Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento

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3.OTROS TEMAS

Asimismo, son muy numerosas las pinturas y esculturas que representan las innumerables advocaciones de la Virgen popularizadas o creadas en los siglos del Barroco. El culto a la Virgen propició la erección de camarines, capillas, ermitas y parroquias, en las que se multiplicaron las imágenes marianas que consolidaban o difundían su devoción. La realeza, la nobleza o las cofradías promovieron su fervor, así como las órdenes religiosas favorecieron el culto a sus patronas. De ahí que carmelitas, dominicos, trinitarios, mercedarios, mínimos, capuchinos y salesianos patrocinaran, respectivamente, a la Virgen del Carmen, Virgen del Rosario (Fig. 6), Virgen de los Remedios, Virgen de la Merced, Virgen de la Victoria, Divina Pastora o María Auxiliadora[19].


Fig. 6. Luis Salvador Carmona. Virgen del Rosario. Siglo XVIII. Iglesia de Santa Marina. Vergara (Guipúzcoa).

Otros muchos temas sagrados conforman el panorama de la estatuaria del barroco español, como los ángeles, representados en las más variadas formas. Los retablos se nutren de una gran cantidad de cabezas angélicas y ángeles tenantes y una multitud de niños alados vuelan alrededor de la Virgen, considerada su Reina. Algunos portan instrumentos musicales, otros lámparas o incensarios —dispuestos tradicionalmente ante el presbiterio— y los hay que sostienen símbolos pasionistas, los arma Christi o elementos eucarísticos. No obstante, los más representados son los tres arcángeles —Gabriel, Miguel (Fig. 7) y Rafael—, aunque no es extraño que en ocasiones se efigie algún otro apócrifo, como Uriel.


Fig. 7. Pedro Roldán. San Miguel Arcángel. 1657. Archicofradía Sacramental de las Siete Palabras. Sevilla.

Otras devociones muy arraigadas en el pueblo eran las que alcanzaron los santos. Como en épocas anteriores, su culto fue promovido por la Iglesia, que consideraba sus imágenes un medio muy apropiado para adoctrinar a los fieles. Estos personajes —muchos de ellos martirizados en los primeros siglos del cristianismo— se convirtieron en patronos de profesiones, ciudades o corporaciones, sanadores y protectores (Fig. 8), y sus vidas fueron descritas en multitud de escritos que difundieron sus principales acciones y sus méritos. En los siglos del Barroco seguían siendo efigiados con gran profusión, escenas de su vida poblaban retablos y sus imágenes, enriquecidas con aditamentos en plata, presidían altares. Muchos de ellos fueron canonizados en los siglos XVII y XVIII, y su culto fue promovido, esencialmente, por las órdenes religiosas que celebraban, con gran suntuosidad y boato, la santificación de su fundador o de alguno de sus miembros, siendo habitual que se encargase una imagen del mismo para ser sacada en solemne procesión que discurría por calles engalanadas desde el convento hasta la iglesia mayor o catedral, en donde tendría lugar el acto principal.


Fig. 8. Juan Martínez Montañés. San Cristóbal. 1597. Iglesia Colegial del Divino Salvador. Sevilla.

También numerosas alegorías cristianas —sobre todo virtudes teologales y cardinales— formaron parte de programas iconográficos eclesiásticos. Eran fácilmente reconocibles por sus atributos, que fueron sistematizados por Cesare Ripa en su obra Iconología, cuya edición princeps fue publicada en Roma en 1593, apareciendo diez años después la primera edición ilustrada[20]. Estas imágenes alegóricas poblaban asimismo arquitecturas y decorados efímeros que se erigían con motivo de celebraciones tanto religiosas como civiles[21].

4.ICONOGRAFÍA DE LA PASIÓN DE CRISTO

No obstante, fue la Pasión de Cristo el tema más popular en el Barroco y el que más atención acaparó[22]. Muchos estudios arqueológicos o médicos que tratan de dilucidar las “verdades” sobre los padecimientos y muerte de Jesús insisten en afirmar que los artistas cometen errores porque no se ajustan a los acontecimientos históricos; sin embargo, no debemos olvidar que su función no es transcribir plásticamente una realidad verificada, sino ofrecer unas imágenes que conmovieran, que emocionaran, que hicieran reflexionar sobre el tormento que padeció y la angustia de su Madre al ver cómo lo torturaban. Al mismo tiempo, los evangelios canónicos fueron la principal fuente de inspiración para sus composiciones y en estos ni se pretendía dar fechas ni presentar datos exactos de lo que estaba aconteciendo, sino mostrar al Hijo de Dios como el Mesías.

Como estos escritos aportan escasas noticias acerca de los castigos que sufrió, tanto artistas como mentores debieron recurrir a otras fuentes que enriquecieran sus composiciones. Entre ellas destacan los evangelios apócrifos; los que refieren la Pasión de Cristo son el Evangelio de Pedro, Actas de Pilato o Evangelio de Nicodemo y Evangelio de Bartolomé. También a partir del siglo XIII fueron muchos los documentos que referían meditaciones acerca de la vida de Cristo y visiones que místicas y religiosas tuvieron sobre los padecimientos del Redentor. Entre los primeros podemos destacar la obra titulada Meditationes vitae Christi, del franciscano Pseudo Buenaventura[23] (ca. 1300). Otros textos muy influyentes fueron los de Ludolfo de Sajonia “El Cartujano” (siglo XIV) Vita Iesu Christi Redemptoris Nostri… y Tomas de Kempis (s. XIV-XV): De Imitatione Christi…[24].

Entre las religiosas visionarias despuntan santa Brígida de Suecia[25] (siglo XIV) y sor María de Jesús de Ágreda, que escribió Mística ciudad de Dios[26] (siglo XVII). No debemos olvidar que también debieron dejar huella en los artistas plásticos las representaciones de los autos sacramentales de la Pasión, así como el “Teatro de los misterios” medieval, drama que se desarrollaba en el atrio de las iglesias[27].

A pesar de que la Pasión de Cristo, rigurosamente, comienza con el prendimiento, los artistas, desde muy temprano, incluyeron otros episodios que precedieron a este momento, interpretando todo lo acontecido desde la entrada en Jerusalén como parte del ministerio de El Salvador. Para realzar la humanidad de Cristo, concibieron una emotiva escena, que ignoran los evangelistas, en la que se despide de su Madre en Betania antes de enfrentarse a su destino final. Este episodio, narrado entre otros por Pseudo Buenaventura, comienza en el momento en el que Cristo acompañado por sus discípulos y María Magdalena se disponen a cenar en la casa de Simón el Leproso. El Señor manda llamar a su Madre y, afligido, le reveló: “Yo os aviso que no tengo mucho tiempo para estar con vos […] porque debo ser entregado en manos de los judíos”. Todos los que allí estaban reunidos quedaron estupefactos y muchos de ellos derramaron copiosas lágrimas. Como aún faltaban algunos días para la fiesta pascual, su Madre no perdía la esperanza de poder persuadirle para que no fuera a Jerusalén, así que el día anterior de su partida se acercó a su Hijo, muy afligida y le rogó que tuviese compasión de ella y que no fuese a Jerusalén[28]. Este pasaje apócrifo, que es relatado en diversas obras místicas[29], es descrito plásticamente por numerosos artistas que se afanan en mostrar el sufrimiento de María, que se arrodilla suplicante, abraza a su Hijo o se desmaya ante tanto dolor, siendo asistida por San Juan o La Magdalena.

Jesús entró triunfante en Jerusalén, como si se tratara de un emperador, pero lo hace en una humilde borriquilla, y a su paso la muchedumbre le aclamaba con palmas y extendían sus mantos por el camino. Allí expulsó a los mercaderes que hollaban suelo sagrado y poco después celebró con sus discípulos la Cena, en la que se conmemora la Pascua judía. Él sabía que era la última que iba a compartir con sus compañeros, y en ella instituyó el sacramento de la Eucaristía, además de anunciar su Pasión y la traición de uno de ellos, que le vendió por treinta monedas de plata, el precio de la vida de un esclavo. Momentos antes, lavó los pies a sus discípulos, para dar ejemplo de su humildad[30]. Tras la cena y recitados los himnos, marchó a orar al monte de los Olivos y en el camino[31] predijo las negaciones de Pedro; en una propiedad llamada Getsemaní y acompañado de Pedro, Santiago y Juan[32] cayó en tierra y le asaltó una terrible tristeza y angustia, suplicando a su Padre que le librara de la muerte, pero aceptando su voluntad. Aunque no estaba solo, porque un ángel venido del cielo le confortó[33] (Fig. 9). Fue tanta su angustia que llegó a sudar sangre[34].


Fig. 9. Francisco Salzillo. La Oración en el Huerto. 1754. Museo Salzillo. Murcia.

En dicho lugar es apresado por un grupo de personas armadas con espadas y palos comandadas por Judas, que convino con ellos una señal para que no hubiera confusión: el beso traidor[35]; en esos instantes, Pedro, desesperado e impotente, hirió a Malco, el criado del Sumo Sacerdote, y Jesús le curó, amonestando a su discípulo y explicándole que lo que tenía que suceder no podía evitarse. Y finalmente fue abandonado por sus amigos.

Después de atravesar el arroyo Cedrón, los guardias lo llevaron ante Anás, el suegro de Caifás[36], que interrogó a Jesús sobre su doctrina y sus discípulos. Tras su contestación, uno de los que estaban allí le dio una bofetada y fue enviado ante el sumo sacerdote en el sanedrín donde estaban reunidos los escribas y los ancianos. Caifás le preguntó si era el Hijo de Dios y, al oír la respuesta afirmativa de Jesús, se rasgó sus vestiduras y lo condenó a muerte. Le vendaron los ojos, le escupieron y abofetearon y se mofaban de Él preguntándole quién le había pegado. Mientras, en el patio, Pedro negó en tres ocasiones conocer a su Maestro, hasta que el galló cantó y recordó la predicción de Jesús, saliendo fuera y llorando amargamente.

 

Atado y humillado, compareció en el pretorio ante el procurador romano Pilato y este, tras comprobar que era galileo, lo remitió a Herodes, tetrarca de Galilea, quien se mofó de Él vistiéndole con un espléndido vestido, como si se tratara de un príncipe[37] y lo entregó nuevamente a Pilato, que le preguntó si era el rey de los judíos. Viendo que era inocente, trataba de salvarle, aconsejado por su mujer[38], incluso les dio a elegir entre Barrabás, un famoso asesino y él, pero los judíos seguían insistiendo en su condena y, finalmente, lavándose las manos, lo entregó para que fuera crucificado[39]. Antes, fue flagelado[40] y nuevamente ultrajado: le quitaron las vestiduras y cubrieron su desnudez con un manto púrpura, le coronaron con espinas y le pusieron una caña en su mano, con la que le pegaban en la cabeza y, arrodillados, se burlaban de Él. Después Pilato lo presentó al pueblo congregado a las puertas del pretorio —“Aquí tenéis al hombre” (Jn 19, 5)— y esa muchedumbre, enfurecida, volvió a pedir su muerte. Finalmente, el procurador entregó a Jesucristo para que fuera crucificado.

Le devolvieron sus ropas, y en el camino hacia el monte Calvario, Simón, un hombre procedente de Cirene, fue obligado a llevar su cruz[41]. Le seguía una gran cantidad de hombres y mujeres que se lamentaban por Él y a las que consuela: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos […]” (Lc 23,28), así como los dos ladrones que también iban a ser ajusticiados. Como los evangelios son muy parcos en la información que suministran, se agregaron detalles que se inspiraron en los textos apócrifos o en los autos sacramentales, completándose esta iconografía con la devoción al Camino del Calvario que conforma las catorce estaciones del Viacrucis, establecidas por los franciscanos. En ellas, Cristo se cae tres veces por el cansancio y el peso de la cruz, se encuentra con su Madre y esta, rota de dolor, se desmaya o se arrodilla ante su Hijo; y una mujer, Verónica, apiadada de su sufrimiento, le seca el rostro de sangre y sudor, impregnándose en el pañuelo el rostro de El Salvador.

¿Por qué Jesús fue condenado a morir en la cruz? Este suplicio, de origen persa pero perfeccionado por los romanos, era una muerte vil que se reservaba a los esclavos, extranjeros, revolucionarios y soldados romanos desertores. Tanto en Persia como en Roma tenía como fin principal que la tierra, que se consideraba sagrada, no se cubriera de sangre.

La crucifixión tuvo lugar en el Gólgota, “lugar del cráneo” o Calvario, un montículo cercano a una de las puertas de Jerusalén. El tiempo que transcurrió desde su llegada hasta que fue clavado en la cruz es narrado de forma muy parca en los evangelios canónicos, que solo señalan cómo le ofrecieron vino con hiel (Mt 27,34) o mirra (Mc 15,23). Esta era una bebida que las mujeres judías ofrecían a los reos para atenuar el sufrimiento que iban a padecer, pero Jesús cuando la probó la rechazó, aceptando sin condiciones lo que iba a suceder.

Antes le habían despojado de sus vestiduras. Aunque este tema no aparece en los evangelios, estos sí contemplan que, una vez en la cruz, sus vestidos se echaron a suertes. No obstante, las Meditaciones de Pseudo Buenaventura y las narraciones de los místicos completan este episodio imaginando la violencia con la que le arrancan la túnica que, adherida a las heridas, hace que estas sangren nuevamente y cómo unos soldados cubren su desnudez con un lienzo[42]. No obstante, en numerosas representaciones es la Virgen la que con su velo envuelve las caderas de su Hijo, justificándose así el ceñidor o perizonium con el que aparece representado el Crucificado.

Allí, con las manos atadas y de pie, como lo representa Juan de Ávila, o sentado sobre una piedra, Jesús aguarda su crucifixión observando cómo preparan los verdugos el instrumento del sacrificio. Este es un momento agónico, desesperado, pero los artistas han querido representar al Hijo de Dios sosegado, pensativo, con la cabeza girada hacia el cielo y las manos unidas en oración, como talló José de Arce al Cristo de las Penas de Sevilla (1655) (Fig. 10) o con la cabeza apoyada sobre su mano, iconografía de los Cristos de la Humildad y Paciencia[43].


Fig. 10. José de Arce. Jesús de las Penas. 1655. Hermandad de la Estrella. Sevilla.

Nuevamente son parcos los evangelistas a la hora de relatar el momento de la crucifixión, que narran con una lacónica frase: “Y allí lo crucificaron” (Jn 19,18), los artistas tuvieron que buscar otras fuentes que completaran este episodio, y una vez más la inspiración llegó de manos de los escritos de místicos y visionarios que, con un realismo —a veces despiadado— describen cómo fue clavado en la cruz extendida en el suelo. Detalles como la ferocidad de los verdugos en el momento de hundir el hierro en las manos a fuerza de golpes, o la crudeza al expresar que hubieron de atar una cuerda a las piernas para estirarlas con el fin de que pudieran incrustar los clavos en el lugar señalado para ello, son presentados por algunos artistas con una gran fidelidad; recordemos la composición realizada por el pintor Gerard David (1485, National Gallery, Londres) en la que uno de los sayones tira con saña de una cuerda para colocar el pie que el compañero está dispuesto a atravesar.

El arte compone una nueva escena, la “Exaltación de la Cruz”, en la que los esbirros elevan, ayudados por sogas, al Señor crucificado. Una de las mejores composiciones, llena de dramatismo y tensión, la presenta Rubens en el panel central del tríptico que realizó entre 1610 y 1611 (catedral de Amberes). Por su parte, Pseudo Buenaventura expone cómo “la plantaron con gran dificultad al hoyo, que havian hecho expresamente en la peña, de suerte que para hazerla entrar mexor, la levantaron y bajaron muchas vezes, que fue causa de agravar el dolor de el sancto y bendito cuerpo de Jesús mas que antes”[44]. No obstante, se ha representado también otra versión en la que es clavado en una cruz que ya ha sido hincada en la tierra y a la que tiene que acceder subiendo una escalera. Jesús, a pesar del insufrible dolor que estaba experimentando, tuvo compasión con los que se lo infligían, pidiéndole a Dios el perdón por su inconsciencia: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

En el madero, sobre su cabeza, pusieron una tabla con una inscripción redactada por Pilato, el titulus, donde se leía: “Jesús Nazareno, el Rey de los judíos” en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes, indignados, dijeron al procurador que debería haber puesto “Este ha dicho: Yo soy Rey de los judíos”, pero él sentenció: “Lo que he escrito, escrito está” (Jn 19,19-22). En las representaciones de Cristo crucificado puede aparecer esta pequeña placa con la locución en los tres idiomas o, más frecuentemente, con la palabra INRI, siglas de la frase en latín.

Los soldados, que se apostarían al pie de la cruz esperando su muerte, hicieron cuatro lotes de sus vestidos y se los repartieron, aunque la túnica, que estaba tejida en una sola pieza, la echaron a suertes. Este episodio forma parte de numerosas representaciones de la crucifixión, en las que aparecen tres o cuatro romanos agachados y jugándose a los dados la túnica.

La agonía de Jesús duró seis horas, desde la hora tercia —nueve de la mañana—, hasta la hora nona —tres de la tarde—. En ese tiempo, fue humillado e insultado por “los que pasaban por allí” y por los soldados, sumos sacerdotes, escribas y ancianos judíos que le increpaban diciéndole que se salvara si era el Hijo de Dios y que bajara de la cruz. Según los evangelios de Mateo y Marcos, también los salteadores que fueron crucificados con él, uno a la derecha y otro a la izquierda, le injuriaban. Sin embargo, Lucas narra que solo era insultado por uno, mientras que el otro le reprendió justificando su condena y defendiendo al Hijo de Dios, ya que “nada malo ha hecho”, pidiéndole que se acordara de él cuando tomara posesión de su Reino, y Jesús le respondió “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Jn 23-39,44). El Evangelio de Nicodemo añade sus nombres: Dimas y Gestas, el buen y el mal ladrón. Los artistas se han preocupado de diferenciarlos tanto en su actitud como en la forma de la cruz o en la manera de ser sujetada a ella, con cuerdas. Tradicionalmente el buen ladrón se representa a la derecha de Cristo, mirando hacia Él, con una apariencia resignada, incluso dulce, mientras que Gestas, que encarna la maldad, es interpretado enajenado, con rostro iracundo, cuerpo encrespado y apartando la mirada de El Salvador. A veces, incluso, se le representa de espaldas y, en ocasiones, un ángel toma el alma del arrepentido para llevarlo al cielo mientras que un demonio agarra la del condenado.

Hasta el siglo XII se presenta al Redentor en la cruz vivo y triunfal, vestido con larga túnica o perizoma que le cubre hasta las rodillas, sin expresar ningún sufrimiento y a veces coronado; los brazos permanecen totalmente extendidos y su cuerpo se representa recto, con los dos pies clavados a la cruz. El hieratismo de estos cuerpos comienza a diluirse a partir de esta época, en la que empieza a aparecer Cristo expirante, con la cabeza elevada y los ojos entreabiertos, en la última exhalación, los músculos tensos por el esfuerzo, o muerto, con los ojos cerrados, el cuerpo desplomado y la cabeza caída, mostrando la herida sangrante en el costado. Paulatinamente, y sobre todo a partir de la Contrarreforma, dicha iconografía se irá enriqueciendo hasta completar una galería de crucificados que se representan vivos o muertos, con los brazos abiertos o casi paralelos al stipes[45], desnudos —los menos—[46] o cubiertos por un paño de pureza, que a veces es semitransparente, como los que pinta Jan van Eyck o está conformado por un lienzo blanquecino que se anuda a la cadera o se sostiene con una cuerda; a veces cae paralelo al muslo o es movido por un invisible viento, convirtiéndose en una pieza de gran expresividad. En ocasiones, este ceñidor deja desnuda gran parte de la pierna, como podemos observar en el desaparecido Cristo de la Buena Muerte de Pedro de Mena, mientras que otros tapan completamente la cadera, como los crucificados de Murillo[47].

Manos y pies están fijados a la cruz con clavos, que fueron “hallados”, según una conocida leyenda —que tiene múltiples variantes—, años después de que santa Elena encontrase la cruz[48]. Sin embargo, en los evangelios canónicos, la única referencia —aunque indirecta— a los mismos y a las heridas originadas por ellos se encuentra en el evangelio de Juan, en el episodio en el que los discípulos le dicen a Tomás que han visto a Jesús y él no lo admite, diciendo: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. (Jn 20,25). Los agujeros de las manos la mayoría de los artistas los disponen en las palmas, aunque en los últimos años muchos pintores y escultores los sitúan cercanos a la muñeca, interpretando plásticamente los preceptos de los médicos.

Los pies suelen cruzarse para ser atravesados por un solo clavo, que hace que el cuerpo se curve y exprese la agonía que está padeciendo. Generalmente es el derecho el que se superpone al izquierdo. Así se representan en gran número de obras, sobre todo a partir del Renacimiento, aunque los cuatro clavos no desaparecen; al contrario, algunos teóricos inciden en la conveniencia de disponer los dos pies clavados sobre el supeddaneum, como Francisco Pacheco, que introdujo un capítulo en su tratado El arte de la pintura, siguiendo lo escrito por Angelo Rocca (1609), que tituló “En favor de la pintura de los quatro clavos con que fue crucificado Christo nuestro Redentor” (Libro III, cap. 15) que incluye, además, una reflexión de Francisco de Rioja (1619) que defiende esta postura y la argumenta apoyándose en escritos de autores antiguos. Escribe Rioja: “Francisco Pacheco […] a sido el primero que estos dias en España ha buelto a restituir el uso antiguo con algunas imagines de Cristo, que a pintado, de cuatro clavos, ajustándose en todo a lo que dizen los escritores antiguos; porque pinta la cruz con cuatro extremos, i con el supedaneo en que están clavados los pies juntos, vese plantada la figura sobre el, como si estuviera en pie; el rostro con magestad y decoro, sin torcimiento feo, o descompuesto, assi como convenía a la soberana grandeza de Cristo nuestro Señor”[49]. En 1614, el tratadista puso en práctica esta teoría en su obra Cristo en la Cruz (Instituto Gómez Moreno de la Fundación Rodríguez-Acosta, Granada).

 

Los dictados de Pacheco fueron seguidos por algunos pintores, entre los que destacan Velázquez, Alonso Cano o Zurbarán[50]. Sin embargo, este último adopta para algunos de sus crucificados (1650, San Lucas como pintor ante Cristo en la cruz, Museo del Prado) los cuatro clavos, atravesando cada uno de ellos los pies cruzados, solución que ya había experimentado Martínez Montañés algunos años antes en su magnífico Cristo de la Clemencia (1604-1606, catedral de Sevilla) (Fig. 11). De esta forma lo contempló santa Brígida de Suecia como expone en sus Revelaciones: “Cruzaron su pie derecho con el izquierdo por encima usando dos clavos, de forma que sus nervios y venas se le extendieron y desgarraron”.


Fig. 11. Juan Martínez Montañés. Cristo de la Clemencia. 1603-1604. Sacristía de la catedral de Sevilla.

En la Edad Media se creó una deliciosa leyenda en relación sobre quién forjó los santos clavos. El protagonista indirecto es un herrero a quien los romanos, cuando Jesús iba camino de El Calvario, le habían encomendado la tarea, pero este la rechazó argumentando que sus manos estaban enfermas y quemadas. Sin embargo, Hedroit, su esposa, enfadada por la idea de perder a un cliente, no creyó en un primer momento a su marido, aunque al mirarlo se dio cuenta de que, efectivamente, un hecho portentoso las había dejado inservibles. Sin perder tiempo, la mujer, que estaba enfadada con Cristo y quería hacerle sufrir, cogió un martillo y fabricó los clavos en el yunque de su marido[51].

Aunque no hay consenso entre los artistas, la corona de afiladas espinas suele ceñir la cabeza de Cristo crucificado, incrementando, aún más si cabe, el dolor y la angustia. Un escalofriante relato de Brígida de Suecia impone su protagonismo: “Se la apretaron tanto que la sangre que salía de su reverenda cabeza le tapaba los ojos, le obstruía los oídos y le empapaba la barba al caer”. De hecho, nuestros artistas salpican de gotas el rostro de El Redentor, mostrando su lenta agonía.

La cruz en la que Cristo murió se ha representado tradicionalmente escuadrada e immissa —cruz latina— o commissa —en forma de T—; no obstante, a finales del siglo XIII y principios del XIV fueron muy característicos los “Crucifijos dolorosos”, esculturas provenientes de Alemania —aunque también aparecen en pintura—, donde el cuerpo del Señor es fijado en la llamada cruz en ípsilon u horquillada, cuya forma se debe a la identificación de la misma con un árbol.

Y ese árbol es el del Paraíso, el árbol por el que el Adán, el primer hombre, hizo entrar la muerte, que se corresponde con otro madero, el de la cruz, que devuelve la vida, como escribió san Ambrosio: “Mors per arborem, vita per crucem”. Dicho paralelismo entre el hombre que proporcionó la ruina y la muerte a la humanidad y el que la salvó se encuentra simbolizado en la “Leyenda de la buena cruz”, historia que con numerosas variantes fue muy popular durante la Edad Media[52]. En ella se narra que Eva, cuando su compañero se encontraba cercano a la muerte, envió a su hijo Set al Paraíso a buscar un aceite salvador que brotaba del árbol de la vida, y cuando volvió plantó un tallo en la boca de su padre que ya había fallecido; de él creció un nuevo árbol cuyas ramas se convirtieron en los maderos de la cruz en la que Cristo falleció. Otras leyendas completan su historia, y entre ellas la más conocida es la que narra el descubrimiento de la misma por santa Elena, la madre del emperador Constantino, que tras un sueño en el que se le apareció una cruz que le ayudó a obtener la victoria sobre Magencio, se convirtió al cristianismo. Apremiada por su hijo, Elena viajó hasta Jerusalén para tratar de encontrar la Sagrada Reliquia y la halló enterrada —junto a las otras dos en las que murieron los ladrones— tras demoler un templo que habían construido los romanos en honor de Venus. Es también conocida la forma en la que descubrió cuál de las tres era la verdadera, ya que para que no hubiera equívocos mandó que fueran erigidas en un lugar público y ante ellas se dispuso un féretro con un difunto que resucitó en el momento de tocar la “Vera Cruz”.

Muchos de sus seguidores, mujeres y hombres, contemplaban desde lejos todo lo que estaba sucediendo, pero algunas personas, posiblemente las más allegadas, se encontraban junto a Él, según relata el último evangelio. Estos eran Juan, su madre, la hermana de su madre y María Magdalena. Nuevamente pronuncia, para despedirse de ellos, unas frases rotundas, casi desesperadas, dirigidas a su discípulo amado: “Ahí tienes a tu madre”; y a la Santísima Virgen: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, simbolizando la maternidad espiritual de María con relación a los creyentes que son encarnados por Juan. La disposición de la Virgen junto a la cruz se fomentó por el Stabat Mater dolorosa, canto litúrgico del siglo XIII atribuido a Jacopone da Todi. En las composiciones artísticas pueden aparecer flanqueando la cruz, María a la derecha y Juan a la izquierda, de pie o arrodillados, mostrando su desconsuelo, aunque en ocasiones la Madre de Dios se desmaya, presa de la angustia, y es sostenida por las Santas Mujeres. Por su parte, María Magdalena muestra su sufrimiento con desesperación, abrazando la cruz, limpiándola, besando los pies de Cristo o secándolos con sus cabellos, que suele mostrar alborotados.

Cuando ya todo estaba cumplido, dio un grito y expiró, encomendando a su Padre su espíritu. El velo del Templo[53] se rasgó en dos y la tierra, que no podía permanecer impasible ante el acontecimiento, tembló, las rocas se rompieron, los sepulcros se abrieron y muchos difuntos salieron de ellos y resucitaron. Antes, hacia la hora sexta, el sol se eclipsó[54] y una gran oscuridad se apoderó del lugar, señales inequívocas que habían sido anunciadas por los profetas. Al ver esto, el centurión exclamó: “Verdaderamente este era Hijo de Dios”.

Inmediatamente después, según el evangelio de Juan, para que no quedasen los cadáveres en la cruz el sábado, los judíos “rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran”; así lo hicieron a los que estaban crucificados junto a Jesús, pero al llegar junto a Él comprobaron que ya estaba muerto y “uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua”[55] (Jn 19,31-37). Los apócrifos denominaron a este personaje Longinos y La Leyenda Dorada, que lo asimiló con el centurión, le ha otorgado una historia en la que afirma que “ya fuese por la vejez o por enfermedad, tenía la vista muy debilitada”, que recuperó al llegar hasta sus ojos una gota de sangre del corazón de Jesús. Tras su conversión, renunció al ejército y hasta su trágica muerte predicó la Buena Nueva. En las composiciones artísticas otro personaje suele acompañarlo, representándose al otro lado de la cruz, a la izquierda de Cristo; es el portaesponjas[56], aquel soldado que dio de beber a Jesús vinagre en una esponja empapada y sujetada en una caña cuando exclamó “Tengo sed”, momentos antes de expirar[57].

José de Arimatea, un hombre rico discípulo de Jesús, pidió a Pilato su cuerpo, lo descolgó de la cruz, lo envolvió en una sábana limpia y lo dispuso en un sepulcro nuevo excavado en la roca; fue ayudado por Nicodemo, que según el evangelio de Juan llegó al lugar con perfumes para ungir al difunto. Finalmente, hicieron rodar una piedra para tapar la entrada mientras que, sentadas frente al mismo, se encontraban María Magdalena y “la otra María”. De nuevo, los escuetos datos que proporcionan los evangelistas eran insuficientes para los artistas, que tuvieron que completar sus composiciones con los hechos que aportaban los visionarios y las escenas que se interpretaban en los autos sacramentales. Si bien durante la Edad Media solo aparecían, junto al cuerpo inerte de Jesús, José de Arimatea y Nicodemo que, subidos en una escalera, desclavan sus pies y sus manos y lo descienden de la cruz, y María y Juan, que lo reciben, tras la contrarreforma los personajes se multiplican, apareciendo asistentes que ayudan a bajar el cuerpo y otros que se muestran apesadumbrados, destacándose María Magdalena, que llora y se lamenta junto al cuerpo y besa las manos o los pies de su maestro. La Virgen abraza a su Hijo y, cuando se desmaya, es sostenida por las Santas Mujeres.