíritu[46]”.

En 1878, Samsó consiguió la 1ª medalla con La Virgen Madre (Fig. 18), y Bellver con Ángel caído (Fig. 19). Estos éxitos hicieron que a las exposiciones internacionales, concretamente a la de París de 1878, se enviaran estas primeras medallas. Hay que hacer referencia, antes de entrar en los comentarios de los franceses sobre nuestras esculturas, que el material con el que contaban los jurados seleccionadores era escaso y dificultoso. Los envíos de esculturas a las internacionales eran muy costosos por el volumen y el peso, que obligaban a embalajes y transportes complicados. Por otra parte, y por las mismas razones, los expositores mandaban a las nacionales los modelos en yesos de las esculturas, que luego se traducirían en monumentos o imágenes en otros materiales más duraderos y definitivos, por lo que lo presentado tenía siempre un carácter de improvisación y transitoriedad que iba en detrimento de la consideración a la calidad[47]. Quizás esto justifique comentarios como estos:


Fig. 18. Juan Samsó. La Virgen Madre. 1878.


Fig. 19. Ricardo Bellver. Ángel Caído. 1879. Parque del Retiro. Madrid.

“A pesar de sus afinidades greco-latinas, los españoles no han sido jamás llamados al estudio que tiene por objeto la forma separada de las sensaciones o de las pasiones que la animan, ni en consecuencia por el lado de la estatuaria, que pide sobre todo calma y ponderación. En otras palabras, el arte plástico, inmóvil y abstracto de los griegos no podía convenir a una raza incandescente bajo fríos exteriores, apasionada por la luz, el sol, la acción y el placer —estas consideraciones sumarias bastarán para hacer comprender el escaso favor que ha obtenido hasta ahora la estatuaria en España, y el lugar restringido que ocupa hoy en sus galerías—. Sin embargo, por pequeño que sea, este sitio no esta vacío, y los escultores demuestran que los medios que suponen un defecto para los artistas locales, y con alguna voluntad y perseverancia muda podrían obtener resultados considerables. La laguna relativa que se descubre en ellos, no por impotencia natural, sino por una pendiente irresistible que los separa de la vía y los lleva por otro terreno […][48]